40
Nico se negó a prestar declaración hasta que no llegara su abogado. Esta espera permitió a Sofía repensar su estrategia. ¿Se había precipitado al detener a ese hombre? Algo le decía que sí. Era verdad que Nico había declarado a una testigo que Jon merecía morir. No tenía coartada para la noche del crimen, o por lo menos no quería darla. Y en el archivo policial constaban antecedentes por una agresión homófoba. Esta pelea no servía para probar nada, pero hablaba de un hombre agresivo, con una peculiar manera de entender la justicia en el mundo. Un buen abogado trituraría estos indicios. Acusaría a Sofía de pisotear los derechos fundamentales del detenido y de actuar movida por su antipatía personal hacia el joven. En una palabra, el abogado haría su trabajo. Y lo peor de todo era que tendría toda la razón. Pero Sofía se había dado el gustazo de tomarle las huellas dactilares a Nico y verle posar para las fotos de la ficha. Nico se comportaba con la chulería habitual y hacía todo lo posible para que no se le notara la humillación. Sofía disimulaba el enorme placer que le producía verle así.
El abogado era un hombre canoso, cargado de espaldas, y se movía con aire cansado, como si le diera mucha pereza tener que sacar al chico del problema en el que se había metido. Le saludó con gran cariño. Le preguntó por su padre.
—Hace mucho que no hablo con él —dijo Nico.
—Está bien, hablamos el otro día, a lo mejor voy a verle en agosto —el abogado se comportaba como si Sofía no estuviera en la sala—. Por cierto, me ha dicho Constantino que no ha recibido los pistachos, ni el caviar. ¿Seguro que tu padre se los ha mandado?
—¿Quién es Constantino? —preguntó Nico.
—El secretario de Estado. Tu padre le había prometido caviar iraní. Y pistachos. Por lo visto Constantino es un absoluto vicioso de los pistachos. Y en Irán están buenísimos.
Así que el padre de Nico era un pez gordo. Ahora quedaba claro el porqué de esta conversación tan desenfadada. Una vez que el abogado se aseguró de dejar clarísima esta conexión, se sentó en su silla y preguntó por los motivos de la detención. Sofía se los explicó.
—Vaya, Nico, no has sido capaz de explicar dónde estabas la noche del quince —dijo el abogado con tono paternalista.
—Le dije dónde, pero me ha pillado en una mentira. Es endemoniadamente lista.
—Ya veo, ya —carraspeó el abogado—. Bueno, inspectora, ¿y qué podemos hacer para que este joven se vaya a su casa?
—Yo me conformo con que colabore en la investigación —dijo Sofía—. Que me cuente dónde estuvo la noche de San Isidro.
—¿Se lo quieres contar, Nico?
—Tengo derecho a guardar silencio, ¿no? —dijo Nico—. Es que no me apetece hablar con ella.
—Te puedo mandar al juzgado y se lo cuentas al juez.
Nico le susurró algo al oído a su abogado.
—¿A usted le importaría mucho que esta declaración la tome algún compañero suyo? —preguntó el abogado.
—¿Por alguna razón en concreto?
—Esto es un poco delicado de decir, pero sí que la hay. A mi defendido le provoca un poco de rechazo hablar con un policía transexual.
—No me provoca rechazo. Me provoca repugnancia.
—Yo lo estaba suavizando un tanto —explicó el abogado. Luego miró a Sofía—. Comprendo que es una objeción algo rara, pero lo cierto es que mi defendido no se siente cómodo con usted. Supongo que no habrá inconveniente en cederle los bártulos a un compañero. Total, aquí no hay mucha tela que cortar, los dos lo sabemos.
Sofía se quedó admirando la sonrisa de suficiencia del abogado. Una gotita de saliva le brillaba en el labio. A su lado, Nico había estirado las piernas y aguardaba con actitud indolente. Sofía se inclinó hacia el detenido.
—Vas a tener que responder a mis preguntas. Si te doy asco, te aguantas. Tienes derecho a no responder, en ese caso te vas al juzgado y te las ves con el juez. Voy a salir un minuto. Uno —miró al abogado—. Hable con su cliente y cuando vuelva me dice cómo seguimos.
Sofía salió. En el pasillo se cruzó con Arnedo. El comisario estaba nervioso y de mal humor.
—¿A quién tienes ahí dentro?
—Es el novio de Patricia Crory. O exnovio, o lo que sea, no me entero de si siguen juntos.
—También es el hijo del embajador español en Irán. ¿Lo has detenido?
—Sí.
—Si no hay nada muy gordo, lo sueltas. ¿Me oyes? El abogado ha llamado a Gálvez para ver qué coño estaba pasando. Así que ya sabes. Si no confiesa el crimen, lo sueltas. Que no tengo la polla para equilibrios.
Se alejó por el pasillo como un elefante en plena estampida. Sofía regresó a la sala. Nico estaba de brazos cruzados, muy serio.
—Está dispuesto a declarar —dijo el abogado—. Cuando usted quiera.
Sofía se sentó. Había perdido fuelle tras la conversación con Arnedo, pero esperaba que no se le notara.
—¿Dónde estuviste el quince de mayo entre las ocho de la tarde y las doce de la noche?
—Estuve en el castillo de Benagües.
—¿Qué hacías allí?
—Tenía una reunión.
—¿Con quién?
—Con dos de los asistentes al congreso de heráldica y con Óscar Fanjul, mi socio.
—¿Qué clase de reunión?
Nico miró a su abogado, que lo animó a continuar con un gesto.
—Óscar y yo hemos fundado un grupo patriótico. Se llama España Limpia. La reunión era para conseguir fondos.
—¿España Limpia?
—Así es.
—¿Esas dos personas del congreso conocían vuestro grupo?
—Nos puso en contacto Raimundo Crory.
—¿Él también pertenece al grupo?
—No. Pero me dijo que esas dos personas podían estar interesadas en sufragar nuestras actividades. Nos cedió una habitación para hablar aprovechando que esa noche iban a estar en el congreso.
—¿En qué consisten esas actividades?
—Estamos preparando una revista. Hacemos reuniones, charlas, cosas así.
—¿Me puedes dar los nombres de esos señores?
Se los dio. Sofía salió un momento y le pasó los nombres a Moura. Quería verificar cuanto antes la coartada. Volvió a la sala.
—España Limpia. Qué bonito nombre. ¿Es idea tuya?
Nico no contestó.
—Eso no tiene importancia, inspectora —dijo el abogado.
—¿De qué queréis limpiar España?
El abogado volvió a intervenir.
—Inspectora, no procede esa pregunta.
Pero Nico quiso contestar de todos modos.
—Queremos limpiar España de toda la suciedad. Los gays, las lesbianas, los transexuales son sucios. Son enfermos. Son locos. Y están llevando este país a la ruina. La suciedad es la gente que se separa y se está cargando la familia. La suciedad es el mogollón de inmigrantes que vienen aquí a mear en suelo español y a quitarnos el trabajo. ¿Sigo?
—Lo has explicado muy bien.
El abogado le susurró algo al oído. Sofía siguió preguntando. No estaba segura de estar conteniendo la ira.
—¿Y qué pretendéis hacer para limpiar la mierda?
—Ya te lo he dicho. Una revista. Charlas informativas. Difundir nuestra forma de pensar. Tal vez algún día formemos un partido político. Ya veremos. Lo primero es conseguir una plataforma.
—¿Esos señores con los que hablasteis en el castillo van a poner dinero?
—Puede ser. Aunque no te lo creas, hay mucha gente que piensa como nosotros. Mucha gente que está preocupada con lo que está pasando en este país. Supongo que no es un delito pensar así, ¿verdad?
Sofía lo miró largamente.
—¿A qué hora te fuiste del castillo?
—A las doce o así.
—¿Te fuiste con Óscar?
—Él se marchó antes. Yo me quedé un rato más. Confiaba en dormir con Patricia esa noche, pero no la encontré. Luego me dijo que estaba muy ocupada con los invitados.
—¿Por qué me has mentido antes cuando te he preguntado dónde estabas la noche de San Isidro?
—Porque no quiero que mi novia sepa que estoy metido en esto.
—¿No lo sabe?
—Sabe cómo pienso. Pero no sabe que he fundado un grupo.
—¿Sabe que tienes antecedentes por agredir a un homosexual?
—¡Ya estamos! —se echó hacia atrás en la silla, como para dejarle un poco de espacio a su indignación—. ¿Me va a sacar ahora la mierda esa? ¡Ni siquiera sabía que ese tío era maricón!
—¿Por qué le atacaste?
—Porque tardó una hora en poner una apuesta, y me quedé sin apostar por un caballo que me gustaba. Se lo dije, discutimos, me faltó al respeto y le di un cabezazo en la nariz. Eso fue todo. El tío denunció una agresión homófoba. Me descojono.
—Perdone, inspectora —dijo el abogado—. Jon, el hijo del escritor, ¿era homosexual?
—No, que yo sepa.
—Es que entonces no entiendo la pertinencia de estas preguntas. ¿Qué más da si mi defendido es homófobo, en el caso de que lo sea?
—Su defendido tiene una manera muy peculiar de ver la vida. Estoy tratando de entenderla.
—Si quiere entenderla, le sugiero que acuda a una de las charlas informativas del grupo. Pero, por favor, si no tiene ningún indicio más, le ruego que terminemos cuanto antes.
—Nicolás, ¿por qué crees que Jon merecía morir?
—Porque mató a cuatro personas. Te lo he dicho antes.
—¿Mataste a Jon porque pensabas que estabas haciendo justicia?
—Yo no lo maté. Te recuerdo que a esas horas estaba muy lejos de Madrid.
—No tan lejos.
Moura llamó a la puerta y Sofía salió a hablar con él. Había localizado a uno de los dos señores del congreso. En efecto, esa noche hicieron un aparte para hablar con Nico y con Fanjul. El oficial había hablado también con Raimundo Crory. Un poco avergonzado, admitía haber cedido una habitación para ese encuentro. Su papel de anfitrión le obligó a estar presente unos minutos, luego se ausentó. La coartada de Nico quedaba probada y ya no tenía sentido retenerle más, a menos que Sofía quisiera irritarle un poco. Pero no quería. El interrogatorio le había revuelto las tripas. Era recíproca la repugnancia.
Cuando se fueron, subió a hablar con Arnedo. Le informó, para su tranquilidad, de que había soltado a Nico. Y mostró su sorpresa por lo rápido que volaban las influencias.
—¿El abogado conoce a Gálvez?
—¡Yo qué sé! —exclamó Arnedo—. No quiero saber nada de este tema. Pero una cosa sí que te digo. Si aparece en la puerta una caja de pistachos o de caviar iraní, la tiras a la basura. No aceptamos regalos de nadie. ¿Está claro?
Sofía asintió.
—¿Qué tal con el juez? —se atrevió a preguntar.
—No me va a meter en la cárcel, si es eso lo que preguntas.
Sofía se quedó esperando una explicación más precisa. Arnedo estaba abriendo cajones, buscando algún papel.
—Me ha dado un capón por aceptar los regalos. Ha sido un poco humillante, la verdad. Saldrá mi nombre de vez en cuando en los papeles, pero ya no tengo que ir más al juzgado. He hablado con Gálvez y sigo en mi puesto. Así que cuidadito conmigo, que me están ardiendo las pelotas.
Volvió a su despacho. Allí estaba Laura, con un móvil en la mano y una expresión risueña que quería ser misteriosa.
—El móvil de Jon. ¿Quieres ver las fotos?
Había muchas fotos de iglesias medievales, de palacios, de fuentes viejas y de calles empedradas. Fotos de la muralla árabe de la Cuesta de la Vega que a lo mejor Jon miraba para inspirarse en su tesis. Pero no eran esas las imágenes que Laura quería enseñarle. Había más de cien fotos de Mara: Mara sonriendo con un helado en la mano, Mara sacando la lengua, Mara dormida en el columpio y un primer plano de Mara que permitía ver las marcas que había dejado en su rostro el acné. En algunas salía disfrazada, con un gorro de los años treinta sobre una peluca rubia y fumando un cigarro con boquilla como si fuera Marlene Dietrich. En otras fotos posaba vestida de mujer adulta, con un abrigo de piel que seguramente era de Rosa, cuyo armario habrían saqueado una tarde. También había fotos de Jon haciendo gestos que indicaban su resistencia a ser retratado, las manos por delante como queriendo recuperar el teléfono que Mara le habría quitado en un momento de travesura. En unas pocas imágenes salía en actitudes reposadas, escribiendo o afectando concentración en su escritorio, los papeles de la tesis sobre la mesa, o bien oliendo un vino en la mesa del jardín, o fumándose un canuto en el columpio.
Lo más llamativo de toda la galería era la ausencia de Alejandra. Jon hacía fotos de Mara y de nadie más. Fotografiaba lugares recoletos, vestigios de otra época, jardines en calma y fachadas de piedra. Espadañas, campanas con verdín, ermitas abandonadas, calles estrechas y zaguanes. Un recodo del Manzanares en su paso bajo un puente que no se distinguía bien en la foto. Posiblemente el puente del Rey, o el de Segovia. Un pato cruzando bajo el ojo del puente. Ese pato tenía el honor de ser el único ser vivo que salía en la colección de fotos del misántropo. Ese pato y Mara.
Sofía fue pasando las imágenes con una mueca muy seria. Cuando dio por terminada la inspección, se echó hacia atrás en la silla y se quedó mirando por la ventana unos segundos. Laura tenía ganas de comentarlo todo, pero dejó que Sofía se tomara un tiempito para reajustar el foco, como había hecho ella en el coche antes de volver a la Brigada. La niña fantasiosa que odiaba a su hermana por robarle al hombre que en puridad le pertenecía; la mentirosa compulsiva empeñada en que Jon la quería solo a ella; la amante piadosa que esperaba su momento porque era muy joven todavía… Las tres decían la verdad. Y, aun así, era difícil convertir en un testigo fiable a la lunática que bailaba sobre la lona azul de la piscina.