15
En la puerta del almacén, junto a los vestuarios de hombres y mujeres, alguien había pegado un letrero que decía: WC TRANSEXUALES. Sofía arrancó la hoja, hizo una bola con ella y la tiró a la basura. Recordó las consignas del doctor Coll: los primeros días cabía esperar alguna que otra manifestación hostil. Podían ser burlas, o miradas de extrañeza, o incluso la oposición frontal de un superior. Con el paso del tiempo se iría normalizando la situación. No valía la pena darle importancia a la broma de mal gusto. Pero cuando entró en la sala de reuniones no pudo evitar fijarse en las caras de sus compañeros, en busca de un indicio revelador. La mueca de sorna de Estévez era habitual en él, matizada a esas horas de la tarde por un principio de hastío. La antipatía de Bárbara tampoco era nueva. A Moura y a Caridad no los veía capaces de perpetrar una ofensa tan burda. Y a Laura la descartaba por completo. Estaba seria, concentrada, ambigua en sus reacciones, deseando abrirle los brazos y a la vez echando de menos a Carlos, al hombre que ya no era. Así la veía Sofía. Como una niña contrariada, a la misma distancia del berrinche que de la aceptación. Había que darle tiempo.
Sobre la mesa brillaba el filo de un cuchillo medieval, idéntico al que habían sacado del cuerpo de Jon.
—Lo he comprado en una armería de Toledo —explicó Bárbara—. El dependiente dice que ha vendido tres o cuatro como este el último mes. Su mercado es el mundo del coleccionista, o el del fanático de la Edad Media. Y de esos dice que hay muchos.
—¿No recuerda a quién le ha vendido esos cuchillos? —preguntó Sofía.
—No llevan un registro. Pero él asegura ser un buen fisonomista. Si le enseñamos fotos, podría identificar al comprador.
—En el caso de que el asesino lo haya comprado recientemente —dijo Estévez.
—Tuvo que hacerlo —afirmó Bárbara—. Este cuchillo lleva tres meses en el mercado. Es nuevo. El dueño de la tienda renueva el catálogo cada temporada.
Moura cogió el cuchillo y pasó un dedo por el filo.
—Es impresionante. ¿Por qué es curvo?
—Es un arma sarracena del siglo XII —a Bárbara le encantaba mostrar sus conocimientos recién aprendidos—. Lo usaban los musulmanes contra los cruzados.
—En la habitación de Jon había un mapa de las Cruzadas —dijo Laura.
—Pues el arma que usaban los musulmanes era la cimitarra, una espada curva. ¿Por qué curva? Porque estaba pensada para golpear desde el caballo, y al jinete no le interesaba que la espada se clavara. El filo curvo permite que la trayectoria de la espada no se detenga. Eso es lo que me han explicado.
—La espada de Alá —musitó Moura.
—Exacto. La espada curva para ellos es sagrada, y también hacían curvos algunos cuchillos. Así que esta es la versión pequeña de esas espadas que tanto asombraban a los reyes cristianos.
—Veo que te han dado una buena lección de historia —dijo Estévez.
—Hasta me ha enseñado la espada de Saladino —sonrió Bárbara.
—¿Es posible que el cuchillo lo comprara Jon? —preguntó Laura.
—Puede ser. Está claro que el tema de las Cruzadas le interesaba —contestó Sofía.
—Si tanto le gustaba ese tema, ¿por qué no lo escogió para su tesis? —observó Estévez.
—Lo consideró —dijo Caridad—. Aquí tenéis la colección completa de sus correos electrónicos en el último año.
—¿La has hecho tú? —preguntó Sofía.
—¿A ti qué te parece? Mira mis ojeras.
—Buen trabajo —Sofía empezó a hojear el lote de papeles—. ¿Algo interesante?
—Jon quería investigar sobre las Cruzadas —contó Caridad—. Pero su madre le convenció de que ese tema estaba muy visto. Y cambió al de las mujeres en la Edad Media.
Estévez contó entonces su entrevista con el catedrático Blas Hermida. No omitió su sensación de que entre Julio Senovilla y él había una enemistad larvada años atrás.
—¿Te basas en algo para sostener eso? —quiso saber Moura.
—En que está obsesionado con Senovilla. Le odia.
—Eso puede obedecer a la envidia. Es el vicio más español de todos.
—También puede obedecer a algún problema que hayan tenido en el pasado.
—Conjeturas.
—¿Tú qué coño sabrás, Moura? —saltó Estévez—. ¿Has estado en ese despacho conmigo? No, ¿verdad? Pues cállate la boca.
—Bueno, ya está bien —zanjó Sofía—. No pasa nada por lanzar conjeturas, no seas tan estricto, Moura. ¿Has descubierto algo nuevo?
—Estoy transcribiendo las llamadas de Jon. Y sus mensajes. Es un trabajo muy lento. Si doy con algo interesante, os lo digo.
—Yo he encontrado el móvil de Jon —anunció Laura.
Todos la miraron. En el silencio que siguió, nada habría sido más natural que sacar el teléfono del bolsillo y ponerlo sobre la mesa para que todos admiraran la pericia de Laura. Pero no lo tenía.
—¿Dónde está? —preguntó Sofía.
—En un sanatorio de móviles, en El Corte Inglés de Princesa. Le están arreglando la pantalla táctil.
—¿El teléfono que había anotado en un post-it era del servicio técnico? —preguntó Bárbara.
—Era de una librería. Pero en su cartera había otro número. Ese es el que me ha llevado hasta su móvil.
—¿Cuánto tiempo llevaba Jon sin teléfono? —preguntó Sofía.
—Dos semanas. Pero le dieron uno de sustitución. O eso me han dicho.
Moura sacó sus apuntes, con la relación de las llamadas telefónicas de Jon.
—Yo estoy peinando sus llamadas desde las más recientes hacia atrás. En la última semana no hay actividad.
—¿En la anterior sí? —quiso saber Sofía.
—Sí.
—Se cansó de ese móvil y dejó de usarlo —observó Caridad.
—No sabemos si se cansó —precisó Moura—, pero, en efecto, dejó de usarlo.
—El móvil que le dieron era un modelo viejo, no tenía internet —aclaró Laura—. Sería normal que se cansara de él.
—Pero mejor eso que nada —dijo Estévez—. ¿Por qué no hay actividad en una semana? ¿No le llama su novia? ¿No pide una pizza para cenar?
—Estaba concentrado en su tesis, a lo mejor le veía ventajas a estar incomunicado —dijo Laura.
—¿Hay alguien así en este mundo? —dijo Estévez—. Sinceramente, Laura.
—¿No has oído hablar de la belleza del silencio?
A Sofía le gustó ese ramalazo de humor de Laura. Últimamente la veía muy seria, como si el disgusto por su cambio de sexo se hubiera llevado para siempre la parte más alegre de su personalidad.
—En cualquier caso, ¿dónde está ese móvil de sustitución? —preguntó Estévez—. Vale que no lo use, pero es que lo ha hecho desaparecer.
—Se lo robaron, lo perdió, no lo sabemos —razonó Laura.
—Sigue el misterio del móvil —zanjó la cuestión Sofía—. Vamos a lo más importante. ¿Qué hacemos con Julio Senovilla?
Desgranó los últimos acontecimientos relativos al escritor. La ausencia de coartada, las mentiras en la primera declaración, la enfermedad, las explicaciones posteriores… ¿Era suficiente para detenerle?
—Pero ¿cómo vamos a detener al escritor? —se alarmó Caridad.
—Ya sé que te gustan mucho sus libros, y que le pides autógrafos, pero eso no quiere decir que no pueda ser un asesino —dijo Sofía.
—Huele fatal —resumió Estévez—. Y lo del alzhéimer suena a milonga.
—No creo que sea una milonga —a Laura no le apetecía discutir nuevamente con Estévez, pero no tenía más remedio—. Luna y yo hemos presenciado uno de sus despistes. Ese hombre no está bien.
—Solo digo que me parece mucha casualidad —siguió Estévez—. Que le viene muy bien estar enfermo, vamos.
—No me parece que ese sea el método que un padre elegiría para matar a su hijo —dijo Bárbara.
—Pues en una de sus novelas un personaje lo hace —intervino Caridad—. En Las alas del águila, creo que era. Bueno, ahí es al revés: es el hijo el que mata al padre. Le clava un puñal en el pecho.
—Ya lo tienes, es una venganza —se lanzó Estévez—. Como se le ha ido la cabeza, mezcla ficción y realidad. Él cree que su hijo le mató, y ahora se venga.
Nadie hizo mucho caso a la broma de Estévez. Pero el argumento de la novela interesó a Sofía.
—Caridad, ¿qué más pasa en esa novela?
—No me acuerdo bien, me la leí hace años.
—Reléela. Y me la cuentas. Puede que haya algo interesante.
—Encantada. Ya sabes que a mí este escritor me gusta mucho.
—Yo no pongo la mano en el fuego —dijo Laura, de nuevo muy seria, de nuevo echando de menos a Carlos Luna—. Pero todo lo de la coartada de Senovilla es de lo más rocambolesco.
—A mí no me lo parece —terció Moura.
—¿Te parece creíble? —le preguntó Laura.
—¿Por qué no? Más increíble me parece que se invente todo eso.
—Es inteligente. Es capaz de inventarse eso y mucho más.
—Pero le hace parecer culpable, y no creo que pretenda conseguir eso.
—Lo cierto es que no tenemos pruebas todavía —dijo Estévez.
—Ninguna —remarcó Moura—. Yo creo que detenerle sería un paso prematuro.
Sofía escuchaba el debate, que ya parecía llegar a su final. El silencio cayó de pronto sobre ella y notó que era su turno de palabra.
—Nadie está hablando de acusar con el dedo al escritor. El problema aquí es que tenemos mucha presión. Arnedo quiere resultados inmediatos, y el juez Fraguas también. Si pasamos otro día sin llevarle nada, nos van a empezar a atosigar. Cuando tengamos resultados de las huellas dactilares del cuchillo, o del ADN del pelo y de la uña, lo veremos más claro. ¿Algo más?
Había mucho más. Una nueva entrevista de Estévez con Alejandra, la novia de Jon, de la que no había salido nada interesante. La conversación de Laura con la esposa de Pablo Senovilla, que cimentaba sólidamente su coartada la noche del miércoles: estuvo cenando en familia y no salió para nada. Los intentos infructuosos de Moura por reconstruir los pasos de Jon en su último día de vida. Según el testimonio de la asistenta, el chico pasó el día en casa encerrado en su cuarto. «Enfrascado en la tesis», aventuró Caridad. «Encerrado en su cuarto», le corrigió Moura. Por la tarde fue a su sesión de tutoría a la Facultad de Historia. Salió a las ocho, y allí se perdían sus pasos hasta la hora de la muerte, que la autopsia situaba entre las diez y las once de la noche. Los fuegos artificiales de San Isidro ya no los pudo ver, pero era probable que el resplandor pirotécnico alumbrara el cadáver en la oscuridad del jardín. ¿Presenció alguien ese espectáculo?
Seguía en pie el misterio de la mesa preparada para dos la noche de autos. El informe de la Policía Científica no se haría esperar mucho; tal vez entonces tendrían pruebas para sustentar una detención. Además, habían llegado las radiografías del cuerpo de Jon: tenía unos clavos en una rodilla, de una operación. Habría que preguntar qué le había pasado.
Al comisario Arnedo también le pareció delicado detener a un hombre tan famoso. Percibía la debilidad de su coartada, pero no veía el móvil por ninguna parte.
—Olvídate de la coartada, Luna —le dijo—. ¿Cuál es el móvil? Porque yo no lo veo. Un crimen familiar es pasional o por dinero. No hay otra. Tú sabes a qué me refiero con pasional, ¿verdad?
—Sí —contestó Sofía, pero Arnedo lo explicó de todos modos.
—Venganza, odio, celos, pasiones intensas que te llevan a matar a un hijo. ¿Las siente Julio Senovilla? Con lo que me cuentas, yo diría que no.
Tenía sentido lo que decía el comisario. Sin embargo, a Sofía se le figuraba que en esa resistencia latía el temor de un patinazo sonado. Era capaz de citar detenciones practicadas con menos indicios todavía, y Arnedo nunca había puesto pegas. Obligar a un detenido a declarar ante el juez provocaba a veces un desmoronamiento y una confesión. Y si no se producía tal cosa, se le dejaba en libertad sin cargos y aquí paz y después gloria. Pero no corrían tranquilas las aguas. Arnedo se estaba cubriendo, y ahora prefería comparecer ante los medios y dar pocos detalles antes que pasar por el papelón de una detención equivocada.
—De todos modos, tú eres el responsable de este caso. He puesto mi confianza en ti, así que tienes que tomar tú las decisiones y asumir las consecuencias.
Sofía no supo qué decir a eso. Arnedo la había emplazado al final del día para hablar de su situación en la Brigada. Esa frase venía a prorrogar su confianza en ella, pero no podía evitar un arranque de susceptibilidad: el comisario le estaba ocultando información. Algo se movía en las altas esferas, una presión bestial para resolver el asesinato. Cundía el nerviosismo. Gálvez, el jefe superior de Madrid, había comparecido ante la prensa y había mostrado su confianza en la eficacia policial. Esa palabra, eficacia, era una cimitarra apuntando al cuello de Sofía. Pronto habría indigestiones, ataques de hipo, telefonazos y gritos. Antes de que se le acabara la primera caja de Almax, Arnedo tendría que sacar un escudo para protegerse de los salivazos de Gálvez. Como todos los grandes cargos en apuros, se vería obligado a entrar en la Brigada con la dichosa espada curva. Ya había escogido la cabeza de turco.