13
Cuando Sofía llegó a la Brigada, Julio estaba escribiendo una dedicatoria en uno de sus libros. Lo había traído Caridad, quien aguardaba a su lado con expresión de arrobo. No le gustó la escena: una firma de libros no era el preludio más adecuado del acto que se iba a celebrar. Cambió una mirada con Laura, que se encogió de hombros, como diciendo que lo de Caridad no era cosa suya. Sofía se disculpó por hacer esperar al escritor y lo condujo a la sala de interrogatorios. Laura los acompañó, pero dejó que la inspectora Luna llevara la voz cantante.
—Supongo que han hablado con Crory y por eso estoy aquí, ¿no es verdad? —dijo Senovilla con aire campechano.
—¿Supone? ¿O le ha llamado Crory para contárselo?
—Muy bien, inspectora, veo que no es fácil dárselas de perspicaz con usted.
Senovilla se rio de su ocurrencia, pero Sofía se mantuvo seria. No quería que la conversación cayera en la categoría de la charla distendida. Esta vez había que hacer preguntas precisas y obtener respuestas claras.
—¿Por qué no me dijo que la noche del miércoles había venido a Madrid?
—Este Raimundo es tremendo. No es capaz de guardar un secreto. Es como los niños, dice siempre la verdad. No importan las consecuencias. Es asombroso que quede gente así.
—Señor Senovilla, ¿podría contestar a la pregunta? —insistió Sofía.
—Está más seria que ayer, inspectora. Y más cortante. Es normal, claro. Me he convertido en el sospechoso número uno —cerró los ojos unos segundos, como si quisiera saborear por un instante la condición de sospechoso. Cuando los abrió, Sofía y Laura lo miraban con una gravedad que no excluía un puntito de compasión—. Pero me temo que les voy a decepcionar con mis explicaciones. Porque lo que me pasó esa noche me llena de rabia y de vergüenza. Tanta que pretendo vivir como si aquello no hubiera sucedido.
—¿Qué pasó? Cuéntelo, por favor.
—Que no encontré la habitación de mi novia. Que me desorienté y de pronto no sabía dónde estaba.
—¿ Alguien le vio entrar en el hospital?
—No lo sé. Alguien me vería. Me vio un viejo que estaba en una cama, con una de esas bolsas que te ponen para recoger las heces. Me vio una señora que tenía un pañal enorme. Alguien se lo estaba cambiando y se giró hacia mí al verme entrar. Y yo recordaré toda la vida el hueso de la cadera de la señora. Forcejeaba con la chica que le quería cambiar el pañal, y el hueso sobresalía puntiagudo, afilado como un hacha de la prehistoria. Abrí varias puertas pensando que dentro estaba mi novia, y lo único que hacía era sobresaltar a otros pacientes. Así que me fui de allí. Salí a la calle y ya no estaba seguro de nada. De si el hospital era ese, de si Rosa estaba realmente ingresada o yo tenía una laguna de memoria, de si estaba en Madrid o en Toledo… Es difícil describir esa sensación. No sabía ni quién era yo. Pero podía agarrarme a una certeza, a un recuerdo indudable: yo había estado esa tarde en el castillo de Benagües, había dado una charla, había hecho reír a gente muy seria aficionada a la heráldica. Y tenía un amigo allí, Raimundo Crory, que me había invitado a dormir. Eso lo recordaba, era como un faro centellando en la oscuridad del océano. Así que volví al castillo.
—¿No pasó por su casa? Está muy cerca del hospital, ¿cómo es que no pasó por allí?
—No sabía dónde estaba mi casa.
—Dado que estamos hablando de lagunas serias de memoria, ¿podría ser que hubiera pasado por su casa y que lo haya olvidado?
—¿De verdad me está pidiendo que refiera los hechos que he podido haber olvidado?
—En el jardín de su casa había una mesa preparada para dos personas. Me pregunto si la podría haber preparado usted para recibir a su novia al día siguiente, cuando le dieran el alta.
—Habría sido un bonito detalle. Pero, sinceramente, no lo recuerdo.
—Señor Senovilla, usted…
—Llámeme Julio, por favor. Aunque sea el sospechoso número uno, llámeme Julio, me gusta más.
—Como usted prefiera. Julio, ¿desde cuándo tiene problemas de memoria?
Un soplo pareció llevarse la compostura del escritor, la naturalidad que quería enseñarles a las policías. Le resultaba doloroso contestar a esa pregunta. Mientras buscaba una respuesta su boca emitía ruidos extraños, como si la saliva estuviera formando un oleaje que rompía contra un dique de dientes y encías. Sofía decidió echarle una mano formulando la pregunta de otro modo.
—¿Había sufrido alguna vez un episodio como el que nos acaba de contar?
—Miren, yo estoy bien. De verdad. Fue un despiste puntual. Una cosa pasajera. Muy inoportuna, es verdad, porque justo a esas horas mi hijo… Pero no puedo ir por ahí con esos pensamientos. Si yo hubiera vuelto a casa, mi hijo Jon estaría vivo. Seguro. No puedo dirigir mi pensamiento hacia ahí, porque entonces me vuelvo loco de culpa y de rabia. Y tengo que seguir con mi vida, y con mi obra. Cada vez me queda menos tiempo.
Sofía guardó silencio unos segundos. Senovilla estaba emocionado. La reflexión sobre el poco tiempo que le quedaba le había puesto al borde de las lágrimas.
—Julio, en ese estado de confusión que sentía al salir del hospital, ¿cómo se le ocurrió que iba a ser capaz de llegar al castillo?
—Recordaba el camino. Y llegué. Llegué sin el menor problema.
—¿Le extrañó a Raimundo que volviera?
—Sí que le extrañó. Yo le había dicho que iba a dormir en mi casa.
—¿En su casa o en el hospital? ¿Cuál era su intención aquella noche?
—Mi intención era estar en Madrid para cuando le dieran el alta a mi novia. No recuerdo si pretendía quedarme a dormir en el hospital o no. ¿Alguna vez han dormido en un hospital? Es francamente incómodo, me extraña que quisiera dormir allí, ya no tengo los huesos para esas aventuras.
—Pero se dirigió al hospital, y ya era tarde para una visita.
—Tiene razón, a lo mejor pretendía dormir allí.
—Déjeme que me detenga un momento en esa decisión. Es un poco incoherente con lo que dijo usted ayer sobre las convenciones sociales. Usted se presentó como un hombre libre que no cae en las tonterías de los demás.
—No creo que lo dijera de ese modo, yo no me mofo de las costumbres de la gente.
—Tiene razón, perdone. La pregunta es: ¿por qué volvió a Madrid? ¿De verdad quería acompañar a Rosa cuando le dieran el alta?
—Sí —dijo Senovilla tras reflexionar unos segundos—. Creo que eso es exactamente lo que quería.
—Pero incluso su novia dice que prefiere liberarle de esas obligaciones.
—Quería estar con mi novia. Lo reconozco: soy más convencional de lo que a mí me gustaría.
—¿Le contó a Rosa lo que le pasó esa noche?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que sepa que a veces se me va la cabeza.
—Antes ha dicho que no le había pasado hasta entonces.
—Rosa puede ser muy pesada cuando se preocupa por mi salud. Tiene buena intención, lo sé, pero yo prefiero mantenerla al margen de ciertas cosas. Es mejor para ella, y es mucho mejor para mí.
—¿Qué hizo la noche del miércoles cuando regresó al castillo?
—Creo que eso ya se lo ha contado Crory.
—¿Lo podría contar también usted?
—Le pedí un whisky. Necesitaba tomar una copa, estaba muy nervioso. Y luego le pedí que me contara la historia de su familia. Es un hombre muy locuaz cuando le pides que se remonte a la Edad Media, y a mí me gusta escucharle. Poca gente se abandona ya al arte maravilloso de la conversación. Es una gran pérdida, ¿no creen?
Sofía y Laura lo miraron en silencio.
—Me quedan dos o tres amigos con los que conversar tranquilamente. Son pocos, tengo ya esa edad en la que tus amigos se van muriendo.
—Julio, no le voy a engañar, su situación es comprometida. La noche del miércoles mataron a su hijo, justo cuando usted se ausentó del castillo para venir a Madrid. Su coartada es muy confusa, ni siquiera recuerda bien lo que hizo esa noche. Y nos mintió en su primera declaración.
—¿Necesito un abogado?
—Le vendría bien facilitarnos una prueba de ADN.
—¿Qué necesitan? ¿Saliva? ¿Un pelo?
—Si no es molestia, sí. ¿Puedo ver sus manos?
A Senovilla le extrañó la petición, pero extendió las dos sobre la mesa.
—No son manos de pianista, precisamente —dijo.
—¿Se le ha roto una uña hace poco?
—No, ¿por qué?
Sofía estudió las uñas del escritor. Estaban recortadas.
—Me las corté ayer —explicó—. Lo suele hacer mi novia, pero ayer estaba convaleciente y lo hice yo en persona. Las tenía muy largas.
—Esto es todo, de momento. Mandaremos a alguien de la Policía Científica a su casa para que recoja una muestra de saliva. ¿Le parece bien?
—Sí, no hay problema. Que vengan cuando quieran. Yo estaré en casa escribiendo.
—¿Quiere que le pida un taxi?
—No se preocupe.
—¿Recuerda dónde está su casa?
Senovilla captó el lado malicioso de la pregunta. Se levantó con dignidad y se estiró la chaqueta con un gesto firme.
—Si desean algo más, ya saben dónde encontrarme.
Salió. Laura le acompañó solo un tramo, hasta que Julio la convenció de que podía hallar solo la salida. Volvió a la sala de interrogatorios.
—¿Qué te parece? —preguntó a Sofía.
—¿A ti?
—Es muy inteligente —dijo Laura.
Sofía torció el gesto. No era la respuesta que quería escuchar.