24

 

 

 

 

Bronceado y colérico, Joaquín Bálmez podía resultarle divertido a un espectador que no supiera nada de su historia. Se había presentado en la Brigada Provincial de Homicidios y exigía con aspavientos y gritos hablar con el comisario Arnedo. Vestido con un polo blanco y pantalones azules de tela, repeinado y con las gafas de sol colgadas a la altura del pecho, encuadraba mejor en un club náutico que en el punto de control de la Brigada, donde apenas había sitio para un arco detector de metales y una garita en la que un oficial aguantaba el chaparrón. Como el comisario Arnedo no estaba, pidió hablar con el segundo (lo dijo así).

Cuando informaron a Sofía de la situación, ella ordenó que le acompañaran hasta su despacho. El paseo sosegó al señor Bálmez, pero cuando se enteró de que estaba ante la inspectora responsable del caso de Jon se lo llevaron los demonios.

—¿Usted dirige la investigación? ¿No sabe que no se puede hablar con un menor de edad sin respetar sus derechos?

Sofía le señaló una silla.

—¿Por qué no se sienta, señor Bálmez?

—Han hablado con mi hija Mara. Tiene trece años. Debería haber estado el fiscal de menores delante, y por supuesto sus padres.

—Siéntese, por favor. ¿Quiere tomar un café?

Bálmez se sentó.

—Quiero saber el nombre del policía que ha hablado con mi hija sin las debidas precauciones legales.

—He sido yo.

Los ojos de Bálmez, hundidos en una cara tan morena que parecía la de un mulato, palpitaron de furia.

—¿Cómo se llama usted? —Bálmez había sacado un bolígrafo y una libreta de un bolsillo y se disponía a anotar los datos del infractor.

—Me llamo Sofía Luna. En la reclamación ponga entre paréntesis Carlos Luna, es la mejor forma de que sepan quién soy. Todavía no han cambiado el nombre en el organigrama.

—No le estoy entendiendo.

—Soy transexual. He cambiado de sexo.

El desconcierto de Bálmez amortiguó su ira. Sofía empezó a intuir algunas ventajas de su condición de transexual. Fuera por estupor o por respeto, o por el prurito de no parecer intolerante, el señor Bálmez empezó a tratarla con educación.

—Inspectora Luna, yo soy abogado. Conozco bien el procedimiento legal, y supongo que usted también lo conoce.

—Seguro que no tan bien como usted —bromeó Sofía.

—¿Sabe que no se puede interrogar a un menor sin las debidas precauciones?

—Eso sí que lo sabía. Pero yo no he interrogado a su hija Mara. He interrogado a Alejandra, que sí que es mayor de edad.

—Mara me ha contado que también ha hablado con ella.

—Más bien ha sido ella la que me ha interrogado a mí. Quería saber por qué iba disfrazada de mujer.

—¿No le ha preguntado qué hice la noche del crimen?

—No. Pero Mara me ha dicho que usted salió a dar un paseo y fumar un cigarro a las diez y media de la noche —lo miró fijamente—. Para relajarse un poco.

—Eso es mentira.

—¿Cree que me lo invento?

—Digo que es mentira.

—¿Se lo puede haber inventado su hija Mara?

—Es mentira. Yo no salí. Y usted ha estado haciendo preguntas sobre lo que pasó en mi casa esa noche.

—Le he preguntado a su mujer por los golpes que tiene en el cuerpo.

—¿Por eso ha venido una patrulla?

—Puede. Yo misma he dado el aviso.

—Pues ha conseguido provocarle a mi mujer un ataque de nervios.

—¿No cree que ese ataque de nervios se lo inspira el pánico que siente hacia su reacción?

Bálmez guardó su libreta, como dando por terminada la charla. Se quedó con el bolígrafo en la mano. Le servía para apuntar a Sofía.

—Inspectora, cíñase a su caso. Han matado al hijo de Senovilla. Perfecto, investigue. Pero olvídese de lo demás.

—¿Me está amenazando?

—¿La apunto con un bolígrafo y se siente amenazada? Tiene usted poco aguante.

—Si no me amenaza, es algo peor: me está pidiendo permiso para seguir corriendo a hostias a su mujer. Pues no se lo doy. Es más, yo sí le voy a amenazar. Si le vuelve a poner la mano encima, le juro que le voy a encerrar en mi calabozo veinte días, dieciocho más de lo que permite el procedimiento legal.

Bálmez sonrió ante la exageración de Sofía. Pero a la vez valoró la agresividad con que se estaba dirigiendo a él.

—¿Quiere que le enseñe yo mis heridas? Mire…

Giró la cabeza y se señaló un pequeño corte que tenía cerca de la oreja.

—Me lanzó un abrelatas —explicó—. Me rozó con el filo y me abrió una brecha. Ya está curada. ¿Le enseño los moretones de las patadas que me da? —se levantó una de las perneras del pantalón—. No sé si se ven, últimamente le ha dado por lanzar cosas y generalmente las esquivo. Tengo buenos reflejos. Igual se nota todavía la costra de la cabeza, espere.

Se palpó la nuca, separando pelos de aquí y de allá en busca de la prueba.

—Esta brecha me la hizo con un premio que me dieron al mejor abogado conciliador. Paradójico, ¿verdad?

—Déjelo ya, por favor —se hartó Sofía.

—Las cosas no son tan fáciles como parece a simple vista —resumió Bálmez—. Mire, soy abogado, una denuncia por violencia de género de mi mujer vendría seguida de inmediato de una denuncia mía. ¿Y sabe qué pasa con las denuncias cruzadas? Que estrangulan el caso. Lo vuelven inviable. Así que deje de meter la nariz donde nadie la ha llamado.

—Gracias por la explicación y por enseñarme sus trucos de abogado. Son asquerosos. Pero déjeme que decida yo dónde meto la nariz.

—En mi trabajo yo estoy acostumbrado a negociar.

—Le dieron un premio por ello.

—Exacto. Así que le ofrezco un trato: no más patrullas en mi casa. No más molestias y yo me olvido de la reclamación que he venido a poner. No hace falta que le explique que hablar con un menor sin tutela parental y judicial es una falta grave.

Cuando el señor Bálmez se marchó, Sofía se quedó un rato rumiando su amenaza. No le venía bien que Arnedo tuviera munición contra ella, pero no estaba dispuesta a desviar la mirada de un caso evidente de violencia de género. Lo malo era que Joaquín Bálmez conocía muy bien el terreno que pisaba.

Marcó el teléfono de Natalia. Le extrañó que no contestara. Por cuarta o quinta vez calculó mentalmente el tiempo que debía dejar pasar antes de poner a gente de su equipo a buscar a su hijo. No quería pasarse de obsesivo, pero sabía que los que adoptan esas cautelas terminan cayendo en el defecto contrario, el de la pachorra. Un par de golpes tímidos en su puerta precedieron la entrada de Laura. Tenía la cara pálida y las ojeras muy marcadas.

—¿Qué haces aquí? Te he dicho que te quedaras en casa.

—Me aburría.

Lo dijo en tono de súplica, y puso cara de cachorro que reclama un bocado.

—¿Qué tal estás?

—Mejor. Se me había olvidado lo largos que pueden ser los domingos.

—Eso se llama adicción al trabajo.

—O matrimonio mal avenido. Tiene muchos nombres.

—¿Habéis discutido?

Laura suspiró y se sentó frente a Sofía.

—No, ya ni discutimos. Es increíble, pero echo en falta las discusiones. Por lo menos significaban que había algo que proteger. ¿Qué tal todo por aquí?

Sofía le contó que su hijo había desaparecido. Laura propuso montar un operativo de búsqueda, pero desistió al ver la resistencia de la inspectora. También le contó la visita de Joaquín Bálmez y sus amenazas. Y la curiosa conversación que había tenido con Mara.

—¿Te fías de esa niña? —preguntó Laura.

—No lo sé.

—O sea, que no.

—Creo que es una niña fantasiosa.

—Eso mismo dice Suni, la asistenta de los Senovilla. La niña iba diciendo por ahí que Jon estaba enamorado de ella, pero que tenía que esperar por la diferencia de edad.

—Ella dice que su padre salió de casa la noche del crimen. Pero el padre lo niega.

—Es normal que lo niegue —razonó Laura—. Así protege su coartada.

—Pero se arriesga mucho. Si de verdad salió a dar un paseo, habría testigos. Su hija, su mujer, algún vecino…

—Es abogado. Sabe que la suma de un móvil y la ausencia de coartada te puede meter en un lío.

—¿Tenía un móvil para matar a Jon?

—Claro. Jon quería denunciar los malos tratos.

—Acabo de hablar con él. Tiene una salida prevista por si alguien denuncia.

—Ya, pero seguro que prefiere que no le denuncien.

Sofía admiró la claridad de Laura. Sostenía su tesis con convicción. Ella había comprobado muchas veces que los estados febriles provocan una extraña lucidez mental. ¿Sería el caso de Laura? A lo mejor había que dejar que fuera ella quien trazara la línea que debían seguir. Sofía no tenía la ventaja de la fiebre, y además estaba embotada por los problemas con Dani.

—Me encantaría tenerlo tan claro como tú, Laura —dijo—. Pero no sé, ese tío es muy listo. Yo creo que no salió de casa esa noche.

—¿Y por qué miente su hija?

—Para perjudicar a su padre. Porque le odia.

—O porque es una mentirosa compulsiva —dijo Laura.

Podría ser. Mara tenía un lado excéntrico que había explotado en presencia de Sofía. No era una testigo muy fiable.

Sonó el móvil. Era Natalia. Dani había aparecido a las cuatro y media de la tarde. Avergonzado y resacoso. Tras pasar la noche en casa de su novia, se había ido a dar una vuelta y había comido con un amigo. Se había pasado con las cervezas y ahora estaba durmiendo una siesta. La escapada no le había ayudado a digerir la situación. De hecho, Natalia tenía un mensaje que transmitirle: Dani no quería verla vestida de mujer. No tenía reparos en dormir en su casa los fines de semana que le tocara hacerlo, pero Sofía debía vestirse esos días como si aún fuera Carlos.

—¿Por qué no me lo pide él directamente? —Sofía trataba de sofocar su rabia.

—Dice que por ahora no quiere hablar contigo.

—Cojonudo.

—Entiéndelo, cariño. Es un momento difícil.

—Qué bien ha salido todo, qué buena educación le hemos dado al niño.

—No saques las cosas de quicio. Es normal que le cueste.

—¿En qué momento mi hijo se ha convertido en un nazi sin que yo me diera cuenta?

Colgó. Natalia llamó de nuevo, pero no respondió. Silenció el timbre del teléfono para que no siguiera sonando. Su ex podía ser muy insistente. Laura notó que Sofía evitaba su mirada.

—Por lo menos ha aparecido —se atrevió a decir.

—Déjame sola, anda.

Pero no pudo estar sola mucho tiempo. Arnedo había llegado a la Brigada y quería verla. Cuando subió a su despacho, vio que también había citado a Estévez. Era muy raro ver al comisario un domingo por allí.

—¿Qué ha pasado, Luna? —preguntó a bocajarro.

—No sé a qué te refieres.

—Me han dicho en el puesto de control que ha venido un hombre a presentar una reclamación.

—¿Te refieres al señor Bálmez?

—No te hagas el tonto conmigo. ¿Has interrogado a una menor sin hablar con la Fiscalía?

Sofía miró a Estévez de reojo. Escribía un mensaje en su móvil, indiferente a lo que estaba pasando. ¿Le había delatado él?

—He hablado con Bálmez, ya está resuelto el problema.

—Eso lo dirás tú. Contéstame a la pregunta: ¿has hablado con esa niña sin tener autorización judicial?

—Digamos que he tenido una charla casual con esa niña.

—Eso es todo lo que quería saber. Estás fuera del caso.

Ni siquiera esta frase de Arnedo le insinuó a Estévez que era mejor guardar el móvil y prestar atención a su jefe. Su actitud indolente contribuía a aumentar el enfado del comisario.

—¿Te vas a colgar de esa excusa para apartarme? —preguntó Sofía.

—No es una excusa, es una falta grave. Estévez, desde este momento te encargas tú de la investigación —vio que el otro seguía escribiendo mensajes en el móvil—. ¿Me estás oyendo?

Estévez guardó su teléfono y recolocó su postura en la silla para intervenir en la conversación.

—No me parece buena idea.

—¿Cómo? —Arnedo lo miró con incredulidad.

—Ya me has oído.

—¿Vas a cuestionar una orden?

—Yo he estado en casa de los Bálmez hablando con la madre, a la que ese hombre canea, y con la hija mayor. La pequeña andaba por ahí, curioseando. Y no se me ha acercado porque no ha tenido ocasión de hacerlo. Pero si se hubiera acercado, yo también habría hablado con ella.

—Habrías cometido una falta grave —señaló Arnedo.

—Cometo faltas graves a diario. Todos lo hacemos. Investigar no es fácil, y si seguimos la ley a rajatabla, no cogemos a nadie.

—Dime qué faltas has cometido, porque entonces a lo mejor hay que pasarle el caso a Lanau.

—Lanau te dirá lo mismo.

—Que suba, voy a hacer una limpieza en condiciones —exclamó Arnedo.

—¿Por qué no nos tranquilizamos y hablamos despacio de todo esto? —propuso Sofía.

—Porque estás fuera del caso —le espetó el comisario.

—No está fuera del caso —dijo Estévez.

Arnedo dio un golpe en la mesa con la palma de la mano.

—¡Ya está bien! No voy a tolerar tu indisciplina ni un segundo más.

—¿Puedo hablar? —dijo Estévez.

Arnedo se echó hacia atrás en la silla y le concedió la palabra con un gesto de emperador magnánimo.

—Solo quiero evitar que cometas un error. Creo que estás nervioso por lo que ha salido publicado en los periódicos digitales. Lo entiendo, pero no debes pagarlo con tu gente. Nosotros somos tu equipo. Luna está llevando bien la investigación. A mí me irrita tanto como a ti que haya cambiado de sexo, me parece una soplapollez. Pero creo que llevas días esperando a que se le escape un eructo para apartarla.

—Lo de hoy no es un eructo.

—Es menos que un eructo, Arnedo. No es nada. Lo que tendríamos que hacer es encerrar a ese hijo de puta que pega palizas a su mujer, y no permitirle que venga aquí a pedir cabezas porque hemos hablado con su estúpida hija de trece años.

Arnedo permaneció en silencio unos segundos. Su mirada bailaba de un inspector a otro.

—Todo lo que sale en prensa nos hace más débiles —siguió Estévez—. Nosotros tenemos que ayudarnos, no desmembrarnos más todavía. Vamos a hacer piña, joder. ¿Dónde está el corporativismo policial de la época de mi padre?

Sofía no podía aguantar más la curiosidad.

—¿Puedo preguntar qué ha salido en la prensa digital?

Arnedo la miró con furia.

—Dime una cosa, Luna —señaló a Estévez con la cabeza—. ¿Se la chupas?

Fue Estévez quien contestó.

—Todos los días, Arnedo. Y me embiste por detrás que da gloria.

—No, lo digo en serio, Estévez. Te la está chupando, porque si no, no entiendo por qué lo defiendes. Te voy a contratar como abogado, que ahora voy a necesitar uno.

—Contrata a Bálmez —dijo Sofía—. Conoce todos los trucos.

Iros a la mierda los dos. Dejadme solo.

Estévez se levantó antes que Sofía y salió del despacho sin esperarla. No le dio la oportunidad de agradecerle el capote. Ella volvió a su despacho y consultó la prensa digital. El caso de la mafia china salpicaba a la Brigada de la Policía Judicial. El comisario Manuel Arnedo salía en algunas transcripciones telefónicas. Mantenía relación con un empresario chino al que ayudaba en pequeñas gestiones, sobre todo relacionadas con licencias para abrir una tienda o un bar. Obtenía a cambio regalos como cajas de vino y entradas para los toros. Pero también se le vinculaba con un hecho más delicado: se había descubierto hace unos meses que decenas de chinos trabajaban como esclavos en el sótano de una tienda de ropa. La noticia señalaba a Arnedo como el comisario que había intervenido para mejorar la situación procesal del empresario detenido. Había quedado en libertad con cargos, y semanas después faltó a una comparecencia judicial; había huido del país. ¿Le ayudó Arnedo a sortear los controles del aeropuerto? La noticia apuntaba a la implicación de otros comisarios de la Brigada de Extranjería, y la mierda se iba extendiendo por todas las brigadas como una mancha de aceite. Laura se asomó. Tenía mala cara. Sofía atribuyó la palidez a la fiebre, pero no era eso. Había ocurrido algo.

—Tienes que venir —dijo.

—¿Qué ha pasado?

—Vamos —la animó Laura.

La siguió hasta la sala de reuniones. Allí estaba Moura contando las novedades a Bárbara, a Estévez y a Caridad. Al ver entrar a Sofía, empezó de nuevo.

—Me pediste que investigara el accidente de coche de Jon.

—Así es —dijo Sofía conteniendo la impaciencia.

—Fue hace tres años. Conducía Jon el coche de su hermano Pablo, que viajaba en el asiento de atrás. En el asiento del copiloto iba Miguel, el hermano mediano. A la altura del kilómetro 17 de la carretera de los pantanos tuvieron un choque frontal con otro vehículo, con el resultado de cuatro muertos.

—Uno de ellos Miguel, el hermano de Jon —dijo Sofía.

—Exacto. Jon quedó malherido, de ahí los clavos que hemos visto en las radiografías de la autopsia. Su hermano Pablo tuvo más suerte. Rasguños, problemas de cervicales por el impacto, poca cosa.

—Cuéntale quién iba en el otro coche, Moura —le apremió Laura.

—Los tres ocupantes del otro vehículo, un Ford Mondeo plateado, murieron en el acto. Los tres de la misma familia: dos hermanos y la mujer de uno de ellos.

Sofía no entendía por qué Moura le ponía tanta emoción al relato. Pero lo comprendió cuando dijo los nombres.

—Los muertos son Gerardo Crory, Antonio Crory y Ana Cisneros.

—¡Los hijos de Raimundo Crory! —dijo Laura.

Sofía apenas podía reaccionar por la sorpresa. Estaba absorta en las implicaciones que este hallazgo tenía para el caso.

—Perdió a sus hijos la misma noche —dijo Moura.

—A todos no —corrigió Sofía—. A sus hijos varones.

Nadie entendió la importancia de esta precisión. Pero no era de extrañar: ellos no habían estado en el cigarral de Raimundo Crory y por tanto no habían visto el árbol genealógico que adornaba la pared del salón, y tampoco habían hablado con el dueño de la casa.