25
Nubes de tormenta se cernían sobre el cigarral de los Crory. Sofía admiró la transformación de la casa en un día nublado. Sin el efecto de los rayos de sol provocando destellos en las ventanas y en el acabado metálico del tirador de la puerta, y sin el resplandor que despedía la fachada de ladrillo la tarde de su primera visita, eran el tejado a dos aguas y la chimenea humeante los que se imponían a la mirada del recién llegado. Había refrescado un poco, y estaban anunciados chaparrones primaverales a lo largo de la mañana. El señor Crory se había ocupado de encender un buen fuego. Sofía podía imaginarlo con la badilla en la mano, moviendo leños y brasas, componiendo una figura que muy bien podría ser la estampita de la familia. Pero la doncella le dijo que no estaba en casa. Había salido a comprar los periódicos. Y como si la ausencia del señor Crory le vedara la entrada al visitante, Dorita condujo a Sofía por un sendero estrecho que rodeaba la casa hasta llegar al porche trasero. Allí, sentada en una butaca de jardín, junto a una mesita de mimbre, estaba Elvira. La primera intención de Sofía era hablar con Raimundo, pero descubrió con agrado que le apetecía más hablar con la señora a solas, sin la vigilancia autoritaria de su marido. Elvira vestía una chaqueta larga de lana, en apariencia muy suave, que le caía casi hasta los pies. Una prenda fina que en días como aquel permitía pasar un rato en la terraza. Sola, tomando un café y hojeando una revista, era la viva imagen de la placidez.
Sofía aceptó una taza. Con mucho gusto habría invertido unos minutos en sostener una charla trivial con Elvira, admirando las vistas de Toledo desde esa especie de atalaya que venía a ser el cigarral. Los nubarrones grises le daban a la ciudad una pátina oscura y parecían encajar mejor con los siglos de historia de su pasado medieval. Pero el señor Crory podía llegar en cualquier momento. Si quería tener unos minutos para hablar a solas con la señora, era imprescindible ir directamente al grano. Daba un poco de pena sacar a Elvira de su calma matinal, pero el trabajo del policía obligaba muchas veces a ese tipo de trastornos.
—Elvira, me he enterado de que sus hijos murieron en un accidente de tráfico —empezó Sofía—. Sufrieron un choque frontal con otro vehículo que conducía Jon, el hijo de Julio Senovilla.
Elvira se envolvió dentro de la chaqueta, como si la mención de la tragedia le hubiera provocado un escalofrío. Permaneció unos segundos contemplando las vistas. Cuántos accesos de melancolía de esa mujer habrían flotado por las almenas del alcázar y la torre de la catedral.
—El 12 de junio se cumplen tres años —dijo Elvira—. Tres años ya sin mis hijos. ¿Sabe lo que hago ese día? Corto unas rosas de ese rosal y las llevo al kilómetro 17 de la carretera de los pantanos. ¿Ha visto esas flores en las cunetas?
Sofía asintió. Claro que las había visto. Las cunetas están llenas de ellas. La carretera se traga a diario vidas humanas, y de postre se come las flores.
—A mí siempre me había parecido una tontería poner flores en un mojón —siguió Elvira—. Todavía en una tumba lo puedo entender, pero en un mojón de piedra en medio de una carretera… Pues yo lo hago cada año. Nos parece absurdo lo que no entendemos porque no lo hemos vivido. Sin embargo, tarde o temprano la vida se ríe de nuestra ignorancia.
—Esos rituales ayudan a llevar el duelo —apuntó Sofía.
—¿Usted sabe lo que es perder a un hijo?
Formuló la pregunta de un modo tan desnudo que Sofía se sintió desarmada. Pensó en Dani. Tristemente se figuró que quizá lo estaba perdiendo. Pero Elvira no habría admitido una respuesta sutil a una pregunta tan directa. Ella había perdido a dos hijos el mismo día, y su mirada valiente y firme insinuaba que no había dolor en el mundo que oponer al suyo.
—Yo sé lo que es perder a una madre —contestó Sofía.
—Perder a una madre es ley de vida. Pero sobrevivir a tus hijos es antinatural. Es una crueldad. Una de esas crueldades que te hacen pensar que Dios no existe.
—Elvira, ¿usted sabía que era Jon el que conducía el otro coche?
—Me terminé enterando, claro. Preferiría no haberlo sabido. Pero el padre de ese chico empezó a visitarnos. Así que imagínese, imposible no enterarse, imposible olvidar, imposible seguir viviendo.
Una ráfaga de aire trajo el anticipo de la lluvia. Elvira se había emocionado y tenía los ojos húmedos. Se notaba que quería añadir algo, pero no se atrevía a hacerlo por el temor de que el llanto partiera la frase en dos.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo Sofía—. ¿Cómo se hicieron amigos su marido y Julio Senovilla?
—Mi marido recibió una carta de Julio. Una carta de condolencia y de disculpas. Una carta muy bonita, la verdad. Sentida y sincera. Y mi marido le respondió con otra carta que no me leyó, aunque me puedo imaginar su contenido.
—¿Cuál cree que era?
Elvira hizo un gesto con las manos, dando a entender que la explicación sobraba. Aun así, la dio.
—Dos hombres unidos por la desgracia. El destino creando una especie de sociedad indestructible. Mi marido es un hombre muy medieval, no sé si lo ha notado.
—Así que su amistad empezó a base de cartas.
—De muchas cartas —puntualizó Elvira—. Hasta que un día decidieron verse. El escritor descubrió que teníamos un castillo, eso le interesó, dijo que quería ambientar una novela en nuestro castillo y así hasta hoy —vio llegar a Dorita con una bandeja en la que traía una taza de café para Sofía—. Tráigame otra a mí también. Voy a tomar más café.
Lo dijo con un aire resuelto que tenía mucho de rebeldía o de desahogo. La conversación le estaba removiendo muchas amarguras.
—Elvira, veo que a usted no le gusta la amistad de su marido con Senovilla.
—No me gusta, no.
—¿Por qué?
En la mirada de la mujer asomó un destello de furia que secó de pronto sus lágrimas. Reaccionó como si la pregunta le resultara de una insolencia inaceptable.
—¿A usted le parece normal esa amistad? A mí me resulta morbosa.
—Son dos hombres unidos por el dolor —se atrevió a decir Sofía, parafraseando las palabras de la propia Elvira.
—Mire: el hijo de ese hombre ha matado a mis dos hijos. Yo no digo que tengamos que escupirle a la cara, o negarle el saludo. Pero tampoco creo que tenga que bañarse en nuestra piscina y beberse nuestro whisky.
—¿Le ha dicho todo esto a su marido?
—A mi marido no le puedo decir nada. Cree que el único que sufre con esta tragedia es él. Para él, ese accidente de coche provocó la extinción del apellido. Al lado de eso, el dolor de una madre no es nada.
—¿Tan exagerada es su obsesión por el apellido?
—¡Peor! —una voz intrusa sonó desde la puerta del salón.
Sofía se giró hacia la voz. El porche se comunicaba con el salón por una puerta, y ese hueco lo ocupaba una mujer de aspecto joven que mordía una manzana con aire risueño. Era rubia y vestía una camiseta blanca muy ajustada, pantalones de montar a caballo y botas de cuero hasta las rodillas.
—Patricia, hija, ¿no irás a montar hoy? Va a haber tormenta.
—Me gusta montar bajo la lluvia.
—Te vas a coger una pulmonía.
—Siempre dices eso y nunca me la he cogido.
—Mi hija Patricia —por fin Sofía quedaba incluida en la conversación—. La inspectora Luna, de Homicidios. Está investigando el asesinato del hijo del escritor.
—¿Quiere una manzana? —dijo Patricia mientras le daba la mano. La frase la pronunció con un buen trozo de fruta dentro de la boca. Cada mordisco que daba permitía contemplar la blancura de sus dientes.
—No, gracias, estoy tomando café.
Patricia se sentó en el sofá. Nadie la había invitado a hacerlo, pero ella se comportó con ese capricho de los niños que se suman a una reunión de adultos. Parecía desenvuelta. Seguramente acababa de ducharse, pues olía mucho a jabón. Sofía pensó que era una mujer muy guapa. Había algo de conmovedor en la alegría que irradiaba. Una alegría protegida a ultranza en estos años de duelo, ante la evidencia de que su padre habría preferido tener como hijo superviviente a un varón. ¿Dejó ver Elvira algún signo de fastidio ante la descarada intrusión de su hija? Si fue así, Patricia se mostró indiferente a esas señales, bien porque no las notara o bien porque estaba acostumbrada a vivir por encima de ellas.
—Así que la obsesión de tu padre por el apellido es tremenda —Sofía no quería que se le escapara el hilo.
—Mmm —ganó tiempo Patricia hasta tragar un trozo de manzana—. ¿Le has contado lo de la boda? Cuéntaselo, mamá.
Ahora sí, el fastidio de Elvira se hizo palpable. Torció el gesto y amonestó a su hija con la mirada. Patricia apartó un mechón de pelo de su boca como quien espanta una contrariedad pequeña.
—Bueno, lo cuento yo. ¿Ha visto la ermita que hay en la subida al cigarral? En esa ermita me iba a casar yo con mi novio. Pero no me casé. ¿Por qué? Porque la boda se canceló. ¿Y por qué se canceló? Adivina, adivinanza…
Movió lo poco que le quedaba de la manzana como si en ese corazón mordisqueado de fruta estuviera la respuesta. Estupefacta, Sofía aguardó a que Patricia rematara la adivinanza.
—Porque Nico no quería inscribir a nuestros futuros hijos con los apellidos cambiados.
—Hija, eso es una tontería —protestó Elvira.
—Que te crees tú eso, mamá —se giró hacia Sofía—. Le juro que es verdad. Mi padre habló con mi novio y le puso como condición para la boda que el primer apellido de nuestros hijos fuera Crory.
—Lo dijo en broma. Tu padre tiene esas ocurrencias.
—No son ocurrencias, son obsesiones.
—¿Y cancelasteis la boda por eso? —preguntó Sofía.
Patricia dejó el corazón de la manzana en el platito del café de Sofía. Estaba asintiendo mientras terminaba de masticar, y esa pequeña pausa la aprovechó Elvira para contestar.
—No fue por eso. Hija, di la verdad, por favor te lo pido.
—Mamá, fue por eso. Nico se puso muy burro y dijo que no se casaba con esas condiciones. Que sus hijos tenían que llevar su apellido por delante. Se apellida Pérez, ¿eh? No se vaya usted a creer que tiene un apellido aristocrático.
—Estabais discutiendo todo el día —quiso señalar Elvira.
—No, si a mí no me dio pena. Pero la discusión gorda fue por eso. Total, que adiós boda. Y aquí me tienes, soltera a los veintinueve. Y conociendo a papá, me voy a quedar para vestir santos.
Había empezado a llover. A Sofía le gustaba el olor de la tierra mojada, que ya empezaba a soltar sus efluvios. La doncella trajo una taza de café para Elvira.
—¿Ha recogido los cojines, Dorita?
—Ahora mismo, señora.
Había una mesa en el jardín, cerca de la piscina, a la intemperie, rodeada de sillas de hierro con unos cojines de rayas verdes y blancas. Dorita corrió a recoger los cojines y los puso bajo techo. El sonido de un claxon hizo que Patricia se levantara para mirar hacia la zona de grava junto a la puerta.
—Es papá.
Salió a recibir a su padre, que traía una bolsa con algunas compras y abría un paraguas negro de gran tamaño para resguardarse del aguacero.
—Es igual que su padre —dijo Elvira.
Sofía notó que se sentía obligada a comentar la aparición de Patricia y sus maneras descaradas.
—¿Igual en qué sentido?
—Bueno, sería largo de explicar. Son iguales. Las hijas son del padre y los hijos de la madre. Siempre se ha dicho eso. Y es verdad.
Sofía se quedó mirando a esa mujer, que abrazada a su chaqueta parecía haber perdido todo el esplendor. El regreso de su marido ponía fin a su ratito de paz.
—Por eso me molesta que venga tanto el escritor. Me recuerda la muerte de mis hijos. Aunque mi marido crea que él es el único que sufre, para mí es muy doloroso.
—Me lo puedo imaginar.
—No estoy tan segura de eso. El hijo de ese escritor no solo me quitó a mis niños. Me quitó también la fe. Yo creía en Dios, y después de eso dejé de creer. Y le echo de menos. Echo mucho de menos a Dios. Eso no es fácil de entender para alguien que no cree.
Se oyeron los pasos de Raimundo Crory en la grava y los grititos de Patricia, divertida por el chaparrón que le estaba cayendo encima. Fue ella, que venía sin paraguas, la primera en ganar el porche. Traía la compra que había hecho su padre en Toledo. Un par de barras de pan sobresalían de la bolsa, y los periódicos y algo de fruta y verdura se intuían al trasluz.
—¿Le importaría marcharse?
A Sofía le sorprendió el tono seco, de autoridad implacable de Raimundo. Estaba sacudiendo el agua del paraguas antes de cerrarlo. Sofía nunca había visto un paraguas tan grande. Parecía un enorme murciélago al que le estuvieran probando el mecanismo de las alas.
—Ha venido a hablar del accidente —empezó a decir, pero su marido la paró en seco.
—Cállate, Elvira —dijo sin mirarla.
Sofía se levantó. No entendía la actitud de Raimundo, aunque ya tenía la información que necesitaba.
—Si quiere venir a mi casa, vístase como un hombre. No sé si me explico.
Así que era eso. Se había enterado de algún modo de que Sofía era transexual.
—Se explica usted perfectamente. Gracias por el café, Elvira. Encantada, Patricia.
La mujer, paralizada por la sequedad de su marido, no dijo nada. Pero la hija dejó la bolsa en uno de los asientos, cogió el paraguas y corrió junto a Sofía.
—¿Ha aparcado fuera?
—Sí.
—Se va a empapar. La acompaño a la puerta.
Raimundo no la detuvo. Parecía acostumbrado a la naturalidad con la que su hija se comportaba, incluso en las manifestaciones más excéntricas. Acompañar bajo el diluvio a un policía transexual al que acababan de expulsar de su casa lo era. Patricia abrió el paraguas, que bastaba para acogerlas a las dos.
Cuando doblaron la esquina, y su padre no podía oírla, Patricia se interesó por Sofía.
—¿Es transexual?
—Sí.
—Yo la veía rara, pero no me había dado cuenta.
—Pues lo soy. Y parece que a tu padre no le gusta.
—Si lo piensa bien, es tonto.
—Estoy acostumbrada al rechazo, no te preocupes.
—No me refiero a eso. Es tonto porque esa sería la solución a los problemas del apellido. Si yo me cambio de sexo, se acabó el problema. Ya tiene un hijo varón.
—A tu padre le va a encantar la idea.
—Se lo voy a proponer. No lo digo en broma.
—Tú trabajas en el castillo familiar, ¿no?
—Sí. Organizo eventos. Congresos, bodas, de todo. El otro día hicimos una cata de vinos.
—¿Estuviste en el congreso de heráldica?
—Claro, lo organicé yo.
—¿Estabas en el castillo la noche del quince?
—¿El día del asesinato?
—Exacto.
—Sí que estaba.
—A lo mejor te llamo para hablar un día de estos.
—Cuando usted quiera. Nunca había hablado con un transexual. Es la primera vez en mi vida.
—Te dejaré que me hagas una foto —bromeó Sofía—. ¿Cómo se ha enterado?
—¿Qué?
—Tu padre. ¿Cómo se ha enterado de que soy transexual?
—Ah, lo habrá leído en la prensa. Viene una noticia en el periódico de hoy.
Sofía se detuvo. Caía una cascada por el techo del paraguas. Patricia notó que la revelación la había disgustado. Se encogió de hombros, como diciendo que ella no tenía la culpa. Siguieron caminando en silencio hasta la verja de hierro. Ella la abrió pulsando un botón que había en un poste. Sofía se despidió. El aroma a jabón mezclado con el olor de la tierra mojada y de las hojas resultaba embriagador.
Antes de volver a Madrid paró en un quiosco y compró el ABC. Dentro del coche, buscó la noticia sobre el caso. No tardó en encontrarla: «Un policía transexual investiga el asesinato del hijo de Senovilla». Ese era el titular. La noticia no aclaraba la fuente, pero daba como dato comprobado que el jefe de la investigación era un inspector que acababa de obtener el cambio de sexo. De Carlos a Sofía Luna, precisaba. ¿Quién había filtrado la información? Tenía que ser alguien de la Brigada. Sofía pensó en el cabreo que debía de tener Arnedo. En un acto reflejo consultó su móvil. No había llamadas.
Condujo hasta Madrid bajo la lluvia, disfrutando del momento. Le gustaba conducir en días de tormenta. La cadencia del limpiaparabrisas, el cielo rompiéndose ahí fuera, amenazando sin disimulo las diminutas vidas humanas. La sensación de dominio sobre la máquina en condiciones penosas le hacía sentirse segura.
Aparcó en la Ribera del Manzanares y antes de dirigirse al chalet de Julio Senovilla se quedó un rato admirando la crecida del río. La presa estaba abierta y bajaban como vomitonas torrentes de agua negra. En un río tranquilo y poco caudaloso, resultaba llamativo. La tormenta había pasado y el aire estaba limpio, preñado de gotitas que caían desordenadamente. El columpio de los Senovilla goteaba y el cojín estaba empapado. Suni no había sido tan precavida como Dorita. Sofía quería hablar con Julio del accidente de sus hijos, que había originado su amistad con Crory, pero Rosa le salió al paso y se erigió en centinela del tiempo de trabajo de su novio.
—Julio está escribiendo, y hasta las tres no se le puede molestar bajo ningún concepto. Lo siento.
Sofía se preguntó por qué estaba tan confiada. Apenas dos días atrás se había planteado la detención del escritor, y ella lo sabía. Esperaba que al verla llegar se pusiera un poco nerviosa (a fin de cuentas, podía venir con una orden de detención). ¿A qué obedecía esa seguridad de Rosa de que el peligro había pasado? No le importó demasiado no poder hablar con Julio. Quería cotejar la versión de Elvira sobre el accidente y el nacimiento de la amistad que mantenía con Raimundo. Quería verificar que Patricia Crory había estado en el castillo la noche del crimen. Y, sobre todo, quería saber si las palabras que se le escaparon en presencia del forense, «justicia poética», se referían a que las dos familias habían nivelado años después el número de hijos muertos. Incluso si esa era la explicación, no dejaba de ser una frase un poco rara. A menos que Julio tuviera un sentido de la justicia un tanto peculiar. ¿Hablaría con Raimundo Crory de estas cosas en sus largos paseos por el castillo de Benagües? Esa era la conversación que pretendía mantener con él, y podía esperar. Rosa le preguntó si podía servirle de ayuda en algo, y antes de que Sofía pudiera contestar la animó a cobijarse en el porche, pues la lluvia arreciaba nuevamente. Corrieron bajo techo, y allí Sofía se sacudió el agua del pelo.
—¿Hay novedades en la investigación? —preguntó Rosa.
—Sí, una novedad interesante. ¿Tú sabías que Jon tuvo un accidente contra el coche de los hijos de Crory?
—Claro que lo sabía. En ese accidente murió Miguel, el hijo mediano de Julio.
—Me imagino que fue un drama.
—Bueno, yo a Julio no le conocía aún. Le conocí unos meses después.
—¿Te pareció que estaba afectado por la tragedia?
—Estaba triste. Lo comentamos varios alumnos. Julio salía bastante en la tele y tenía fama de ser divertido. Y en ese taller se le veía un poco apagado. Más tarde lo entendí, cuando me enteré de que había perdido a un hijo recientemente.
—Si me lo permites, Rosa, no estaba tan apagado. Entró en una relación contigo.
—Si me lo permite usted, eso le ayudó a salir del hoyo.
—No digo que no —concedió Sofía—. ¿Sabías que se carteaba con el padre de los Crory?
—Eso no me lo contó. Lo llevó en secreto. Yo lo supe más de un año después, cuando empezaron a verse.
—¿No te parece un poco rara esa amistad?
—No sé, las amistades son siempre raras.
Sofía no quiso profundizar en esa frase, pero esperó en silencio por si Rosa la explicaba.
—Las personas necesitan tener algo en común para relacionarse, y ellos lo encontraron en el dolor. En la pérdida de los hijos. Eso lo puedo entender. Pero a mí no me gusta que se vean tanto.
—¿Por qué razón?
—Creo que Raimundo Crory está influyendo en la forma de ver la vida de Julio. Y eso me preocupa.
—¿Tú conoces a Raimundo?
—Esa es otra razón para que no me guste. Nunca me lo ha presentado. Es su amigo y lo tiene escondido. Como si fuera un amigo imaginario.
—No lo es, te lo aseguro. Hoy mismo me ha echado de su casa.
—¿Por qué? —sonrió de pronto—. Ah, ya sé, no le gustan los transexuales.
—Eso parece.
Rosa extendió la mano y se puso a tocar el pelo de Sofía, que estaba empapado. Pasó un mechón por la yema de sus dedos, como si quisiera deshacer un nudo o convertir el pelo en polvo. El gesto no le quedó agresivo ni descarado; simplemente, era la reacción natural a un acceso de curiosidad.
—Qué pasada, qué bien hacen las pelucas. Te cae una chupa de agua y se mantiene toda la textura del pelo.
—Rosa…
—Perdone —dijo ella retirando la mano.
—No me ha molestado —dijo Sofía, y era verdad—. Antes has dicho que Crory influye en Julio. Lo que no entiendo es por qué eso te parece malo.
—Julio es vanidoso y narcisista. No se deja influir por nadie. Tiene sus propias opiniones y a mí me gusta así. Por eso todo esto me parece un poco raro.
—Lo siento, pero sigo sin ver por qué es raro.
—Vale. Puede ser que yo esté celosa. Lo admito. Me molesta que mi novio tenga una relación vedada para mí. Y que encima saque cosas estimulantes de esa relación. No soporto que Raimundo Crory tenga el ascendiente sobre Julio que yo no tengo. Ya ve que yo misma me clavo todos los puñales. Pero también puede ser que mi novio se esté haciendo mayor. Que dé signos de demencia. Y por eso se deja convencer de cualquier gilipollez sobre la tradición y el honor y no sé cuántas palabras más que están llenas de polvo.
—Ya veo por dónde vas.
—Y también hay una tercera opción —siguió Rosa, y lo dijo con tal dosis de misterio que logró captar la atención de Sofía.
—¿Y cuál es?
—Que Raimundo Crory sea un hombre peligroso. Una de esas personas tóxicas que hay por el mundo, capaces de llenar de pólvora una cabeza hueca, por supuesto, pero también una cabeza bien amueblada.
—A mí no me ha parecido un hombre tóxico.
—Usted lo conoce y tiene más elementos de juicio. Yo solo puedo hablar de oídas y usar mi imaginación.
Camino del coche, Sofía se preguntó por qué la charla con Rosa la había puesto de tan buen humor. Sus reflexiones sobre la amistad le habían interesado, pero no era eso. También le había gustado que defendiera como una leona su derecho a seducir a un hombre que estaba saliendo del luto. Pero tampoco era eso. Al entrar en el coche se miró en el espejo y pensó que le quedaba bien el pelo mojado. Y entonces lo comprendió: la había puesto de buen humor que Rosa elogiara la calidad de su peluca.