11
Vir traditio est. La frase latina estaba escrita en un azulejo, bajo el dibujo de una cruz formada por dos bastones. El timbre se encontraba justo al lado del azulejo, para que el lema de la casa no le pasara desapercibido a ningún visitante. El hombre es tradición. Sofía sonrió al paso de un recuerdo de su adolescencia, cuando tuvo que traducir en clase de Latín la frase Vir femina est. Al leerla se emocionó hasta las lágrimas. El profesor aprovechó para explicar la figura retórica de la paradoja: el hombre es una mujer. Pero a Sofía, que entonces era un dudoso Carlos Luna, le entraron ganas de levantar la mano y decir que de paradoja nada, que la frase era una verdad como un templo. Si todavía fuera aquel adolescente, tacharía con un rotulador la palabra traditio y escribiría en su lugar femina. Y esa simple travesura la ayudaría a recorrer el camino de grava hasta la casa sin pensar que estaba ingresando en un mundo anclado en la Edad Media, donde seguramente serían mejor recibidos un dragón o un perro bicéfalo que una policía transexual.
Tocó el timbre, y a los pocos segundos se empezó a abrir la verja de hierro con un chirrido que parecía el lamento agónico de un animal de otros tiempos. El cigarral de los Crory era una casa de piedra de aspecto anciano, aunque varios detalles del acabado insinuaban que la construcción era reciente. Un jardín extenso, lleno de árboles frutales, rodeaba la propiedad. Según recorría el camino hacia el edificio, la mirada de Sofía pasó por unos viñedos, una huerta y un chamizo que bien podría contener las habitaciones del servicio. Una doncella perfectamente uniformada la recibió en la puerta.
—Los señores están descansando, puede esperar dentro.
Sofía había llamado por teléfono para anunciar su visita, aunque no por ello los Crory habían perdonado la siesta. Vir traditio est. La doncella la acompañó hasta el inmenso salón, y allí se sentó a esperar. Un árbol genealógico adornaba la pared principal de la estancia. Resultaba difícil seguir las ramificaciones de la familia, pero quedaba claro que el origen del apellido se situaba en Francia en el siglo XV, y que a España había llegado a finales del XIX. La copa del árbol, laberíntica, frondosa, se iba estrechando hasta el pingajo final, como una liana que colgara del árbol y dejara ver su extremo. A esa liana parecía agarrarse Raimundo Crory como el último representante tenaz de un linaje que se extinguía. Según constaba en el cuadro, había contraído matrimonio con Elvira Garcés cuarenta y nueve años atrás. Estaban a punto de celebrar las bodas de oro, pensó Sofía. El matrimonio había tenido tres hijos, Gerardo, Antonio y Patricia, pero una cruz al lado de los nombres de los varones dejaba a Patricia como la única descendiente viva de la pareja. Gerardo se había casado con una tal Ana Cisneros, y habían tenido una hija llamada Soraya. Antonio murió soltero. Tampoco parecía que Patricia, la más joven de los tres, se hubiera casado. El mural que contenía el árbol era imponente, muy bonito. El nombre de la familia Crory estaba escrito con letras medievales y rodeado por dos escudos iguales, con barras de oro y una pequeña pala en una esquina. El frontal de la chimenea, con algún rescoldo humeante, tenía labrado el mismo escudo. Todo en la habitación, hasta el más mínimo detalle, transmitía orden y tranquilidad. Un ventanal muy amplio ofrecía una panorámica magnífica de Toledo. Sofía se acercó a contemplar las vistas, hasta que oyó una voz a su espalda.
—A estas horas el sol da justo en la muralla del Alcázar. Es bonito.
Sofía se giró. A pesar de la siesta, Raimundo Crory tenía la fatiga marcada en el rostro. Lo surcaban pequeñas arrugas y lo iluminaban dos ojillos que estudiaban a Sofía con curiosidad. Aliviada, comprendió que ese hombre jamás podría adivinar que había cambiado de sexo, pues esos fenómenos no tenían cabida en su universo de costumbres. Raimundo se movía con una dignidad algo cansada, como si cada pequeño gesto obedeciera a un mecanismo que llevaba siglos funcionando de la misma manera. Vestía una chaqueta verde sobre un jersey marrón de cuello vuelto. Unos pantalones de pana y unas botas más que apropiadas para caminar por terrenos fangosos. Daba la impresión de que le gustaba llevar los pies bien guarnecidos, pues los caminos no estaban encharcados y el tiempo era tirando a primaveral. Su mujer, Elvira, entró poco después y Sofía repitió la presentación que acababa de hacer.
—Soy la inspectora Luna, de la Brigada de la Policía Judicial. Estamos investigando la muerte de Jon Senovilla.
—Pobre criatura —suspiró Elvira—. Cada vez que lo pienso.
—¿Le conocían?
—A Jon no —contestó Raimundo—. Solo de oídas, su padre hablaba mucho de él.
—¿Quiere tomar un café? —preguntó Elvira.
Sofía negó con un gesto.
—Yo sí que voy a tomar uno. Le voy a decir a Dorita que prepare una cafetera. ¿Tú quieres, Raimundo?
—Una taza sí me tomo. Si prefiere una copa de coñac o algún licor, no tiene más que decirlo —le dijo a la inspectora al tiempo que se acercaba a la mesa de las botellas.
Sofía rehusó la invitación.
El señor Crory reparó en las brasas humeantes. Cogió una pala para removerlas y después intentó espabilarlas con un fuelle.
—Esta casa es fría —explicó—. Todavía hay que tirar unas semanas de la chimenea.
Sofía advirtió que la pala con la que removía las brasas era muy parecida a la del escudo familiar.
—En efecto —dijo Raimundo, complacido por la observación de Sofía—. Es una badilla. Nuestra familia tiene una relación muy estrecha con el fuego. Los Crory de la Edad Media no eran nobles de cuna. Hasta que Pascal Crory, mi ilustre antepasado, formó parte de las Compañías de Ordenanza de Carlos VII el Victorioso. ¿Sabe lo que son las Compañías de Ordenanza?
—No, no lo sé —dijo Sofía, resignándose a escuchar la batalla entera.
—Son el primer ejército permanente desde la Antigüedad. Lo formó Carlos VII, empujado por la guerra de los Cien Años, que Francia sostenía contra Inglaterra. Pues bien, Pascal Crory ayudó, con tres oficiales, a sofocar un incendio en la torre del castillo en la que descansaba el rey. La leyenda dice que un soldado traidor fabricó una corona de zarzas, le prendió fuego y la lanzó por la ventana de la alcoba de la reina, que se hallaba ausente y cuya habitación era vecina de la del rey. El caso es que Pascal descubrió el fuego y lo sofocó con su propia capa, arriesgando su vida. El rey, en señal de gratitud, lo convirtió en miembro de la nobleza, y desde ese instante, 1452, los Crory tienen escudo de nobleza. Y la badilla, que es esta pala para remover el fuego, es el símbolo de la familia.
Elvira regresó al salón ciñéndose la chaqueta de punto, como si hubiera pasado frío por los pasillos de la casa.
—¿Ya estás contando batallitas? —dijo—. Como le dé carrete se le hace de noche.
—Me estaba contando lo del escudo —dijo Sofía—. Es interesante.
—El fuego es el elemento de la familia Crory —proclamó Raimundo, y en verdad parecía que sus pupilas flameaban de orgullo al decirlo.
—Eso del fuego es una tontería —rezongó Elvira—. Con la excusa del fuego estamos todo el santo día con la chimenea encendida. Incluso en verano.
—Es una casa fresca, como puede ver —repitió Raimundo.
—Nos achicharramos, querido.
Raimundo miró a su mujer con severidad.
—Elvira, ¿te importaría dejarnos hablar tranquilamente?
—¿Me estás echando?
—Te estoy animando a guardar silencio, para que podamos hablar la inspectora y yo.
Elvira cogió una revista de decoración de la mesa y se aisló de la conversación. Sofía notó que la frase de Raimundo le había dolido.
—Dígame en qué puedo ayudarle.
—Tengo entendido que el miércoles se inauguró un congreso de castillos.
—Castillos y heráldica, sí. En el de Benagües, que es propiedad de la familia.
—Y creo que lo presentó Julio Senovilla.
—Así es. Hizo una presentación muy entretenida.
—¿Se alojó esa noche en el castillo?
—Sí. Quería que le ayudara con una novela que está escribiendo, y habíamos quedado en charlar a la mañana siguiente. Pero no pudo ser. Se tuvo que ir a toda prisa a Madrid.
—¿Quién le avisó esa mañana?
—Creo que fue su hijo Pablo. Llamó al teléfono fijo, mi hija le pasó la llamada.
—¿Su hija Patricia?
—Sí. Es la encargada de los eventos que se celebran en el castillo.
—Así que Julio Senovilla estuvo toda la tarde y la noche del miércoles con usted —resumió Sofía.
—Yo no he dicho eso —respondió Raimundo—. Yo he dicho que se alojó en Benagües y que presentó el congreso.
Sofía lo miró sin entender. Raimundo Crory aguantó la mirada unos segundos, pero al notar un leve temblor en la mandíbula optó por levantarse.
—Creo que ahora sí que me voy a servir un coñac.
Se acercó a la mesa de las bebidas y se sirvió un trago. El pulso le temblaba un poco, pero se concentró tan ceñudamente en el acto de verter el líquido que no derramó ni una gota. Cerró el tapón de la botella y habló mirando el color del coñac al trasluz.
—¿Tiene más preguntas?
—¿En qué momento de la tarde noche del miércoles Julio dejó de estar con usted?
—En varios. Como se puede imaginar, no estuvimos juntos todo el rato. Había mucha gente en el congreso y yo era el anfitrión, hágase cargo.
—Antes me dio la sensación de que me estaba intentando decir algo. ¿Qué es?
—Inspectora, usted pregunte lo que considere oportuno, y yo le contestaré la verdad, si es que está al alcance de mi mano.
Sofía miró a Elvira un segundo para ver si la mujer reaccionaba a este ejemplo de minuciosidad de su marido. Había que hacer la pregunta exacta para obtener la respuesta exacta. Perfecto, esas normas resultaban fáciles de entender. Era como buscar en un manojo ajeno la llave que abre una cerradura. Pero no era normal toparse con personas así, tan literales.
—¿Se ausentó Julio del castillo en algún momento de la tarde o de la noche? —probó a preguntar Sofía.
—Sí —contestó Crory con una media sonrisa. Le gustaba comprobar que la inspectora había aceptado sus normas.
—¿Cuánto tiempo pasó fuera del castillo?
—No se lo puedo decir con exactitud, pero yo diría que poco más de dos horas.
Sofía asintió, incrédula. Según el forense, a Jon lo habían matado entre las diez y las once de la noche, así que la siguiente pregunta era clave, y solo de pensarlo notó un principio de sudor frío. En lugar de volver al sofá, Raimundo se había quedado junto a la chimenea, con un codo apoyado en la repisa. Dejaba que las brasas todavía encendidas le calentaran las piernas, y paladeaba su copa de coñac a sorbos.
—¿A qué hora se ausentó Julio del castillo?
—A las nueve y media. Justo cuando Patricia estaba montando un bufé frío para cenar.
—¿A qué hora volvió?
—Ya le digo que no lo sé con exactitud, pero seguro que antes de las doce. Hay un reloj muy ruidoso en el castillo, y cuando dio las doce Julio se sobresaltó.
—¿Le dijo adónde había ido?
—Me dijo que al hospital para ver a su novia.
—Señor Crory, Julio ha declarado que el miércoles por la tarde ni siquiera llamó al hospital para interesarse por su novia.
—Si ha declarado eso, ha mentido.
—¿Por qué lo sabe?
—Porque me pidió prestado el móvil para buscar el teléfono del hospital. En el castillo hay poca cobertura, así que tuvimos que subir a lo alto de la torre. Y allí, lo crea o no, en una piedra muy concreta se obtiene una rayita de cobertura.
—Y desde allí llamó al hospital.
—Primero consiguió el número del hospital. Y luego llamó.
—¿Por qué decidió volver a Madrid? ¿Le dijeron que su novia estaba peor?
—Al contrario. Le dijeron que al día siguiente le iban a dar el alta.
—¿Por eso volvió a Madrid? ¿Para estar presente?
—Eso es exactamente lo que me dijo, que quería estar presente. Él pensaba que el alta se la iban a dar el viernes. Pero se adelantó.
—Entonces, ¿canceló la charla que tenía prevista con usted a la mañana siguiente?
—Así es. Quería dormir en su casa.
—Pero dos horas después volvió.
—No sé si fueron dos horas exactas…
—¡Da igual eso! —exclamó Sofía, impaciente. Raimundo la amonestó con la mirada—. La pregunta es por qué volvió.
—No lo sé.
—¿No se lo contó?
—No.
—¿Usted no se lo preguntó?
—Sí, pero no me dijo nada. Estaba muy agitado, muy nervioso. Así que le serví un whisky y le dejé descansar.
—¿Y se fue a dormir enseguida?
—Se tomó el whisky y se acostó.
—¿De qué hablaron mientras se tomaba el whisky?
—Me pidió que le contara la historia de mi familia —se acercó al mural del árbol genealógico y señaló la cúspide—. Desde aquí.
—¿Le pidió la historia entera, desde el siglo XV?
—Eso hizo.
—Esa historia dura más de un whisky.
—Solo me dio tiempo a contarle tres generaciones. Llegado un momento se levantó y me dijo que se iba a acostar. Y se fue a su cuarto.
—Cuando al día siguiente usted se entera de que el hijo de Senovilla murió asesinado esa noche, ¿sospechó de Julio?
—En absoluto.
—¿Por qué? Se ausentó justo en la hora en que fue cometido el crimen.
—Yo esos detalles no los conocía.
—Y ahora que los conoce, ¿sospecha de Julio?
—En absoluto.
—¿Se puede saber por qué?
Raimundo Crory sonrió como si la respuesta fuera obvia.
—Porque Jon era su hijo. Sangre de su sangre. Nadie puede matar a un hijo, y mucho menos a un varón, que está llamado a prolongar la vida del apellido.
—Ya estamos con la obsesión del apellido —exclamó Elvira apartando la revista.
—Cállate, Elvira.
—Y con la obsesión de la sangre —Elvira se levantó de golpe y se acercó al mural—. En este árbol hay un montón de parricidas, y de muertos a manos de su hermano, o de su tío, o de su madre.
—No digas tonterías.
—No lo quieres ver porque estás cegado por la nobleza y el linaje y no sé cuántas tonterías más.
—¡Señálame un caso! Señálame un solo caso de un Crory asesinado por un familiar. Vamos, ¿no eres tan lista?
Dorita entró con la bandeja de los cafés. Elvira se acercó a ella.
—Yo voy a tomar el café en la sala azul. Y mi marido no creo que se lo tome, ya está con el coñac. Lo siento, Dorita.
Elvira se marchó. La doncella miró a Raimundo, para confirmar que ya no quería el café.
—Lléveselo a la señora, Dorita.
Ella hizo una genuflexión que a Sofía le pareció muy exagerada y salió. Raimundo se quedó mirando el árbol genealógico.
—En 1650 hubo un Crory que murió en circunstancias extrañas. Circuló el rumor de que lo había asesinado su hermano pequeño para heredar unas tierras. En esa época solo heredaba el primogénito y, claro, había muchas rencillas a cuenta del patrimonio familiar. Pero nunca se demostró nada. Nunca.
Parado delante del mural, y señalando nombres, Raimundo parecía un general ante un mapa explicando los movimientos estratégicos de la próxima batalla. Un rayo de sol desdibujaba su rostro, y a Sofía le dio la impresión de que era una figura a medio hacer.
—Y en 1815 dos hermanos Crory se pelearon por una mujer, y el mayor de ellos dio muerte al más pequeño. Pero fue en un duelo. Una cuestión de honor ventilada en una ceremonia de caballeros, con padrinos y con toda la dignidad que en esa época tenían los duelos. Pero eso es inútil explicárselo a mi mujer. No ha habido más. No hay crímenes de sangre en mi familia, inspectora.
—Señor Crory, créame, en muchas familias hay crímenes de sangre.
—No en la mía. Y tampoco en la de Julio Senovilla. Le conozco. Sería incapaz de matar a su hijo.
—¿Usted se da cuenta de que su testimonio le puede incriminar?
—Sí, no soy tonto. Acabo de dejarle sin coartada.
—Entonces, ¿por qué me lo cuenta? ¿No son amigos?
—Somos muy buenos amigos. Casi le diría que es mi mejor amigo.
—¿Por qué me cuenta todo esto entonces?
—Porque es la verdad —abrió las dos manos en un gesto de cansada sencillez, como si le diera pena ser así, tan puro—. Vir veritas est. Podría ser el lema de esta casa. Estuve a punto de ponerlo. El hombre es verdad. Pero al final me decidí por la tradición. Mire este árbol genealógico. Esta es mi familia. ¿Usted cree que una familia puede durar seiscientos años sin tener unos valores firmes? Valores de dignidad, de honestidad, de respeto a la tradición. Yo creo que no.
El canto de las cigarras acompañó a Sofía hasta la verja de la entrada. No sabía si admirar la integridad de Raimundo Crory o si encontrarla ridícula. El hombre es verdad. La frase, como sentencia filosófica, podía tener sentido. Pero el hombre miente todo el rato. Vir traditio est. Qué fácil era discutir esa máxima. La modernidad, la exhalación de los siglos, el tiempo cambiante que vivimos rompían en mil pedazos el lema de los Crory. Con todo, algo tenía ese hombre de monolítico que impedía el debate con él cuerpo a cuerpo. Cuando formulaba sus opiniones, Sofía se sentía empujada a asentir y a callar las suyas. El hombre es tradición, pero el mundo es de las mujeres, le podría haber dicho. Sofía sonrió al imaginarse en una actitud improbable, clavando sus pullas en esa mole medieval. Los tiempos han cambiado, Raimundo, y al hombre solo le queda ya hacerse a un lado y saludar el paso militar de las mujeres con una reverencia.