46
Los alumnos de Historia Medieval de España asistieron al revuelo que se formó esa tarde en la facultad. A las cinco y veinte entró en el aula Diana, una profesora auxiliar del departamento, y se acercó a Blas Hermida para darle un recado: había venido la policía y querían hablar con él.
—Estoy en clase, Diana. Díselo.
Al cabo de dos minutos volvió a entrar Diana y le susurró algo al catedrático. Los alumnos no pudieron oír lo que le decía, pero sí llegó clara y rotunda la respuesta.
—¡Estoy dando clase y acabo a las seis! No estoy dispuesto a interrumpirla.
Diana se marchó.
No había pasado un minuto cuando se abrió la puerta y entró el inspector Estévez.
—O sale inmediatamente del aula o traigo una orden de detención.
Dijo la frase en voz alta, calculando el daño que podía hacerle a su prestigio. O al menos a su sentido de la dignidad. Un temblor de vergüenza sacudió a Hermida. La mirada del inspector le insinuaba que había pasado algo y que era mejor obedecer sin oponer más resistencia.
—Enseguida vuelvo —dijo a sus alumnos—. Nadie más sale de aquí.
Pasó por delante de Estévez sin mirarle a la cara. En el pasillo aguardaba la subinspectora Lanau junto a la profesora auxiliar.
—¿Está libre el despacho, Diana?
—Sí.
—Podemos hablar allí en privado. Sin montar numeritos.
Lo dijo mirando a Estévez con odio.
—Le aseguro que lo he intentado todo —se excusó Estévez.
Al entrar en el despacho, Hermida se puso a ordenar unos papeles con anotaciones en rojo que había sobre su mesa.
—Supongo que vienen a estas horas a molestarme porque ha pasado algo.
—Voy a ser franco con usted, catedrático —dijo Estévez—. Si no le he puesto las esposas delante de sus alumnos, ha sido porque mi compañera, la subinspectora Lanau, me ha parado los pies.
—Eso no quiere decir que no se las pongamos ahora —matizó Bárbara.
—Y si no le arranco la cabeza de un puñetazo, es porque me echarían del Cuerpo y tengo que pagarle a mi padre una interna.
—¿Por qué no nos calmamos un poco y me dicen de qué se trata? —dijo Hermida, por una vez sin atisbo de arrogancia.
—¿No lo sabe? —contestó Estévez—. ¿No tiene ni idea de qué podríamos haber descubierto?
—Estoy seguro de que me lo van a decir ustedes.
—Y yo estoy seguro de que lo vas a decir tú, hijo de puta —saltó Estévez.
—Juan… —dijo Bárbara—. Déjame a mí.
Habían pactado esta medida en el coche. Estévez se conocía, odiaba al catedrático y no estaba seguro de poder controlar su ira. Si Bárbara veía que se estaba poniendo demasiado nervioso, debía tomar las riendas del interrogatorio.
—Hemos hablado con Alejandra Bálmez —dijo Bárbara—. ¿Sabe quién es?
Hermida intentó disimular la preocupación, pero le delataban los gestos. Tenía los labios apretados y aspiraba bocanadas de aire por la nariz. Su respiración se volvió pesada y se oía en la habitación como si alguien se hubiera dejado un disco puesto, con la aguja barriendo el final del vinilo.
—Sabe quién es, ¿no?
—Claro. La alumna más despistada y más mentirosa que tengo.
—¿Mentirosa? —dijo Bárbara—. ¿En qué tipo de cosas?
—¿Quiere que le ponga ejemplos?
—Sí, por favor.
—¿No sabe lo que significa la palabra mentirosa?
—No sé por qué un profesor puede saber si una alumna es o no mentirosa. A menos que tengan una relación personal.
—Yo tengo con muchos alumnos una relación que roza lo personal. Es inevitable.
—¿Cómo de personal? ¿Los invita a su casa?
Hermida la miró con seriedad. Se tomó unos segundos para contestar.
—A veces.
—¿Les ofrece algo de beber? ¿Pone música?
—Hago la tutoría en mi casa de vez en cuando. Y saco una Coca-Cola, no sé si hago mal.
—¿Qué más hace?
—No la entiendo.
—Ha dicho que tiene una relación con sus alumnos que roza lo personal. Me imagino que no se refiere a que les pone una Coca-Cola. Habrá algo más.
—Hablamos, me cuentan sus cosas. Algún problema que tengan.
—¿Y hablan de esos problemas antes o después de que usted se desnude?
—¿Perdón?
—¿No sabe lo que significa la palabra desnudarse?
—¿Le importaría decirme qué quiere usted de mí?
—¿Tenía usted relaciones sexuales con Alejandra Bálmez?
El catedrático sacó un pañuelo del bolsillo. Parecía que lo iba a usar para secarse las gotitas de sudor que empezaban a formarse en su frente, pero lo que hizo fue limpiar los cristales de sus gafas. Se le habían empañado.
—No creo que eso sea de su incumbencia, inspectora.
—Gracias por ascenderme, soy subinspectora. Y creo que sí que es de mi incumbencia, por eso se lo pregunto.
—Pues no voy a contestar a esa pregunta.
—Sí que va a contestar —dijo de pronto Estévez.
—¿Me va a torturar hasta que hable? —preguntó Hermida mientras se colocaba de nuevo las gafas.
—Alejandra Bálmez está ahora mismo en la Brigada de la Policía Judicial esperando a que volvamos. Si usted no colabora, va a presentar una denuncia contra usted por acoso sexual.
—Sería su palabra contra la mía.
—Hay otros testigos.
—Lo dudo mucho.
—Jon Senovilla.
—¿Va a llamar a testificar a un muerto?
—Es usted tan gracioso que me dan ganas de hacerme un llavero con su jeta —dijo Estévez—. Jon dejó varios mails escritos contando el asqueroso chantaje que usted le estaba haciendo a Alejandra. Hay una llamada el día de su muerte en la que le cuenta todo a su padre. Esas pruebas le señalan con el dedo, Hermida.
No era verdad lo que decía Estévez, pero necesitaba presionarle. El catedrático tomó aire antes de hablar.
—Teníamos una relación. Sí, es cierto. No estoy orgulloso, un profesor no debe acostarse con sus alumnas, por mucho que esto suceda en todas las universidades del mundo. Pero esa chica es seductora y yo no soy de piedra. Por supuesto, estoy hablando de una relación sexual consentida entre dos personas adultas.
—Alejandra no habla de una relación consentida —dijo Bárbara.
—Ya les he dicho que esa chica miente más que habla.
—Una chica que vomita antes de irse con usted a su casa. Eso no es típico de una relación consentida.
—Si hablan del martes pasado, es verdad que esa tarde no se encontraba muy bien. Y creo saber por qué.
—¿Nos lo cuenta? —le apremió Bárbara.
—Sí. Llegados a este punto creo que es importante que conozcan la historia entera. Alejandra y yo estamos juntos desde hace dos años. Juntos en la medida en que lo pueden estar un profesor y su alumna. En fin, ustedes me entienden. Manteníamos una relación esporádica y discreta. Hasta que yo me cansé. El otro día le dije que teníamos que hablar seriamente, y me temo que ella intuyó que había llegado el final. Tal vez por eso se encontraba mal justo antes de verme y vomitó, pero se subió al coche, fuimos a mi casa y hablamos. Yo sabía que no se lo iba a tomar bien. A Alejandra le gustaba estar conmigo, decía que le serenaba, que era como un padre para ella. Lo que no me podía imaginar era que se lo tomaría tan mal.
—¿Qué hizo ella cuando le dijo que no quería verla más?
—Me amenazó con arruinarme la vida. Con contar nuestra relación a los cuatro vientos. Con decir que yo la chantajeaba. Llegó a decir que me denunciaría por acoso sexual. Ahora veo que sus amenazas iban en serio.
Hermida terminó su relato y se las apañó para componer la imagen de un pobre viejo desvalido. Siguió un silencio de unos segundos. Estévez odiaba a ese hombre, pero no tenía más remedio que admirar su inteligencia. Y, aunque le pesara, se decía que Alejandra era ciertamente una joven seductora que se fijaba en los hombres mayores que ella, sobre todo si ostentaban alguna clase de autoridad. Él mismo había tenido que pararle los pies. ¿Había seducido al catedrático, al ogro de la Facultad de Historia, para sumar un trofeo a su colección? ¿Proyectaba en otros hombres la figura paterna que en casa le fallaba clamorosamente? Resultaba muy difícil saber quién decía la verdad. Alejandra se había desmoronado en su presencia no hacía ni una hora, pero desde el principio Estévez había señalado en sus notas que Alejandra era una joven muy astuta y muy poco fiable. ¿Había aprovechado el drama de su madre para empezar a tejer su venganza contra Hermida? El momento era perfecto, su estado de ánimo era tan precario que bastaba con rebozarse un ratito más en la miseria para deslizar el relato del acoso con total convicción.
Sin embargo, Bárbara Lanau no tenía ninguna duda de que Alejandra decía la verdad y el catedrático mentía. Fue ella quien retomó el interrogatorio, y lo hizo con una pregunta de desconcertante sencillez.
—¿Por qué no la aprobó?
—No la entiendo.
—Dice que su relación con Alejandra empezó hace dos años. Y Alejandra lleva dos años suspendiendo su asignatura.
—Si no la he aprobado, es porque no ha hecho un buen examen. Es obvio.
—¿No aprueba a su amante? Eso no se lo cree nadie.
—Aunque cueste creerlo, todavía quedan profesores honestos.
Bárbara lo miró fijamente. Notó que al catedrático le temblaba un párpado. Estaba nervioso.
—Tengo entendido que usted posee el récord de suspensos de toda la Facultad de Historia.
—Si le digo la verdad, yo no me fijo en esas cosas.
—Solo suspenden las chicas. ¿Tampoco se fija en eso?
El catedrático se encogió de hombros. Trató de sonreír con suficiencia, pero el temblor del párpado iba en aumento. Estaba muy incómodo.
—Puede que sean más lentas que los chicos para memorizar fechas o nombres de reyes visigodos —siguió Lanau.
—Como le digo, yo no me fijo en esas estadísticas.
—¿Sabe por qué me he fijado yo? Porque quiero hablar con esas chicas. Algunas se callarán, por miedo, por asco o por lo que sea. Esas chicas hablarán cuando alguien le denuncie. Se sumarán enseguida, aunque al principio necesitarán un empujón para empezar a contarlo todo. Pero alguna sí hablará. Y dirá que usted las coacciona para tener sexo. Si quieren aprobar, tienen que complacerle en todos sus deseos.
Hermida se pasó la lengua por los labios resecos.
—Señores, si además de estas suposiciones tienen alguna pregunta, les rogaría que me la hicieran. Me incomoda mucho dejar una clase a medias.
—No está entendiendo nada —dijo Estévez. Se acercó al profesor y puso su cara muy cerca de la suya—. Voy a repasar los hechos con usted. Alejandra Bálmez le cuenta a su novio que usted la está chantajeando. Un chantaje asqueroso: sexo a cambio de un aprobado. Para estirar hasta el máximo el sexo con la alumna, la va suspendiendo y pretende aprobarla solo al final de la carrera. Podría cambiar de alumna, la verdad, pero le gusta esta. La ve frágil, la ve asustada, la ve insegura. O a lo mejor es como dice la subinspectora Lanau y tiene a varias chicas en la recámara. El caso es que Jon se entera y se sube por las paredes. Quiere que ella denuncie. Hay testigos que les han oído discutir sobre este punto. Pero ella no quiere denunciar. Así que Jon se enfrenta a usted y le dice a la cara lo que sabe. Y usted se siente acorralado, le sigue hasta su casa el quince de mayo, ve que no hay nadie en el chalet y lo mata. Ahora dígame que tiene una coartada buena la noche de San Isidro y yo no le llevo detenido a la Brigada.
—No me puede detener sin pruebas.
—Claro que puedo, si veo indicios. Y los veo por todas partes. Luego vendrá el juez y a lo mejor lo deja en libertad sin cargos. Pero para entonces su prestigio estará un pelín manchado, y usted sabe bien lo que eso significa. Adiós a la Academia de la Historia. Adiós al sueño de tantos años.
—¿Me está pidiendo que hable a cambio de que no me detengan para mantener mi prestigio intacto?
—Es usted mucho más listo de lo que parece.
—¿Quién está chantajeando a quién?
—Llámelo chantaje si quiere, pero en mi idioma esto es un trato. Usted me cuenta lo que pasó en este despacho con Jon el 15 de mayo y yo no le llevo a la Brigada.
—¿Dónde estaba la noche del quince de mayo, profesor? —preguntó Bárbara.
—Está bien, se lo voy a contar —dijo Hermida—. Estaba en mi casa.
—¿Hay alguien que pueda corroborar su coartada?
—Una alumna. No me pidan que les dé el nombre.
La subinspectora Lanau le tendió una libreta.
—Escriba el nombre de la alumna. Tenemos que comprobarlo, pero lo haremos con discreción, sin mencionar el sexo ni el chantaje.
Blas Hermida cogió un bolígrafo con pulso tembloroso y escribió el nombre de la chica. Deslizó la libreta por la mesa hasta ponerla junto a Bárbara.
—Ahora dígame qué pasó con Jon el día quince, en la última sesión que tuvo con usted sobre su tesis.
—Si se lo cuento, ¿mantendrán en silencio lo demás?
Bárbara buscó a Estévez con la mirada; él asintió. Hermida empezó a hablar.
—Ese día no hablamos de la tesis. Jon venía muy enfadado. Me atacó con saña. Me llamó acosador, viejo asqueroso y no sé cuántas cosas más. Me dijo que me iba a denunciar. Y yo me tuve que defender.
—¿Cómo se defendió? —preguntó Lanau.
—Le dije que si me denunciaba, yo tendría que denunciar lo de su padre. Conseguí contener su furia al decirle eso.
—¿Qué es lo de su padre?
—Eso mismo me preguntó Jon. Y entonces se lo conté.
Hizo una pausa. Los dos policías aguardaron en silencio, conteniendo la ansiedad. Hermida carraspeó varias veces, como si tuviera que traer el relato desde muy lejos.
—Su padre, el insigne escritor Julio Senovilla, plagió la novela de una alumna. Fue hace muchos años, más de quince, diría yo. Él todavía daba clases, dirigía este departamento de Historia Medieval. Había publicado una novela que pasó sin pena ni gloria. Estaba atascado. Entonces éramos amigos y me contaba sus cosas. Yo estaba con él en este despacho cuando entró una alumna y le pidió que se leyera una novela que había escrito. Julio aceptó. Esa novela, debidamente esquilmada aquí y allá, se convirtió en Las alas del águila, el primer éxito de Julio Senovilla.
—¿La alumna denunció el plagio? —preguntó Bárbara.
—Sí, pero la editorial le pagó un dinero bajo cuerda y la cosa quedó en nada. Ni siquiera salió en prensa. Sin embargo, el prestigio de Senovilla en el departamento quedó un poco tocado.
—¿Él admitía que había plagiado la novela?
—Claro que no. Decía que como mucho se le podía haber colado algo inconscientemente. A raíz del escándalo yo leí el manuscrito de esa chica, y el plagio era evidente. Se formó un buen revuelo en la facultad.
—¿Esa es la razón por la que Senovilla dejó las clases? —preguntó Bárbara.
—No solo las clases. Interrumpió toda relación con la universidad. Julio no podía seguir dirigiendo el departamento ni un minuto más.
—Y usted le relevó —dijo Estévez.
—Así es.
—Estuvo rápido de reflejos, Hermida.
—No quiera ver intrigas donde no las hay. Yo era el mejor colocado. Punto.
—No me cabe duda. Continúe, por favor.
—Pero si ya se lo he contado todo. Esto mismo se lo conté a Jon la tarde del quince de mayo. Quería que comprendiera que todos somos humanos, que nadie es perfecto, que incluso su padre había cometido algún que otro pecadillo.
—Lo que usted quería era comprar su silencio. Si me denuncias, denuncio a tu padre. Un vil chantaje —dijo Estévez.
—Yo prefiero llamarlo un trato. ¿No es esa la palabra que también usan ustedes para sus chantajes?
Estévez sonrió deportivamente.
—¿Cómo se tomó Jon lo del plagio? —preguntó Lanau.
—No se lo creyó. Yo le mostré la ficha de la alumna. Se llamaba María Sánchez, de la promoción del noventa y nueve. Le dije que la llamara. Podía haber cambiado de teléfono, pero allí figuraban sus datos y podía rastrearla. Creo que esto le convenció de que yo decía la verdad.
—¿Aceptó el trato que usted le ofrecía?
—No llegamos a concretarlo.
—¿Por qué no?
—Porque sucedió algo raro. Se puso a respirar muy deprisa, como si estuviera sufriendo una crisis de ansiedad. Se levantó, se llevó la mano al pecho, tropezó con un par de muebles y se fue corriendo.
—¿Se fue corriendo en pleno brote de ansiedad?
—Así es. Acababa de entrar en el despacho y fue testigo del ataque de Jon. Incluso salió detrás de él ofreciéndole ayuda.
—¿Qué cree que le provocó ese ataque? —preguntó Bárbara.
—No lo sé. Pero saber que tu padre ha destrozado la vida de una persona no es algo agradable de oír.
—Y toda la rabia que sentía hacia usted por estar acosando a su novia…
—¿Acosando? —protestó el catedrático.
—Da igual, ponga la palabra que quiera —zanjó Bárbara—. ¿Toda esa rabia se esfumó?
—Ya le digo que se fue en pleno ataque de ansiedad.
—¿A qué hora salió de aquí?
—A las ocho.
—Tres horas después estaba muerto.
—En efecto —dijo Hermida—. Solo espero que su muerte no tenga nada que ver con lo que sucedió en este despacho.
—Eso le haría dormir mejor, ¿verdad? —dijo Estévez.
—No le quepa duda —contestó el catedrático—. Y recuerden, por favor, el pacto de silencio al que hemos llegado aquí.
—Ni lo sueñe —soltó Lanau mientras abría la puerta.