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En el coche, camino de Madrid, Sofía recordó el detalle importante que había captado en la escena del crimen: la adolescente en la ventana. Notó un principio de euforia al rescatar el dato perdido en su memoria, pero acto seguido se preguntó por qué le había parecido tan sospechoso ese espionaje de la niña. Había un muerto en el chalet de los vecinos y un cordón policial. Era comprensible la curiosidad. Aun así, por no desdeñar su propio instinto, aparcó el coche frente al chalet de la niña y llamó a la puerta. Abrió Adela con aire cansado y Sofía recordó enseguida las impresiones de Estévez sobre esa mujer. No tenía moretones en el rostro, pero su mirada decía que llevaba la vida a cuestas.

Sofía se presentó como la inspectora responsable de la investigación del crimen del vecino.

—Ya han estado aquí —dijo Adela sin abrir la puerta de par en par. Era como si quisiese preservar el salón de las miradas indiscretas.

—Me gustaría hablar con su hija, si no es inconveniente.

—Ya han hablado con ella.

—No me refiero a la novia de Jon. Me refiero a su otra hija.

Adela la miró sin entender. Entornó los ojos y Sofía pensó que estaba a punto de quedarse dormida.

—¿Para qué? —preguntó con desgana.

—La noche del crimen su hija estaba en casa. Y su ventana da justo al jardín de los vecinos. Me preguntaba si tal vez vio algo.

—No vio nada.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque hemos hablado del tema y me lo ha dicho. No vio nada.

—Solo le robaría dos minutos, señora. Si no es molestia.

—Váyase, por favor. No es buen momento.

Lo dijo al tiempo que cerraba la puerta lentamente. Sofía podría haber tenido tiempo de meter el pie para prolongar un poco la conversación, pero no lo hizo. La tristeza de la mujer, su abatimiento infinito, la disuadió de hacerlo. Además, tenía prisa por hablar con Senovilla de su coartada, que se había desvanecido. Llamó al timbre de su casa. Suni le informó de que Julio y Rosa habían ido al hospital para una revisión, pues a ella se le habían infectado los puntos. Sofía dejó el recado de que necesitaba hablar con el escritor urgentemente. Ya en el coche, cogió el teléfono y llamó a Laura para contarle las novedades. Laura no entendía nada.

—Un poco burdo, ¿no? ¿Se inventa una coartada y su amigo le deja con el culo al aire?

—Supongo que pensaba que Crory le iba a tapar. Pero es que no sabes cómo es el tipo. Un personaje medieval, de los que no conciben la mentira.

—Decir siempre la verdad no es medieval —repuso Laura—. Yo lo hago. Pero claro, eso tú no puedes entenderlo.

—Laura, te llamo para contarte las novedades, no para discutir contigo.

—Yo también te traigo novedades —dijo Laura, enterrando la discusión—. Ya tenemos el rastreo del correo electrónico de Jon de las últimas semanas. Bastante anodino, si te digo la verdad. ¿Sabes quién es la persona con la que más se escribía?

—Sorpréndeme.

—Su madre. Parece ser que le estaba ayudando con su tesis.

—Yo creía que con su madre no tenía relación.

—Pues está claro que seguían en contacto. Por cierto, he hablado con ella. Llega mañana a Madrid. Viene al entierro de Jon.

—¿Te ha dicho algo interesante?

—No, nada. Pero hemos quedado para hablar cuando llegue.

—Buen trabajo, Laura.

—También he averiguado a qué corresponde el número que tenía anotado Jon en un post-it.

—¿De qué es?

—Una librería. He ido a visitarla. Jon había encargado un libro para su tesis.

—No nos sirve de nada, entonces.

—No. Buceando en el correo de este chico te das cuenta de lo absorbente que es hacer el doctorado. Estaba en plena investigación, vivía para su tesis. Casi todos los correos tienen que ver con una duda, una petición de libros, una idea nueva que le manda al director de su tesis… En fin, un coñazo.

—¿Nada de chicas, de drogas, de robos de recetarios?

—En el correo no. A ver en su móvil. Moura está peinando su número, pero todavía no tenemos el listado.

Después de hablar con Laura, Sofía telefoneó a Estévez, que también le dio el parte de novedades.

—Hemos encontrado una armería en Toledo que vende cuchillos exactamente iguales que el arma del crimen. Bárbara ha ido para allá.

—¿A Toledo? Pues me podría haber cruzado con ella.

—He hablado con el forense —siguió Estévez—. Ya tiene las necrorreseñas de Jon y las radiografías. Nada demasiado relevante que añadir a lo que ya sabemos. Me promete que mañana tendremos el informe definitivo.

—¿Y el análisis de tóxicos?

—Todavía no están los resultados. Pero eso es cosa del laboratorio. Él ya ha terminado, así que la familia puede disponer del cuerpo.

—Buena noticia. ¿Algo más?

—Sí. He hablado con la Científica. Han aislado cinco huellas distintas en el mango del cuchillo. Ninguna coincide con nuestro registro.

—O sea, que no buscamos a un delincuente habitual.

—Buscamos a alguien que no está fichado. Ahora estaban cotejando las huellas con las necrorreseñas de Jon. Ah, y están sacando el ADN del pelo que encontramos en el cadáver —apuntó Estévez.

—¿Todavía no lo tienen?

—Todavía no. Pero han descubierto algo que puede ser interesante. ¿Recuerdas el bolsillo del vaquero de Jon? Tenía el dobladillo por fuera, como si alguien hubiera hurgado en él.

—Podría ser el propio Jon. A mí se me queda el dobladillo fuera muchas veces cuando saco las llaves del coche.

—Sí, pero han encontrado algo dentro del bolsillo. Un trocito de una uña.

—¿En serio?

—Puede que sea de Jon, pero le he preguntado al forense si el cadáver tenía alguna uña partida, y adivina lo que me ha dicho.

—Dispara.

—Jon se mordía las uñas compulsivamente. Casi no tenía, es imposible que esa fuera suya.

—¿Es una uña de hombre o de mujer?

—No lo saben todavía. Es un trozo muy pequeño. Están sacando el ADN.

—Perfecto. ¿Has hablado con el director de la tesis de Jon?

—Llevo todo el día detrás de él, pero todavía no lo he localizado. Me han dicho que está dando un seminario y que sale a las seis.

—Pues habla con él y me cuentas en la reunión. Ese hombre es de los últimos que vieron con vida a Jon.

—De acuerdo. Y tómate un caramelo para la garganta, te sale la voz un poco rara.

—Vete a la mierda, Estévez.

Una risita de mofa fue lo último que escuchó Sofía antes de colgar. Se enfrentaba ahora a la llamada más difícil. Llevaba un día de locos, un día que podría concluir con la detención de Julio Senovilla. Pero antes tenía que hablar con el juez Fraguas de los avances en la investigación. Y también debía consultar con el comisario Arnedo un paso tan decisivo y tan mediático como era la detención de un escritor célebre. No se veía capaz de quedar con Natalia y con Dani. Llamó a Natalia, pero no le cogió el teléfono, así que dejó un mensaje: «Hola, Nata. No puedo quedar esta noche. Lo siento. A ver si podéis mañana». Al cabo de unos segundos, sonó el móvil de Sofía y leyó en la pantalla el nombre de su ex.

—¿Sí? —respondió a la llamada.

—Cobarde —le espetó ella, sin saludos previos.

—No puedo quedar, Nata. De verdad.

—Eres una cobarde. No te atreves a enfrentarte a tu hijo.

—No es eso. Es que hoy se me ha complicado todo muchísimo. Me viene fatal.

—Cuanto más tiempo pase, más difícil te va a resultar. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Podéis quedar mañana?

—Yo puedo quedar todos los días. Mi prioridad ahora mismo es esto. Ver cómo recibe Dani la noticia de que su padre tiene tetas y habla con voz de marica.

—Gracias por decirlo de una manera tan suave.

—En serio, cariño. No puedes estar retrasando el momento todo el rato.

—Mañana sin falta. Os invito a comer. Reserva en algún sitio, nos tomamos algo y se lo suelto. ¿Vale?

—Si no vamos a quedar hoy, llama a tu hijo. Pero no te olvides de poner voz de hombre por teléfono. Suenas muy rara.

La segunda referencia a su voz en cinco minutos. Decididamente, tenía que cambiar de foniatra. O a lo mejor no era culpa del foniatra, la voz es lo más difícil, se lo habían advertido en la asociación. Cuando terminara este caso se pasaría varias horas al día practicando distintas voces, las grabaría en el móvil y después se las pondría para elegir una. Pero ahora necesitaba concentrarse en la investigación, que se estaba precipitando hacia su desenlace. Así lo sentía mientras entraba en Madrid y se dirigía al hospital, donde esperaba abordar a Julio Senovilla.

Antes de salir del coche, llamó a su hijo Dani, pero le salió el buzón de voz y prefirió no dejar un mensaje a tener que rescatar su viejo vozarrón masculino.

No le resultó difícil encontrar a la recepcionista que había atendido la llamada de Senovilla el miércoles. Era una chica joven, tímida, que parecía encantada de haber hablado unos segundos con un hombre tan famoso como el escritor. Por eso recordaba muy bien la hora de la llamada, las nueve y cinco de la noche. La transfirió al control de enfermería de planta, donde estaba ingresada la paciente. En ese puesto de control Sofía se topó con dificultades inesperadas. La enfermera jefa, una mujer en la cincuentena con pinta de haber echado raíces en su profesión, no se dejó impresionar por el hecho de que Sofía fuera inspectora de Homicidios y pidió ver la identificación. La estudió durante unos segundos y después se la devolvió.

—Aquí pone Carlos Luna.

Era cierto. Una de las desventajas de haber orquestado el cambio de sexo en secreto era que todavía no le habían actualizado el nombre en la placa.

—Soy yo. Soy la misma persona. Inspectora Luna.

—Esta placa es de un tal Carlos Luna.

Sofía se impacientó.

—¿No ve que soy la misma persona? —sacó el DNI y se lo tendió con un gesto de fastidio.

La enfermera jefa lo miró y se encogió de hombros.

—Aquí pone Sofía Luna. Y aquí Carlos. Lo siento, pero necesito que se identifique bien antes de darle información confidencial.

—No le estoy preguntando por el cuadro médico de la paciente. Solo quiero saber si Julio Senovilla se presentó en el hospital la noche del miércoles para ver a su novia.

La enfermera jefa se quedó pensativa.

—¿Vio a Julio Senovilla esa noche? Dígame sí o no.

—¿Se ha cambiado de sexo?

Sofía cogió el DNI de un zarpazo y lo guardó en su cartera. La irritación, que tantas veces aparecía desde que inició el tratamiento hormonal, estaba empezando a adueñarse de ella. La enfermera jefa debió de advertir el peligro, porque de pronto decidió desbloquear la situación.

—Yo no lo vi —dijo con voz queda—. Pero es verdad que llamó.

—¿Usted le dijo que le iban a dar el alta a su novia?

—¿Quién es su novia?

—Rosa Soriano.

—Sí. Se lo dije. Pero luego no le vi. De todas formas, esa noche tuvimos mucho lío con un par de pacientes que estaban muy agitados. Así que puede que viniese y nadie le viera.

—¿No hay nadie en este puesto permanentemente?

—Pues no. Esto es un hospital, no una cárcel.

Sofía la miró con severidad.

—¿Están ahora con el médico?

—¿Y yo qué sé?

—Venían a una revisión.

—Entonces estarán en consulta. En la menos uno.

—Gracias —bufó Sofía según se marchaba camino de los ascensores.

Dentro del ascensor, se dio cuenta de que no sabía cómo se llamaba el médico de Rosa. Debería habérselo preguntado a la enfermera jefa, pero no se le había ocurrido. Estaba lenta. Embotada por las pastillas. Irascible y somnolienta, sobre todo a esas horas de la tarde. A Laura ese detalle no se le habría pasado. Sintió una pereza invencible de volver a la planta cero para enfrentarse de nuevo con esa mujer. Resolvió intentar averiguar el nombre del médico en recepción hablando con la chica tímida, mucho más colaboradora. Cuando llegó al mostrador, la joven estaba hablando por teléfono. Sofía aguardó su oportunidad. De pronto, vio que Rosa salía del hospital. Iba sola.

—¡Rosa! —gritó acercándose a ella.

Ella se volvió y su expresión se ensombreció al ver a Sofía. Pero venía del médico, quizá había recibido malas noticias y su reacción era normal: un poco de miedo mezclado con un poco de fatiga.

—He venido para hablar con Julio. ¿No estaba contigo?

—Se ha ido. Me ha llamado Suni al móvil, me ha dicho que querían hablar con él. Y se ha ido a verlos.

—¿Cuándo?

—Ahora. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué quieren hablar con él otra vez?

Rosa estaba asustada, pero no por su revisión médica. Estaba asustada por la suerte de su novio. Sofía trató de contener la ansiedad por correr hasta la Brigada.

—Rosa, ¿el miércoles vino a verte Julio al hospital?

—¿Otra vez? Ya les he dicho que no, estaba en un castillo.

—El miércoles por la noche se ausentó dos horas.

—¿Qué?

—Para venir a verte. Quería estar contigo cuando te dieran el alta.

—No me lo creo. Él no es así. Y sabe que a mí no me molesta que no venga.

—Llamó al hospital el miércoles. Le dijeron que te ibas a casa al día siguiente y quiso venir para estar contigo. Por lo menos eso le dijo a su amigo el del castillo.

—¿Y si ese amigo se lo inventa todo? Porque aquí no vino.

—¿Por qué se lo iba a inventar? Todo esto es muy raro. Julio se fue del castillo dos horas, justo en ese lapso de tiempo mataron a Jon. Piénsalo bien, porque esto es muy importante. ¿Dónde pudo haber ido en esas dos horas?

Rosa hizo entonces algo un tanto extraño. Rebuscó en su bolso hasta encontrar un paquete de pañuelos y sacó uno. Lo desplegó y se lo quedó en la mano. Cerró el bolso y miró a Sofía con una sonrisa emocionada antes de hablar.

—Tiene alzhéimer.

Sofía la miró en silencio.

—Él no lo reconoce, pero tiene alzhéimer. Así que esas dos horas pudo haber estado en cualquier parte.

—¿Desde cuándo tiene alzhéimer?

—Los primeros despistes empezaron hace más de un año. Perdía sus gafas, perdía las llaves, el móvil, repetía frases que acababa de decir… Pero hace unos meses… —no pudo continuar. Se llevó el pañuelo a uno de los ojos y aplastó una lágrima que ya brillaba—. Hace unos meses todo cambió.

—¿En qué cambió?

—Fue en Navidades. Yo me había quedado en casa montando el árbol, hasta que me llamaron de un centro comercial. Julio estaba comprando regalos y de pronto se le fue la cabeza. No sabía dónde se encontraba. Una dependienta le quiso ayudar, y él dijo mi número de teléfono de memoria, lo repitió varias veces, como un loro. Y me llamaron. Fui a buscarle y estaba fuera de sí. Tuvo un ataque de nervios… No sabía quién era yo. Me decía que adónde le llevaba. Fue horrible. No sabe lo que fue aquello.

De nuevo se pasó el pañuelo por los ojos, aunque esta vez era un gesto mecánico, pues no había más lágrimas asomando.

—Le di un calmante en casa, lo metí en la cama y al día siguiente, milagro: era el hombre de siempre.

—¿Recordaba lo del día anterior?

—Evitaba el tema. Yo creo que sí se acordaba, pero hacía como si no. Estaba como siempre, lúcido, ocurrente, cariñoso, comilón… Casi parecía que todo lo había soñado yo. Y así pasó las siguientes semanas, hasta que llegaron nuevos despistes…

—¿Le ha visto un médico?

—No quiere ni oír hablar de ese asunto. No quiere. Quiere escribir su novela, precisamente habla de la memoria, del pasado… Y ese amigo suyo, el de los castillos, no sé. Está obsesionado con él.

—Esta mañana, cuando vino a la Brigada, me pareció que andaba un poco desorientado. Y al final de la conversación con él creo que tuvo un episodio como el que me acabas de contar.

—¿No sabía dónde estaba?

—Se dirigía a su hijo Pablo, como si lo acompañase en la habitación. Fue muy desconcertante.

—Lo peor es que está en la fase de no aceptar lo que le pasa.

Sonó el móvil de Sofía. Hizo un gesto de disculpa a Rosa, se alejó un poco y contestó.

—¿Ha llegado? Voy para allá —colgó—. Ya está en la Brigada.

Rosa asintió.

—Trátenle con delicadeza, solo le pido eso. Y que me lo dejen en casa sano y salvo.

Sofía se lo concedió con un gesto ambiguo. No estaba en condiciones de prometer nada, porque a lo mejor Julio Senovilla pasaba la noche en el calabozo.