Capítulo 3

Sábado, 9 de julio de 1949

Manuel había decidido no acudir al cementerio, como tampoco iba a hacerlo Margarita, a quien, nueve meses después, el recuerdo del pequeño Alfonso todavía le resultaba demasiado doloroso. Su esposa se había negado a asistir al entierro del muchacho y en el tiempo transcurrido jamás había mostrado ningún deseo de visitar su sepultura. Decía que prefería recordarlo tal como había sido, un muchacho inteligente, extrovertido y enormemente cariñoso, sobre todo con ella, que lo había colmado de atenciones durante sus doce años de vida. Las razones de Manuel, sin embargo, habían tenido que ver más con el deseo de no verse obligado a responder preguntas inoportunas. Aquel sábado no madrugó, de modo que oyó entre las sábanas las nueve campanadas en la cercana Casa del Reloj. Reconoció al instante el nudo que en el último año le atenazaba el estómago tras cada despertar. El sol de la mañana se filtraba por las persianas de madera y proyectaba un mosaico de sombras y luces en la pared opuesta del amplio dormitorio. Agitó la sábana para contemplar la trayectoria de las motas de polvo iluminadas por los rayos de luz y se alegró de no tener que abrir las puertas de su consulta.

Nunca había tenido vocación, y solo había accedido a iniciar los estudios de Medicina para no contrariar a su padre y a su abuelo, médicos ambos. Sin embargo, una vez en Zaragoza, no había tardado en verse seducido por el ambiente estudiantil de la ciudad, que en los primeros años veinte lo tenía todo para deslumbrar a un joven como él, bien parecido, con sobrados medios económicos y dispuesto a aprovechar aquella oportunidad lejos de la disciplina familiar y del ambiente opresivo de Puente Real. El exceso de diversión y las muchachas de la capital impidieron que llegara a ser un estudiante brillante, pero los veranos que pasó junto a su padre en la consulta le proporcionaron la práctica y las tablas suficientes para desempeñar el oficio con eficacia.

El último de aquellos veranos, la familia anunció su compromiso con Margarita, la única hija de los Esparza, terratenientes de abolengo, cuyo patriarca llegaría a ocupar un lugar destacado en las listas del Bloque de Derechas a partir de las elecciones de abril del 31, que obligaron a partir al rey Alfonso y trajeron la República. Margarita era por entonces una muchacha preciosa, cuatro años menor que él. Sobre la mesa de su consulta conservaba aún una fotografía en la que su rostro aparecía enmarcado por una melena corta y suavemente ondulada al estilo de la época. Llevaba un vestido claro y vaporoso cuyo color había olvidado y un largo collar de perlas de dos vueltas que sujetaba con la mano en que apoyaba la barbilla con gesto seductor.

Fueron tiempos felices para ambos. Tras la boda y el viaje de novios a París, Manuel se dedicó de lleno a su trabajo en el remozado consultorio familiar, la nueva Clínica Vega, en la que su padre le fue cediendo el protagonismo de forma gradual. Sin embargo, pronto surgieron los nubarrones que habrían de oscurecer el horizonte de su matrimonio. Margarita no habló de ello sino transcurrido un año desde la boda, aunque llevara ya tiempo mostrándose reservada y taciturna. Fue una noche de primavera, cuando llegaron a casa tras la cena con un matrimonio de amigos, en la que la joven esposa había aprovechado la ocasión para anunciarles su próxima maternidad. Los dos brindaron con ellos por el feliz acontecimiento, pero regresaron a casa en silencio, y la zozobra desbordó a Margarita en cuanto se acostaron. Manuel sintió los sollozos silenciosos en la penumbra, acercó las yemas de los dedos a su rostro y aquello la hizo estallar. Lloró desconsoladamente mientras se abrazaban con fuerza, sin hablar. Pasada la crisis de llanto, la mano de Manuel se deslizó hacia las aberturas del camisón, e hicieron el amor de forma pausada, intensa, conjurando en el acto a los demonios que amenazaban su felicidad.

Por eso no creía ya en conjuros. Aquella noche decidieron intentarlo con más ahínco, lo que para Manuel se convirtió en una de las pocas satisfacciones de los meses que siguieron. Hacían el amor en cualquier ocasión, al amanecer o tras el almuerzo, al acostarse por la noche o en mitad de la madrugada. Pero todo fue inútil. Dos años después de la boda un pequeño drama se desataba un mes tras otro en casa de los Vega, cada vez que Margarita comenzaba a manchar. Emprendieron entonces la peregrinación por las consultas de colegas de Manuel, los ginecólogos y urólogos más prestigiosos, quienes solo acertaron a descartar que el problema tuviera que ver con él.

Pasaron años en los que Margarita se aferraba a cada nueva propuesta de tratamiento, a cada consejo, por descabellado que resultara. Las imágenes de santa Ana, de la Virgen del Pilar, de la Virgen de Lourdes y de otras tantas que Manuel nunca acertó a distinguir, pasaban por la casa y presidían durante semanas el pequeño altar que había en el descansillo de la escalinata central de la vivienda. Las estampitas con oraciones a san Gerardo, patrón de las embarazadas, al arcángel Gabriel y a san Ramón Nonato asomaban entre las devotas lecturas de Margarita, y cuando resultó evidente que nada de aquello daba resultado, comenzaron las infusiones, los extraños rituales y los viajes a San Sebastián para tomar las olas en el vientre, nueve seguidas, en la playa de la Concha.

Con el paso de los años, el carácter de Margarita cambió, se acentuó su tendencia al aislamiento, y dejó de ser la muchacha alegre y despreocupada que Manuel había conocido. Cuando llegó la República y con ella la relajación de las costumbres, no soportaba ver en la calle las barrigas que exhibían las esposas o compañeras de simples jornaleros, algunos de ellos al servicio de su propia familia. Su rostro se tornaba lívido cuando se acercaba un carrito de bebé, hasta el punto de que llegó a evitar las salidas en las horas que los puentesinos dedicaban al paseo. Entonces comenzó el deterioro de su salud. La falta de apetito, la astenia y la tendencia a la melancolía aparecieron de forma sucesiva y casi imperceptible, y mientras en la ciudad proliferaban los disturbios y las huelgas protagonizadas por los obreros de la Azucarera, y los Jesuitas eran desalojados del colegio que dirigían, ella tomaba las aguas en el cercano balneario de Fitero o releía las obras de Gustavo Adolfo Bécquer en la misma hospedería de Veruela donde se habían escrito.

Él, por su parte, se había refugiado en el trabajo, en los libros de su magnífica biblioteca, en la música y en las partidas con los amigos. Sabía que se murmuraba sobre él, que le achacaban cierta debilidad por no poner coto a aquella deriva en que había entrado Margarita, pero lo último que deseaba era enfrentarse a su esposa, pues en el fondo la comprendía.

Entonces llegó Carmencita. Era huérfana de padre y, a pesar de su juventud, ya había pasado lo suyo. Desde el bendito día en que entró a servir en aquella casa, todo pareció cambiar. Una vez que acababa sus tareas en la cocina, tras el almuerzo, solía ocupar el tiempo en la luminosa sala de costura con vistas al río de la primera planta. Margarita empezó a frecuentar su compañía en aquellas horas de asueto y se interesó por las labores que Carmencita, como una hormiga, completaba sin descanso, una tras otra. Los comentarios desenfadados de la muchacha parecían divertirla, y por vez primera en años Manuel escuchó desde la biblioteca contigua la olvidada risa de su mujer. Cuando compraron un nuevo y costoso aparato de radio, ella se empeñó en colocarlo en aquel preciso lugar y, a partir de entonces, las lejanas voces de los locutores de Unión Radio se sumaron a los sonidos que recibían a Manuel a su vuelta, después de la partida vespertina en el Nuevo Casino.

Nunca supo si había sido cosa de Carmencita, de la radio o del simple convencimiento por parte de Margarita de que, bien superada la treintena, el tiempo de ser madre había pasado, pero una tarde de otoño, cuando Manuel regresó a casa, lo tomó de la mano y le comunicó su deseo de iniciar los trámites para una adopción. Recordaba bien la fecha, por la sorpresa que le produjo una decisión que ella misma había rechazado durante tantos años y porque la fuerza pública cargó con violencia contra los manifestantes en la cercana plaza de los Fueros, el único día en que la Revolución de Octubre se hizo sentir en Puente Real.

Sin embargo, una nueva desilusión aguardaba a Margarita, porque la inestabilidad social y política del país tenía prácticamente paralizada la administración con respecto a cualquier asunto que no resultara de importancia vital. Fueron, de nuevo, años de zozobra e incertidumbre, aunque sus gestiones acabaron dando resultado. Un día de noviembre, trece años atrás, Margarita observó embelesada el cuerpecito diminuto de su pequeño Alfonso, que chupaba con fruición del pecho de su ama de cría.

La llegada del bebé convirtió en dicha lo que había sido desconsuelo e hizo que su esposa pasara de puntillas por el drama que se desarrollaba a su alrededor, con el país desangrándose en una cruenta guerra civil. Lejos de enfriarse, la devoción de Margarita se convirtió en fervor, convencida de que la intercesión de santa Ana había sido decisiva para la materialización de aquel milagro. El altar del descansillo, ocupado ya en exclusiva por su imagen, dio luz a la escalera con sus cirios encarnados durante toda la contienda. Un año después, su casa se llenó de puentesinos cuando el deán se llegó hasta ella, accediendo a los repetidos ruegos de la esposa del médico para que consagrara la pequeña capilla. Desde entonces cada vez que Margarita subía o bajaba, se detenía en el descansillo, recitaba una oración más o menos breve y se persignaba con el agua bendita que contenía el cuenco de alabastro colocado junto a la imagen. Por si aquello no fuera suficiente, en cada aniversario de la llegada del pequeño Alfonso, el vasto vestíbulo de la residencia se convertía en el escenario de una misa celebrada por el propio deán o por alguno de los canónigos de la catedral.

Lo cierto es que, al acabar la guerra, Margarita parecía haber recobrado las ganas de vivir, y su deseo colmado la había transformado de nuevo en una mujer distinta, extraordinariamente parecida a la exultante joven que lo había acompañado al altar. Amuebló con esmero el dormitorio del pequeño, en la misma planta que el suyo, puerta con puerta. Con la intención de darle buen uso, hizo renovar la decoración del salón de la planta baja y, poco a poco, fue recuperando la relación con su viejo círculo de amistades, que no dudaron en responder a su llamada.

Carmencita, para entonces, ya era parte de la familia. Aya, doncella, enfermera, cocinera incluso, pero sobre todo compañera de confidencias de Margarita, se había hecho un hueco en la casa que, ambos estaban seguros, nadie más podría ocupar. También la muchacha parecía sentirse agradecida, sobre todo después de perder a su hermano menor en la guerra. Manuel se encargó entonces de que la madre tuviera todas las necesidades cubiertas y así fue hasta su muerte, pocos años después.

Mientras tanto Alfonso crecía deprisa. Los años de la posguerra fueron duros para todos, años de escasez y miseria, pero su existencia parecía haber dado un vuelco: la desolación, el abatimiento y la tristeza que se respiraban en las calles de Puente Real terminaban al atravesar el sólido portón de la vivienda situada en el número 9 de la calle Muro. La sala de costura de la casa, con su amplio ventanal, su excelente aparato de radio y su servicio de té sobre la mesita del rincón, se convirtió en el lugar de reunión preferido para las recuperadas amigas de Margarita. Desde allí, con el bastidor y la aguja entre las manos, esta observaba el deambular de Puente Real por el paseo, y poco a poco se puso al corriente de todos los pormenores de la vida de sus vecinos, por los que no hubiera movido un solo dedo unos años atrás.

También Manuel recuperó sus viejos hábitos. Regresó a la partida del Nuevo Casino, en parte porque después de la guerra solo allí se disfrutaba del privilegio de saborear auténtico café, y no el caldo de achicoria al que habían tenido que acostumbrarse. Allí recuperó el contacto con la política local, con las nuevas oportunidades de negocios que ofrecía la reconstrucción del país, y allí fue donde le ofrecieron ampliar su actividad profesional colaborando, siquiera por las mañanas, con el hospital de la ciudad. Quizá no habría aceptado de haber sabido que aquel encargo incluía las tareas del forense, un puesto que llevaba tiempo vacante, pero se impuso la necesidad de colaborar con aquella ciudad que era la suya y que acababa de pasar por las peores horas de su historia reciente.

Casi al mismo tiempo, Alfonso había ingresado en el colegio de los Jesuitas. Si cerraba los ojos, aún podía ver al muchacho, corpulento para su edad, a las puertas del imponente edificio, agitando la mano para despedirse, sin la menor muestra de inquietud. En los años siguientes resultó ser un estudiante excelente, además de un destacado deportista, algo que los religiosos potenciaban de manera decidida. Nueve años después del fin de la guerra, todo parecía haber regresado a su cauce en la familia Vega. Habían rehabilitado una extensa propiedad de la familia de los Esparza como casa de campo y la habían dejado en manos de un matrimonio que residía en una pequeña casita en el extremo del recinto. Las cuadras alojaban tres hermosas yeguas, que tanto Margarita como el muchacho, con algunos de sus amigos, montaban con frecuencia.

Sin embargo, ninguno de los dos estaba preparado para el golpe que el destino todavía les tenía reservado. El sabor de la hiel regresaba a la boca de Manuel al recordar el momento en que recibieron la noticia del terrible accidente, la sensación de estupor y de incredulidad, la certeza de que la muerte, con aquel cruel golpe de guadaña, cercenaba no solo la vida de su hijo, sino cualquier posibilidad de felicidad en lo que les quedara de vida.

Habían pasado nueve meses desde entonces y, en efecto, nada había sido ya igual. Ahogado en su propio sufrimiento, se había sentido incapaz de seguir atendiendo en su consulta los banales problemas de los demás. Margarita se limitó a asentir, indiferente, cuando le comunicó la decisión de cerrar la clínica. La ausencia de un hijo en cuyo futuro hubieran de pensar hacía que las rentas de las fincas de su esposa bastaran para cubrir de forma holgada sus necesidades. De manera temporal, había abandonado también su puesto en el hospital de Nuestra Señora de Gracia, aunque había regresado allí unos meses antes, tras comprender que realizar cierta actividad le resultaría provechoso. Margarita se encerró en su sufrimiento, y los fantasmas del pasado regresaron con furia renovada. De luto riguroso, solo veía la luz del sol en el obligado trayecto hasta la catedral, pues de nuevo había hecho de la fe su refugio. Asistía cada día, después de la habitual noche de insomnio, a misa de nueve, y regresaba por la tarde para el rezo del rosario. Las persianas de la casa habían permanecido bajadas durante la mayor parte de aquel tiempo, excepto en las ocasiones en que Carmencita las levantaba para airearla, siempre en ausencia de la señora. Y la radio de la sala de costura había vuelto a enmudecer.

Las dos campanadas del reloj de la plaza le indicaron que llevaba ya media hora sumido en sus recuerdos. Manuel decidió poner fin a tanta cavilación y apartó las sábanas para iniciar su rutina: se aseó con calma, regresó al dormitorio para vestirse y bajó a la cocina, donde Carmencita ya se afanaba en trocear unas judías verdes para el almuerzo.

—Buenos días, don Manuel —saludó con su alegría habitual—. ¿Ha descansado bien?

—Muy bien, gracias —mintió—. ¿La señora ha salido a misa de nueve?

—Sí, don Manuel. Ha dejado dicho que quizá se entretenga después, que están preparando la novena a santa Ana.

—Salgo a por la prensa, vuelvo enseguida. Tomaré un café con leche y una tostada.

—Muy bien, don Manuel. Lo tendrá listo para cuando vuelva —respondió la muchacha mientras se secaba las manos en el delantal.

Cuando Manuel abrió la puerta la luz intensa del exterior lo obligó, como siempre, a sacar el pañuelo para enjugarse las lágrimas. A pesar del calor, que no había cedido durante la noche, regresó para coger su sombrero de ala ancha, cruzó la calle mientras se lo ajustaba y se asomó al pretil del río. Abajo, una rata corrió a esconderse entre la maleza que poblaba la orilla, lo que hizo que arrugara la nariz con gesto de desagrado. Echó a andar sin prisa en dirección a la plaza de los Fueros y, como cada día, en el breve trayecto lo saludaron varios antiguos pacientes. A todos correspondió con cortesía, siguiendo su vieja costumbre de incluir en el saludo sus nombres de pila. Sabía que lo apreciaban, y aquel era el mejor de los frutos que había obtenido en veinticinco años de ejercicio. Penetró en la plaza por la esquina del bar Aragón, repleto de parroquianos que comentaban los últimos acontecimientos en la ciudad, esperando la hora del entierro. Rodeó el quiosco por la izquierda para evitar la concurrida terraza del Sport y se dirigió a la librería Royo.

—¡Buenos días, don Manuel! —saludó el librero.

—Demasiado buenos para mi gusto, Damián —respondió, tocándose el ala del sombrero.

—Unas gafas oscuras harían bien a esos ojos. Como las que llevan esos artistas americanos del Nodo —observó mientras le entregaba los ejemplares del ABC y el Diario de Navarra bien doblados.

—A ver qué tenemos hoy. —Desplegó el periódico al tiempo que dejaba caer un duro en el mostrador.

—La ola de calor y las fiestas de Pamplona. Parece que ha caído alguna tormenta en la capital y los toros del encierro resbalaban —adelantó el librero—. Y la Vuelta a Francia, y el Generalísimo, que ha recibido en El Pardo a la Diputación de Navarra.

—Ya veo. Bueno, a ver si en Madrid nos resuelven de una vez el problema de la vivienda.

—¿Usted cree? Por lo que dice ahí, solo han ido para entregarle una medalla. Dos años hace que nombraron al caudillo hijo adoptivo de la ciudad y ni casas protegidas, ni cuartel nuevo de la Guardia Civil. ¡Dios del cielo! Pero ¿es que no ven cómo vive la gente todavía, hacinados en las cuevas allá arriba?

—Todo se andará, Damián, que hay mucho por hacer —respondió mientras guardaba en el monedero las cuatro pesetas de las vueltas.

Desplegó la portada del ABC, ocupada en su totalidad por una enorme fotografía en la que aparecían varios jóvenes tomando el sol en las ruinas de los bombardeos alemanes, junto a la catedral de San Pablo en Londres. «Sol en las ruinas de la guerra», era el único titular. El librero lo miraba por encima de las gafas, hizo ademán de hablar, se detuvo y por fin se decidió a hacer la pregunta que parecía arderle en la lengua.

—Don Manuel, si no es indiscreción, y por la confianza que nos tenemos… ¿es cierto eso que se comenta de la víbora?

El médico esbozó una sonrisa.

—El secreto de mi oficio me obliga, Damián. No puedo decir nada.

—Mucho es que no salga nada en el periódico.

—En eso le alabo el gusto al alcalde, si es que es cosa suya que esto no haya trascendido fuera de aquí.

—¡Más periódicos hubiera vendido yo si saliera! ¡Que en los tiempos que corren cada uno tiene que mirar por lo suyo!

—Aquí te viene negocio; llega Benito a por los periódicos del Casino.

—Sí, a ese ya me lo conozco yo. —Salió del mostrador ajustándose los manguitos—. A por los periódicos y a por noticias frescas, viene, para mantener contenta a la parroquia. Pues con tanto secreto… igual que viene se va a ir.

El librero acompañó a Manuel hasta la puerta y la mantuvo abierta mientras este salía.

—Irá usted al entierro… —supuso.

—Pues lo dudo, Damián.

—No quiere responder preguntas…

—No quiero responder preguntas.

—Mensaje recibido —bromeó entonces, imitando un saludo militar.

—Hasta mañana, Damián. —El médico rio.

Después de aquella noche calurosa, que a muchos había impedido conciliar el sueño, a nadie extrañó que poco antes del mediodía, la hora señalada para el funeral, el calor pegajoso hiciera alzarse nubes blancas y algodonosas por la zona del Moncayo. A pesar de las circunstancias, habían decidido que el cadáver se velase en una de las aulas vacías de las escuelas de Castel Ruiz, las mismas que Engracia había dirigido durante trece años. Por eso pareció lo más natural que el funeral se celebrara en la cercana parroquia de San Jorge, y no en la catedral. La organización del entierro corría a cargo de una empresa de pompas fúnebres que había abierto sus puertas recientemente en la ciudad y, puesto que los familiares no daban señales de vida, el Ayuntamiento había acordado la tarde anterior correr con los gastos del sepelio, así como asistir en comitiva para acompañar en su último trance el cuerpo de la que fuera una de las maestras más insignes del municipio. Ese precisamente había sido uno de los primeros temas de conversación entre los puentesinos. A nadie se le escapaba que solo la mano del teniente de alcalde podía estar detrás de una decisión tan inusual. Incluso hubo quien aseguró que había sido el propio don Herminio quien había corrido con los gastos del entierro de su querida.

Muchos fueron los corrillos que, como aquel, se formaron en la plaza del Mercadal, que se abría ante la fachada compartida por la escuela de Castel Ruiz y la propia parroquia de San Jorge. Hacía mucho tiempo que ningún acontecimiento social despertaba tal expectación; ni siquiera el gentío que había acudido un año antes a contemplar el enlace entre la hija de don Santiago, el alcalde, y el heredero de una de las mayores fortunas de la ciudad, habría conseguido llenar una plaza como aquella. Esa mañana, a las once ya no quedaban bancos libres en la iglesia, a excepción de los reservados para la corporación municipal. Tanto el coro como las capillas laterales se llenaron poco después, y cinco minutos antes de las doce, resultaba complicado dar un paso en toda la plaza. El murmullo de las conversaciones se alzaba por encima de las cabezas, ocultando el tañido a difuntos que sonaba a lo lejos, en las campanas de la catedral. No obstante, hubo quien reparó en el singular sonido del toque de aquella mañana, y el enigma no se resolvió hasta que un monaguillo proporcionó una explicación. Era el toque que el campanero había rescatado para anunciar a la población el fallecimiento de una mujer, diferente al habitual, que a partir de aquel día se reservaba para los hombres.

El vocerío aumentó cuando el flamante furgón de la nueva empresa de pompas fúnebres dobló la esquina, procedente de la calle Herrerías. La multitud a duras penas dejaba paso, hombres y mujeres se ponían de puntillas y estiraban el cuello para tratar de ver a la corporación, y en especial a uno de sus integrantes. Los munícipes rebasaron al automóvil una vez que este se detuvo, ascendieron los escalones de la iglesia en dos filas y se perdieron en el interior, en dirección al magnífico retablo barroco que ocupaba el ábside, donde los recibió don Hipólito, a la sazón párroco de San Jorge. Fueron los propios empleados de la funeraria quienes abrieron el portón trasero para extraer el ataúd, lo cargaron con soltura sobre los hombros e hicieron su entrada al tiempo que en la torre alguien tocaba la tercera llamada a los fieles, perfectamente prescindible aquella mañana.

Durante la ceremonia, las más de mil personas que abarrotaban la plaza tuvieron tiempo de comentar las extrañas circunstancias que habían rodeado aquel suceso. El primer tema de conversación había sido sin duda doña Josefina. ¿Alguien la había visto entrar en la iglesia? ¿Cómo podía don Herminio desfilar tan fresco tras el ataúd, cuando dos días antes, al atardecer, le habían visto entrar a hurtadillas en la casa de la difunta? Los calificativos se pronunciaban a media voz, pero nadie se privaba de opinar sobre el asunto. Luego, andarían ya por la homilía, fue la aparición del cadáver lo que centró los comentarios. Tenía la ropa interior desgarrada, los pechos al aire y arañazos por todo el cuerpo. Eso es lo que habían visto los críos que la encontraron, pero la Guardia Civil les había prohibido que lo contaran bajo serias amenazas. Hubo incluso quien se atrevió a asegurar, porque lo sabía de buena tinta, que el cadáver había aparecido profanado, ¡con una víbora dentro de sus partes!

Los alguaciles no lo tuvieron fácil para regular el tráfico en la media hora larga que la comitiva empleó en recorrer la distancia que separaba la iglesia del cementerio. Una interminable procesión ocupaba toda la parte derecha de la calzada, aunque muchos de los vecinos de Puente Real se habían adelantado al cortejo y observaban su paso encaramados en carros y muros, incluso en sillas que habían sacado de las viviendas cercanas. Al enfrentar la prolongada rampa que conducía en línea recta al camposanto, se dejó oír el primer trueno. Las nubes, que a las doce eran blancas, presentaban entonces una amenazante variedad de grises, y los más prudentes empezaron a dar media vuelta.

La fosa elegida estaba entre las que el Ayuntamiento había ordenado abrir aquel mismo invierno. Se encontraban junto a la tapia oriental, y el enterrador ya había dispuesto junto a ella todo lo necesario. En cuanto la caja estuvo colocada por encima de la tumba, suspendida sobre dos firmes travesaños y los fieles se apiñaron en torno a ella, mosén Hipólito inició un rápido responso, mientras un viento amenazador comenzaba a levantar el polvo del suelo. Las primeras gotas cayeron sobre la tierra reseca cuando el sacerdote rociaba el féretro con agua bendita. Con la ayuda de dos sogas, el enterrador y su joven ayudante hicieron descender el ataúd a lo más hondo del foso. El primero saltó al interior, mientras el muchacho le acercaba las losetas de ladrillo. La multitud se dispersó en dirección a las salidas y, pronto, no se oyó más que el sonido rítmico de la paleta extendiendo el cemento que había de sellar las juntas para siempre.

Cuando el enterrador asomó la cabeza, las cortinas de agua barrían ya todo el camposanto. Empapado por completo, se alzó sobre el borde de la fosa y se incorporó. El muchacho se protegía con la lona destinada a tapar el material y le ofreció cobijo.

—Anda, corre, vete a casa —rehusó—. Ahora me seco y me cambio de ropa.

El chico, como siempre, obedeció sin rechistar y enfiló la vereda hasta la salida chapoteando en los charcos. El enterrador recogió los útiles y comprobó que no quedara nadie en el cementerio. A continuación se acercó de nuevo al borde del foso, y miró a derecha e izquierda antes de bajarse la bragueta y ponerse a orinar dentro. Después escupió sobre la tumba.

—Que Dios te maldiga y te mande p’al infierno, mala puta —espetó mientras la lluvia se deslizaba por su mentón sin afeitar.