Capítulo 29

Viernes, 6 de noviembre de 1936

Tras la llegada de Modesto se produjo un cambio drástico en la rutina de la cárcel. El miércoles la puerta de la celda se había abierto como cada mañana, pero los camiones que debían trasladarlos al tajo no estaban esperando en la plaza de San Francisco. Pasaron la primera parte de la jornada bajo la atenta vigilancia de los guardias, arrancando las malas hierbas del patio central del edificio y ayudando a tabicar el viejo claustro, que, al parecer, en adelante había de albergar las cuadras de la unidad de caballería que estaba a punto de establecerse en la ciudad. Por los comentarios de los soldados, que Salvador captó al vuelo, comprendió que habían cambiado las consignas y que las salidas de la cárcel se habían terminado. Las camionetas no faltaron, sin embargo, a su cita aquella noche, ni tampoco la siguiente. Era la primera vez que se llevaban a cabo dos sacas de forma consecutiva, y la entereza que, unos más y otros menos, trataban de aparentar durante el día amenazaba con desmoronarse.

La tarde del miércoles un nuevo sonido se sumó a los habituales. Alguien había instalado una radio de galena en las dependencias de la guardia, al otro lado del portalón que aislaba la zona de celdas. Desde entonces, no había dejado de sonar un solo momento, turno tras turno. Hasta ellos llegaban los continuos intentos de captar las pocas emisoras del bando nacional que parecían estar en funcionamiento, el sonido distorsionado de voces estridentes que más parecían arengar que informar de los acontecimientos que se sucedían en el exterior. A pesar de que Modesto había pasado los últimos meses encerrado en un agujero, les había proporcionado alguna información sobre el avance de lo que sin duda era ya una guerra declarada. Salvador encontraba las noticias, que al parecer pasaban de boca en boca de forma clandestina a partir de algún receptor de radio que alguien había conseguido ocultar, demasiado optimistas como para no pensar que eran mera propaganda del Gobierno de la República, que utilizaba las emisoras de Madrid y Barcelona para mantener alta la moral de la población. Esa impresión se había acentuado en los últimos días, pues los soldados de guardia se habían asegurado de que escucharan, a través de la puerta abierta, las alocuciones de un tal Queipo de Llano, al parecer el general al frente de las tropas nacionales en Sevilla, desde donde se emitían sus consignas. Cuando no era él quien hablaba, los guardias trataban de sintonizar una nueva emisora que la Falange había instalado en Valladolid y que daba cuenta del avance imparable que, según ellos, las tropas sublevadas mantenían en dirección a la capital. Entre una alocución y otra, sonaban sin cesar el «Cara al sol» de la Falange, el himno de la Legión e incluso el «Oriamendi» de los carlistas.

Lo cierto era que las esperanzas iniciales acerca de una pronta reacción del Gobierno legítimo se habían desvanecido por completo. En su fuero interno, Salvador sabía que tenía los días contados, que cada noche de saca en que no se abría la puerta de su celda era un día de existencia que se les regalaba, pero también un paso que les acercaba a su fin. Si algo le consolaba, era haber podido despedirse de Teresa. Una semanas atrás, José era uno de los guardias encargados de vigilar las labores de limpieza de la ribera del río y, de forma aparentemente casual, ambos se las habían arreglado para terminar situados a apenas unos metros de distancia, ocultos del resto por los arbustos de tamariz que poblaban la ribera del río que desbrozaban. José le había tranquilizado acerca del estado de Teresa, y Salvador le había hecho una sola y rápida petición. No obtuvo respuesta hasta que, un día después de la llegada de Modesto, en la bandeja del rancho encontraron dos pequeños paquetes. Uno de ellos era el recado de escribir que esperaba y, aquella misma tarde, a pesar de la penumbra permanente de la celda, Anselmo, Epifanio y él se habían turnado en el uso del lapicero que contenía. Salvador, de forma voluntaria, eligió el último turno, de modo que cuando empezó a escribir apoyado en el poyo de cemento, la despedida que había pergeñado en su mente fluyó a través de su puño y quedó plasmada sobre el arrugado papel. Después, como había convenido con José, guardaron las cartas en la funda de uno de los colchones. Cuando llegara el momento, el chico se las arreglaría para entrar en la celda, recogerlas y hacerlas llegar a sus destinatarios.

Modesto se había negado a escribir nada, pues se conformaba con las conversaciones que había tenido ocasión de mantener con su mujer en las últimas semanas, y tomó el segundo paquete. Con la espalda apoyada en la pared, lo abrió sobre el regazo y, exhibiendo una sonrisa de satisfacción, fue sacando el contenido: lo primero el paquete de picadura, que dejó sobre el colchón; después dos librillos de papel de fumar; y al final, con un gesto de triunfo, un mechero de yesca que blandió ante sí.

—Cuando dé la vuelta la tortilla —dijo entonces dirigiéndose a Salvador—, a este amigo tuyo le vamos a hacer un monumento entre todos.

Abrió el paquete con cuidado, comenzó a liar cigarros con maestría y se los fue entregando a sus compañeros. Cuando terminó con el suyo, tomó el mechero y accionó la rosca sobre la piedra hasta que las chispas prendieron la mecha. Sopló con suavidad y un pequeño círculo de luz le iluminó el rostro. Lo acercó al cigarro y, con los ojos entornados, aspiró el humo, que terminó expulsando hacia lo alto lentamente, recreándose en el aroma. Luego pasó el mechero a Anselmo, que en aquel momento terminaba de escribir.

Salvador había creído que tras aquella última tarea estaba preparado para lo que viniera. Pero aquella misma noche se había producido una saca en la que, de nuevo, tocó el turno a algunos de sus compañeros de galería. Los chirridos de los cerrojos, las órdenes de los guardias y las voces de despedida, acalladas enseguida, se mezclaron con los sollozos de Anselmo y el rechinar de dientes de Epifanio, que se hallaban sentados al borde del camastro, esperando que fuera la puerta de su propia celda la que se abriera. Salvador, tratando de mostrar una fortaleza que no sentía, se sentó entre ambos y les pasó los brazos por los hombros. Sin hablar, los atrajo hacia sí y percibió el temblor de ambos. El único que permanecía en apariencia sereno era Modesto, tumbado boca arriba en el colchón del suelo, aspirando el humo de un nuevo cigarro que bien pudiera ser el último.

Salvador se había sentido despreciable al experimentar alivio cuando los ruidos de los cerrojos se vieron sustituidos por los de los motores de las camionetas. Aquella sensación se había repetido al día siguiente, cuando las celdas que quedaron vacías fueron las situadas en el pasillo contiguo.

Las sacas de los últimos dos días se sumaban a las que se habían producido las semanas anteriores y, sobre todo, a los comentarios de los guardias, a las arengas de la radio de galena, que no entendían del todo, pero que clamaban con vehemencia por terminar sin escrúpulos con los «enemigos de Dios y de la Patria». Poco les ayudaría, pensaba, el deseo de venganza que sin duda estaría insuflando en el ánimo de los captores el relato retransmitido por aquel aparato de radio, que no dejaba de recordar las atrocidades cometidas por los republicanos allá donde conservaban el control.

Aquella noche, desvelado tras una cabezada por las pesadillas de Epifanio, con quien compartía el colchón, había sido incapaz de volver a conciliar el sueño. De pronto había sido dolorosamente consciente de que Teresa estaba a punto de salir de cuentas, y por primera vez tuvo la certeza de que no estaría con ella para ver nacer a su hijo. O a su hija. Había cometido el error de dejarse llevar, de imaginar a su pequeño recién nacido en los brazos de su madre, de ponerle nombre… Teresa, como su madre, si era niña. Seguro que ella querría ponerle Salvador si era chico. Se vio a sí mismo cogiendo al pequeño, ante la sonrisa de su madre, que los contemplaba a ambos embelesada. Cuando allí, en medio del silencio y de la frescura de la noche, comprendió que aquella escena nunca tendría lugar, la fortaleza que había tratado de mostrar durante el día se vino abajo, y se vio arrastrado a un llanto incontrolable.

Se acurrucó contra la pared pero no sintió su frío, porque el que emanaba de su propio interior ya le helaba el alma, al comprender que iban a arrebatarle la vida, que iban a separarle de lo que más quería, incluso de aquello que aún no había llegado a conocer pero que ya amaba con todo su ser. Ya no temía el disparo de fusil que pronto acabaría con su vida, porque nada podía ser más doloroso que aquel martirio. Por un instante deseó que llegara de una vez por todas el final, la hora de la liberación de aquel tormento que se había prolongado ya tres meses; sin embargo, solo tuvo que imaginar el momento en que Teresa recibiera la noticia de aquel desenlace para apartar con rabia la idea de su cabeza.

Oyó la tos de Modesto y recordó que, ni siquiera cuando todo parece perdido, puede un hombre renunciar al instinto de conservar la vida. Decidió que lucharía por ella, que hasta el último instante trataría de ser dueño de su destino, y esa determinación pareció calmar la angustia que le oprimía el pecho, aunque continuó agazapado bajo la manta.

—¿Quién quiere un cigarro? —preguntó Modesto poco después—. Me parece que estamos todos despiertos…

Recortado contra el tenue resplandor que entraba por la rejilla de la puerta, Salvador vio a Anselmo incorporarse envuelto en su manta. También notó que Epifanio bajaba los pies al suelo para quedar sentado en el borde del camastro. Estiró los suyos y sintió el frío a través de los calcetines de lana, pero se dio la vuelta y quedó tumbado de costado, apoyándose sobre el brazo izquierdo.

—Tenemos que acabarnos la picadura, no vayan a terminar fumándosela estos cabrones —añadió el jornalero.

Nadie habló mientras Modesto liaba los cigarros. Fumaron en silencio, escuchando las marchas militares cuyo eco les llegaba aun a aquella hora en que las puertas permanecían cerradas.

—Mañana voy a pedir que me dejen hablar con el capitán —anunció Anselmo después de dar la última calada a su cigarrillo.

—¿Y eso? ¿Piensas cambiar de bando? —ironizó Modesto.

—Voy a decirle que estoy dispuesto a ir al frente, a primera línea si hace falta, si acceden a sacarme de aquí. Lo están haciendo con muchos.

—¡Coño, que lo decía en broma! —replicó el jornalero.

—¿Vosotros no estaríais dispuestos? —preguntó alzando la vista hacia ellos.

—¡Qué más quisiéramos! —se adelantó de nuevo Modesto—, pero me parece que esa salida es la que han dao a los dudosos, a Guadarrama los han mandao a todos. Pero los que estamos aquí adentro… me da que no están por la labor.

—No perdemos nada por intentarlo…

—Como mucho, el tiempo, pero de eso nos sobra —replicó el jornalero con sorna mientras continuaba liando cigarros.

—Por cierto, Modesto —intervino Salvador entonces—, tú fuiste uno de los que nos cubrió la huida en el Círculo Mercantil el día del golpe… a Aquiles Cuadra, a mí y a los otros. Nunca te he dado las gracias por aquello.

—Pues menos mal que no me dieron el tiro de gracia cuando me fusilaron, que si no llegas tarde…

Salvador no pudo reprimir una sonrisa.

—Sí, pegué unos cuantos tiros mientras saltabais por la ventana al río —continuó—. Lo malo es que no les tiré a dar, ¡mecagüen todo!

—Sabes que Aquiles consiguió escapar, ¿no?

Modesto asintió, aunque su gesto se ensombreció. Tardó un instante en volver a hablar.

—Unos días antes de cogerme otra vez, la Miguela vino diciendo que lo habían traído a enterrar al cementerio.

Salvador sintió que su rostro demudaba, y un nuevo escalofrío lo recorrió como un calambrazo. Se sentó junto a Epifanio casi de un salto.

—¿A enterrar?

—Yo sé lo que me contó la Miguela, y ella porque lo había oído en el mercao… que le habían hecho un consejo de guerra en Pamplona y que lo habían condenao a muerte. Por lo visto andaba por Sevilla, alguien debió de reconocerlo y lo denunció.

Salvador cerró los ojos con fuerza, incapaz de controlar el temblor de sus labios.

—Lo siento. La verdad es que no quería decírtelo, pero como has sacao el tema…

Salvador notó que Epifanio se volvía para recoger su manta y echársela sobre los hombros, e hizo un esfuerzo para sujetar los extremos con las manos trémulas.

—Pase lo que pase, aunque consiguiéramos salir de aquí, ya nada sería como antes —dijo el periodista—. Faltarían muchos.

La luz del amanecer empezaba a filtrarse por la ventana de la galería, y parte de ella penetró en la celda, atrayendo la atención de los cuatro hombres, que parecían meditar en silencio sobre aquellas últimas palabras.

—Empiezo yo la ronda —dijo Anselmo mientras se levantaba y se dirigía hacia el retal de tela que hacía de cortina.

—Mejor, que si no se llevarán el cubo y aún no habrás terminao de gotear —trató de bromear de nuevo Modesto.

Advirtieron que la puerta exterior, la que comunicaba con las dependencias de la guardia, se había abierto, porque les llegaron con nitidez las notas de la «Marcha de Granaderos». A continuación comenzaron a oírse los sonidos familiares de los cerrojos, las voces de los soldados y el ruido de los cubos al ser empujados con los pies. El desayuno de aquel día fue magro: en las escudillas no había más que un caldo oscuro que empapaba varios trozos de pan negro reblandecido por la humedad. Sin embargo, los cuatro se lo comieron todo.

—Hoy tampoco nos sacan —dedujo Epifanio.

A media mañana comprendieron que no solo no iban a salir del convento de San Francisco, sino que tampoco trabajarían en el claustro. Antes de la llegada de la radio de galena, pese a la distancia, se oían las campanadas de la Casa del Reloj, pero ahora tenían que calcular la hora por otros medios. Poco después del mediodía, abrieron la puerta para dejarles el rancho, y Anselmo aprovechó para pedir una entrevista con el oficial al mando. En toda la tarde no hubo respuesta, y la luz fue apagándose hasta que la celda quedó de nuevo sumida en la oscuridad. La conversación también decayó a medida que se acercaba el momento que todos, a pesar de que nadie lo mentaba, temían. El martilleo de la música militar iba y venía entre interferencias y chisporroteos, pero de alguna manera cubría el silencio que de otro modo se hubiera hecho insoportable. Calcularon que rondarían las diez cuando el motor de varios vehículos en la plaza, las voces y las pisadas sobre la tarima les pusieron en guardia.

Anselmo gimió.

—¡Otra vez! —exclamó desde el borde del camastro, apretándose el entrecejo entre las palmas de las manos.

Se abrió la puerta de su galería. La conversación de los que entraron parecía trivial por el tono, como si hablaran de un partido de fútbol o de un cotilleo en la ciudad. Una sombra cubrió la luz que entraba a través de la rejilla, al tiempo que las voces y los pasos se detenían.

—¡Abre!

El cerrojo se desplazó con el quejido característico, y el haz de luz de la galería iluminó el interior. Varios hombres ataviados con guerreras idénticas sobre las que destacaban el yugo y las flechas rodeaban al que parecía al mando. Salvador lo reconoció de inmediato. Tras ellos, los guardias armados parecían haber sido desplazados, y solo un cabo sostenía entre sus manos un soporte de cartón con una pinza en la parte superior, con la que sujetaba algún papel que no se veía desde la celda. Herminio Polo le agarró del brazo sin contemplaciones, le obligó a acercarlo y durante un momento consultó su contenido.

—Salvador Urrutia —dijo al fin, alzando la vista—. Un paso al frente.

Salvador obedeció, tratando de que el temblor de sus piernas pasara desapercibido, y avanzó hasta salir de la penumbra que reinaba en el fondo de la celda. Notó el torpe intento de Epifanio de apretarle la mano cuando se separó de él.

—Epifanio Ruiz…

El sobresalto hizo que el joven emitiera un sonido apagado, similar a un quejido.

—¡Adelántate! —ordenó el falangista—. No te ponía cara, cabrón. Tú, en cambio, parecías conocerme bien a mí, a juzgar por las lindezas que me dedicaste en ese panfleto subversivo en el que escribías.

A Salvador no le pasó inadvertido el énfasis que Herminio había puesto al utilizar el tiempo pasado en su acusación. Epifanio se situó a su lado, formando con él un ángulo abierto, y Salvador trató de aprovechar aquella circunstancia para dirigirle de soslayo una mirada de ánimo; pero el muchacho tenía los ojos clavados en el pavimento, y en su expresión se advertía algo más que miedo. Comprendió la razón cuando descubrió que en torno a la bragueta de sus pantalones se extendía una mancha de humedad y comenzaban a salpicar las primeras gotas de orina al suelo.

—¡Será maricón! ¡Pues no se está meando de miedo! —exclamó Polo riendo, un instante antes de que guardias y falangistas estallaran en una sonora carcajada—. Contentos teníais que estar, que venimos a sacaros de aquí.

Mientras las risas se reproducían, Salvador oyó cómo Epifanio, llevado ya sin duda por la humillación, rompía a llorar; sintió crecer la rabia en su interior.

—No les des esa satisfacción —musitó sin apenas mover los labios, con los dientes apretados.

Supo que Polo le había oído porque le clavó una mirada cargada de sorpresa.

—¡Aquí tenemos al gallito! Siempre hay uno cerca de las gallinas…

Se produjeron más risas, pero Salvador le sostuvo la mirada.

—Veremos si tienes huevos de mantener ese gesto desafiante dentro de un rato, rojo de mierda —escupió el falangista, indignado hasta el punto de que las venas de su cuello parecían dos gruesos cordones que se perdían en la tela azul de la camisa—. Aunque quizá…

Salvador observó el cambio en su semblante. Había fruncido el ceño con expresión pensativa, y se llevó los dos pulgares al cinto que ceñía su guerrera.

—Sí, vosotros dos, retroceded. Quiero que sigáis disfrutando de nuestra hospitalidad, no os voy a «liberar» tan pronto —declaró al fin con un gesto de la cabeza, y se giró hacia el cabo para consultar el listado—. Que salgan… Modesto Sola y Anselmo Zabalza.

Con el cambio de posiciones que exigía Herminio Polo, se produjo un momento de cierta confusión, que los cuatro aprovecharon para intercambiar gestos de ánimo. Modesto se había puesto en pie sobre la colchoneta para ceder el paso a Salvador hacia el fondo de la celda. En el momento en que se cruzaban le susurró unas palabras al oído.

Cuando Salvador se volvió, la puerta ya se cerraba. Epifanio se había quedado parado sobre el charco que se había formado a sus pies. Cuando sonó el chirrido del cerrojo, los sollozos se apoderaron de nuevo de él, dio dos pasos hacia atrás y se dejó caer al borde del camastro, cubriéndose el rostro con las manos. Del exterior seguían llegando sonidos de puertas que se abrían y nuevas voces; algunas con tono imperioso y respuestas apagadas, otras puros lamentos, súplicas y quejidos de impotencia. Supieron que la puerta exterior se había abierto para dejar salir a Modesto, a Anselmo, y a los demás porque les llegó con claridad la música militar salpicada de interferencias. Salvador se colocó junto a Epifanio y le apretó el hombro izquierdo con fuerza.

—¡Hijos de puta! —soltó el periodista—. ¿Por qué han tenido que montar este circo? ¿No les vale con…?

No había terminado la frase cuando un estrépito de cristales rotos, gritos de advertencia y maldiciones llegó hasta ellos a través de la puerta exterior, aún abierta. Ambos salvaron de un salto la distancia que los separaba de la rejilla y prestaron atención.

—¡Maldita sea, joder! ¿Es que nadie ha visto lo que se proponía? —Oyeron gritar a Herminio Polo—. ¡Alguien pagará por esto! ¿Quién coño era?

No fueron capaces de oír la respuesta, pero ninguno albergaba la más mínima duda.

—¡Qué cojones! ¡Se ha tirao por la ventana! —dijo Epifanio cerrando los ojos, con el rostro contraído en una mueca de dolor.

—Me lo acababa de decir de nuevo…

—¿Que a él no lo fusilaban dos veces?

Salvador asintió. Los dos retrocedieron hasta el borde del camastro. Durante unos minutos permanecieron sentados en silencio, inclinados hacia las rodillas, con la mirada clavada en el suelo de cemento.

—Anda, quítate eso y ponlo a secar, vas a pillar un pasmo —dijo Salvador al cabo de un rato, volviéndose hacia Epifanio.

El muchacho asintió. Temblando de frío, se quitó la ropa mojada y la colgó de los mismos clavos que sujetaban la cortina. Después se envolvió en una de las mantas y se sentó de nuevo. Seguía tiritando.

—¿Por qué han tenido que montar esa escena para dejarnos aquí de nuevo? —repitió Epifanio—. ¿Por qué se recrean con nuestro sufrimiento? ¿Por qué esta humillación?

El muchacho no obtuvo respuesta. Era Salvador el que sollozaba entonces. Epifanio tardó un rato en volver a hablar, y esta vez fue él quien apoyó su mano izquierda sobre la pierna de Salvador.

—No debemos avergonzarnos por esto, cualquier otro hombre reaccionaría de la misma manera…

Salvador pareció asentir, sorbiendo la moquita.

—Pensaba en Teresa —confesó—. Tiene que estar a punto de dar a luz a nuestro hijo, si es que no lo ha hecho ya.

—Joder…

—No puedo seguir aquí, esperando a que cualquier día nos saquen como a reses que llevan al matadero.

—¿Y qué alternativa tenemos?

—Modesto nos ha enseñado el camino.

—Para eso tendríamos que esperar a que nos sacaran, y ahora no van a dejar que saltemos por la ventana.

—No hablo de esperar. No puedo esperar. Tengo que ir a buscar a mi mujer, quizá también a mi hijo, y sacarlos de este infierno.

—Pero… ¿cómo?

Salvador se levantó, se arrodilló en el colchón del suelo que había ocupado Modesto y hurgó en el ángulo que coincidía con la esquina de la celda. Volvió al camastro con el recado de fumar. Mientras liaba los dos cigarros no dijo nada. Le pasó el suyo a Epifanio y cogió el mechero. Accionó la rueda con un golpe seco de la mano derecha, y las chispas que brotaban de la piedra de pedernal iluminaron por un instante sus rostros, al tiempo que prendían en la yesca. Repitió un par de veces la operación y sopló con fuerza. Dio fuego a Epifanio y luego encendió su propio cigarro. Entornó los ojos para protegerse del humo, pero no recogió la mecha dentro del cilindro metálico que debía apagarla. Por el contrario, siguió soplando, y cada vez que lo hacía, el extremo de yesca se convertía en un círculo candente.

—Esto puede sacarnos de aquí.

Epifanio lo miró sorprendido.

—¿Hablas de prender fuego a los colchones?

—Es nuestra última posibilidad. Saldríamos de aquí. Vivos o muertos, no lo sé, pero saldríamos.

Epifanio guardó silencio.

—Es una muerte terrible… —dijo al fin.

—Está bien —asintió Salvador, sin ocultar en el gesto su desaliento—. Si no estás de acuerdo, no haremos nada.

—… pero esto no es vivir —continuó el muchacho—. ¿Cuándo?

—Ahora, Epifanio. He visto a José entre los guardias. Si alguna oportunidad tenemos es con él ahí fuera.

El muchacho cabeceó para afirmar, pálido.

—¿Cómo lo haremos? —acertó a preguntar.

—Tendremos que poner los colchones en pie, al fondo de la celda. Nos taparemos la nariz y la boca con un trozo de la cortina, y nos cubriremos con las mantas mojadas —señaló con la vista la jarra de agua que reposaba en el rincón—. Trataremos de respirar a través de la rendija que queda debajo de la puerta y así aguantaremos hasta que nos abran.

—Esto se llenará de humo enseguida…

—Sí, pero la mayor parte saldrá por la rejilla superior. Tenemos que confiar en que a ras de suelo quede aire suficiente. ¿Estás preparado?

Epifanio no respondió.

—Si me dices que no, apagaré el mechero y nos tumbaremos en los camastros. Hoy tenemos uno para cada uno.

El silencio se instaló en la celda, hasta que ambos se volvieron hacia la puerta con un ligero sobresalto.

—¿Has oído eso? —preguntó Epifanio—. Ha sido cerca. Ya ni se molestan en alejarse de la ciudad.

—Ha podido ser allá arriba, junto al cementerio. Las noches de niebla el sonido llega mejor.

—¿Hay niebla?

—La he visto por la ventana cuando nos han sacado.

—Joder, yo no he visto nada. Ni la niebla ni a José… Tenías esto pensado de antes, ¿no es cierto?

—Se me había pasado por la cabeza, pero lo que han hecho hoy…

—Es cierto, Modesto nos ha marcado el camino. A él tampoco le darán el tiro de gracia.

Acababa de pronunciar aquellas palabras cuando el eco de varios disparos, espaciados y atenuados por la distancia, alcanzó la celda.

—Si nosotros los oímos, todo Puente Real los está oyendo —reflexionó Epifanio—. No podemos permitir la zozobra que nuestras familias deben de estar sintiendo.

—¿Entonces…?

—Hagámoslo —concluyó el periodista, levantándose para ponerse de nuevo los pantalones mojados.

Salvador tuvo la precaución de sacudir los colchones para separar la paja apelmazada en su interior. Rasgó la tela de la funda de uno de ellos y extrajo gran parte del contenido, que dejó apartado en una esquina. Después apoyó el colchón entero y lo que quedaba del otro contra la pared del fondo. Amontonó la paja suelta alrededor de ambos, rellenando bien el hueco que quedaba junto al muro, y recogió el mechero, que permanecía encendido en la plataforma de cemento.

Epifanio, entretanto, se había ocupado de rasgar la cortina y de empapar las mantas con el contenido de la jarra.

—¿Estás listo?

Epifanio asintió, temblando de nuevo.

—Cúbrete con la manta —le indicó Salvador mientras soplaba la yesca.

Se acostó en el suelo junto al montón de paja que llenaba el hueco bajo los colchones, acercó la mecha y sopló con fuerza. Las primeras llamas no tardaron en prender. Repitió la operación en el lado opuesto, y una luz amarillenta y vacilante iluminó la celda. Se puso en pie, se envolvió en la manta húmeda y se tumbó de nuevo al lado de Epifanio, que se cubría ya el rostro con la improvisada mascarilla.

—Respira hondo, llena de aire los pulmones —le dijo Salvador.

Cuando las llamas treparon por los colchones y alcanzaron el techo, Salvador comenzó a gritar. El resto de los presos no tardaron en despertar, y el olor a humo hizo que se unieran a las voces que advertían del peligro. Pronto reinó un tremendo griterío en la galería. El humo empezaba a salir en densos penachos a través de la rejilla, y llenaba gran parte del pasillo central. A través de la rendija oyeron las voces y los pasos apresurados de los guardias que, advertidos por los gritos de auxilio, habían abierto la puerta exterior. A Salvador le escocían los ojos, y sintió que el aire se hacía irrespirable. Epifanio tosió varias veces con fuerza, y aplicó la boca a la rendija de debajo de la puerta, protegiendo los lados con ambas manos. Salvador echó un rápido vistazo al fondo de la celda antes de imitarlo. Las llamas se alzaban con fuerza hacia el techo, que al parecer no era sino una fina capa de yeso que cubría los cañizos que servían de soporte, apoyados a su vez sobre las vigas de madera de la estructura. El enlucido se estaba desprendiendo con sorprendente facilidad, y las cañas entrelazadas ardían ya con fuerza, facilitando que las llamas lamieran las vigas que sostenían todo el entramado. Se maldijo por no haber pensado en aquella posible vía de escape, a través de aquel techo vetusto que se revelaba tan frágil.

El calor empezaba a resultarle insoportable en las zonas del cuerpo que quedaban fuera de la protección de las mantas, y trató de encoger las piernas para alejarlas de las llamas. Levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de Epifanio, que lo miraba con expresión de pavor por encima de la tela, a menos de un palmo de distancia. Entonces volvió a gritar a través de la rendija que los había mantenido con vida hasta el momento.

Desde el otro lado de la puerta llegaban la confusión de las voces de otros presos, las toses, que ya eran continuas, y los gritos de los carceleros lanzando órdenes contradictorias que nadie parecía cumplir. Las pavesas que caían del techo los cubrían de una capa blanquecina, los colchones ya prácticamente consumidos ardían en el suelo y, cuando un trozo del cañizo en llamas cayó en medio de la celda, la nube de humo negro les alcanzó de lleno. A pesar de los esfuerzos de Salvador por inspirar, el aire ya no le llegaba a los pulmones, pero de cualquier forma prefería morir así que ante un pelotón de fusilamiento. Dedicó a Teresa sus últimos pensamientos mientras sentía, en medio de un sufrimiento atroz que le llevaba a retorcerse en busca de una brizna de aire, que su conciencia se apagaba y su mente se precipitaba en un pozo de negrura.

José, cubriéndose la nariz con un pañuelo, apartó de su camino a otro de los guardias que se retiraban hacia la salida.

—¡Abrid las celdas! ¡No podéis dejar que se asfixien ahí! —gritó de forma infructuosa.

Calculó su posición en medio del humo y avanzó a tientas, sintiendo que le faltaba el aire. Arrojó el pañuelo para sujetar el cerrojo con ambas manos y tiró de él con todas sus fuerzas. Abrió la puerta de par en par en el momento en que se oyó el estruendo de un desplome y una llamarada se precipitó hacia él desde lo alto, obligándolo a arrojarse al suelo. Percibió el olor de su propio pelo quemado, pero sus manos tropezaron con una cabeza. A tientas, con los ojos inundados por la irritación, logró agarrar un brazo y tiró de él, pero no consiguió moverlo. La viga que acababa de desprenderse parecía haber caído sobre su pie izquierdo. Lo intentó de nuevo, tirando con todas sus fuerzas, y esta vez consiguió liberar el miembro atrapado. Con la última reserva de aire de sus pulmones, lo arrastró sin contemplaciones a través de la galería en dirección a la salida.

Al otro lado de la puerta abrió la boca e inhaló con ansiedad. Se frotó los ojos y, aguantando el escozor, miró el rostro del hombre al que acababa de rescatar. Un alivio inmenso lo inundó: era Salvador, que, semiinconsciente, había empezado a boquear, tratando también él de llenar sus pulmones de aire. Comprobó que algunos de sus compañeros habían decidido por fin entrar a liberar los cerrojos del resto de las celdas, y varios presos salían ya tosiendo de forma desesperada, para encontrarse con los cañones de las pistolas que los esperaban en el exterior.

—¡Conducidlos a las bodegas del ala opuesta, allí estarán seguros! —oyó decir al suboficial al mando—. El fuego se está extendiendo por el tejado, y pronto todo esto será un infierno. ¡Tenéis orden expresa de tirar a matar al primero que intente algo!

José aprovechó el desconcierto para cargar a Salvador sobre el hombro. Cruzó el rellano que ocupaba la guardia en medio de las notas de una marcha militar. Sin una idea preconcebida, descendió las escaleras que llevaban al amplio distribuidor de la planta baja. En medio del trasiego de guardias, militares y también civiles que acudían para prestar ayuda, no dudó en abrir la puerta que comunicaba con el viejo claustro del convento de San Francisco. El patio se encontraba a oscuras salvo por la luz que proyectaban las ventanas de la planta superior y por el resplandor de las llamas, que habían alcanzado ya la cubierta del edificio. Avanzó hacia el extremo opuesto y, agotado, dejó caer a Salvador sobre el enlosado.

—¿Estás bien? —preguntó abofeteándole ligeramente en las mejillas.

Salvador trató de abrir los ojos, parpadeando sin parar.

—¿José? —dijo, antes de que un nuevo ataque de tos le impidiera seguir hablando.

—¡Tienes que escapar! ¡Ahora! Si alguien te descubre aquí, estás perdido.

Salvador asintió y, recostándose sobre un brazo y con la ayuda de José, intentó levantarse apresuradamente. Cuando apoyó la pierna izquierda cayó al suelo de nuevo con un gemido de dolor.

—¡El tobillo!

—Lo sé, se te ha quedado atrapado bajo una viga. Pero tienes que aguantar. Te puedo abrir la puerta que da al río. Trata de bajar al cauce y síguelo hasta el Ebro. La niebla te ayudará, pero aléjate cuanto puedas antes de que amanezca, quizás envíen patrullas si sospechan que ha huido alguien.

Salvador aceptó de nuevo la ayuda de José para ponerse en pie. Le pasó el brazo por detrás del cuello y, apoyando tan solo el pie derecho, avanzaron con dificultad hacia la portezuela que comunicaba con la carretera de Pamplona y con el río que discurría oscuro y en silencio al otro lado. Se detuvo antes de salvar aquella distancia y se volvió hacia su antiguo aprendiz.

—¿Y Epifanio?

José movió la cabeza en señal de negación, y Salvador cerró los ojos un momento.

—No te culpes, podrías haber sido tú. Cuando he tirado de ti, no sabía a cuál de los dos estaba arrastrando.

Salvador asintió y, cojeando, retiró el brazo del cuello de José.

—Muchos se han quedado dentro, ¿verdad? —preguntó con pesar.

—Creo que han abierto las puertas a tiempo —mintió.

—Gracias —se limitó a responder, con los ojos de nuevo empañados, esta vez por la emoción.

—La mejor manera de agradecerme esto es que consigas escapar y que te lleves a Teresa de aquí. Procura ponerte en contacto con ella, yo intentaré ayudarla a reunirse contigo.

Salvador se quedó mirando fijamente el rostro de José hasta que los dos se fundieron en un abrazo.

—Nunca olvidaré lo que has hecho por nosotros. Solo espero conservar la vida hasta que pueda corresponderte de alguna manera.

—Haz lo que te digo, y me daré por bien pagado. A pesar de todo, ahí arriba han quedado hombres atrapados… —reconoció—. Intentaré que te den por muerto, cambiar tu cédula por la de uno de los fallecidos.

—Adiós, amigo mío —se limitó a decir Salvador con un gesto de agradecimiento antes de volverse.

Con pequeños saltos, sin apenas apoyar el pie izquierdo, atravesó la calzada, desierta a aquellas horas. Los jirones de niebla que ascendían desde el río parecieron tragarse a Salvador cuando se dejó caer por el talud hasta la orilla.