Capítulo 23

Sábado, 25 de julio de 1936

Vicente dormía profundamente. En su sueño, el hacha que sujetaba con ambas manos golpeaba con precisión, una y otra vez, el tronco de pino que tenía delante. Sin embargo, entre golpe y golpe se percibían otros sonidos que alteraban el ritmo sostenido de su trabajo. Se despertó sobresaltado al notar los codazos de Emilia en un costado.

—¡Despierta, Vicente! ¡Qué están llamando!

El camarero abrió los ojos, desorientado.

—¿Qué llaman…? —preguntó aturdido.

—Llaman, sí —insistió ella, ya levantada—. ¡Date prisa!

—Pero si apenas es de día —protestó sentado al borde de la cama, tratando de ponerse los pantalones.

Los golpes se repitieron, en esa ocasión con mayor insistencia.

—¡Está bien! ¡Ya va, ya va! —gritó.

Bajó las escaleras con los pies enfundados en las alpargatas, abrochándose aún los botones de la camisa. Cruzó el zaguán y echó mano al cerrojo para retirarlo, aunque se detuvo justo antes de hacerlo.

—¿Quién vive? —preguntó a través de la puerta de madera.

—¡Abra a la Guardia Civil! —respondió una voz con tono imperioso.

Vicente descorrió el cerrojo y alzó el pestillo. A continuación abrió la mitad superior de la puerta, revelando la presencia de un grupo de hombres que lo miraban fijamente. Durante los instantes en que la sorpresa le dejó sin habla, observó que se trataba de dos guardias, un sargento y un cabo, pero el resto eran paisanos, aunque todos vestían la camisa azul de la Falange y todos portaban un fusil al hombro. Solo el más cercano, al que de inmediato identificó como Herminio Polo, el jefe falangista local, blandía una pistola, la Mauser por la que era conocido, con la que le apuntó directamente al pecho.

—¿Es usted Vicente Hernández? —inquirió, aunque por el tono más parecía una afirmación—. Nos han informado de que aloja usted en esta casa a Salvador Urrutia y a la mujer que vive con él, Teresa Monreal.

—En esta casa solo vivo yo con mi mujer —acertó a responder el camarero.

El falangista intercambió una mirada con el sargento de la Guardia Civil.

—Abra la puerta —ordenó el guardia, señalando la parte inferior.

Aunque a regañadientes, Vicente obedeció y dio un paso al frente.

—Dígales que salgan —insistió el falangista, apuntando hacia el interior con el cañón de la pistola.

—Les digo que estoy solo con mi mujer.

Vicente no vio venir el golpe que recibió desde un costado. Uno de los falangistas que rodeaban la puerta había alzado su fusil, y la culata le dio con fuerza en el rostro. Vicente cayó al suelo, al tiempo que la sangre comenzaba a manar con profusión de su nariz rota.

—¡Alto! —Se oyó desde el interior.

Salvador descendió las escaleras de dos en dos y avanzó hacia la puerta para agacharse junto a Vicente.

—¿Es necesaria esta violencia? —preguntó con la rabia reflejada en la voz, al tiempo que levantaba la mirada para clavarla en el jefe falangista.

—Represento a la autoridad, y este cabrón me ha mentido.

—¿Por qué se me busca?

—No es a usted a quien buscamos, sino a la mujer con la que vive.

—¿A mi esposa? ¿Para qué?

—No nos consta que estén casados, al menos no como Dios manda, pero esos detalles no vienen ahora al caso. Dígale que salga, tendrá que acompañarnos.

En ese momento Emilia salió de la casa y se arrojó sobre su esposo, sollozando. Le tapó la nariz con un pañuelo que sacó del halda para tratar de detener la hemorragia.

—¿Acompañarles? —inquirió Salvador, alterado—. ¿Qué significa…? Todo esto es completamente irregular, ¿acaso se la acusa de algo?

—Tendrá que responder a algunas preguntas, eso es todo —respondió el sargento—. Hay una denuncia contra ella por actos subversivos.

—¡Pero qué dice usted! Mi mujer no ha cometido actos subversivos de ningún tipo, es una simple maestra… Además está encinta. ¿Quién la denuncia?

—Si no ha cometido ningún delito… ¿por qué han huido de su casa? Solo huye quien tiene algo que temer. Haga el favor, dígale que salga y no ponga las cosas más difíciles.

—Mi mujer no va a ningún sitio —replicó, cubriendo el dintel de la puerta con su cuerpo—. Si quieren preguntarle algo, háganlo aquí, pero nadie va a llevársela detenida en su estado.

Herminio Polo respiró hondo y separó las piernas como queriendo afianzarse en el suelo. Su mano se cerró con más fuerza sobre la culata de la Mauser. Deslizó una mirada cargada de odio desde los pies hasta el rostro de Salvador y solo cuando hubo terminado de escrutar su figura pareció decidirse a hablar.

—Mira, rojo de mierda, estás empezando a tocarme los cojones —le espetó, abandonando cualquier apariencia de formalismo—. O te quitas de en medio o te meto un tiro en la cabeza, cabrón.

Salvador observó el cañón negro que el jefe de la Falange había situado a dos palmos de su frente. Trató de mantener la compostura, ocultando el temor y la rabia que lo mantenían en vilo.

—¡Aparta! —gritó el falangista, agitando la pistola.

—Déjame, Herminio, entraremos nosotros —intervino el sargento, que avanzó hacia él antes de que lo detuviera con un gesto.

—Por última vez —insistió Polo—, dile a esa maestrilla que te follas que salga.

Salvador se abalanzó contra él sin darle tiempo a reaccionar. Golpeó el cañón de la pistola con el canto de la mano derecha, y el arma salió despedida. Mientras el brazo izquierdo de Salvador sujetaba a Herminio por el cuello, la vieja Mauser cayó al suelo. La detonación pareció congelar todos los movimientos y, un segundo después, uno de los falangistas se desplomó entre gritos de dolor y juramentos, llevándose la mano a la rodilla que la bala acababa de destrozar. El jefe falangista aprovechó el desconcierto para clavar el codo en el costado de Salvador y zafarse de su abrazo. A la vez, varios de los camisas azules arremetieron contra el impresor. Al cabo de un instante, estaba tumbado en el suelo, con los brazos sujetos a la espalda y con el sabor de la sangre y la tierra en la boca.

—¡No la toquéis, hijos de puta! —aulló.

El dolor de la patada que recibió en las costillas le obligó a callar. Se vio alzado por varios brazos, que lo maniataron antes de empujarlo calle abajo. Volvió la cabeza a tiempo de ver a Teresa, que trataba de correr tras él, pero solo le llegó el sonido de su voz al gritar su nombre cuando, a empellones, le hicieron doblar la esquina.

Antes de que el sol se alzara del todo sobre el horizonte, conducían a Salvador por las calles de Puente Real en dirección al viejo convento de San Francisco, donde en la actualidad se ubicaba la cárcel. Acompañado por el ruido de las pisadas contra el pavimento en el silencio de la madrugada, durante todo el trayecto no pudo apartar de su mente la imagen de Teresa y la expresión de su rostro al verlo detenido y maniatado. Pese a que era muy temprano, se encontraron con varios hortelanos que salían de casa en dirección a los campos, algunos de ellos conduciendo a sus mulas del ronzal. Le sorprendió la actitud de todos y cada uno de ellos: si tenían ocasión se desviaban del camino para evitar el encuentro o regresaban al zaguán de casa y, si no, se paraban de cara a la pared, con la cabeza gacha para liar un cigarro o para prenderlo con el mechero de yesca.

Penetraron en el imponente edificio por la puerta que daba a la plaza, y lo obligaron a subir las escaleras, cuatro tramos alrededor de un hueco central, hasta el piso superior. Por una puerta acristalada, accedieron a un amplio vestíbulo con el suelo de tarima. Al fondo, la pobre luz de una bombilla que colgaba del techo iluminaba al cabo furriel encargado de registrar las entradas.

—Le traigo trabajo —anunció el sargento, mientras hurgaba en los pantalones de Salvador en busca de la documentación, que encontró en el bolsillo de atrás. Sacó la cédula de identificación de su cartera y la arrojó sobre la mesa.

El cabo tomó dos impresos iguales, introdujo una hoja de calco entre ambos y los colocó en el rodillo de la máquina de escribir antes de empezar a golpear las teclas con energía.

—Apunta que es el dueño de la imprenta de los comunistas —ordenó—, donde se hacía toda esa basura subversiva que inundaba las calles.

—A sus órdenes, mi sargento —se apresuró a responder el cabo, sin apartar la vista del papel.

Salvador contempló cómo el sargento curioseaba en el contenido de la cartera antes de dejarla en un armario junto a otras muchas. Permaneció en pie, respondiendo a varias preguntas sobre su filiación antes de que el registro de entrada estuviera listo.

—¿Motivo de ingreso? —preguntó el cabo cuando llegó al recuadro correspondiente.

El sargento pareció dudar.

—Actividades subversivas. Resistencia a la autoridad, con el resultado de un miembro de Falange herido de gravedad.

—¡Yo no he…! —exclamó Salvador.

—¡Cállate! —cortó el guardia, con aire amenazante—. ¡Abre otra vez la boca sin que te pregunten y te hago saltar los dientes!

Cuando llegó al final, el cabo extrajo los papeles con soltura, dispuso las dos copias encima de la mesa y se volvió hacia el sargento, señalando con la barbilla al reo maniatado.

—¡Ah, es cierto!

El sargento se dirigió entonces a la puerta que se abría al fondo. Era un recio portón de madera maciza reforzado con enormes bisagras de hierro y provisto de un grueso cerrojo bien engrasado. Abrió la portezuela situada a la altura de los ojos y acercó la cara.

—¡Eh, vosotros! ¡Abrid, vamos a entrar!

Los dos cerrojos se descorrieron casi a un tiempo, y Salvador advirtió que en el interior se encontraban no menos de tres hombres armados.

El sargento se volvió entonces hacia él.

—Te voy a soltar, Urrutia. Pero te advierto que aquí andamos escasos de sitio, así que a la menor tontería te meto una bala entre ceja y ceja.

Salvador se frotó las muñecas cuando las tuvo libres de ataduras, pero una voz del sargento le obligó a avanzar hacia la mesa. El cabo le tomó el índice, lo humedeció en una almohadilla de tinta azul y estampó su huella sobre ambas copias del registro de entrada. Después el sargento cogió una plumilla para firmar los documentos. El furriel depositó la copia en una bandeja metálica etiquetada con un cartoncillo en el que se leía NUEVOS INGRESOS y, diligente, se acercó al armario para introducir el original en una carpeta con una «U» en la solapa.

—Listo —anunció satisfecho, al tiempo que consultaba el viejo reloj que colgaba en la pared.

—¿Ya estás mirando la hora? —bromeó el sargento—. Aún no son las ocho.

—El relevo estará al llegar, mi sargento. Hoy es mi santo, Santiago.

—¡Coño, es verdad, felicidades! Con razón miras tanto al reloj. Bueno, acabamos con el ingreso y te largas.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando se oyeron voces procedentes de la escalera. Las bisagras de la puerta chirriaron y Herminio Polo entró en las dependencias de la cárcel, seguido por otros dos camisas azules y el cabo de la Guardia Civil que había estado presente en casa de Vicente. Salvador dejó escapar un gemido de angustia cuando vio aparecer tras ellos al camarero, también maniatado. Entonces se vio empujado por dos de los guardias a través del portón de madera, que se cerró tras ellos. Con la imagen de Vicente en la retina, atravesó una amplia estancia intermedia con una mesa y varias sillas, donde sin duda descansaban los carceleros, y lo condujeron hacia el fondo. De todas las sensaciones que experimentó aquel día, el hedor que lo asaltó cuando el guardia abrió la puerta de madera maciza por la que se accedía a las celdas fue lo que más habría de perdurar en su memoria. La entrada daba acceso a un amplio pasillo central, abierto en el fondo al patio del convento a través de una ventana enrejada. A ambos lados se sucedían las puertas de las celdas, entonces cerradas, aunque las voces y los ronquidos indicaban que estaban atestadas.

Uno de los carceleros se dirigió al calabozo más alejado, junto a la ventana, y abrió el pequeño portillo de metal de la puerta.

—¡Venga, gandules, arriba! —ordenó—. Los tres en pie, contra la pared del fondo.

Se oyeron ruidos sordos en el interior. El guardia introdujo un candil por el ventanuco y comprobó que su orden había sido obedecida. Solo entonces descorrió el cerrojo, la puerta se abrió y la luz de la mañana inundó el interior. Salvador comprobó con angustia que se trataba de una celda rectangular, de unos dos metros de ancho por tres de fondo, con una elevación de cemento que un delgado colchón convertía en camastro. Había una colchoneta en el suelo, al otro lado. Aquella celda sin duda había sido ideada para albergar a un solo recluso, pero en su interior había tres hombres; él iba a ser el cuarto.

—Tú, trae el cubo de las inmundicias —espetó el carcelero dirigiéndose a uno de los reclusos—. Así me evito pasar dos veces por esto.

Otro de los guardias acercó un cubo de hojalata vacío para efectuar el cambio, que tamborileó contra el suelo con un sonido metálico.

—Venga, adentro, con ellos.

Salvador se vio empujado hacia el interior, y al instante la puerta se cerró tras él. Solo la tenue luz que entraba por el ventanuco iluminaba la estrecha estancia, en la que los tres hombres se mantenían en pie al fondo, en silencio. Los ojos de Salvador aún no se habían adaptado a la penumbra cuando oyó su nombre y dio un respingo.

—Hola, Salvador —dijo uno de ellos.

Los tres estaban mal afeitados, y no se había fijado en sus rostros en los escasos instantes en que la puerta había permanecido abierta.

—Perdonadme, no os reconozco, la luz…

—Soy Mauro Castilla.

—¡Mauro! —exclamó, enfadado consigo mismo por no ser capaz de identificar al colega que durante años había dirigido El Eco del Distrito—. ¿Por qué estás aquí?

—Supongo que por lo mismo que tú —respondió—, por lo que estamos casi todos.

Los rostros de los dos restantes compañeros de celda empezaron a dibujarse con nitidez. Reconoció a uno de ellos al instante.

—Ah, tú eres Felipe Escribano, el alguacil que se enfrentó a los falangistas el día del golpe.

—El mismo… —Sonrió—. No hace falta que preguntes por qué estoy dentro.

—Yo soy Andrés —se presentó el tercero—. A mí me tendrás menos visto, no vivo en Puente Real, pero soy el delegado sindical de la CNT en la Azucarera.

—Un placer, a pesar de las circunstancias —respondió Salvador.

—Siéntate —le indicó el alguacil—. Es lo único que nos podemos permitir, porque tumbarse es más jodido.

—¿Cómo pueden tener a la gente en estas condiciones? ¿Es que no hay letrinas? —preguntó extrañado, mirando el cubo de hojalata.

—Claro que las hay, pero somos tantos que no pueden estar abriendo las puertas cada vez que uno quiera cagar —explicó el sindicalista—. Espérate a que llegue el mediodía, con este calor…

—Y eso que se han llevado a muchos al fuerte de San Cristóbal; hasta hace dos días éramos seis en cada celda.

—¿Más de setenta hombres? —Calculó Salvador, tras contar mentalmente el número de celdas que había visto al entrar—. ¿Hasta cuándo piensan retenernos aquí?

—¿Quién sabe? —respondió Mauro Castilla—. Están también Domingo, el alcalde, y varios concejales.

—Y la mitad de los sindicalistas de Puente Real, y la plana mayor de los partidos republicanos de izquierda… —siguió Andrés—. ¡Qué cabrones! Ninguno de los que conozco es capaz de matar una mosca.

—El que no está es Aquiles —anunció Mauro—. Nadie sabe dónde se ha metido. Alguno se pregunta si lo habrán fusilado.

—No, Aquiles está bien. Al menos eso espero, yo mismo lo ayudé a escapar, oculto en el carro de la imprenta.

—Ah, me alegra oír eso —reconoció el editor—. Todos debimos escapar cuando tuvimos la oportunidad. Hemos pecado de ingenuos.

—Nadie podía suponer algo así —reconoció Salvador pensando en su propia peripecia.

—Es igual, el Gobierno de la República no dejará en la estacada a quienes lo defendemos —aseguró Andrés, confiado—. Pronto veremos a estos perros arrastrarse pidiendo perdón por lo que están haciendo.

A las ocho de la mañana, los guardias encargados del relevo subieron las escaleras y ocuparon sus puestos. José reconoció al camarero del Círculo Mercantil, que en ese momento estampaba su huella en el impreso de registro. Se dirigió a la mesa y cogió los partes que contenía la bandeja de Nuevos ingresos. Solo pudo leer el primero antes de devolverlos a su lugar para evitar que el incontrolable temblor de sus manos delatara su zozobra.