Capítulo 28
Viernes, 6 de noviembre de 1936
Emilia y Teresa regresaban a casa sin hablar y sin poder apartar de su pensamiento la imagen de Miguela. Desde el momento de la detención, su amiga se había culpado de la suerte que había corrido Modesto, por no haberle advertido para darle tiempo a huir, por haber sido tan estúpida y tan egoísta como para pensar que nadie iba a sospechar y que ella podría conservar a su marido a su lado. Minutos después del arresto, presa aún de la desesperación, había reunido fuerzas para llegar hasta la imprenta ante la mirada atónita de los ancianos y las mujeres que, en ausencia de los hombres, huidos o alistados, se dirigían a las huertas cercanas aquella heladora mañana de lunes. Todos ellos debieron de ver a la misma mujer rota por el dolor que caminaba arrastrando los pies, con el cabello despeinado y la mirada perdida al frente, que dejó caer la aldaba una y otra vez hasta que Teresa, entumecida por el frío, consiguió abrirle la puerta.
No había tenido que hablar para que Teresa adivinara lo ocurrido, y tampoco habría podido hacerlo. Los sollozos la ahogaban mientras la mujer que le había enseñado lo poco que sabía y que en los últimos meses, durante el cautiverio voluntario de Modesto, se había convertido en su confidente y amiga, la ayudaba a subir las escaleras en busca del calor del brasero. Se habría dejado caer sobre las baldosas del pasillo si Teresa, a pesar de lo avanzado de su propio embarazo, no se hubiera empeñado en hacerla entrar en el cuarto de estar, la única habitación caldeada de la casa, donde consiguió que, sin dejar de llorar, se desplomara sobre uno de los sillones. Teresa atizó la leña de la estufa para calentar un cazo con agua, al que añadió una generosa cantidad de hojas de tila y valeriana. A duras penas consiguió que diera unos sorbos, entre arcadas que la obligaban a encogerse sobre el vientre.
Por fin, con la voz entrecortada por el llanto y el hipo, Miguela consiguió explicar su desdicha. Había rogado por su esposo, se había arrojado a los pies del guardia que parecía encabezar la patrulla suplicando por él, pero todo había sido en vano. Dos hombres la habían sujetado por los brazos mientras Modesto se dejaba llevar, resignado. Maniatado, solo había vuelto la cabeza para lanzarle un beso con los labios y dejarle un te quiero y un cuídate, pronunciados con un movimiento exagerado de los labios, apenas sin voz.
La muchacha, hundida en el sillón y sin ánimo para cambiar de postura siquiera, había tardado horas en caer vencida por el agotamiento que produce el llanto continuo, y Teresa aprovechó la ocasión para salir en busca de Emilia. Regresaron juntas al poco, para encontrar a Miguela sentada en el suelo de la cocina en medio de un charco de sangre roja y espesa, con la espalda apoyada contra la cocina de carbón y un cuchillo que se había deslizado desde la mano derecha después de cortarse la muñeca. En sus ojos aún quedaba un hálito de vida, que se fue extinguiendo mientras Teresa corría en busca de vendas para tratar de hacerle un torniquete en el brazo y obturar las heridas, pese a saber que todo ya resultaba inútil.
Dejó caer las vendas en el suelo de la cocina cuando vio que la luz de sus ojos se había apagado, y se derrumbó de rodillas junto a Emilia. Abrazadas, lloraron hasta la extenuación por ella y por la criatura que albergaba en su vientre. Solo las campanadas que anunciaban el mediodía en la cercana Casa del Reloj les hicieron ser conscientes del tiempo que llevaban allí. Emilia, entumecida, se incorporó y tiró de Teresa.
—Debes tumbarte en la cama, vas a coger frío —había dicho apenas sin voz, señalando su vientre—. No podemos permitirnos otra desgracia, ninguna de las dos podría soportar más dolor.
Despacio, ayudándose de las manos, se había incorporado tratando de recuperar el control de las piernas acalambradas. Con apenas fuerzas para mantenerse en pie, aceptó la ayuda que Emilia le ofrecía para caminar hasta el dormitorio.
En ese momento, pasados dos días, en su memoria se desdibujaba lo que había sucedido a continuación. Tan solo recordaba que la casa se había llenado de hombres a los que no conocía cuando Emilia regresó, después de dar cuenta a la Guardia Civil de lo sucedido. Se había limitado a responder de forma mecánica a sus preguntas, sumida en una especie de sopor que, estaba segura, había sido la reacción de su organismo ante tanto sufrimiento. Reconoció, sin embargo, algunos rostros: el del capitán de la Guardia Civil primero, y después el de Herminio Polo, que conversaba con los otros al costado del lecho.
Aquel había sido el único momento de lucidez que recordaba. Había tratado de incorporarse, repentinamente alerta, para tomar a aquel hombre de la muñeca y preguntarle con vehemencia por Salvador.
—Déjele volver —había rogado—. ¡Tenga piedad, su hijo está a punto de nacer!
El jefe local de la Falange había musitado una respuesta que Teresa fue incapaz de entender, mientras de un tirón se liberaba de la presión de su mano. Dio orden al sargento de la Guardia Civil de que se ocupara de todo y salió sin volver la vista. Poco después, había sido el doctor Vega quien había entrado en el dormitorio para proceder a examinarla bajo la mirada atenta y preocupada de Emilia.
—Todo parece ir bien —le había oído decir al concluir—, pero si mis cálculos no fallan, sale de cuentas en una semana. Cuando llegue el momento mándeme aviso de inmediato o acuda con ella a la clínica. Deseo ser yo quien la atienda en el parto.
Vio a Emilia asentir, cohibida, y ella misma musitó una palabra de agradecimiento desde la cama.
Regresaban del recinto anexo al cementerio donde había sido enterrada Miguela, fuera de terreno sagrado, tal como ordenaban los nuevos cánones en el caso de las muertes por suicidio. No se había celebrado ninguna ceremonia religiosa, pero el sacerdote que acompañaba al reducido cortejo había rezado un largo responso antes de que un joven enterrador depositara el ataúd en el fondo de la fosa. Teresa, haciendo caso omiso a los ruegos de Emilia, había insistido en estar presente. Sabía que serían pocos los que acompañaran a la desventurada muchacha, y no se equivocó. Solo unos cuantos hombres con las gorras en la mano y la mirada clavada en el suelo, y un par de docenas de mujeres enlutadas componían la triste comitiva aquella mañana de otoño, soleada pero ventosa y fría. Una de ellas, sostenida apenas por otras dos comadres, llamó la atención de Teresa y comprendió que se trataba de la madre, la misma a la que Miguela había ocultado tanto la presencia de su marido en la casa como el embarazo. Teresa valoró lo posibilidad de confesarle la verdad, pero decidió que hacerle saber que aquella caja de madera, además del cuerpo de su hija, contenía el que hubiera sido su nieto, no haría sino agravar el sufrimiento. Se había limitado a acercarse a ella para besarla en las mejillas y musitar una frase de consuelo, a la que la mujer correspondió con un gesto de agradecimiento.
Cuando llegaron al final de la prolongada pendiente que descendía desde el cementerio, Teresa se quedó mirando el camino que conducía a la imprenta.
—No me siento capaz de volver allí —le dijo a Emilia.
—Iremos a mi casa. —Emilia asintió y le rodeó la cintura con el brazo.
Doblaron a la izquierda, en dirección al puente que salvaba el Queiles. Pasaron por delante del convento de las siervas de María y la iglesia del Carmen antes de llegar a la calle de las Herrerías, continuaron por la calle Verjas y de ahí a las proximidades de la modesta vivienda de Emilia. Apenas hablaron durante el trayecto. Teresa caminaba absorta en sus pensamientos, que de nuevo la habían llevado a Salvador. Los acontecimientos de los últimos días casi habían conseguido apartar de su mente el drama que vivía su esposo. Las escasas visitas de José eran el único nexo que mantenía con Salvador, y cada una había sido un bálsamo que conseguía calmar su zozobra, pero estas se habían ido espaciando desde el verano. Teresa quería pensar que los fusilamientos habían terminado para siempre, y que el día menos pensado su marido se presentaría en la imprenta para abrazarla y para estar junto a ella cuando su hijo viniera al mundo. Era el ruego que le había hecho a José en su última visita: que de alguna manera hiciera saber a quienes retenían a su marido que se acercaba el momento del parto. Aún albergaba la esperanza de que aquello terminara de ablandar sus corazones. Se detuvo de repente bajo un soportal.
—Espera —dijo reteniendo a su amiga por el brazo—. No podemos ir a tu casa. ¿Y si vuelve Salvador y no me encuentra?
Emilia la miró con dulzura.
—Quizá tengas razón… —respondió sin querer desengañarla.
—¡Volvamos! —sugirió con la esperanza reflejada en la voz.
—Teresa… será duro, todo nos va a recordar a Miguela allí.
—No puedo marcharme ahora. Ya nos tenemos la una a la otra, ¿no es cierto?
La muchacha asintió con la cabeza, y de repente se encontró entre los brazos de Teresa.
—¡Gracias, Emilia! No hubiera podido soportar todo esto sin ti.
Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de ambas, y continuaron abrazadas unos minutos, ajenas a las miradas de sorpresa de los transeúntes.
Teresa alzó la vista hacia las torres de San Jorge y de la catedral, que se alzaban al frente.
—¿Te importa que pasemos antes por la escuela? Hace meses que no la veo.
—¿De verdad crees que es una buena idea? —Emilia vaciló—. Ya no es la escuela que recuerdas, ahora es un cuartel militar.
—Lo sé, pero… me gustaría verla de nuevo, aunque solo sea por fuera. Será un momento.
—Está bien —accedió, esbozando una leve sonrisa—. Después de todo, nadie espera que tengamos la mesa puesta.
Cruzaron la calle, una de las más anchas de la ciudad, pues tenía su origen en el arrabal que bordeaba la antigua muralla medieval desde los tiempos de la dominación musulmana. Al cabo de apenas unos pasos contemplaron la fachada de la iglesia de San Jorge, en el Mercadal, junto a la que se alzaba el viejo edificio que albergaba la mayor escuela pública de Puente Real, la misma que Teresa había dirigido hasta el último mes de junio, cuando finalizó el curso. Levantó la vista al percibir un olor a humo más intenso de lo habitual, y advirtió la columna densa y gris que ascendía hacia lo alto desde el patio interior del edificio.
—Es extraño… parece una hoguera —dijo mirando por encima de los aleros—. Quizá necesiten espacio y estén limpiando los almacenes, estaban atestados de trastos y muebles viejos.
—Pues buena limpieza están haciendo, porque las pavesas salen por encima del tejado.
Teresa advirtió que Emilia tenía razón. Pequeños fragmentos arrastrados por el calor superaban la altura del edificio y empezaban a caer, ya apagados, sobre el pavimento. Trató de capturar alguno de ellos entre las manos. Uno más grande que el resto descendía hacia ellas meciéndose en el aire impregnado de humo. Lo cogió Emilia y se lo mostró a su amiga.
—Es papel —dijo Teresa—. Papel impreso. ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué pasa? —inquirió Emilia alarmada por el tono de voz de Teresa—. Algo malo es si tú te acuerdas de Dios.
—Creo que están quemando libros —respondió angustiada—. ¡La biblioteca!
—¿Cómo sabes…?
—Espérame —replicó, mientras se encaminaba hacia la portada tan rápido como su estado se lo permitía.
—¡Teresa, no! —gritó Emilia—. ¡No puedes entrar ahí!
Sin atender a la advertencia, Teresa llegó a la entrada de la escuela y se topó con un joven soldado que, armado con un viejo fusil, montaba guardia al abrigo del zaguán.
—No puede usted pasar, esto es un edificio militar —declaró, sorprendido, con una voz que delataba su juventud.
—Lo sé, y también es la vieja escuela que yo misma dirigía hace unos meses. Vengo a hablar con el oficial al mando. Me está esperando —mintió.
—Lo siento, señora, pero tengo órdenes de no dejar pasar a nadie ajeno al destacamento.
Teresa, ante la bisoñez que adivinaba en el muchacho, decidió jugar fuerte.
—Mire, soldado. Soy Teresa Monreal, antigua directora de esta escuela, y le aseguro que no se va a librar usted de un arresto cuando el coronel sepa que me ha impedido el paso.
El muchacho pareció confundido.
—Está bien, espere aquí —balbuceó por fin—. Voy a anunciarle su visita y que él ordene lo que corresponda. ¿Cómo ha dicho usted que se llama?
—Teresa Monreal.
El soldado se marchó dejando la puerta entornada, y Teresa se asomó al interior por la rendija. Vio que el muchacho torcía a la izquierda para subir a la primera planta por la escalera principal. Con un gesto, Teresa indicó a Emilia que esperara allí y empujó la puerta para colarse en el interior. Cruzó el zaguán en cuatro zancadas, accedió al hermoso patio porticado interior y un gemido escapó de su garganta cuando contempló la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Una gran pira formada por viejos muebles, cajas y leños de gran tamaño ardía en el centro. Las ventanas del primer piso, precisamente las de la biblioteca, se hallaban abiertas de par en par y, en una de ellas descubrió a una figura ataviada con sotana negra que identificó de inmediato como el joven y orondo archivero de la catedral. Se encontraba de pie ante la ventana, junto a una mesa que varios soldados abastecían continuamente de nuevas pilas de libros. El archivero los ojeaba de forma somera y decidía sobre su destino: la mayor parte regresaban al lugar del que procedían, pero otros muchos acababan en el centro de la hoguera, arrojados con desdén.
Teresa corrió por el soportal hasta situarse bajo la ventana. Ante ella, varios ejemplares habían acabado en el borde mismo de la hoguera e incluso fuera de ella. Protegiéndose del calor con el brazo, se acercó y los apartó del fuego con los pies. Sabía bien el tiempo y el esfuerzo que había costado conseguir muchos de los ejemplares que ardían sin remedio en aquella pira. Con los ojos arrasados, trató de descifrar los títulos de los que acababa de rescatar de las llamas. Cañas y barro, de Blasco Ibáñez; Resurrección, de León Tolstoy; Tres ensayos sexuales, de Marañón; Mala hierba, de Baroja…
Un nuevo gemido brotó de su garganta. Conocía la estructura del edificio como la palma de su mano y corrió hacia el lado oriental del claustro, atravesó una pequeña puerta y ascendió los escalones hasta el primer piso. Giró a la izquierda en la amplia galería y abrió la puerta de cristal y madera que daba acceso a la biblioteca.
—¡Don Hipólito! —gritó.
El archivero volvió la cabeza.
—¿Qué… qué hace aquí esta mujer? —acertó a preguntar, con las pupilas dilatadas por la sorpresa.
La media docena de soldados que lo acompañaban parecían tan desconcertados como él. Teresa aprovechó el momento de confusión para acercarse al sacerdote.
—¿Por qué, don Hipólito? —preguntó sin poder ocultar su conmoción—. ¿Por qué hace esto? ¿Sabe usted lo que nos ha costado reunir los ejemplares de esta biblioteca? Muchos hombres y mujeres de Puente Real han aprendido a leer con ellos.
El archivero pareció reponerse de su estupor. Sin duda la había reconocido, y una expresión de profundo odio cobró forma en su rostro.
—¡Ah, pero si es la maestrilla de los rojos…! Una de las responsables de la contaminación de nuestros obreros y nuestros jóvenes con la ponzoña marxista que reunía en estos estantes. ¡Demasiado se ha tardado en prender esta hoguera! Créame cuando le digo que los libros que arden ahí abajo son la causa de la perdición de todos ellos y de los padecimientos que ahora sufren. ¡Usted misma y los que son como usted son los causantes de su ruina!
—¿Llama usted ponzoña marxista a las obras de Marañón, a las novelas de Blasco Ibáñez…? —Teresa esbozó una sonrisa que no era sino un gesto de despecho, y se dirigió a uno de los estantes que tenía a su izquierda. Tardó un instante en localizar dos volúmenes que extrajo de su lugar y mostró al archivero—. Fíjese, don Hipólito… ¿le parece que estos dos libros están cubiertos de polvo, como si nadie los hubiera ojeado en años? ¿O por el contrario los ve ajados por el uso? Más bien esto último, ¿no es cierto? Son las obras completas de San Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús. Yo misma hacía leer algunos pasajes a nuestros alumnos, y también a los hombres y mujeres que acudían aquí para aprender a leer y escribir después de agotadoras jornadas de trabajo.
Teresa buscó una marca en el lomo de uno de los volúmenes y lo abrió. Sin dar tiempo a una respuesta por parte del sacerdote, empezó a leer con voz clara y firme.
¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
Pastores, los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.
—¿Lo reconoce? Es el «Cántico Espiritual», de San Juan de la Cruz. Créame, he visto a hombres como castillos, endurecidos por los padecimientos del día a día, tratando de ocultar las lágrimas al ser capaces de comprender por sí mismos este fragmento de «ponzoña marxista», como usted lo califica. —La propia Teresa hablaba con los ojos anegados.
—¡Déjese de tonterías! Aquí no se purgan los libros de nuestros santos ni de autores de moral contrastada, sino esos panfletos llenos de ideas perniciosas para nuestros jóvenes.
Teresa se secó los ojos con el dorso de la mano.
—Es usted un hombre de cultura, con una formación sólida, ¡cómo archivero responsable de la conservación de nuestro legado! No se deje llevar por el odio, no siga con esto —rogó, señalando hacia las llamas que ascendían al otro lado de la ventana—. Hay otras formas…
—Solo cumplo órdenes de la Junta Superior de Educación —se defendió el clérigo, aparentemente afectado por la alusión personal—. Además, yo solo quemo libros contaminados… Otros queman iglesias con todo lo que contienen, ¡incluso con los sacerdotes dentro!
—¡No caiga usted en lo mismo que condena! —replicó Teresa, dirigiéndose hacia él al ver que se volvía de nuevo hacia la ventana.
Dos soldados se interpusieron entre ambos.
—¡Váyase de aquí, déjeme continuar con mi tarea! ¡No les obligue a ser… bruscos! —respondió.
Teresa siguió avanzando. Notaba el calor del fuego, que penetraba a través de la ventana, unido a la rabia que sentía en aquel momento. Estaba decidida a sujetar el brazo del archivero, pero las manos de los soldados la retuvieron de forma férrea.
—¡Sacadla de aquí! —gritó el sacerdote enfurecido, con las gotas de sudor perlándole la frente.
—¡La Historia les juzgará por esto! —escupió Teresa, consciente de que también aquella batalla estaba perdida.
—¡Todo lo contrario, nos alabará —rio el clérigo—, porque nosotros escribiremos la Historia!
Los dos soldados tiraron al mismo tiempo de Teresa, incapaz de dejar de mirar la escena que se desarrollaba ante la ventana. Despreocupado ya, el archivero había tomado un nuevo ejemplar entre las manos, lo abrió por la primeras páginas y ojeó su contenido. Después echó el brazo hacia atrás y arrojó el libro hasta la hoguera. En aquel momento, Teresa se encogió con un gemido que hizo que los soldados aflojaran la presión sobre sus brazos, al tiempo que intercambiaban una mirada, extrañados. El archivero se volvió asimismo hacia la maestra, cuyo rostro se contraía en una mueca de dolor. Libre ya de las manos que la sujetaban, Teresa se dejó caer sobre una de las sillas de la biblioteca, haciendo esfuerzos evidentes por respirar. Al cabo de un momento, un charco transparente comenzó a extenderse por las baldosas del suelo a los pies de Teresa.
—¡Por el amor de Dios! —gritó don Hipólito—. Que alguien avise a un médico, ¡esta mujer está de parto!