Capítulo 25

Martes, 28 de julio de 1936

Salvador despertó asqueado por el olor rancio a sudor que impregnaba el camastro. El calor era asfixiante en el interior de la celda, pero el cansancio había acabado por vencerle tras la frugal comida, después de una noche en la que apenas había podido pegar ojo, acurrucado contra la pared del fondo. Las dos colchonetas eran insuficientes para los cinco y habían establecido turnos, de forma que cada uno de ellos pasaba una noche sentado. El «afortunado» obtenía en cambio el privilegio de poder tumbarse en la parte trasera del camastro después de comer, a la espalda del resto de los compañeros, que se sentaban en el borde. En los tres días que Salvador llevaba encerrado, no se les había permitido asearse, pero Mauro, Felipe y Andrés aseguraban que la víspera de su llegada les había correspondido el turno de uso de las duchas. De hecho, la tarde anterior habían oído el sonido del agua y las voces de los guardias que custodiaban a los ocupantes de alguna otra celda. Anhelaba el momento en que aquella rueda diera la vuelta.

Escuchó a Andrés, que tarareaba en voz baja una cancioncilla que sin duda habría aprendido en los días de la revolución de octubre, dos años atrás, cuando las huelgas se extendieron por todo el país y llegaron a Puente Real. Todavía algo aturdido por el sueño, trató de incorporarse frotándose los ojos.

—¡Hombre! ¡Ya estás de vuelta! —bromeó Mauro, apartándose de los pies del camastro para permitir que se pusiera en pie.

Los demás ocuparon de inmediato el sitio que acababa de quedar libre, lo que les permitió apoyar la espalda en la pared. Salvador se asomó a la rejilla que ocupaba el centro de la puerta que, pintada de un color rojo intenso, contribuía a la sensación de agobio dentro de aquel cubículo. En el exterior solo se veían las piernas de un guardia, que parecía dormitar sentado en una silla. Se quedó mirando los sólidos cerrojos que bloqueaban las puertas.

—Joder, ¿hasta cuándo piensan tenernos aquí? —soltó al volverse, presa de la angustia.

Los rostros de los cuatro compañeros de celda le observaban desde la penumbra.

—No te quejes, que yo ya llevo aquí diez días —contestó Felipe, el alguacil, con sorna.

—¿Te cogieron en la plaza? —preguntó Vicente.

—En los retretes del quiosco, donde nos habíamos refugiado cuando empezaron los tiros. Éramos diez.

—Rendirán cuentas por sus fechorías, tú solo cumplías con tu deber, que es defender el orden.

—¿Tú crees? —respondió el sereno, escéptico—. Yo pensaba que el Gobierno iba a parar esto en dos días, y ya han pasado diez.

—Vosotros tenéis que saber más, os trajeron aquí una semana después del golpe —intervino el editor—. Me da la sensación de que no nos lo habéis contado todo.

—Fuera tampoco se sabía demasiado, Mauro —replicó Salvador, mientras apoyaba la colchoneta que estaba en el suelo contra la pared—. Está claro que la revuelta ha triunfado en Navarra, en Castilla la Vieja y en Canarias, pero Madrid se mantiene fiel a la República, y también Cataluña, el Levante y todo el Cantábrico.

—Vamos, que esta mierda de país se ha partido en dos —soltó Andrés—, y si alguien no lo remedia nos vamos a partir la crisma entre todos en una puta guerra.

—De todas formas, la República mantiene el control de las zonas industriales más importantes. —Mauro parecía reflexionar en voz alta.

—Y en Madrid están las reservas de oro, la aviación, y en el Mediterráneo la mayor parte de la flota —añadió Salvador—. Eso al menos es lo que decía el Gobierno a través de la radio los últimos días, supongo que para infundir ánimo a la población.

—Que sí, yo soy optimista —declaró Mauro—. En quince días esto se ha arreglao y estamos fuera, ya lo veréis.

—Eso si aguantamos quince días en este agujero —añadió Vicente con gesto de hastío, secándose el sudor de la frente con el antebrazo.

—Yo creo que ni eso —siguió Mauro—. Tienen que soltarnos ya, no pueden tener a medio Puente Real metido aquí solo por pertenecer a otra facción política. ¿Cómo van a justificar una cosa así ante los jueces?

Salvador caminaba ahora frente a sus compañeros, salvando una y otra vez los tres metros escasos de la celda.

—Nuestra última esperanza es que el ejército acabe liberando las zonas rebeldes —dijo, parado ante el editor—. De otra forma, no pienses que Mola vaya a respetar ninguno de tus derechos constitucionales. No hay más que leer el bando de guerra.

—Hombre, lo que no van a hacer es fusilarnos a todos. —Rio—. No habría sitio en los cementerios.

Salvador advirtió que todos trataban de componer una sonrisa, pero un denso silencio se instaló en la celda.

—Yo lo que más echo en falta son mis hijos —dijo por fin el sindicalista.

—Mira, en eso tengo suerte —le siguió Vicente—, que a nosotros aún no nos han venido los hijos. Pero a la Emilia… joder si la extraño.

—¿Y tú, Salvador? ¿Tienes hijos? —preguntó Andrés.

—Espero el primero. Mi mujer, Teresa, está de cinco meses.

—¿Teresa? ¿No será la maestra…?

—Sí —confirmó.

—Joder, he oído hablar de ella en la fábrica. A muchos de los obreros les ha enseñado a leer por la noche y…

Vicente le hizo un gesto, y el sindicalista se detuvo.

—¿He metido la pata o qué? —dijo, mirando a los demás.

—Tranquilo, es solo que me detuvieron cuando vinieron a por ella. No sé dónde para, ni de qué se la acusa. Me angustia pensar que la puedan tener en un sitio como este, embarazada como está.

—Vaya, lo siento, hombre… Y todo esto, ¿por qué? ¿Por enseñar a leer a jornaleros analfabetos?

—Los dos estamos afiliados a Izquierda Republicana, en mi imprenta siempre se han tirado los pasquines de propaganda de los sindicatos y los partidos de izquierdas, supongo que lo sabes. Y parece que a Herminio Polo no le agradaba mucho que no estuviéramos casados por la Iglesia, a juzgar por los comentarios que hizo durante la detención.

—¿Y quién es él para juzgar a nadie?

—Pues, por los humos con los que llegó a casa, parece que ahora es la autoridad en Puente Real —soltó Vicente.

—¿Y eso le da derecho a meter en la cárcel a la gente? —insistió el sindicalista.

—No usa el derecho, sino la fuerza de las armas —atajó Mauro—. Con el beneplácito de las nuevas autoridades.

—Pues estamos aviados —apostilló el alguacil—. ¡Menudo cabrón!

La poca luz que entraba por la rejilla pareció oscurecerse y una voz resonó en la celda.

—¡Eh, vosotros! Menos cháchara, que esto parece el patio de un colegio.

Salvador se acercó a la puerta. El guardia estaba dando la vuelta por el resto de las celdas. Comprobó que no era más que un muchacho.

—¡Eh, chico! —llamó—. ¿Cuándo nos toca salir a las duchas?

—¡Tú, cállate! No está permitido hablar a los guardias —dijo, regresando a la puerta con rapidez.

—Perdona —musitó él, antes de retirarse de la rejilla.

El muchacho se acercó de nuevo.

—De todas formas, hoy me pilláis de buenas, es mi último día en este antro. Si estáis calladitos, quizás os saquemos en un rato. Que ese agujero apesta.

Salvador no recordaba haber disfrutado nunca tanto de una ducha de agua fría. A pesar de la brevedad, se frotó con rapidez todo el cuerpo y el cabello con el trozo de jabón que les habían proporcionado, y se las arregló para enjabonar y aclarar también la camisa y los calzoncillos. No tuvo más remedio que volver a ponerse los pantalones sucios, pero al menos el resto de la ropa se secaría durante la noche. En todo momento tres guardias los custodiaron con el arma en la mano y aprovecharon el regreso a la celda para entregarles el plato con el rancho de la cena. La puerta se cerró de nuevo tras ellos mientras tomaban asiento para devorar aquel guiso con patatas, arroz y la sombra de algún recorte de carne y tocino, al que ninguno hizo ascos.

Durante más de una hora oyeron los chirridos de los goznes al abrirse y cerrarse las celdas, y las voces de los guardias y de los presos. Del exterior, sin embargo, llegaban pocos sonidos, tan solo el tañer de las campanas de la catedral y de la Magdalena, relativamente cercanas, las bocinas de los escasos vehículos que circulaban por la carretera de Pamplona y las voces de algún arriero azuzando a las cabalgaduras. Cada noche, después del reparto del rancho, se llevaba a cabo el cambio de guardia, al que Salvador estaba atento, con la esperanza de que fuera José quien entrara de servicio. En realidad, su único contacto durante aquel turno se producía al amanecer, cuando se procedía al cambio del cubo de los desechos. Era curioso, pero en apenas tres días tanto Vicente como él habían conseguido acompasar su cuerpo a la necesidad de usar el cubo tan solo un poco antes de su retirada. Por turnos, y aún entumecidos por el sueño y por la incomodidad, ocupaban su lugar junto a la entrada, de manera que el cubo lleno permanecía allí solo el breve tiempo que transcurría hasta que la puerta se abría para ser sustituido. La mañana anterior Salvador se las había arreglado para ser él quien hiciera el cambio. Cuando vio a José ante él, le interrogó con la mirada. El muchacho se había limitado a musitar un «está bien, en casa» en voz queda mientras le entregaba el cubo vacío. Nada más. Poco después Salvador había creído reconocer su voz en el exterior, y ese simple detalle lo puso de buen humor durante el resto de la mañana.

Estaban sentados en el borde de la plataforma de cemento. Salvador propuso entretener la espera hasta el momento en que se les ordenara guardar silencio contando algún tipo de historia, quizá los proyectos que cada uno tuviera entre manos o los que pensaba emprender al salir de allí, alguna anécdota reciente, tal vez… Fue el editor de El Eco del Distrito quien se decidió a empezar. Les contó que su pasión era su trabajo, que había empeñado su patrimonio para sacar a la calle el semanario, el cual se había convertido desde su fundación en la referencia de cualquier lector republicano y de izquierdas de la ciudad, y que eso era lo que quería hacer en el futuro. Sabía que, si las cosas no cambiaban en Puente Real, sería una tarea imposible, por lo cual no descartaba el exilio a Francia, un país que conocía y que amaba, en el que ni siquiera la lengua, que dominaba, sería un obstáculo para él a la hora de refundar su negocio.

—Quizá podamos colaborar allí —bromeó Salvador—. También a Teresa y a mí se nos había pasado por la cabeza escapar a Francia antes de que…

Parlez-vous français? —preguntó Mauro.

Salvador asintió.

—Lo suficiente para defenderme allí.

—¡Estupendo! Quizá podamos montar el negocio juntos —añadió, sin dejar el tono de broma.

—¡Eh, eh! Pues ya podéis hacerme un hueco —dijo Vicente, risueño—, que yo con boina roja, de camarero en el Círculo Carlista, tengo poco futuro.

Salvador rio, tratando de imaginarlo. Iba a continuar hablando pero el sonido de la puerta exterior del corredor al abrirse hizo que se detuviera, y todos aguzaron el oído. Al fondo del pasillo se oyeron varias voces, entre las que destacaba una más poderosa y autoritaria.

—¿Ese no es Herminio Polo? —musitó Vicente.

Salvador asintió, mientras lo que le quedaba de sonrisa se congelaba en sus labios. Las voces se fueron acercando hasta que se oyeron al otro lado de la puerta.

—¿Dónde están?

—En estas dos —contestó el que parecía estar al mando.

—Venga, pues las dos, todos los que haya… Abrid la primera.

El cerrojo se deslizó con dificultad, se alzó el pestillo y los goznes chirriaron. La luz mortecina de las bombillas eléctricas recortó la figura de José, que se apartó para dejar su sitio al jefe local de la Falange.

—¡Estáis de suerte, cabrones! Os vamos a soltar, que hay que ir desalojando esto —anunció con una media sonrisa.

Hizo ademán de asomarse a la celda en penumbra para tratar de reconocer a los ocupantes, pero se llevó la mano a la nariz al momento.

—¡Dios, cómo apesta! —exclamó, retrocediendo dos pasos.

—Tú, chaval, abre la otra —ordenó a José.

De pie frente a la salida, los cinco oyeron los chirridos de las bisagras en la celda contigua. Varios hombres armados permanecían de pie detrás de Herminio Polo, que iba acompañado por cuatro falangistas más, todos ataviados con la camisa azul y con pistolas en la mano.

—Que vayan saliendo… pero ninguna tontería hasta que estéis libres —advirtió dirigiéndose hacia ellos—, a ver si vamos a tener que meteros un tiro ahora.

Vicente y Andrés salieron los primeros. Mauro cedió el paso al alguacil, y Salvador se detuvo para recoger la camisa, que se secaba colgada de una alcayata. No estaba completamente seca, pero se la puso y comenzó a abrocharse los botones. José esperaba de pie a un lado de la salida, sujetando el pasador del cerrojo con la mano izquierda. Salvador le interrogó con la mirada, confiando en que al pasar junto a él le diera alguna respuesta acerca del paradero de Teresa. Lo que se encontró fue la puerta que se cerraba de golpe detrás de Mauro, con tal fuerza que impactó contra su rostro y lo arrojó de espaldas a la colchoneta del suelo. Trató de ponerse en pie para protestar, pero en el instante en que, dolorido, se incorporó de nuevo, alcanzó a ver el rostro de José a través de la rejilla. La intensidad de su mirada, oculta para el resto, los ojos desmesuradamente abiertos y los dientes apretados le hicieron entenderlo todo.

—¿Cuántos son en total? —oyó decir a Herminio Polo.

—Nueve en total, señor —respondió José—. Cinco de una y cuatro de la otra.

—Perfecto, andando entonces.

Aturdido, retrocedió sintiendo la sangre que le salía de la nariz y goteaba sobre su camisa. Un temblor incontrolable en las piernas le obligó a dejarse caer en el camastro. La primera reacción fue regresar a la rejilla y gritar con todas sus fuerzas para advertir a sus compañeros, pero al cabo de un segundo comprendió que sería un gesto inútil, un gesto que solo conseguiría dejar huérfano a su hijo y llevar a José ante un paredón. Permaneció sentado en el colchón, derrotado y dolorosamente consciente de lo que estaba a punto de suceder. Al cabo de un instante se oyó un golpe metálico procedente de la calle, seguramente del portón trasero de una camioneta al cerrarse, y a continuación distinguió el rumor sordo de un motor al ponerse en marcha. Cerró los ojos, sintiendo que la angustia le atenazaba la garganta, hasta el punto de impedirle respirar. Tuvo que abrir la boca para llenar de aire sus pulmones, y después un llanto sordo se apoderó de él.

No eran el editor, ni el alguacil, ni el sindicalista quienes pugnaban por ocupar su pensamiento, ni siquiera el propio Vicente, sino su esposa Emilia, la misma que los había acogido sin rechistar en su casa, sin sospechar que aquel gesto de generosidad iba a dejarla viuda. Si al menos supieran cuál era su destino… quizás habrían podido intentar huir, saltar del camión para tratar de escapar amparados por la oscuridad. Pero no, aquel hombre sin escrúpulos los llevaba al matadero sin darles ocasión de despedirse siquiera de sus seres queridos. Solo cuando el camión se detuviera y se encontraran ante los fusiles serían conscientes de que aquel era su fin. Salvador gimió y se retorció en la cama sin poder evitarlo. Resultaba paradójico pensar que aquella noche iba a tener toda la celda para él y, sin embargo, no iba a pegar ojo, lo sabía con certeza. Permaneció quieto sobre la colchoneta, sacudido tan solo por los sollozos que de cuando en cuando agitaban su pecho. Y entonces, en medio del silencio, el aire quieto de aquella noche de julio llevó hasta la celda el sonido que habría querido no escuchar nunca, un estampido sordo, lejano, descompasado. Salvador contuvo el aliento. Después, aguzando el oído percibió otras descargas menos intensas, una decena, que sin duda correspondían a los tiros de gracia. Se acurrucó con las rodillas entre los brazos, balanceándose rítmicamente, sintiendo el sabor salado de las lágrimas, mientras se repetía a sí mismo con tono monocorde una sola pregunta: ¿por qué?