Capítulo 14

Sábado, 5 de noviembre de 1949

Manuel se encontraba en la finca de la vega, sentado en su viejo sillón de mimbre con un libro entre las manos, aprovechando los tibios rayos de sol de la tarde al abrigo de una de las glorietas. Después del Pilar, el tiempo se había estropeado, la lluvia y el cierzo habían azotado la ciudad, y como cada otoño Puente Real se había visto invadida por el agradable aroma de la leña que ardía en las estufas. Sin embargo, el mes de octubre se había despedido con un breve veranillo, y la festividad de Todos los Santos se celebró con un tiempo soleado y tranquilo.

Margarita había vuelto a negarse a subir al cementerio, incapaz aún de contemplar el lugar donde descansaba el cuerpo de su hijo. Era Manuel quien, en compañía de Carmencita, había llevado hasta allí el magnífico ramo de crisantemos que Joaquín había cultivado con esmero en la finca. Manuel sabía que aquella iba a ser una semana difícil, porque al recuerdo inevitable del día de los difuntos se iba a sumar el primer aniversario del accidente, tan solo cinco días más tarde. Por ello, y aprovechando el buen tiempo, había propuesto a su esposa pasar el fin de semana en la vega. Pretendía con ello apartar a Margarita del lugar donde un año atrás recibiera la brutal noticia de la muerte del pequeño Alfonso, y ella había accedido. La misa de aniversario se celebraría el mismo día seis por la tarde, pero acudirían a la catedral directamente, sin pisar la casa de la calle Muro en aquella fecha aciaga.

Oyó pisadas en el sendero de grava que conducía hasta allí desde la casa, y un instante después apareció Inocenta, la esposa del capataz, con una vieja bandeja de metal en las manos.

—Buenas tardes, don Manuel, he pensado que le apetecería tomar su café aquí.

Manuel dejó el libro a un lado de la mesa, al tiempo que la mujer hacía lo mismo con la bandeja.

—No tenías que haberte molestado, mujer…

—Me da a mí que el tiempo va a cambiar a peor, los huesos me lo dicen, y no va a tener usted muchas más oportunidades…

—Bueno, esta última semana ha sido un regalo, años ha habido en que por estas fechas ya había caído algún copo.

—Ya lo puede usted decir, y lo que yo me alegro por poder tener a doña Margarita aquí, en estos días tan duros para todos. Anoche se lo comentaba a mi Joaquín, los paseos con la yegua le hacen mucho bien.

—Estoy de acuerdo con usted, lástima que se eche encima el invierno.

—Mire, le he traído unos cafareles, los he hecho yo misma. No está bien que lo diga, pero están para chuparse los dedos.

Manuel la miró y sonrió.

—Gracias, Inocenta. Te preocupas demasiado por nosotros.

—Una vez que pase el aniversario será otra cosa —siguió, sin hacer mucho caso del comentario—, pero yo veo que estos días su mujer lo está pasando muy mal. Se ha levantado de la siesta con los ojos llorosos, no creo que haya llegado a dormir…

—Ah, ¿sí? —exclamó algo alterado—. La creía dormida aún, me acercaré ahora mismo.

—No, no, puede estar tranquilo, que no será necesario —dijo la mujer, haciendo un gesto de rechazo con la mano—. Joaquín está ensillándole la yegua, va a salir ya a dar su paseo.

Manuel pareció relajarse, se sirvió una cucharada de azúcar y empezó a dar vueltas al café. No tenía apetito, pero sabía que Inocenta no iba a moverse de allí hasta que probara uno de sus cafareles, así que cogió uno, le retiró el envoltorio y le dio un buen mordisco, acompañándolo con el primer sorbo de café. Cerró los ojos contra el sol mientras saboreaba el delicioso bocado.

—Realmente exquisito, Inocenta —dijo, provocando en ella una sonrisa de satisfacción.

—Pues ahí tiene unos cuantos. A las mujeres nos gusta que se aprecie nuestro trabajo, así que puede comérselos todos.

—Inocenta, mujer, que a mí no me tienes que cebar para San Martín —bromeó.

—Sí, pues hablando de todo un poco, no vea usted cómo se están poniendo las tres cerdas. ¡Menudos lomos van a sacar! No veo el momento de preparar las morcillas y los chorizos.

Manuel rio de buena gana.

—Ni yo de probarlos, igual que tus costillas en adobo.

—Deje, deje, que solo de oír mentarlos se me abre el apetito. ¿Otro café? —ofreció, inclinando ya la cafetera sobre la taza vacía.

—No, gracias, Inocenta, así está bien —rechazó, poniendo la mano sobre la taza para evitar que le sirviera.

—Como quiera, pero comen ustedes como pajarillos. Y mire que yo quiero que se mantengan fuertes… por la cuenta que me trae.

Manuel sonrió de nuevo ante la candidez y la franqueza de la mujer.

—Ay, perdóneme —dijo ella apartándose con la bandeja—. Ya le dejo a solas con sus lecturas, que una no sabe medir cuándo molesta.

—No molestas nunca, Inocenta, faltaría más —respondió el médico, cortés, mientras cogía el libro de nuevo y buscaba la cinta que marcaba el punto de lectura.

—Ah, le tengo preparada una sorpresica para la cena, que sé que le gustará —añadió aún, volviéndose después de doblar la esquina de un seto—. Cangrejos ya no se ven, pero Joaquín me ha traído unas madrillas que han entrao por la tajadera del riego. Fritas con harina estarán para chuparse los dedos.

Manuel, sonriente todavía, la despidió con un gesto y releyó las primeras líneas tratando de retomar la lectura donde la había dejado. Lo hizo tres veces hasta que fue consciente de que el sopor que sentía iba a hacer inútil cualquier intento. Se ajustó el cojín detrás de la cabeza, subió los pies encima de la mesa y se dispuso a descabezar un breve sueño.

No sabía el tiempo que llevaba dormido, pero lo despertó la voz alterada de Joaquín, que llegó dando grandes zancadas por el camino de grava. Se plantó en la glorieta demudado y respirando afanosamente.

—¡Corra, don Manuel! ¡La yegua ha vuelto sola, desbocada! Su mujer ha debido de sufrir un accidente.

Todavía aturdido, Manuel se puso en pie tratando de ubicarse. La gravedad del asunto hizo que no tardara más que un segundo en estar completamente alerta, y se lanzó a la carrera tras el capataz, que regresaba ya hacia la casa. Inocenta salió de la cocina, alarmada por las voces, secándose las manos en el delantal.

—¡Ave María Purísima, protégenos de todo mal! ¡Santa Ana bendita, ruega por nosotros! —exclamaba mirando a derecha e izquierda con los ojos desorbitados por la zozobra, sin saber qué hacer.

Manuel salió de la finca al camino que bordeaba el río y corrió en la dirección que Margarita solía tomar en sus paseos. Creía que Joaquín había salido antes, pero el tramo que alcanzaba a ver se encontraba desierto. Al oír el entrechocar de cascos a su espalda comprendió que el capataz había corrido a las cuadras para volver a aparejar la yegua y tuvo que apartarse cuando lo rebasó al galope.

—¡Me adelanto, don Manuel! —gritó.

Tras cada curva esperaba encontrar al capataz con Margarita, que quizá volviera a casa a pie tras una caída sin consecuencias. Trató de calmarse pensando que, si no era así, lo más probable es que hubiera sufrido alguna fractura que le impedía moverse por sí misma. Corrió hasta que sus piernas no dieron más de sí y, cuando creía que no iba a aguantar un paso más sin detenerse a tomar aliento, oyó la voz de Joaquín en una de las alamedas que separaban las huertas del río.

—¡Corra, don Manuel! ¡Por Dios, corra!

Con el corazón desbocado, intentó saltar la acequia que discurría entre el camino y el soto, pero calculó mal la distancia y se golpeó el pecho contra el talud de tierra. Ignorando el dolor, agarrándose a las matas y a las zarzas, salió del profundo regato sin aliento y reemprendió la carrera hasta el lugar donde se encontraba el capataz.

Margarita se hallaba tendida en el suelo, bajo la rama de un olmo, que sin duda la había derribado de su montura. En una décima de segundo, mientras se acercaba, su experiencia le permitió calcular que el impacto debía de haberse producido a la altura del cuello o de la cabeza. Joaquín estaba de pie junto a ella, con el rostro descompuesto, cuando él se arrojó de rodillas junto al cuerpo magullado de su esposa. Una oleada de dolor y de inexplicable angustia pareció subir por su pecho cuando colocó la mano en el cuello de Margarita. La lividez de su piel le había dado una pista, pero mantuvo la esperanza hasta que con las yemas de los dedos comprobó la ausencia de cualquier latido en las arterias del cuello.

Joaquín permanecía expectante, paralizado junto al cuerpo, en espera de la reacción del médico. El hombre le oyó repetir la palabra «no» en voz muy baja, una y otra vez, mientras le buscaba el pulso, mientras apoyaba la cabeza en el pecho de doña Margarita buscando el latido de su corazón. Luego, tras un instante que le pareció una eternidad, lo vio incorporarse muy lentamente, sus miradas se cruzaron, y el ruego de Manuel Vega repetido para sí se convirtió en un grito de desesperación que reverberó a lo largo del cauce del río.

El capataz sintió que le flaqueaban las piernas y apoyó la cabeza en el brazo, contra un tronco. Murmurando maldiciones, sintió cómo las arcadas le subían hasta la garganta y vomitó de forma violenta al pie del árbol.

—Está muerta, Joaquín —oyó decir a su espalda, con voz entrecortada.

Joaquín, pasándose el antebrazo por la boca sin dejar de sentir el sabor de la hiel, se obligó a avanzar hasta el médico, que no apartaba los ojos de él. Se dejó caer de rodillas, y los dos quedaron frente a frente, sin hablar, con los ojos arrasados por las lágrimas, hasta que el médico, derrotado, se derrumbó, hundió la cabeza en el pecho del capataz y rompió a llorar desconsoladamente.

La cocina de la casa de la vega se había convertido en un hervidero. Empezaba a anochecer y el frío de noviembre se hacía notar ya. Inocenta, sin dejar de sollozar, se afanaba en preparar una infusión de tila y manzanilla. El capitán Solís había llegado en moto en cuanto recibió el aviso y, en ese momento, sentado junto a él en la bancada de la chimenea, trataba de consolar a Manuel, quien, con los codos apoyados en las rodillas, mantenía la mirada vidriosa fija en las brasas.

El párroco de la Magdalena se había enterado de la desgracia durante su paseo junto al río, y había acudido de inmediato para confortar a Manuel y para dar la extremaunción a la difunta, cuyo cuerpo se había dispuesto en el dormitorio del matrimonio.

Carmencita llegó en el coche del alcalde, que la había recogido cerca del cuartel cuando, advertida por alguien, corría ya hacia el puente. Bajó sin esperar a que el vehículo se parara del todo, entró atropelladamente en la cocina y se detuvo para escrutar a todos los presentes, que de forma respetuosa se apartaron para franquearle el paso. Manuel pareció advertir su presencia y se incorporó en el banco. Mientras ella se acercaba, el médico se puso en pie, y solo tuvieron tiempo de intercambiar una mirada de desconsuelo antes de fundirse en un abrazo, rotos ambos por el llanto.

—Ha sido la yegua, Carmencita —sollozó—. Tanto insistirle en que montar le haría bien, y ha sido lo que la ha matado.

—No, don Manuel —contestó a pesar del llanto—, no es justo que se culpe. Usted hizo lo que creía mejor para ella.

Permanecieron unos momentos cogidos de las manos, sin encontrar palabras capaces de expresar su dolor.

—¿Puedo verla? —preguntó Carmen al fin.

Manuel asintió con la cabeza.

—¿Puedes acompañarla, Inocenta? —pidió, e hizo un gesto a Santiago, el alcalde, que había permanecido en la entrada hasta entonces.

Mientras los dos viejos compañeros de partida se abrazaban, la cocina se inundó con el sonido del llanto desconsolado de Carmencita, que llegaba desde el piso de arriba.

Era ya noche cerrada cuando la necesidad de poner orden en aquel desconcierto acabó por imponerse. Había sido Domingo quien había hecho correr el ruego de que nadie más acudiera a la casa de la vega por aquel camino sin iluminar. Desde el mismo cuartel había hecho una llamada a la nueva empresa de pompas fúnebres que habría de ocuparse de trasladar el cadáver y organizar el sepelio. Aquella misma noche conducirían a Margarita a la casa de la calle Muro, donde a primera hora de la mañana se instalaría el velatorio. Allí sí, Manuel y sus allegados, a quienes se había dado aviso telefónico, recibirían las muestras de condolencia de los vecinos, que sin duda habrían de ser numerosas.

Cuando Domingo regresó a la casa de campo encontró a Manuel en el lugar donde lo había dejado, abatido hasta el extremo, y se acercó a él, decidido a tomar la iniciativa.

—Ya está solucionado el asunto del traslado y el velatorio, en un momento estarán aquí los de las pompas fúnebres. Y la familia de Margarita y la tuya han sido avisadas. Se han mostrado consternados, pero todos han confirmado que se pondrán en camino mañana a primera hora.

Manuel asintió, agradecido.

—Ahora os vais a ir a casa en el coche de Santiago. Todos, también Joaquín e Inocenta, estos días serán más útiles allí. Tendréis que intentar descansar algo antes del velatorio.

—¿La has visto?

El capitán asintió.

—Creo que no ha sufrido, el golpe contra la rama ha sido fulminante —aventuró el médico—. Se ha partido el cuello.

—Me he dado cuenta.

—No será necesario que hagáis nada, ¿no? La autopsia, quiero decir…

—No, he hablado con el juez, va a bajar ahora. Será suficiente con una inspección visual y después dará los permisos necesarios.

—Gracias. No sería capaz ni de imaginar…

—No pienses en eso. Trata de recordarla en sus mejores momentos y quédate con esa imagen.

—Es extraño, casi me consuela saber que ha muerto en el acto. No me habría perdonado saber que agonizaba en ese soto mientras yo dormía la siesta plácidamente.

Manuel rompió a sollozar de nuevo, y el capitán lo rodeó con el brazo.

—Ha debido de pasar al poco de salir de aquí. Cuando ha vuelto, la yegua estaba ya tranquila y fría. Y creo que, cuando hemos llegado, Margarita llevaba casi una hora… muerta.

—Todo eso ahora da igual, no te tortures.

—Necesito estar seguro de que no podía haber hecho nada…

—Lo comprendo.

—Estaba pasando unos días muy malos, Domingo. Mañana se cumple un año de lo de Alfonso.

—Joder, Manuel, lo siento —dijo cuando vio que las lágrimas asomaban de nuevo a los ojos de su amigo—. No puedo ni imaginar lo duro que debe de estar siendo todo esto para ti. Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que quieras.

Terminó la frase con una palmada cariñosa en la pierna.

—Lo que quieras, de verdad —insistió—. Pero ahora súbete a casa. Haz lo que hemos hablado, ¿de acuerdo? Yo me encargo de todo lo demás aquí.

Joaquín, Domingo y el sargento Bartolomé esperaron en la cocina la llegada del juez y de los empleados de las pompas fúnebres con el vehículo que había de trasladar a Margarita. El capataz, que había insistido en permanecer en la casa por el momento, les ofreció un plato de queso, pan y un vaso de vino, que aceptaron agradecidos.

—Es todo lo que tengo a mano —se excusó—. Si se hubiera quedado mi mujer habría podido cocinar algo para cenar. Además, ¿no hubiera sido mejor que se encargaran las mujeres de preparar a la difunta?

—Las cosas han cambiado, Joaquín.

—No entiendo tanta modernidad —repuso sin ocultar su irritación—. ¿Dónde se ha visto, hombres metiendo la mano en el cadáver de una mujer?

—Los empleados de las pompas son profesionales y saben hacer su trabajo.

—De todas maneras… esta familia tiene la negra —comentó el sargento, antes de apurar el vaso—. No me lo negarán.

—Ya lo puede usted decir. —El capataz asintió—. Yo no sé si don Manuel va a levantar cabeza después de esto. Mira que quería a su mujer…

—Un momento…, escuchad —cortó el sargento—. Están tocando a muerto en la catedral.

—Alguien habrá llevado el aviso.

—Mucho tocan esas campanas en los últimos tiempos, y no el toque de Gloria precisamente.

El traqueteo de un motor y el ruido de los neumáticos sobre la gravilla interrumpieron la conversación.

—Aquí están los de las pompas —se adelantó el sargento.

Cuando Joaquín abrió la puerta, el juez tenía la mano en alto, a punto de llamar.

—Buenas noches. Armando Garbayo, el juez.

—Ah, es usted. Pase, por favor —dijo, haciéndose a un lado—. El capitán Solís le espera.

—Don Armando, adelante. —El guardia civil le tendió la mano—. El cadáver está en el piso de arriba.

Joaquín hizo ademán de dejar la puerta para mostrarle el camino.

—Atienda usted a los de las pompas, yo le acompañaré —ordenó el capitán.

Los dos hombres subieron las escaleras hasta el dormitorio. Era una habitación espaciosa pero con la sobriedad propia de una casa de campo. Los sencillos muebles de madera maciza combinaban bien con las baldosas del suelo, de barro cocido, y con las contraventanas, también de madera, sujetas con grandes bisagras de hierro forjado. La cama en la que yacía el cuerpo de Margarita se hallaba en el centro de la habitación, cuya luz se había mantenido encendida. El juez se aproximó al lecho y echó un vistazo al cuerpo.

—¿Cómo ha ocurrido? Exactamente.

—Doña Margarita ha salido de la finca para dar su habitual paseo a caballo poco después de la hora de la comida, antes de las cuatro, según refieren el capataz y su esposa.

—¿Siempre salía sola?

—Al parecer así era. Don Manuel no suele montar, prefiere pasar su tiempo leyendo o dando paseos a pie.

—Siga…

—Al cabo de una hora, al filo de las cinco, la yegua que montaba ha regresado sola y desbocada. Eso ha provocado la alarma del capataz, que ha avisado a don Manuel, y ambos han salido en su busca. Joaquín lo ha hecho sobre la misma yegua, y ha sido él quien ha encontrado el cuerpo, poco antes de que don Manuel alcanzara el lugar. Ha sido a unos quinientos metros de aquí, en uno de los sotos del Ebro.

—¿Y cómo creen que ha ocurrido?

—Quizás algo haya asustado a la yegua, quizá doña Margarita la haya lanzado al galope… Es difícil de saber. Lo cierto es que el animal se ha desbocado y ha estrellado a su jinete contra una rama baja. El mismo don Manuel ha comprobado que tenía el cuello partido. Opina que ha muerto en el acto.

—Entiendo. ¿Algo que le haga pensar en la intervención de un tercero? ¿Algún signo de violencia?

—Nada en absoluto. Bastante violento ha debido de ser el impacto contra el árbol.

—¿Estaba usted presente cuando se ha trasladado su cuerpo hasta aquí?

—Sí, en efecto. Mis hombres se han encargado de hacerlo. Ya sabe que me une una buena amistad con Manuel Vega.

—Muy bien. En ese caso, como hemos hablado, considero innecesario ordenar la necropsia. Al fin y al cabo, la primera inspección del cadáver la ha efectuado un forense y, por supuesto, confío en su juicio.

—¿Puedo entonces dejar que suban los de las pompas fúnebres?

—Sí, hágalo. Antes de depositar el cuerpo en el ataúd, haré una somera inspección visual y firmaré el acta de defunción.

El capitán bajó las escaleras y, poco después, dos operarios se afanaban en subir la caja de madera utilizada para los traslados. El juez esperaba al pie de la cama cuando los dos hombres la depositaron sobre una de las alfombras que cubrían el suelo.

—¿La depositarán así mismo en el ataúd?

—Sí, en nuestro local la colocaremos en el féretro definitivo, con la ropa que nos facilite la familia.

—Adelante. Si al hacerlo observaran algo que se salga de lo normal, no duden en avisar, a mí mismo o al capitán Solís.

—Descuide, así lo haremos.

El capitán Solís llevaba más de una hora en casa de Manuel, haciéndole compañía hasta que llegaran los empleados de la funeraria con el cuerpo. A pesar de los avisos, la casa era un hervidero de antiguos pacientes de la clínica, y de amigas y compañeras de cofradía de Margarita. Se había dispuesto lo necesario para el velatorio en la biblioteca, todas las sillas de la casa circundaban la amplia habitación, y en el rincón del fondo se había colocado un catafalco para el ataúd, mediante el sencillo método de cubrir el escritorio con una tela púrpura que alguien había llevado de la catedral. Cuando dieron las once en el reloj de la plaza de los Fueros, la creciente impaciencia del capitán empezó a convertirse en preocupación. Dejó a Manuel rodeado de conocidos y, sin hacerse notar, bajó las escaleras. Se puso la capa y salió al frescor de aquella noche de noviembre, en que una bruma procedente del río matizaba la tenue luz de los faroles y presagiaba la primera mañana de niebla en la ciudad. Con el tricornio calado, recorrió las calles desiertas hasta el local de la funeraria. En la parte superior de la puerta, cerrada con dos vanos de cristal, se adivinaba la luz del interior y las sombras que proyectaban los operarios. Utilizó el picaporte con un único golpe seco y al instante oyó los pasos que se acercaban. Abrió el propietario.

—Ah, capitán Solís, es usted por fin. Llevamos media hora intentado localizarlo. En el cuartel no sabían darnos razón de usted.

Domingo se maldijo a sí mismo por el error; era cierto que había salido por la puerta de su vivienda sin advertir al cabo de guardia.

—Estaba en casa de los Vega.

—Lo hemos supuesto y acabamos de enviar a un chico en su busca. Quien sí que ha llegado ya es don Armando, el juez. Se le ha avisado tal como nos había pedido.

—Entiendo que ha surgido algún problema… —dijo, alerta.

—Mis empleados me han comentado que tenían orden de advertirles a ustedes si algo les resultaba extraño —respondió mientras lo conducía al interior.

—¿Han visto algo fuera de lo normal en el cadáver? —preguntó, con impaciencia.

—Será mejor que lo vea.

El dueño de la funeraria había abierto la puerta de una sala amplia y bien iluminada, de paredes revestidas de baldosas blancas hasta la altura de un hombre y el suelo ligeramente inclinado, que convergía en un desagüe central. Resultaba evidente que era allí donde se preparaban los cadáveres. El cuerpo de Margarita descansaba todavía cubierto con un lienzo blanco en la mesa central, flanqueado por el juez y por dos operarios, que interrumpieron su conversación al verlo entrar en la habitación. El juez dio dos pasos hacia él.

—Novedades —anunció—. Y no te van a gustar.

Los dos hombres se acercaron a la mesa. Solo entonces el capitán reparó en que el cuerpo se encontraba boca abajo. Uno de los empleados, por indicación del juez, alzó la parte central del lienzo, dejando al descubierto la zona baja de la espalda del cadáver.

Lo que el capitán había estado temiendo en los últimos minutos tomó forma ante sus ojos. Varios cortes que le resultaban dolosamente familiares daban forma a cuatro signos, que de inmediato quedaron grabados en su cerebro de manera tan indeleble como aquellas inesperadas marcas en la piel.

El capitán permaneció inmóvil un minuto, con la mirada clavada en aquellos cortes y el rostro casi tan lívido como el del cadáver.

—¡No puede ser! —exclamó al fin, volviéndose hacia el juez y negando con la cabeza—. ¿Cómo ha podido…?

—Eso deberá averiguarlo usted, me temo que va a tener que cuestionarse todas sus suposiciones.

El capitán dio varios pasos hacia atrás, alcanzó una silla de madera colocada junto a la pared y se dejó caer en ella.

—Joder, ¿y cómo le digo yo esto a Manuel?

—Sé que es su amigo. Si le parece, puedo encargarme…

Domingo negó con la cabeza.

—No, se lo agradezco… pero lo haré yo. —Se cubrió el rostro con las manos.

—Lo que resulta evidente es que, después de todo, va a ser necesario realizar esa necropsia. A primera hora habrá que avisar a un forense de Pamplona.

El capitán asintió de forma mecánica. Con los ojos cerrados, echó la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en la pared, con las manos aferradas a los bordes de la silla. De repente se levantó como impulsado por un resorte, dio media vuelta, alzó la pierna derecha y descargó todo el peso de su bota sobre la silla, que con un crujido seco acabó hecha astillas.

—¿Quién eres, hijo de puta? —bramó, prolongando cada una de las sílabas.