Capítulo 24
Martes, 28 de julio de 1936
Teresa inspiró profundamente y el aroma de la hogaza que sostenía entre las manos le hizo cobrar consciencia del hambre que sentía. Si se había alimentado desde el día de la detención de Salvador, era por el hijo que crecía en su vientre, a pesar de la aversión que le producía la mera visión de la comida. Durante aquellos días aciagos, se había conformado con lo poco que había en la despensa, pero el pan se había terminado la tarde anterior y aquella misma mañana, temprano, había acudido a la tahona donde habitualmente lo compraba. La angustia le atenazó de nuevo la garganta al recordar lo sucedido allí tan solo media hora antes.
Ya le había resultado extraño que las conversaciones se interrumpieran cuando entró en el despacho, ocupado en aquel momento por varias mujeres. Todas se volvieron hacia ella, pero ninguna la saludó, y retomaron su perorata al instante, ignorándola. Cuando la esposa del panadero acabó de atenderlas, las tres últimas se entretuvieron cerca de la puerta, guardando las barras de pan en sus bolsas de tela y hablando de asuntos demasiado intrascendentes para la situación que estaba viviendo la ciudad. Teresa aguardó hasta que le llegó el turno en el mostrador, pero la panadera volvió la vista hacia dos soldados que acababan de entrar. Decidió esperar, creyendo comprensible que se diera preferencia a los militares. Sin embargo, cuando por fin pidió su hogaza, se encontró con la expresión apurada de la mujer, que miraba de soslayo a las otras clientas, que no se decidían a salir. «No hay pan si no es por encargo», la había oído decir, incrédula. Trató de objetar que los estantes estaban llenos de hogazas, pero solo consiguió oír por segunda vez la misma negativa.
Desconcertada, había salido del horno sintiéndose observada por aquellas mujeres cuyos rostros le resultaban familiares, para dirigirse hacia otra tahona situada unas calles más allá. No se había alejado mucho cuando el sonido apresurado de unos pasos le hizo volverse. El hijo de los panaderos, un muchacho de nueve años al que conocía bien, le tendía uno de aquellos panes, al tiempo que miraba a su alrededor con gesto furtivo. El chico desanduvo el camino sin pronunciar palabra, y Teresa se quedó inmóvil en medio de la calle, pensativa, con la hogaza caliente que ni siquiera había pagado entre sus manos.
Aquella no había sido la única sorpresa que le reservaba la mañana. Al volver a casa, observó la puerta reventada de la imprenta, que ella misma había sujetado con una cuerda el día de su regreso, tras el prolongado interrogatorio al que la habían sometido. Pero también estaba abierta la pequeña portezuela que albergaba las llaves de paso y los contadores del agua en la fachada. Parecía que había algo en su interior y, al acercarse, descubrió un saco de arpillera. Al abrir la boca del saco se encontró con el color vivo de varios tomates en sazón, unos cuantos pepinos y, mezcladas entre ellos, una gran cantidad de ciruelas claudias. La sonrisa que se dibujó en su rostro al pensar en el generoso vecino dueño de aquellas ciruelas se convirtió en un gesto de amargura cuando comprendió que no se había atrevido a llevárselas sino amparado en la oscuridad de la noche.
Dentro, partió uno de los tomates, añadió sal y un chorrito de aceite, y dispuso el plato en la mesa, junto a la hogaza. Retiró del fuego una pequeña cazuela en la que había puesto a hervir un huevo, y se sentó en su lugar habitual, junto a la ventana. De forma mecánica partió un pedazo de pan, colocó el huevo pasado por agua en su soporte, rompió la cáscara con una cucharilla, le añadió sal y se llevó a la boca la primera cucharada. Comió sin ser consciente de que comía, con el pensamiento no muy lejos de allí, en la cárcel en la que permanecía Salvador.
Todavía no se explicaba por qué la habían liberado. Durante su estancia en la comandancia militar, donde había sido interrogada, había advertido la presencia de otros compañeros de partido, sindicalistas, incluso algunos maestros y maestras a los que conocía bien. En las primeras horas, el trato había sido desconsiderado, y los insultos y vejaciones, continuos. En uno de los traslados entre una y otra dependencia, había caído al suelo empujada por uno de los falangistas que la custodiaban y había llegado a temer por la suerte del bebé. Sin embargo, a primera hora de la tarde había oído la voz inconfundible de Herminio Polo en el exterior y, a partir de ese momento, las cosas habían cambiado. Le ofrecieron un plato de comida, agua, y la trasladaron a otra habitación con un pequeño camastro en el que pudo tumbarse. Al anochecer, el jefe de la Falange había entrado en la estancia en compañía de Manuel Vega, el conocido médico que ejercía su tarea en el hospital de Nuestra Señora de Gracia, además de atender la clínica de su propiedad. El médico, a quien había tenido ocasión de visitar al principio del embarazo, se mostró atento con ella, le preguntó por lo sucedido desde la consulta anterior e incluso solicitó su permiso para hacerle una exploración somera. Poco después de terminar, Herminio Polo en persona acudió para anunciarle su liberación. Se le prohibía, sin embargo, abandonar la ciudad, y para ello le retuvieron la cédula de identificación. Debía estar localizable en su domicilio de manera permanente, pero, excepcionalmente, a juzgar por los continuos traslados de hombres y mujeres hacia la cárcel, iba a ser puesta en libertad.
Mientras, aun sin apetito, saboreaba un jugoso trozo de tomate, recordó lo ocurrido a continuación. Cuando Herminio Polo se disponía a abandonar aquella estancia de la Comandancia, Teresa avanzó hacia él y lo sujetó del brazo para interrogarle acerca de Salvador. Él le había atenazado la muñeca con la otra mano hasta separarla de la manga de su camisa azul, con un gesto que solo pudo interpretar como de desprecio. «No se preocupe —se había limitado a decir con gesto hosco—, si no tiene nada por lo que responder, pronto quedará libre».
Aquella primera noche sin Salvador había sido sin duda la peor de su vida. Al regresar a la imprenta, la había encontrado abierta, con señales evidentes de que la habían registrado sin contemplaciones. Lo mismo sucedía en la vivienda del piso de arriba, cuya cerradura habían hecho saltar. Empujó la puerta entreabierta presa de la angustia, sintiendo que habían violado su intimidad, una sensación que se acentuó con la inmensa soledad que le producía la ausencia de Salvador. Entró en la vivienda solo para comprobar que todo se hallaba en absoluto desorden. Recorrió las habitaciones recogiendo objetos del suelo de forma automática, pero, cuando entró en el dormitorio que dos días antes había compartido con Salvador, se sintió incapaz de permanecer allí un solo minuto más. De no haber sido por el toque de queda, se habría lanzado a la calle para ir al convento de San Francisco, donde estaba preso su esposo, habría exigido verle… pero aquello no era posible sin exponerse a caer acribillada por las balas de alguna patrulla, algo que ya había ocurrido con un pobre muchacho en los primeros días del golpe.
Desmadejada en el sillón, había ocupado las horas tratando de hacer recuento de las posibilidades que se abrirían ante ella al amanecer, de las personas a las que podía recurrir, de los favores cuyo cobro podría reclamar en ese momento de desasosiego. Los anotó en una lista, con la que salió de casa a primera hora de aquel domingo, día de Santa Ana, la patrona de la ciudad. Solo encontró puertas cerradas, vacuas palabras de ánimo a lo sumo, gestos de fastidio ante una visita incómoda que interrumpía los preparativos para la procesión. Ni siquiera un hatillo con comida se le permitió entregar en la prisión. Las campanas de la catedral que anunciaban el inicio de la misa mayor marcaron el final de su particular peregrinación, era inútil seguir llamando a puertas que no se iban a abrir, pues quienes podían ayudarla caminaban por las calles de la ciudad, cirio en mano, aparentemente ajenos al drama que tanto ella como otros muchos vivían.
Cuando volvió a casa al filo del mediodía, había tachado los nombres de aquella lista uno a uno. El silencio la recibió de nuevo, y la sensación de impotencia y de derrota se apoderó de ella. Se dejó caer en una de las sillas, mientras cedía a la tensión acumulada en aquellos dos días, y lloró desconsoladamente con los brazos apoyados en la mesa, sujetándose el rostro con ambas manos.
Dos días después nada había cambiado, al menos para mejor. La invadía la angustia a medida que cobraba consciencia de la situación en la que se hallaba. La escena de la tahona había acabado de abrirle los ojos, pero ya antes había tenido ocasión de comprobar las murmuraciones que despertaba a su paso. El triunfo del golpe en Puente Real la había colocado en el bando de los perdedores, y veía cómo le negaban el saludo, cómo evitaban el contacto con ella. Quienes unos días antes se hubieran detenido en la calle para entablar conversación, cambiaban ahora de acera al verla acercarse en su continuo peregrinar en busca de una ayuda que nadie parecía dispuesto a prestarle.
Ansiaba saber lo que estaba ocurriendo, pero ya no quedaba nadie de los que antaño conformaran su círculo de amistades para transmitir esa información. Aquellos que no habían huido en los primeros días se encontraban en la misma situación que Salvador, cuando no habían sido trasladados a la capital por falta de espacio en las celdas de Puente Real. Entonces sí, lamentó profundamente no haber adquirido uno de aquellos aparatos de radio que comenzaban a estar presentes en algunos hogares de la ciudad. Salvador decía que prefería enterarse de las noticias en el Círculo o en la sede del partido, donde además podía comentarlas con el resto de los parroquianos y camaradas, así que Teresa decidió recurrir al único medio de información con que podía contar. Rebañó el sabroso jugo de la ensalada con el pan y se levantó para coger dos ciruelas. Cuando dio por terminado el improvisado almuerzo, dejó el plato y los cubiertos en la pila del fregadero y se dirigió a la sala de estar.
Una de las paredes estaba cubierta casi por completo por la biblioteca que entre ambos habían ido reuniendo con los años. Tras el registro, muchos de los libros se hallaban tirados por el suelo, en medio de un caos que no había tenido ni tiempo ni ánimo de organizar. Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar uno de los tomos de lo más alto. Lo depositó en la mesa de cristal y lo abrió. Salvador había vaciado el interior y el hueco contenía una cajita de madera rectangular. La extrajo con cuidado y la abrió para comprobar que la reserva de dinero seguía allí. Tomó dos billetes de cinco pesetas y los arrugó para guardarlos en el monedero.
Se miró en el espejo antes de salir con la intención de atusarse el cabello, pero la imagen que este le devolvió le hizo apartar la vista: unas profundas ojeras le enmarcaban los ojos, unos ojos enrojecidos que carecían del brillo y la viveza que su marido siempre alababa. Mientras cerraba la puerta sin cerradura fue consciente de que sus pensamientos volvían una y otra vez a Salvador, cualquiera que fuese la actividad en la que se hallase enfrascada. Bajó las escaleras pensando en él, tratando de imaginar el lugar en el que estaría recluido, pero ni siquiera sabía con certeza si continuaba en Puente Real. Había oído rumores que hablaban de traslados masivos de presos a otras cárceles, a Pamplona y al fuerte de San Cristóbal.
Caminó hacia la plaza de los Fueros con el corazón encogido, escrutando el rostro de las personas con las que se cruzaba, por si reconocía a alguien a quien recurrir en busca de ayuda. Llegó a la librería Royo y compró los dos únicos periódicos que llegaban a la ciudad, un ejemplar del El Diario de Navarra y otro del El Pensamiento Navarro, y salió del local reconfortada porque el librero no solo no le había negado el saludo, sino que se había interesado por la suerte de Salvador. Tampoco él podía hacer nada por ayudarla, sin embargo. Le informó de que la prensa de Madrid no llegaba desde los primeros días de lo que empezaban a llamar «el Alzamiento», pues la capital se había mantenido fiel a la República, y el país había quedado partido en dos, en lo que ya nadie dudaba que era el principio de una guerra civil.
Decidió no regresar a casa. El día, a pesar de todo, era particularmente hermoso, el calor todavía no resultaba agobiante, y decidió buscar un lugar discreto donde sentarse a leer los periódicos con detenimiento, a la vez que dejaba que los rayos de sol cayeran sobre su rostro demacrado. Lo encontró cerca de la escuela de la que había sido directora, un rincón que conocía bien porque era utilizado por los alumnos que decidían hacer novillos. Depositó el ejemplar del Diario de Navarra sobre el banco de piedra bajo la tenue sombra de una acacia. Uno de los titulares parecía dedicado a ella: «La enseñanza será católica en nuestras escuelas», rezaba la columna de la izquierda. El centro lo ocupaba una imagen enorme de la plaza del Castillo en la que aparecía una columna de voluntarios en formación bajo el título, escrito con grandes caracteres, «Camino de la victoria». Leyó con creciente congoja los principios educativos que, si el Gobierno legítimo no lo impedía, se impondrían en las escuelas navarras. No obstante, ansiaba encontrar algún tipo de información acerca de la situación o del futuro de los presos retenidos en las cárceles. No encontró la más mínima referencia al asunto. Leyendo aquel ejemplar, podría parecer que la vida continuaba sin alteración en la provincia. Un anuncio de Anís Las Cadenas aparecía junto a otro de una academia llamada Studios, que ofertaba cursos intensivos de verano. El Pamplona Law Tennis Club publicitaba un campeonato de tiro de pichón y solo la profusión de noticias de corte religioso señalaba un cambio drástico en aquellos diez días. Se fijó en el anuncio de un receptor de radio La Voz de su Amo, que se ofertaba por setecientas pesetas, con la posibilidad de acogerse a largos plazos. Por lo demás, había poco que destacar, las consabidas efemérides patrióticas, una nota que hablaba del aterrizaje en Pamplona de dos aviones procedentes de Madrid cuyos pilotos habían desertado del ejército republicano y el anuncio de una misa por España. Estaba a punto de cerrar el periódico cuando advirtió un pequeño recuadro en la parte baja de una página interior, bajo el epígrafe de «Gacetilla». En él se daba cuenta de un suceso que le llamó la atención: «En aguas del Ebro, y en el término del Sotillo, ha aparecido el cadáver de un hombre identificado como Pedro Pinilla Martínez, de 32 años, soltero, el cual tenía atado un cordón eléctrico desde las manos al cuello, ignorándose si se trata de un crimen o un suicidio». De nuevo, sin poder evitarlo, el recuerdo de Salvador, solo un poco más joven que aquel desgraciado, regresó a su mente. La inquietud sorda que le había producido la noticia se transformó en temor al encontrar poco después un recuadro similar en el Pensamiento Navarro. En este caso se hablaba de la muerte de un pastor de Isaba que había aparecido muerto «en el fondo de un barranco de doce metros, por el que según todos los indicios se precipitó atado de pies y manos». ¿Cómo era posible aquella coincidencia? ¿Dos hombres que se suicidaban el mismo día atándose previamente las manos? ¿Acaso era ese el destino que esperaba a aquellos que se habían opuesto al golpe? ¿Acaso era así como iban a vaciar las cárceles? Una angustia inmensa la invadió y estuvo a punto de vomitar. Consiguió contener la náusea y cerró el periódico, asqueada. Dobló los dos diarios sin ningún cuidado y los arrojó sobre una pila de leña que se amontonaba en un rincón. Pensó que al menos aquellas hojas de papel profanado por la mentira tendrían alguna utilidad si las usaban para prender una hoguera.
A pesar de la desazón que le producía regresar a la casa vacía, sus pasos la condujeron hacia ella. El calor apretaba ya, y al menos allí encontraría cobijo y un poco de agua fresca, que empezaba a necesitar. Se desvió, sin embargo, para acercarse a una cerrajería, con la intención de pedir que le cambiaran la cerradura de la vivienda, pero la persiana estaba echada. Recordó que el dueño también era un militante destacado de Izquierda Republicana, así que decidió seguir adelante, al fin y al cabo la puerta se podía cerrar desde dentro, porque el mecanismo se accionaba en el interior sin necesidad de usar una llave. Se dejó caer sobre el sillón en el que habitualmente leía, frente al balcón. Bajó la persiana, pues los rayos de sol estaban a punto de incidir sobre la fachada, y la habitación quedó en penumbra. Echó un vistazo al ejemplar de Orgullo y prejuicio que descansaba sobre la mesa contigua. Habría sido incapaz de cogerlo y leer una sola línea, a pesar del placer con que había iniciado la lectura unos días antes. Ver allí aquella portada la llevó a pensar en el vuelco que había dado su vida en apenas una semana. «Una lectura revolucionaria», había bromeado Salvador al verla con el libro entre las manos. Una vez más, un detalle nimio conducía sus pensamientos hacia él. Se hundió en el sillón y se abrazó el vientre abultado, sin molestarse en enjugarse las lágrimas que empezaban a brotar de forma incontenible.
Despertó sobresaltada, repentinamente consciente de que se había quedado dormida tras el llanto. Permaneció inmóvil un instante, disfrutando aún de la sensación de bienestar físico que experimentaba, acurrucada entre los mullidos brazos del sillón. Sin embargo, unos golpes sostenidos en la planta baja del edificio acabaron por convencerla de que era aquello lo que la había despertado. Llamaban y, por las características del sonido, creía saber quién era. Se incorporó casi de un salto, y dudó sobre la oportunidad de acercarse a la ventana antes de bajar a la imprenta, pero desechó la idea al tiempo que se lanzaba escaleras abajo, tratando aún de despejarse. Retiró con energía el cerrojo de la puerta trasera del almacén y quedó deslumbrada por la luz intensa del sol que caía ya de plano. Reconoció al instante el perfil que se recortaba a contraluz.
—¡José! —exclamó.
—Hola, Teresa, déjame pasar —pidió, obligándola a hacerse a un lado—. Estaba a punto de marcharme, pensaba que no estabas en casa.
Teresa notó las miradas desconfiadas que el muchacho lanzaba a las ventanas traseras de los edificios situados al otro lado del río.
—Lo siento —respondió azorada—, ha debido de vencerme el cansancio, llevo noches sin dormir apenas. Entra, por favor, te lo ruego.
El joven cerró la puerta tras de sí, tratando de acostumbrar la vista a la penumbra.
—¿Has visto a Salvador? ¿Sabes algo de él? Nos dijiste que estabas destinado en prisión. ¿Cómo está?
José casi rio ante aquel aluvión de preguntas. Puso una mano sobre el brazo de Teresa.
—Cálmate, por eso estoy aquí. Salvador está bien.
—¡Oh, gracias! ¡Gracias! —respondió ella, liberando la tensión acumulada durante las últimas jornadas—. ¡Y te arriesgas a venir a contármelo a plena luz del día!
—He venido a esta hora, cuando más pega el sol, porque las calles están desiertas. Estos días hago el turno de noche y me ha sido imposible aprovechar las pocas horas de oscuridad.
—¡Cuánto te lo agradezco! Pero pasa, tonta de mí, sube a casa, por favor.
El muchacho no se negó. Intuía la necesidad de conversación de Teresa, la urgencia de saberlo todo sobre su esposo y no iba a negarle la oportunidad. Atravesaron la imprenta en medio del desbarajuste producido por el registro, y José se fijó en la cerradura reventada de la casa. Poco después estaban sentados en ambos sillones.
—Así pues, no se lo han llevado…
—No, está en el convento de San Francisco, con otros muchos de Puente Real y de los alrededores.
—¿Está bien? ¿Tienen dónde dormir? ¿Y comida? —siguió inquiriendo Teresa, sin poder evitar la urgencia de su voz.
—No es el hotel Unión, pero no les falta de nada —mintió el muchacho.
—¿Y qué va a ser de él? El disparo fue un accidente…
—Tranquilízate, Teresa, todo ha pasado muy rápido. Ni las nuevas autoridades tienen claro cómo van a actuar, los expedientes se acumulan, la administración está patas arriba. Las cárceles siguen llenándose y el atasco tardará en resolverse.
—¡Pero ahí dentro hay gente que sufre! ¡Y fuera también! —protestó Teresa, alterada.
—Debes asumir que todo esto tardará en solucionarse… Es lo mejor para calmar tu sufrimiento. En ese sentido, quizá los que están dentro están más acompañados, todos se conocen y se apoyan unos a otros.
—¿Con quién está? —preguntó.
—No se puede quejar de la compañía. —José rio—. Está con Vicente, con Mauro Castilla, el director del Eco del Distrito, con uno de la CNT de la Azucarera y con Felipe, el alguacil.
—¿Cinco personas en la misma celda?
—Son amplias —volvió a mentir el guardia.
—Se llevará bien con todos —comentó Teresa, con cierto alivio—. ¿Podré ir a verlo?
—No se permiten visitas, al menos de momento —respondió José, tratando de suavizar la respuesta con la coletilla final.
—¿Y mandarle algo? ¡Me imagino la clase de rancho que les darán!
—Tal vez bajo manga… alguna fruslería quizá —concedió—. Pero nada voluminoso.
—¿Y libros? El día se les debe de hacer eterno…
—Hay poca luz dentro de las celdas, Teresa. Y sé que van a empezar a sacarlos cada día para trabajar en el exterior.
A Teresa le cambió la expresión.
—¿A la calle? ¡Entonces podré verlo!
—Verlo quizá sí, pero no se te permitirá acercarte, y mucho menos mantener una conversación con él.
—¡Me da igual! Seré dichosa si puedo verle. ¿Cuándo será eso, José?
—No creo que empiecen esta semana, supongo que ya será la próxima, entrado el mes de agosto.
—¡Estaré pendiente! Iré a la cárcel cada día, al amanecer.
—No te preocupes, Teresa, te haré llegar un aviso cuando sepa algo.
—José… —empezó Teresa, tendiendo la mano para coger la suya, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—, no te imaginas cuánto te agradezco lo que estás haciendo por mí, por nosotros…
—Es lo menos, Teresa —respondió, aceptando el contacto—. Lo que me reprocho es que no os diera tiempo a escapar.
—Tú nos advertiste. Ahora veo que fuimos nosotros quienes pecamos de un exceso de confianza. Pero te aseguro que, si lo sueltan, no pasaremos una noche más en Puente Real, a pesar de que me han retirado la cédula y se me ha prohibido abandonar la ciudad.
—Ten confianza… Las cosas volverán pronto a la normalidad. Yo rezo todos los días para que así sea.
—¡Ojalá pudiera hacer yo lo mismo! Estoy segura de que la fe sería ahora una ayuda para mí. Pero por desgracia no creo en lo que crees tú.
Sus manos se separaron, y José se incorporó en el sillón.
—Tengo que marcharme, es tarde. Hay cosas que hacer en casa antes de que empiece mi turno.
Teresa se levantó y abrió una alacena. Cogió un saquete del interior y se lo entregó a José.
—Toma, higos secos. Poca cosa es, pero no esperaba tu visita.
El muchacho se los metió en el bolsillo de los pantalones, asintiendo.
—Se los daré, descuida —dijo mientras caminaba hacia la salida.
—Deberías reparar esta cerradura —sugirió pasando los dedos por el mecanismo destrozado—. No es buena idea estar así.
—El cerrajero al que conocía ya no trabaja.
—Bien, no te preocupes, intentaré buscar alguna cerradura vieja y yo mismo vendré a colocarla.
De nuevo Teresa se emocionó mientras veía al joven perderse escaleras abajo. A punto de girar la última revuelta, se volvió hacia ella.
—Trata de hacer vida normal, y no te preocupes por Salvador, estará bien.
Teresa asintió sin convicción.
—¡Gracias, José! —gritó cuando el muchacho se había perdido ya de vista, sintiendo que el peso de la soledad caía de nuevo sobre sus hombros.