Capítulo 18

Domingo, 16 de febrero de 1936

A pesar del frío intenso de febrero y de lo avanzado de la noche, la plaza de los Fueros registraba todavía el trasiego continuo de los numerosos hombres y las escasas mujeres que se resistían a terminar la jornada sin conocer los resultados de las elecciones celebradas aquel domingo en la ciudad. Aún persistían corrillos en los que bajo el relente se comentaba el transcurso de la jornada, pero la mayor parte de los parroquianos había buscado cobijo en alguno de los múltiples bares que ocupaban los bajos de la plaza. Frente al quiosco central, las luces del Círculo Mercantil e Industrial se proyectaban sobre el suelo recién pavimentado, y el murmullo de las voces procedentes del interior alcanzaba la calle cada vez que alguien abría las puertas.

Salvador retiró el brazo que había cubierto los hombros de Teresa para sujetar el tirador y, al instante, les alcanzó aquel familiar olor mezcla del humo de estufas y cigarros y de la colonia de los domingos de decenas de hombres y algunas mujeres. Aunque el local se encontraba atestado y el vocerío resultaba incluso molesto, ambos agradecieron el ambiente tibio y acogedor mientras se desabrochaban los botones de los abrigos y echaban un vistazo por encima de las cabezas. La mayoría rodeaba un grupo de mesas dispuestas junto a los ventanales, en las que Salvador distinguió a varios miembros destacados de los partidos republicanos y de izquierdas de Puente Real, coaligados para aquellas elecciones trascendentales en la candidatura del Frente Popular Navarro. Entre ellos, sentado en posición central y al parecer concentrado en los papeles que cubrían la mesa, destacaba la figura de Aquiles Cuadra, el único candidato a diputado de la ciudad en aquellas elecciones.

Trataron de acercarse a la barra en el extremo más alejado, el único donde aún se veía algún hueco. Teresa se quitó los guantes y se frotó las manos enrojecidas, al tiempo que con una sonrisa intercambiaba saludos con los presentes, la mayoría conocidos. Uno de ellos, un apuesto muchacho que apenas superaría los veinte años, le cedió sin dudar y con gesto un tanto cohibido el taburete que ocupaba. Salvador sonrió.

—Aún conservas el respeto de tus antiguos alumnos —dijo, mientras trataba de llamar la atención de un camarero.

—Quiero creer que es aprecio, y no temor —respondió.

A pesar de su juventud, Teresa Monreal dirigía una de las escuelas públicas que se habían puesto en marcha en Puente Real al inicio de la República, la que contaba con el mayor número de alumnos en la actualidad. Estaba ubicada en un edificio histórico de la plaza del Mercadal, junto a la iglesia de San Jorge y, aunque precisaba con urgencia la mano de un ejército de albañiles, las dependencias que rodeaban su hermoso patio porticado cumplían su función en una ciudad que aún mantenía una tasa de analfabetismo inaceptable, sobre todo entre la mujeres. Habían sido su entusiasmo y su dedicación los que la habían aupado al cargo tras el fallecimiento repentino del director anterior. Aceptó la propuesta no por un afán de notoriedad, del que carecía, sino porque desde un puesto como aquel podía poner en marcha algunos de los proyectos que acariciaba desde su llegada a la ciudad. El que más apreciaba había sido la escuela vespertina, en la que se acogía sobre todo a mujeres, madres muchas, pero también a jornaleros del campo y de la incipiente industria local. Apenas sabían leer ni escribir cuando llegaban allí, en aquellas horas en que quienes no engrosaban las crecientes listas del paro obrero robaban a su descanso. Tanto Teresa como el resto de los maestros que ocupaban su tiempo en aquellas clases vespertinas lo hacían de forma desinteresada, pero todos coincidían en que la recompensa, el agradecimiento que aquellos hombres y mujeres les manifestaban a cada momento, resultaba tanto o más valiosa que el sueldo que percibían a fin de mes.

—¡Muy buenas noches! —saludó uno de los camareros con una mirada vivaz y una amplia sonrisa, al tiempo que pasaba enérgicamente una bayeta húmeda sobre el mármol—. ¿Qué se les ofrece a esta pareja?

—Te veo contento, Vicente —dijo Salvador sin responder.

—Y no es para menos, creo que hemos ganado…

—¿Y cómo lo sabes? Si aún están con los recuentos —repuso, señalando con la cabeza al grupo de cabecillas locales que se afanaban en la mesa con lápiz y papel.

—Para mí que los recuentos de las mesas ya están hechos, los interventores han ido llegando hasta hace poco. Ahora están acabando de sumar los resultados, pero no tienes más que verles la cara, fíjate en don Aquiles.

—En poco lo sabremos. Anda, pon dos cafés con leche.

—¡Marchando dos con leche! —gritó.

Cuando llegaron los humeantes cafés, Salvador y Teresa conversaban animadamente con un grupo de parroquianos. Todos los habituales del Círculo sabían de las simpatías de la pareja por la causa republicana, y de la tarea ímproba que Salvador Urrutia había llevado a cabo en su taller, imprimiendo todas las octavillas y los pasquines que el Frente Popular había empleado en la comarca en la reciente campaña electoral, así como en el mitin que el día anterior había tenido lugar en el Teatro Cervantes, en el que se habían reunido dos mil quinientas personas para escuchar a los candidatos navarros de la izquierda.

A pesar de su situación económica, relativamente desahogada, Salvador compartía con su esposa los ideales republicanos y de progreso, sobre todo en lo referente a la justicia social y la superación de las sangrantes desigualdades que marcaban la vida cotidiana de la ciudad. Si por algo anhelaba la victoria del Frente Popular, era por la promesa de la aplicación de la Ley de Reforma Agraria, que llevaría consigo la reversión de las corralizas y los comunales a sus legítimos propietarios, una aspiración ya secular de los jornaleros que trabajaban, en deplorables condiciones, las tierras que habían acabado en manos de unos pocos terratenientes. Los motivos de Teresa tenían que ver más con su vocación, la enseñanza, y ansiaba el regreso a la política llevada a cabo en el primer bienio de la República, en el que se construyeron miles de escuelas públicas, algunas de ellas en Puente Real.

—¡No dejéis que se enfríen! —advirtió Vicente, mientras servía dos vinos a su lado.

Los dos se volvieron, y Teresa se sirvió del azucarero que el camarero había dejado junto a las tazas.

—¿Qué te debo? —preguntó Salvador, al tiempo que sacaba el monedero.

El camarero se acercó a ambos y les habló en voz baja.

—Mientras yo trabaje aquí, nadie le cobrará un café a Salvador Urrutia ni a Teresa Monreal. Mi mujer no me lo perdonaría, lee y escribe gracias a ti.

Salvador soltó una carcajada.

—¡Gracias, hombre!

—Y dígame, ¿qué se siente al votar en unas elecciones siendo mujer? —preguntó tratando de cambiar de tema, aún atento a la llamada de otros clientes.

—No debería resultar tan extraño, pero lo cierto es que la novedad emociona —respondió Teresa con una sonrisa—. Aunque ya sea la segunda vez.

—Mi mujer también ha ido a votar, pero ella se estrenaba. ¡Casi le temblaba el pulso! —Rio.

Pocos se atrevían ya a cuestionar la participación de las mujeres en el proceso electoral, aunque en el ámbito de los partidos navarros de la izquierda se diera por seguro que este hecho habría de inclinar la balanza de forma definitiva del lado del Bloque de Derechas. No en vano toda su campaña se había centrado en los llamamientos a defender la religión y la patria frente al marxismo, la masonería y el separatismo, sabiendo que entre las mujeres, devotas católicas en su mayor parte, el mensaje habría de calar con facilidad.

Teresa no había aprobado la política del primer Gobierno republicano, que había prohibido a la Iglesia ejercer la enseñanza. Pensaba que lo importante era proporcionar formación a los jóvenes, aunque de paso se les adoctrinara obligándoles a aprender el Catecismo, y que un país como España no podía permitirse el lujo de prescindir de un activo tan importante de colegios y maestros. Los mismos jesuitas habían tenido que abandonar el colegio que dirigían en la ciudad, y resultaba evidente que aquello no había contribuido en nada a mejorar la situación de la instrucción en Puente Real. También Salvador se mostraba de acuerdo en aquella postura, aunque por razones más pragmáticas: estaba seguro de que la radicalidad en los postulados de la izquierda republicana podía acabar volviéndose contra ella, como había ocurrido en el año 33 y temía que pudiera ocurrir algo parecido tras las elecciones de aquel domingo. Esa misma radicalidad pasada había sido utilizada por la prensa de la derecha en los últimos días. Aún recordaba las admoniciones de El Pensamiento Navarro y del Diario de Navarra, que advertían a sus lectores de que debía evitarse por todos los medios el triunfo de las izquierdas, pues de lo contrario podría desencadenarse en el país una «hecatombe trágica», expresión que consiguió alarmarlo y que no había podido olvidar, aunque era consciente de que formaba parte de la campaña tremendista que aquella prensa había puesto en marcha en defensa de sus postulados ideológicos.

También en la prensa local se había desatado una lucha de proclamas. El Ribereño Navarro, el semanario católico de la ciudad, había reclamado la unión de las derechas en defensa de la religión, recordaba la postura de la jerarquía eclesiástica en contra de la abstención y llegó a publicar la carta pastoral del primado de Toledo en la que se instaba a los católicos a defender su religión y a votar a candidaturas cuyo programa no fuera contrario a la doctrina de la Iglesia. Por su parte, El Eco del Distrito recordaba la política agraria de los últimos gobiernos de la derecha, que había aparcado la Ley de Reforma Agraria, haciendo caso omiso de los intereses de los agricultores modestos para defender a los grandes terratenientes, con una ley de arrendamientos que oprimía a los colonos de forma inhumana. Pero también habían sido continuos los llamamientos a las mujeres, para que votaran al lado de sus familias por la candidatura del Frente Popular. Su eslogan se había hecho muy conocido y lo habían incluido en algunos de los pasquines de la campaña: «Votando a la República seréis madres de hombres libres».

Teresa sostenía el vaso entre las manos aún frías, tomando el café a pequeños sorbos, saboreándolo con deleite. Un repentino revuelo en la parte opuesta del Círculo llamó la atención de todos. Aquiles Cuadra y quienes lo acompañaban se habían puesto en pie, y el candidato local se subía en ese momento a una silla al tiempo que reclamaba silencio. Las gafas redondas le daban un aspecto intelectual y distinguido, pero su actitud y la media sonrisa que exhibía lo hacían más cercano.

—¡Buenas noches a todos! —gritó, tratando de hacerse oír—. Veo a muchos compañeros de Izquierda Republicana, pero también a socialistas y a amigos de la UGT. Todos hemos ido juntos en estas elecciones, por vez primera en mucho tiempo, y tengo que deciros que nuestra unión ha obtenido su recompensa.

El vocerío creció de nuevo, y el concejal y candidato a diputado tuvo que guardar silencio mientras trataba de apaciguar los ánimos con el gesto de las manos.

—Acaban de llegar varios telegramas, y tengo grandes noticias que daros, y también hay un fiasco, que no es tal por esperado. Empezaré por ahí: el Bloque de Derechas ha alcanzado el copo en Navarra, todas las actas de diputado son suyas —recalcó con voz clara y rotunda.

Un coro de voces desilusionadas llenó el local.

—Como os digo, nada que no se esperara, dada la tradición conservadora de esta sociedad. Sin duda la gran influencia de la Iglesia sobre nuestras mujeres ha decantado la balanza hacia el bloque, pero eso es algo que podremos cambiar en el futuro. De hecho, ya hemos empezado a cambiarlo. —Aquí el tono de su voz experimentó una inflexión, y una amplia sonrisa llenó su rostro—. ¡El Frente Popular ha ganado las elecciones en Puente Real!

Esta vez fueron los gritos de entusiasmo, los abrazos y los saltos de alegría los que interrumpieron al concejal, que contemplaba a los reunidos con expresión satisfecha.

—Todos habéis hecho un gran trabajo —dijo, tratando de hacerse oír de nuevo—. ¡Todos y cada uno de vosotros! Los grupos de propagandistas que habéis recorrido el distrito, los delegados sindicales en las fábricas… Ahí veo a los de la Azucarera, que os habéis dejado la piel pegando pasquines, ¡y veo también a quien los ha impreso!

Salvador correspondió al saludo levantando la mano.

—Dejad que os dé las cifras, acabamos de terminar el recuento provisional —continuó—. El Frente Popular ha obtenido el 49,8% de los votos, por el 48,2% del Bloque de Derechas. Pero este triunfo se ha gestado sobre todo en las zonas más humildes y deprimidas de la ciudad, con unos espléndidos resultados en el distrito de Huérfanos y también en la plaza Consistorial. Debemos un homenaje a los vecinos de esos barrios, por honrados, por decentes, por republicanos… ¡Y el mejor homenaje que podemos darles será transformar esos barrios sucios e intransitables en una taza de plata, mejorando sus condiciones de vida al tiempo que se ganan un jornal por su trabajo en el saneamiento de sus barrios!

Una ovación cerrada siguió a sus palabras, pero el candidato no se bajó de la silla. Dejó que el entusiasmo fuera apagándose antes de continuar, entre las peticiones de silencio de quienes le acompañaban.

—Como os decía… hace tan solo unos minutos hemos recibido un telegrama de Madrid, de nuestra sede de Izquierda Republicana. Aunque el gobierno de Portela aún se niega a reconocerlo… ¡el Frente Popular ha ganado las elecciones en España! —gritó con todas las fuerzas de sus pulmones—. Salid pues a difundir la noticia. Con mesura, pero celebrémoslo.

Esta vez la euforia se desató sin medida y nadie escuchó las últimas palabras. Teresa se puso de puntillas, se apoyó en los hombros de Salvador y le plantó un sonoro beso en los labios. Los apretones de manos y los abrazos se sucedían, y los hombres se tomaban de los brazos unos a otros. Solo Vicente y el resto de los camareros miraban el alboroto con gesto de aprensión, que se disipó cuando el encargado del local apareció en la barra con la orden de preparar vasos y botellas, y servir vino para todos.

Pronto, la mayor parte de los congregados había abandonado el local, y era de la plaza de donde llegaba el sonido de los vítores y los cánticos. Salvador y Teresa se acercaron al dirigente republicano, que conversaba animadamente con un grupo de militantes.

—Enhorabuena, Aquiles —dijo Salvador mientras le estrechaba la mano—. Estabas en lo cierto cuando decías que solo la unión de las izquierdas podría llevar a la victoria.

El concejal se apartó del grupo y saludó a Teresa efusivamente con dos besos, sin poder ocultar su satisfacción.

—Eso sí, me temo que no vais a poder perderme de vista. —Rio—. ¡Han conseguido el copo en Navarra!

—Supongo que ha funcionado la campaña del miedo que han hecho los medios de la derecha —apuntó Teresa.

—Ah, eso y el control sobre las conciencias que todavía ejercen los curas desde los púlpitos y los confesionarios —opinó el concejal en voz alta para hacerse oír por encima del alboroto—. No te ofendas por lo que te toca, pero es especialmente cierto en el caso de las mujeres, me temo.

—Tampoco los excesos cometidos nos han ayudado, Aquiles. Ya sabes lo que opino al respecto. Y si vais a gobernar de nuevo en Madrid, deberíais tenerlo en cuenta.

—Me temo que la voz de un concejal de provincias que ni siquiera ha conseguido acta de diputado va a escucharse poco.

—Deberíais valorar los motivos de la derrota en Navarra en la asamblea provincial y hacer llegar a Madrid vuestras conclusiones. Tú has ganado en Puente Real, y eso dará peso a tu voz —razonó Salvador—. Mucho me temo que ahora, otra vez en el Gobierno, esta gente pueda repetir los errores del pasado.

El concejal cabeceó, asintiendo.

—Por tu forma de ver las cosas, siempre he pensado que hay un hueco para ti en el partido. Y también para ti, Teresa. Confío en que algún día reconsideréis vuestra negativa. Este podría ser un buen momento. —Sonrió—. Me consta que, tras esta victoria, lo primero que hará el Gobierno es una convocatoria extraordinaria para renovar a los concejales de todos los municipios, después de las anomalías de estos dos últimos años.

—En lo que a mí respecta —respondió Teresa con la misma sonrisa—, las horas del día me resultan escasas. Hay demasiado que hacer entre nuestros propios vecinos.

—Lo sé, Teresa, pero yo tenía que intentarlo. —Aquiles rio abiertamente, mirando hacia atrás mientras se dirigía a la barra—. ¡Vicente! ¡Pon unos cafés!

—Mucho café será… —dijo Salvador con gesto de indecisión.

—Yo quiero mantenerme despejado, me temo que la noche puede traernos algún sobresalto.

—Nada más que a la gente se le ocurra pasarse por delante del Círculo Carlista o de la sede de Falange —comentó Salvador.

—Los nuestros tienen orden de evitar los enfrentamientos, pero nunca se sabe. También ellos querrán celebrar su triunfo en Navarra. Y no lo he dicho en público, pero por Madrid circulan rumores inquietantes.

—¿Otra vez lo del golpe? —preguntó Salvador.

—Así es, parece que en los cuarteles reina la agitación, y hay quien dice que algún general ha ofrecido ya sus servicios a Portela Valladares para anular las elecciones.

—¡Joder! Como se les ocurra intentarlo, esto va a arder por los cuatro costados.

—Portela convocó las elecciones pensando en una victoria del centro, de los sectores más moderados. Pero no contaba con que el miedo al fascismo iba a unir a republicanos de izquierdas, socialistas y comunistas. Si se confirma la inesperada victoria del Frente Popular, la situación se le habrá ido de las manos, y quién sabe lo que puede ocurrir después. Circulan rumores de que quiere abandonar la presidencia mañana mismo, sin esperar siquiera al recuento oficial ni a la reapertura de las Cortes para entregar el Gobierno a Azaña.

—¿Es posible que todo transcurra tan rápido? A veces los rumores corren más que la verdad.

—Todo puede ser, pero seguro que ya lleva días viéndolo venir. En cuanto se confirme la victoria del Frente, las izquierdas van a echarse a la calle para exigir su dimisión inmediata. No van a esperar a un cambio reglado de Gobierno, para dar tiempo a que el jefe de Estado Mayor, ese tal Franco, actúe por su cuenta. Yo también creo que el nombramiento inmediato de Azaña es la única alternativa al caos en las calles.

—He visto que aquí el capitán Pelegrín ya anda con la Guardia Civil alerta, supongo que para evitar altercados.

—Sí, claro. Espero que no tengan que intervenir. Mala cosa si no…

—Joder, a qué extremo hemos llegado… ¿Tú crees que esta gente va a dejar hacer ahora su política al nuevo Gobierno?

—No de momento, Salvador. Hasta que se celebren las elecciones municipales, la situación en Navarra va a ser complicada. Aunque Azaña sustituya pronto al gobernador civil y a los generales de Capitanía, la suspensión de los Ayuntamientos de izquierdas después de la revolución de octubre nos ha perjudicado demasiado, es preciso aún recuperar nuestra fuerza en los Ayuntamientos. Y no os engañéis, con la victoria de hoy en Navarra las derechas van a sentirse legitimadas para exigir que las cosas aquí sigan como están.

—Si tan solo se retomara la política de construcción de escuelas y de apoyo a la Instrucción Pública del primer bienio… —añadió Teresa, agitando el café que Vicente les acababa de servir.

—Mujer, malo será que después de estos años de Gobierno de la CEDA no notemos un cambio a mejor. Pero eso es algo que también debe impulsarse desde los Ayuntamientos, y para eso hace falta alguien con empeño. —Se llevó la taza humeante a los labios y alzó la vista entre las volutas para mirar a Teresa—. ¿Sabes? Serías una excelente concejala de Instrucción Pública.

La muchacha tuvo que contener la risa mientras dejaba la taza en la barra.

—¡Dos intentos en cinco minutos!

—Y las veces que me oirás hasta que cerremos las listas. —Rio, antes de volverse hacia un grupo de militantes que reclamaban su atención.

—¿Vamos afuera? —propuso entonces Salvador, después de empujar las tres tazas hacia el centro de la barra.

Teresa asintió, entrecerrando los ojos, molesta por el humo del local. Antes de alcanzar la salida empezó a abotonarse el abrigo de paño y alzó sus amplias solapas cuando Salvador le franqueó el paso con la puerta abierta. También él se colocó la gorra que llevaba en el bolsillo del abrigo cuando el viento helador les recordó que estaban en febrero. Teresa sabía que Salvador habría preferido llevar sombrero, pero su corpulencia casi se lo impedía, so pena de que su cabeza destacara más de un palmo por encima de los demás. A sus veintiséis años, pocos en Puente Real lo superaban en estatura y, aunque ella misma destacaba también al compararse con otras muchachas, sus ojos quedaban justo a la altura de la nuez de su esposo. De nuevo él la tomó por los hombros.

—¿Te parece que demos una vuelta hasta el hotel Unión?

—Quieres ver lo que se cuece, ¿no es así? —Teresa sonrió, asintiendo—. De acuerdo, podemos regresar hacia casa por la calle Muro, junto al río.

Teresa se dejó abrazar y empezó a caminar con la cabeza ligeramente reclinada en el hueco del hombro de Salvador. Le gustaba hacerlo así y sorprender las miradas furtivas que otras mujeres lanzaban de vez en cuando a su esposo. Claro que también ella recibía las miradas de muchos hombres, aunque en tal caso siempre solían ir acompañadas del correspondiente saludo, porque pocos eran quienes no la conocían en Puente Real, a pesar de que solo habían transcurrido cuatro años desde que, recién casados, se asentaran en la ciudad.

Salvador era oriundo de una pequeña ciudad de Vizcaya, donde su familia regentaba una productiva imprenta. Había trabajado desde los dieciséis junto a su padre y a su hermano mayor, a la vez que aprendía el oficio. Los dos jóvenes se conocieron el día en que el rey Alfonso abandonaba el país camino del exilio. Por entonces ella, dos años mayor, ocupaba su primer puesto como maestra en una humilde escuela de la misma ciudad. Su relación se consolidó durante los primeros meses de la República, hasta que las circunstancias los llevaron a Puente Real. El hermano de Salvador acababa de contraer matrimonio y en pocos meses anunció que iba a ser padre. En aquel momento, la emigración hacia Bilbao estaba esquilmando a la población de la ciudad, hasta el punto de que el negocio familiar empezó a decaer y pronto se hizo evidente que no podría dar sustento a tres familias. Cuando Salvador anunció su marcha, el padre dio cuenta a la familia de la decisión que probablemente llevaba meses pergeñando: el primogénito seguiría con el negocio, y el benjamín recibiría una sustanciosa cantidad que le permitiera establecerse en otro lugar. Se habían planteado renovar la maquinaria de la imprenta, y el patriarca de los Urrutia decidió que aquel era el momento, de forma que Salvador pudiera aprovechar el viejo material en su nuevo negocio, al menos para empezar.

Por otra parte, en aquellos meses el primer Gobierno de la República emprendía su ambicioso programa de construcción de escuelas, y la demanda de maestros era grande en todo el país, así que su mayor preocupación fue elegir el lugar donde habrían de iniciar una nueva vida juntos. La casualidad quiso que un amigo común les hablara de una pequeña ciudad de provincias en la ribera del Ebro, de tamaño muy similar a la que abandonaban, de incipiente prosperidad por su agricultura floreciente y por la existencia de una importante industria azucarera, y en la que estaba prevista la apertura de varias escuelas públicas en los meses siguientes. Un único y fructífero viaje a Puente Real les bastó para confirmar las expectativas: en efecto, la demanda de maestros era grande, y Teresa tenía asegurada una plaza para el inicio del curso siguiente.

Parecían tenerlo todo de cara: un viejo impresor de la localidad, viudo y sin hijos, cerraba en aquellas fechas las puertas de su decadente negocio que, sin embargo, ocupaba un local céntrico y amplio, muy cercano a la plaza de los Fueros, el centro neurálgico de la localidad. Salvador comprendió que no tendría que hacer una oferta demasiado generosa, y así fue. El anciano, resignado ya al cierre del negocio, vio en la providencial llegada de aquella joven pareja la manera de asegurar sus últimos años, y todo quedó ultimado para la firma del contrato de alquiler, que incluía la amplia vivienda situada en la planta superior del local. La boda civil se había celebrado en agosto y, tras el viaje de novios, regalo del padre de Salvador, en el que tuvieron la ocasión de visitar la Costa Azul, se instalaron definitivamente en Puente Real, justo a tiempo de comenzar el curso escolar.

Eran jóvenes, de modo que decidieron tratar de esperar antes de tener descendencia. Por fortuna lo habían conseguido, pues en poco tiempo Teresa se había implicado con tanto ímpetu en su trabajo y en las clases en la escuela nocturna, que mal hubiera podido compaginar su vocación con el cuidado de un bebé. Sin embargo, las cosas habían cambiado el verano anterior, tras la repentina muerte del viejo impresor. Compungidos, asistieron a su funeral y dos días más tarde recibieron la llamada del notario de la ciudad. Inquietos por las consecuencias que la muerte del dueño del local pudiera acarrearles, acudieron a su despacho, donde recibieron la noticia de que el testamento del anciano les nombraba herederos de la imprenta y de la vivienda que ocupaban. Asistieron emocionados a la lectura del documento.

Era cierto que el anciano había mostrado a Teresa su admiración por el trabajo que realizaba con los más humildes, y Salvador se había mostrado en todo momento afable con el impresor, permitiéndole incluso pasar algunas de sus muchas horas libres en la remozada imprenta, donde se sentía útil aconsejando a los aprendices recién contratados y a los empleados más bisoños. Sin embargo, la relación no había ido más allá, y el anciano había pasado solo aquellos últimos años, en la pequeña vivienda que poseía en una calle cercana. En aquel momento, asombrados aún por lo que el notario les había comunicado, lo lamentaron. No habían sabido valorar el aprecio que el viejo impresor les había profesado. La sorpresa, no obstante, llegó cuando el notario se refirió a una disposición testamentaria añadida posteriormente, y entonces comprendieron el insistente interés del anciano, que continuamente preguntaba a Teresa por una maternidad que no llegaba. El añadido especificaba que la transmisión de la propiedad se haría efectiva solo en el momento del nacimiento del primer hijo varón de la pareja. Al parecer, el anciano había querido evitar que les sucediera lo que él había tenido que sufrir, la ausencia de un hijo que heredara el negocio. Mientras tanto, deberían seguir satisfaciendo el alquiler mensual, en una cuenta abierta en uno de los bancos de la localidad, administrada por un albacea. En el momento del nacimiento del varón la pareja recuperaría aquellos fondos junto con la propiedad de la vivienda, pero si en el plazo de diez años el alumbramiento no se había producido, el importe acumulado y los alquileres sucesivos pasarían como donación al cercano hospital de Nuestra Señora de Gracia. Desde el verano anterior, las precauciones para evitar el embarazo habían desaparecido y, sin embargo, este aún no se había producido.

Una sombra de preocupación cruzó la mente de Teresa, mientras caminaba observando el vaho que salía de las bocas de ambos. Sin embargo, todos estos pensamientos quedaron aparcados cuando sintió que Salvador se tensaba, deteniéndose en seco. Al instante oyó un tumulto que iba en aumento, poco antes de que un grupo de una veintena de hombres apareciera al doblar la esquina. Eran jóvenes en su mayor parte, y Teresa creyó reconocer a alguno. Parecían avanzar en su dirección, arrastrando a otro sin ninguna contemplación, a empellones y patadas.

De forma instintiva, Salvador arrastró a Teresa hacia un portal próximo, para protegerla con su cuerpo, aunque ella se las arregló para asomar la cabeza. Cuando lo hizo, el maltratado joven alzó el rostro descompuesto y, por un instante, la luz de una farola incidió en él. Teresa no pudo reprimir un grito.

—¡Es José, tu aprendiz!

—¿Estás segura? —preguntó Salvador, con evidente inquietud—. No he podido verle la cara…

Teresa no tuvo tiempo de contestar, porque su esposo había salido ya al paso del grupo. Apartó a los dos hombres más cercanos sirviéndose de su corpulencia y la fuerza de sus brazos. Antes de abrir la boca, se había hecho idea de la situación, sabía que no era más que un grupo de muchachos exaltados y bastante ebrios, conocidos en su mayoría.

—¿Qué os ha hecho este chaval? —preguntó, plantándose en medio de ellos al tiempo que sujetaba al aprendiz por el brazo.

Habló el que parecía llevar la iniciativa, uno de los que habían empujado al joven con más saña.

—Es un puto carlista y nos ha faltado al respeto —contestó, alzando aún el brazo contra él con gesto amenazador—. Se nota que les jode haber perdido…

—Es uno de mis trabajadores, y yo respondo por él —respondió Salvador con firmeza.

Percibió que la mayor parte del grupo relajaba su actitud amenazadora, aunque el cabecilla insistió.

—¿Y a esta escoria tienes en la imprenta? —Escupió—. ¡Menuda mierda! Hijos de papá, de esos de misa diaria, pero sin ningún escrúpulo para explotar a sus semejantes.

Teresa se acercó.

—Deberías ser más selectivo con tus pullas, no puedes aplicar el mismo discurso a todos los que no piensan como tú —respondió sin ocultar su desprecio—. José es tan trabajador como el que más, y eso es lo que mi marido valora en él, más allá de su ideología y sus creencias, que respetamos.

—Vosotros veréis con quién os juntáis —replicó el muchacho cuando Salvador se puso detrás de José y lo sacó del círculo.

—Tú lo has dicho, eso es cosa nuestra —replicó él, desabrido—. Pero ya que te permites dar consejos, yo también tengo uno… para todos. Idos a la cama y dormid la mona, antes de que os pillen por la calle otros menos inofensivos que este chaval. Me parece que no tenéis idea de lo que se cuece en Puente Real y, como sigáis así, a lo mejor os ponéis en el punto de mira de gente que no va a conformarse con daros una paliza.

—Siempre la misma monserga, a ver si esa gentuza se cree que nos vamos a acojonar con sus bravatas —soltó otro—. Siempre presumiendo de que tienen pistolas, pero nadie ha visto ninguna…

—Venga, listo, solo espero que nunca tengas que recordar mis palabras —dijo mientras los tres se alejaban, de regreso hacia la plaza.

José sangraba profusamente por un profundo corte en el labio inferior. Salvador sacó un pañuelo de su abrigo y se lo prestó al muchacho.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Teresa.

—Había acompañado a mi padre hasta el Círculo Carlista, para enterarnos de la marcha del recuento. Aunque, si te digo la verdad, a mí me apetecía más tomar un café con los amigos, y eso es lo que he hecho. Ellos se han quedado un rato más, estaban escuchando la radio, pero yo me iba ya a casa, que hay que madrugar para ir a la imprenta.

—Y has salido solo… —dedujo Teresa, con tono de reproche.

—Joder, sí, como otras veces, pero hoy me he topado con esos energúmenos. Me han cortado el paso, querían que les diera la enhorabuena por haber ganado, pero enseguida han empezado a empujarme y a llamarme… Bueno, es igual —dijo mirando a Teresa—. Me he revuelto contra uno de ellos, y entonces han empezado a caerme golpes por todas partes.

—Ven a casa, te curaré esa herida —dijo Teresa.

—No, no será necesario, de verdad. Yo mismo lo haré, es solo un corte. No quiero que mi padre llegue a casa y vea que no estoy.

—Está bien, lo entiendo, pero te acompañaremos —resolvió Salvador—. Y si estás dolorido, no vengas mañana a trabajar.

—Estoy bien, Salvador. Y tenemos mucho trabajo atrasado después de la campaña electoral.

—A ver si mañana me dices lo mismo. Hemos visto los golpes y las patadas que te estaban propinando esos imbéciles. Cuando te levantes no vas a poder tenerte en pie —aseguró aún con tono de broma.

—Y gracias a que habéis aparecido…

Sonó una solitaria campanada en la Casa del Reloj cuando Salvador introdujo la llave en la cerradura de su portal, al otro lado del arco que se abría en la fachada de la plaza de los Fueros.

—¡La una ya! —exclamó Teresa, un instante antes de que la luz mortecina de una bombilla iluminara el zaguán y la escalera que conducía a los pisos superiores.

—¿Tienes sueño? —preguntó Salvador mientras subían—. Yo creo que no voy a pegar ojo, parece que esos cafés que nos ha puesto Vicente eran dinamita.

Teresa sonrió.

—Últimamente siempre andas muy despierto, justo a la hora de meternos en la cama…

—Hay estímulos que son aún más poderosos que el café. —Rio él, volviéndose para mirarla.

—Mira, en eso estoy de acuerdo…

Alcanzaron el gélido rellano del segundo piso y entraron en la vivienda. Los acogió el ambiente tibio que proporcionaba la estufa de leña y se despojaron de los abrigos.

—Se está bien —advirtió Teresa—, pero prepararé el calentador para la cama.

Salvador la tomó por el brazo, y ella se volvió.

—¿Crees que será necesario? —preguntó, con tono sugerente.

Teresa sonrió antes de que sus labios entraran en contacto, ella de puntillas, y él con las rodillas dobladas. Quizá por eso aquel primer beso tan solo duró un instante.

—Ven —dijo Salvador, sonriente, tomando en brazos a su esposa.

Entraron en la amplia habitación que hacía las veces de salón, donde aún ardían los rescoldos del leño que habían introducido en la estufa antes de salir. Salvador depositó el liviano cuerpo de su mujer en el sofá, le colocó un cojín debajo de la cabeza y se sentó a su lado, en la alfombra. Empezó a desabrocharle los botones del jersey sin prisa, y después siguieron los de la blusa. Un escalofrío pareció estremecerla cuando la mano aún fría de Salvador se posó en la piel desnuda de su vientre. La acarició con suavidad, y Teresa cerró los ojos cuando los dedos de su esposo se deslizaron hacia sus pechos, que tocó por encima del sujetador, provocando que el primer gemido se escapara de sus labios. Se puso de rodillas, y él mismo se quitó el jersey con gesto enérgico, y la camisa después. Antes de regresar al cuerpo de Teresa le soltó los tres botones de la falda, y después deslizó los dedos por aquella abertura en dirección a su vientre, mientras sus labios volvían a unirse, esta vez en un beso prolongado, anhelante y cargado de deseo. También las manos de Teresa buscaron el torso de Salvador y se deslizaron hacia su vientre. Solo se detuvieron para despojarse del resto de las ropas.

—Hoy tengo un pálpito, Teresa —dijo Salvador, en pie, tratando de librarse algo torpemente de los pantalones.

—Ah, ¿sí?

—Recuerdas cuándo nos conocimos, ¿no? El catorce de abril del treinta y uno.

—¿Y?

—Parece como si nuestro destino estuviera ligado al de la República. Y hoy es un día importante para la República. Siento que también va a ser un día importante para nosotros. Y para nuestro futuro.

Teresa sonrió y abrió los brazos, dispuesta a recibir a su esposo, que se había arrodillado de nuevo junto a su cuerpo, ya completamente desnudo.