Capítulo 4
Domingo, 10 de julio de 1949
A Manuel le gustaba madrugar los domingos y dar un paseo por el centro de la ciudad, que a esas horas aparecía especialmente tranquila, desierta a veces. Sus pasos aquella mañana le llevaron hasta la orilla del río, que se deslizaba majestuoso aguas abajo del soberbio puente medieval. Pasó junto al quiosco de la música que se alzaba al inicio del paseo y avanzó por la vereda hasta salvar la distancia, casi un kilómetro, que lo separaba de la Peñica, el lugar donde habían hallado el cadáver de Engracia. La luz de la mañana daba al lugar un aspecto completamente distinto, y en ese momento la imagen del cuerpo flotando junto a la orilla se le antojó incongruente. Se enjugó los ojos con el pañuelo antes de mirar en derredor, en busca del sujetador que faltaba en el cadáver. Caminó unos metros arriba y abajo escrutando la orilla, pero no vio nada aparte de un par de envases agitados por el ligero oleaje. Aunque en modo alguno era su función, la curiosidad le llevó a recorrer el lugar en busca de marcas de vehículos, de alguna carretilla quizás. Y las había, demasiadas para poder sacar alguna conclusión. Supuso que la Guardia Civil habría hecho ya el trabajo, y decidió regresar pasando por el cuartel. Cuando enfiló el paseo del Generalísimo vio a uno de los números en la garita, al otro lado del río. Alzó la mano para llamar su atención.
—¿Está el capitán? —preguntó tratando de no elevar demasiado la voz.
El joven guardia miró a un lado y a otro, cruzó la calle y se recostó contra el pretil del río.
—Aún no, don Manuel, pero le esperamos en media hora.
—Dile que pasaré en un rato. Tengo que hablar con él —contestó, y reemprendió la marcha.
Llegó hasta la plazuela de Calvo Sotelo y se detuvo a comprar una docena de churros recién hechos. Luego cruzó por el puente de hierro para enfilar la acera de su casa. Desayunó con su mujer, e insistieron en que Carmencita también probara aquel pequeño capricho crujiente y azucarado. Cuando sonó el primer toque para la misa de nueve en la catedral, Margarita subió a arreglarse y Manuel se dirigió a la consulta. Tomó del cajón un ligero portafolio de piel, se despidió a través del hueco de la escalera, se puso el sombrero y volvió a salir.
Siguió el paseo a lo largo del río, cruzó ante el viejo convento de San Francisco, que seguía teniendo el mismo aire siniestro, quizá porque albergaba la cárcel, aunque se había anunciado la remodelación de su enorme estructura, que adecuara las instalaciones que también albergaban el depósito militar de sementales. Después solo tuvo que cruzar la calle para plantarse bajo el enorme letrero de fondo rojigualda con el «Todo por la Patria», el lema de la Benemérita, en grandes letras negras. Domingo Solís parecía estar esperándolo. Entró en el vetusto despacho del primer piso haciendo crujir el combado suelo de tarima que quizá tiempo atrás mostrara algún brillo. El retrato del Generalísimo presidía la estancia, aunque su imagen compartía protagonismo con otra del general Mola del mismo tamaño, y una más pequeña de la Virgen del Pilar. Encima de la mesa, atestada de papeles, había un crucifijo y un pequeño mástil con la bandera nacional.
—Ya me han dicho que has estado madrugador —saludó el capitán.
—Ya sabes, a quien madruga Dios le ayuda, aunque últimamente no me prodigo tanto a esas horas.
—Haces bien, si no te hace falta. Siéntate, anda. —Señaló una de las sillas que había delante de la mesa—. ¿Te importa que me encienda un cigarro?
Domingo no esperó la respuesta para coger uno de los que tenía liados en una cajetilla y accionó un viejo mechero de yesca.
—Estos no fallan como esos modernos de gasolina —aseguró, mientras exhalaba el humo de la primera calada entornando los ojos—. ¿Y bien? Veo que me traes el informe de la autopsia… —Manuel le tendió el portafolio—. Perdóname por lo del otro día. Pensé que iba a soportarlo, pero verte cortando de aquella manera…
—Te advertí de que no sería agradable. Pocos aguantan enteros la primera vez. Por cierto… ya circula por Puente Real la historia de la víbora. Que sepas que yo no he hablado de ello con nadie.
El capitán pareció confundido.
—Bueno, puede que yo le diera alguna pista al deán, que insistió en conocer detalles de la muerte… pero no creo que él se haya ido de la lengua.
—Entonces solo queda el conserje que me ayudó cuando te caíste al suelo. Quizá vio la serpiente en el frasco sobre la mesa y ató cabos.
—Joder, ¿no te digo? Al final soy el responsable.
—De todas formas mañana mantendré una conversación con él, en su puesto la discreción debería estar asegurada.
—Bien, ¿me he perdido algo por la flojera? —preguntó mientras ojeaba el documento.
—La disección fue rutinaria, nada llamativo. Te confirmo la muerte por traumatismo con un objeto contundente y muy pesado, una barra de hierro, tal vez.
—¿Lo que podría descartar la autoría de una persona débil o de una mujer?
—Al menos reduce las posibilidades, sí. Yo diría que la muerte se produjo de forma rápida y por un solo golpe en la nuca.
—Concuerda con lo que pensaba. Quienquiera que le hiciera eso, la bajó en brazos hasta el agua por aquella pendiente, quizá después de cargar con el cuerpo hasta allí.
—¿No pudo bajar por el río? El cadáver ya flotaba.
—No, ayer lo comprobamos con unos maderos. Todos pasaron de largo con velocidad. Para entrar en aquel recodo el cuerpo tendría que haber remontado la corriente.
—¿Huellas? —preguntó, sin revelar que aquella misma mañana había vuelto a visitar el lugar.
—Es hierba y gravilla, apenas hay huellas. Y por allí anduvieron los chavales y algún curioso que se acercó antes de que llegáramos. No tenemos nada por ahí.
—Bueno, no sé si debo preguntarte más…
El capitán se lo quedó mirando un instante. Al final soltó el humo del cigarro en una media sonrisa.
—Joder, Manuel, si contigo no hay confianza… Al menos podré hablar en voz alta e intercambiar pareceres con alguien con dos dedos de frente —soltó bajando el tono—, porque este sargento que me han mandado… ¡Dios, qué pocas luces!
Manuel sonrió. Le gustaba la forma de ser del capitán, a pesar del lenguaje tosco y soez que utilizaba.
—¿Tienes alguna idea, entonces?
—Pues lo que ya sabes… Podemos descartar el móvil sexual, tú mismo dices aquí que no hubo penetración, al menos por la fuerza. Tampoco fue un robo, porque apareció con las joyas puestas.
—¿Qué nos queda?
—Queda todo lo demás, Manuel: la venganza, el despecho, que alguien quisiera deshacerse de ella porque supusiera un peligro…
El médico asintió. Cuando habló lo hizo en voz queda.
—Eso último que has dicho tiene nombre y apellidos.
—Claro que los tiene. Y no hace falta pensar mucho, cualquiera en Puente Real podría llegar a la misma conclusión solo con las informaciones que circulan de boca en boca. Si tuviera que escribir una lista de sospechosos, Herminio estaría arriba del todo, y subrayado.
—Pero Herminio es cualquier cosa menos tonto. De haber sido él, sabría que iba a estar bajo el foco desde el primer minuto.
—Herminio Polo es… Herminio Polo. Uno de los pocos en Puente Real que no tendría que mancharse las manos en un trabajo sucio como ese. Puede tener a una docena de viejos falangistas dispuestos a hacerle un favor así. —Levantó la cabeza para expulsar el humo del cigarro—. Y si no, hay sicarios que por unos cientos de pesetas le harían el trabajo. Solo tiene que recuperar algunas viejas costumbres.
—Y en ese caso, ¿a qué viene lo de la víbora? ¿Y lo de esas extrañas marcas…?
—No sé, podría ser un juego macabro de los sicarios, que encontraran la víbora por ahí y quisieran dejar clara su catadura con un juego como ese. O quizá lo hicieran simplemente para despistar, ¿qué se yo? Me resulta más chocante esto que pones aquí de las heridas en los pezones.
—A mí eso tampoco me parece tan extraño. He tenido consulta muchos años, Domingo, y he visto muchas cosas. Si estuvieron juntos la noche anterior… hay a quien le gusta jugar fuerte.
El capitán sonrió.
—¡Joder con la maestra!
—Eh, que no digo que fuera así… pero podría ser una explicación.
El capitán se quedó pensativo.
—Existe también la posibilidad de que haya otro hombre de por medio, algún amante que podría haberla descubierto con Herminio. Ahí lo de la serpiente en el coño encajaría mejor.
—No deberías descartar algo así, claro está.
—Y ya que me pongo a revelarte todos los secretos de la investigación, te diré que tenemos un sospechoso más.
—Bien, esto empieza a ponerse interesante —ironizó Manuel—. Cuenta, cuenta…
—Se trata de algo que ocurrió en el camposanto. Había apostado a uno de mis hombres en los montículos de arriba, en la subida a Santa Quiteria.
—Sí, desde allí se domina todo el cementerio.
—Quería que vigilara cualquier cosa extraña que ocurriera antes o después del entierro. No sé, alguien con actitud sospechosa, alguien que observa desde un lugar retirado… Nunca se sabe. Pues bien, como empezó a llover fuerte y todo el mundo salió pitando de allí, el enterrador se quedó solo y, aunque acabó empapado, terminó el trabajo.
—Todo un profesional…
—Lo extraño es lo que hizo después. Cuando salió del agujero, se sacó la minga y meó dentro. Y después escupió.
—¡No jodas!
—Como te lo cuento.
—¿Y habéis hablado con él?
—Claro. Pensaba que no lo estaba viendo nadie, claro, y se mostró muy asustado. Teme perder el empleo si se entera Herminio.
—¿Y qué explicación os ha dado para algo así?
—Joder, que es pariente de Josefina.
—¡Coño! —exclamó Manuel, separando las sílabas.
—En cualquier caso, Herminio se mantiene en el primer puesto de la lista, que exista otro hombre es mera especulación, y lo del enterrador… ya ves… —Hizo una pausa, mientras escachaba la colilla en el cenicero—. Mira, quizá no esté haciendo bien al contarte todo esto, pero… Engracia tenía cogido a Herminio por los huevos, y no solo literalmente. Desde la primera vez que se metió en su cama, ella debió de comprender que tenía el poder. Y bien que lo aprovechó. Todo lo que tenía se lo sacó a él, seguramente mediante insinuaciones y amenazas veladas, pero que al final no dejan de ser un chantaje. ¿Cómo te crees que consiguió el puesto de directora de la escuela nada más terminar la guerra?
—¿Y él se ha dejado someter a ese chantaje durante todos estos años? ¿Crees que a Herminio le importa algo su matrimonio? Quiero decir que quizá no le afectaran las habladurías. Es consciente de que su esposa lo sabe, pero prefiere callar para mantener su posición social.
—Manuel, entre nosotros: Herminio es un cabrón sin escrúpulos y, es cierto, Josefina le importa un bledo. Pero su carrera política no. Y sabe, o intuye, que el gobernador forzó su destitución en la alcaldía porque temía que estallara el escándalo. Así, ahora, muerto el perro se acabó la rabia. Vía libre para seguir subiendo, a Pamplona primero, quién sabe si a Madrid después. Esta gente guarda información que, de hacerse pública, podría poner en la picota a cualquier mandamás. Y quienes tienen la llave para hacerlos progresar en el escalafón lo saben. Tipos como él solo tienen que dejar caer la insinuación en el despacho adecuado, y al día siguiente aparecen nombrados en el Boletín Oficial. A Herminio solo le faltaba liberarse de la piedra que le colgaba de los cojones y, créeme, no pasará mucho tiempo antes de que tengamos noticias sobre él. Ya me dirás si me equivoco.
Manuel suspiró.
—No sé si me apetecía saber todo esto.
—Ah, pues has esperado a que terminara para darte cuenta. —Domingo rio.
—¿Y qué vas a hacer?
—Voy a llamarlo. Con la mayor discreción posible, pero voy a llamarlo. Lo he consultado con la Comandancia de Pamplona y tengo vía libre. He dejado pasar el fin de semana, porque mañana, con la actividad habitual, resultará más sencillo concertar una entrevista discreta.
—Si es como dices, ándate con cuidado. No me gustaría perder a mi pareja de guiñote por un traslado inoportuno.
El capitán hizo un gesto con el brazo doblado.
—¡Calla, joder, no seas agorero! —Rio.
—No lo digo en broma, Domingo. Aunque ahora el alcalde sea Santiago, todo el mundo sabe que las decisiones las sigue tomando Herminio.
—No, hombre. No llegará la sangre al río. Bueno —se interrumpió al reparar en la inconveniencia de la frase—, espero que al menos no la mía.
Manuel se levantó y recogió su portafolio.
—Te veo mañana en el Casino —dijo desde la puerta—. El cura y el alcalde se van mereciendo una lección de humildad.
—Hasta la vista, Manuel —respondió.
En la salida recibió el relajado saludo militar del número de guardia. La reciente remodelación del paseo del Generalísimo, en el margen opuesto del río, lo había transformado por completo, y para bien. Al pasar por delante, se fijó en la fuente que habían colocado junto al acceso, en las proximidades del hotel Unión, con un pez que vertía el agua por la boca sobre un recipiente inferior en forma de concha. Solo restaba que llegaran a buen puerto las interminables gestiones para cubrir por completo la maloliente rambla, desde la plaza de los Fueros hasta la confluencia con el Ebro. La ciudad entera lo agradecería, pero él más que nadie, pues la fachada principal de su residencia daba al cauce que, sobre todo en verano, y si el Ayuntamiento no andaba listo con la limpieza, acababa convirtiéndose en un foco de insectos, ratas y malos olores.
Caminó hasta allí buscando la sombra de los árboles e introdujo la llave en la cerradura pensando en la frescura del amplio vestíbulo de entrada. En cuanto se abrió la puerta, supo que algo iba mal. Oyó los sollozos apagados de Margarita, y al momento la voz de Carmen, que trataba de calmarla. Arrojó el portafolio y el sombrero a un sillón y se apresuró hacia las escaleras. Su esposa se hallaba arrodillada en el reclinatorio del descansillo con el rostro enterrado entre las manos y lloraba con desconsuelo. La muchacha lo miró con una mezcla de lástima e impotencia, con una mano apoyada en el hombro de su señora.
—¿Qué ha ocurrido?
Carmencita señaló con la cabeza hacia lo alto. Desde allí se veía la puerta entreabierta de la habitación de Alfonso.
—¡Has entrado! —exclamó en una mezcla de pregunta y afirmación—. Pero no pasa nada, cariño, tranquilízate.
—No sé cuánto tiempo lleva así, la he encontrado aquí al volver a casa.
Entonces fue él quien tomó a su esposa por los hombros. Carmen interpretó con rapidez el gesto de Manuel y descendió las escaleras para dejarlos solos. Al instante se oyó el ruido del picaporte de la cocina.
—Levanta, mujer. Te acompañaré a un lugar más cómodo —dijo, ejerciendo una cierta presión sobre sus brazos.
Margarita se descubrió el rostro, pero mantuvo las manos ante los ojos, aún cerrados. Luego, con lentitud, se apoyó en el reclinatorio y se alzó muy lentamente con la ayuda de su esposo. Cuando se encontraron frente a frente, abrió los ojos por fin, y Manuel descubrió en ellos una pena infinita. La abrazó con fuerza, luchando por contener las lágrimas. Permanecieron así un instante hasta que, poco a poco, se separaron.
—Bajemos al comedor —sugirió Manuel—. Allí podremos hablar.
Descendieron despacio y entraron en la amplia habitación que se abría a la izquierda. Las persianas de la parte frontal estaban bajadas casi por completo y reinaba una agradable semipenumbra. Manuel condujo a su esposa hacia el sofá que ocupaba el fondo de la estancia, bajo un hermoso óleo que reproducía al arcángel san Rafael en tonos dorados.
—Le diré a Carmencita que te prepare una tisana, te hará bien.
Regresó al instante y la encontró incorporada en el asiento, respirando larga y profundamente, como tratando de recuperar la serenidad y el aliento.
—Creía que estaba preparada… —musitó.
—No has debido hacerlo estando sola.
—¡Ha sido como regresar a aquel día horrible!
—Debemos darnos tiempo —se limitó a responder mientras se sentaba a su lado y la tomaba de la mano.
—Sé que esta pena no me abandonará mientras viva —se lamentó con amargura—. Jamás podré librarme del dolor… y de la culpa.
—Calla, Margarita. ¿De qué culpa hablas?
Se volvió hacia él, con una expresión dura y asqueada.
—No has entendido nada. ¿Es que no lo ves? ¿No ves que todo lo que nos ha ocurrido es solo un castigo por nuestros pecados?
Manuel se levantó airado y se dirigió a una de las ventanas.
—¡Empiezas a desvariar de nuevo! —acertó a replicar, irritado—. Fue un accidente, tan solo un triste y desgraciado accidente. ¿Quién te mete esas ideas en la cabeza?
—Algún día lo reconocerás…
—¡No hay nada que reconocer, Margarita! —gritó—. ¿Es ese cura al que confías todas tus intimidades? Te diré lo que vamos a hacer… Mañana mismo haré que Carmencita vacíe esa habitación, y donaremos lo que hay en ella a la beneficencia. ¡Y se acabaron la oscuridad, el silencio y el luto en esta casa! Quiero escuchar de nuevo esa radio en la sala de costura. Y te diré algo más: no pienso salir de la ciudad cuando empiecen las fiestas, como me habías pedido.
Manuel vio que lloraba de nuevo, pero esta vez estaba dispuesto a impedir que su matrimonio se precipitara por la misma pendiente de antaño. Siguió hablando, con más determinación de la que recordaba haber mostrado jamás con su esposa.
—Mira, Margarita —tragó saliva—, no puedo obligarte a recuperar la relación con tus amistades, pero sí te pido que vuelvas a salir de casa, a montar a caballo, a pasear hasta la finca de la vega. ¿Me oyes?
Hurgó entre las cortinas, tiró con fuerza de la cinta de la persiana, y la luz del sol inundó el salón.
—Se acabó, Margarita —dijo sereno, con los ojos entornados—. Nueve meses de luto son suficientes.