Capítulo 6

Miércoles, 27 de julio de 1949

—¡Adelante! —Manuel alzó la vista del informe que estaba terminando de releer.

La cabeza del capitán Solís asomó por la puerta del depósito. Anochecía ya, pero el calor parecía no ceder, a juzgar por el cerco de sudor y el cabello empapado que el tricornio le había dejado en la frente. De inmediato, su vista se desvió hacia la sábana blanca que cubría el cadáver, dispuesto aún en la mesa de disecciones. Un flexo cromado proyectaba un haz de luz amarillenta sobre la mesa de Manuel.

—¿Molesto? —preguntó, sin ocultar el gesto de desagrado que le producía el lugar.

—En absoluto, estaba a punto de llamarte al cuartel. Acabo de terminar el informe.

—¿Novedades?

Manuel asintió lentamente con la cabeza.

—¡Y tanto! Anda, pasa. Y siéntate. —Señaló un taburete de madera al otro lado de la mesa.

—¿De qué se trata?

—¿No lo imaginas?

—¡Joder, no! ¿Qué tengo que imaginar? No me hagas pensar más, anda, que no sabes qué día llevo.

Manuel sonrió.

—Pues que puedes borrar a Herminio de la lista de sospechosos en el asesinato de Engracia.

—¿Y cómo estás tan seguro?

—Porque el asesino de ambos es el mismo.

—¿Y eso lo has sabido haciendo la autopsia a su cadáver? ¡Joder con el medicucho!

—Parece que ese cabrón quiere ponérnoslo fácil. Se empeña en dejar pistas. Lo entenderás en cuanto te enseñe un par de cosas —dijo, poniéndose en pie.

—¡Eh, otra vez no! ¡A mí no me jodes la cena! Prefiero ver el informe.

—Como quieras. —Sonrió—. Yo te lo explico, aunque hay algo que sí que quiero que veas. Para empezar, te diré que la causa de la muerte es la misma, un golpe en la nuca con un objeto pesado y contundente. Pero hay algo más: a Herminio le han cortado la lengua.

—¿Que le han cortado qué?

—La lengua, de un tajo. Y, como en el caso de Engracia, después de muerto.

—¡Joder qué carnicero! ¿Es que no le bastaba con cargarse a los dos tortolitos? ¿Además tiene que entretenerse en hacerles la puñeta después de muertos?

—Eso por un lado, Domingo…, pero ahora me vas a hacer el favor de venir aquí porque te voy a enseñar algo —indicó mientras se levantaba y se acercaba al cadáver.

—Supongo que no me queda otra…

—Tranquilo, solo te voy a enseñar la espalda. Mira.

El capitán emitió un silbido prolongado.

—¡Coño! ¡Esto sí que es bueno!

Manuel siguió sosteniendo la sábana para que Domingo contemplara las marcas con detalle.

—Son cortes, parecidos a los de Engracia, y en el mismo lugar.

—Pero forman signos distintos. ¿Tú qué ves?

—Yo creo que está muy claro: un seis, en números romanos, y después un dos.

—No hay duda. Incluso se ha molestado en añadir un trazo oblicuo para evitar la confusión posible entre un dos y una zeta. Te lo he transcrito en el informe —dijo yendo hacia la mesa.

Domingo tomó la carpeta y contempló los trazos reproducidos por Manuel.

—¿Entiendes ahora por qué te digo que el asesino es el mismo?

Domingo asintió con el informe entre las manos.

—Pero ¿qué quiere decir todo esto? Estos números, la serpiente, la lengua…

—Llevo todo el día dándole vueltas, pero no doy con la clave. He pensado en algún tipo de simbología relacionada con los evangelios, algo que pudiera conducirnos hacia algún versículo determinado, sin embargo, el formato, la combinación de letras y números no tiene nada que ver.

—Joder, qué imaginación. Lo que parece evidente es que, quienquiera que haya hecho esto, lo ha hecho en venganza por su relación sentimental. Pero ¿quién?

—Josefina sería incapaz de matar una mosca, y mucho menos de colgar a su marido de una noria. ¿Tiene parientes?

—Sí, el primo enterrador. Aunque tiene dos hermanos también.

—Quizá deberías investigar por ahí.

Domingo asintió.

—Lo sé, Manuel. Con Herminio muerto, la familia de Josefina pasa al primer lugar en la lista, y estoy pensando en detener al enterrador para sacarle lo que sabe, aunque mear en una tumba le puede costar el puesto, pero delito no es. Queda también la opción del tercer hombre, un posible amante de Engracia.

—¿Qué quieres decir? —Se pasó el pañuelo por los ojos.

—Imagina que Herminio hubiera matado a Engracia por celos, por despecho o para deshacerse de ella, ¿por qué no? Si el supuesto amante pensara que Herminio había sido el culpable, ¿no podría haber sido él quien planeara su asesinato por venganza? Además, en circunstancias parecidas, con el cadáver en el río, una muerte similar…

—Te olvidas de las marcas… ¿Cómo iba a saber ese presunto amante lo de las marcas en el cuerpo de Engracia? Es el único detalle de su muerte que no ha trascendido.

Manuel suspiró, desalentado.

—Eso es verdad —concedió—. Y son iguales…

—Así es, Domingo. Apuesto a que han sido grabadas por la misma mano y con el mismo instrumento.

El capitán se puso en pie y se acercó a la ventana, en la que ya no se reflejaban más que sombras.

—Joder, Manuel, te juro que esto empieza a superarme. Yo no soy más que un guardia civil de pueblo y no sé si estoy preparado para esto… No veas cómo estaba esta mañana el comandante. El muy cabrón me ha cargado con toda la responsabilidad de la investigación, sin importarle la falta de medios, de personal…

—Sabes que me tienes aquí si puedo servir de ayuda.

—¡Pero si ya te estoy estrujando! Estás tan metido en esto como mis propios hombres, y sabes más que ellos. —Domingo rio.

—Tarde o temprano darás con el culpable.

—Espero que sea más pronto que tarde, porque ahora sí que creo que nuestras partidas de guiñote peligran. Al menos mi mujer y los chicos están en el pueblo, y puedo dedicar todo mi tiempo a este asunto.

Manuel se levantó de su silla.

—¿Sabes lo que creo? Que ha sido un día muy largo. Lo mejor que podemos hacer es meter a Herminio en la cámara y marcharnos a tomar un vino antes de la cena. Es el turno de los de pompas fúnebres, estarán a punto de llegar para preparar el velatorio.

—Prefiero que no me vean tomando vinos hasta que resolvamos esto.

—Entiendo… En ese caso vamos a hacer una cosa: pásate por el cuartel para dar aviso y te vienes a cenar a casa. Después de un día como hoy, un buen rioja de esos que guardo en mi bodega nos hará bien.

—No te molestes, Manuel.

—No es ninguna molestia, todo lo contrario. Además quiero comentarte algunas ideas de las que no te he hablado hasta ahora.

—¿Sobre los crímenes?

—Bueno, sí. Recuerdo haber leído algo sobre los castigos que se contemplaban en algunos códigos legales hace siglos, que consistían básicamente en mutilar el órgano con el que se había pecado. Ahí tienes la misma Biblia… ¿Recuerdas el Sermón de la Montaña? Aquello de «Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo». O la sharia musulmana, que castiga a los reos de robo con la amputación de una mano.

—Hombre, eso encajaría con la serpiente en el sexo de Engracia y con las erosiones en sus pechos. Pero a Herminio lo que le han cortado es la lengua, no la polla…

—Bueno, es solo una idea. Buscamos un hilo del que tirar para desenredar este ovillo. Quizás el rioja y la cena de Carmencita nos ayuden a pensar.

Salieron del hospital por la puerta más próxima a la iglesia de Nuestra Señora de Gracia, y Manuel se acercó a leer la esquela que colgaba ya en el tablón de la fachada.

—El entierro, mañana a las seis —dijo—, y el velatorio, en el salón de plenos del ayuntamiento.

El capitán soltó un silbido.

—Eso es que esperan la llegada de gente de fuera y quieren darles tiempo para el viaje. Y la presencia de gente importante significa que crecen mis problemas.

Rodearon el quiosco y se dirigieron hacia la calle Muro. La plaza se encontraba atestada de gente, que no terminaba de asimilar que los tres días de luto decretados hubieran puesto fin de forma tan abrupta a las fiestas patronales. Pasaban ante la terraza del bar Aragón cuando un hombre salió del mismo de manera precipitada. A pesar del calor, iba trajeado, aunque sin corbata. Lucía un sombrero que acentuaba su altura y portaba al hombro lo que parecía una voluminosa cámara fotográfica.

—Discúlpeme, el capitán Solís, ¿no es cierto? Vengo de Madrid, trabajo para El Reportero —se presentó tendiéndole la mano—. ¿Sería usted tan amable de responder a unas preguntas?

El capitán correspondió al saludo pero no se detuvo.

—Discúlpeme usted, pero no estoy autorizado para hacer ningún tipo de declaración —se limitó a afirmar al tiempo que doblaban la esquina.

—¿Es cierto que los dos fallecidos mantenían una relación sentimental? ¿Podemos encontrarnos ante un crimen pasional?

—Le repito que no puedo revelar ningún dato de la investigación, tendrá que hablar usted con el juez. Y le advierto que se ande con cuidado con lo que dice, ciertas afirmaciones pueden atentar contra el honor de las personas.

—Solo busco confirmación por su parte de detalles que circulan de boca en boca, como el asunto de la víbora. Serán publicados si usted no los desmiente.

—Le he dicho que no tengo nada que decir —atajó deteniéndose con brusquedad—. Y le ruego que deje de importunarme si no quiere buscarse problemas.

Con el rabillo del ojo, Manuel comprobó que el periodista se quedaba plantado en la calzada. Un instante después, llegaron a la puerta de la clínica, aunque ambos pasaron de largo.

—¡Esto era lo que me faltaba! —explotó el capitán, irritado.

—Te acompaño hasta el cuartel. Espero que haya desaparecido cuando regresemos.

Por segunda vez en menos de tres semanas, el enterrador hubo de hacer su trabajo bajo la mirada de cientos de personas, muchas de ellas autoridades y gente principal. En esta ocasión la inhumación tuvo lugar en el sepulcro de los Polo, compuesto por dos fosas paralelas al pie de un magnífico monumento que representaba la resurrección de Jesucristo, realizado en mármol y alabastro. La lápida derecha, la que iba a cubrir la fosa, se encontraba en el taller de los marmolistas a la espera de ser grabada con el nombre del difunto y la fecha del óbito. Por eso, cuando terminó de alisar el cemento que debía sellar la cavidad, salió de la sepultura y pidió a su joven ayudante que le ayudara a extender la lona que, de manera provisional, lo protegería de la improbable lluvia, sujeta con cuatro pesados ladrillos.

Cuando, apenas media hora después, terminaron de limpiar el material, se lavaron en la pileta del almacén y emprendieron juntos el camino a la salida. El sol ya declinaba, y los cipreses proyectaban sus sombras sobre aquel extenso bosque de tumbas que cada día les recordaba la fútil vanidad de los vivos. El enterrador tocó la campanilla de la puerta, advirtiendo a los rezagados que había llegado la hora de cierre del camposanto. Repitió el aviso dos veces más mientras paseaba la mirada por el recinto. Alzó los ojos también hacia el monte de Santa Quiteria, que se elevaba más allá de la tapia del fondo, y, entonces sí, creyó percibir un movimiento apresurado entre los pinos. Seguro de que ya no quedaba nadie en el recinto, cerró la puerta y echó la llave en la cerradura engrasada. Cuando llegaron a su vivienda, el enterrador se despidió del muchacho, que siguió camino hacia Puente Real, y entró en su casa.

Un fino gajo de luna creciente se alzaba sobre los cipreses cuando de nuevo dejó la casa y caminó hacia la tapia del cementerio. Tres solitarias bombillas protegidas por sombreros de metal, situadas entre los accesos al camposanto, emitían una luz amarillenta incapaz de disipar las sombras. Introdujo la llave en la cerradura y la puerta giró sin ruido sobre sus goznes. Cerró tras de sí y avanzó por el pasillo central oculto por las sombras. Sonrió entre dientes al ver la luz azulada de uno de aquellos fuegos fatuos que en las noches de verano solían asustar a los caminantes poco avisados que bordeaban las tapias del cementerio. Llegó a la sepultura de los Polo y, sin prisa, levantó dos de los ladrillos que sujetaban la lona, la retiró y dejó al descubierto la fosa.

—Hola, cabrón, aquí me tienes de nuevo —dijo, antes de escupir con fuerza hacia el hueco—. Esta vez estamos solos. —Con lentitud, se desabrochó los botones de la bragueta. El chorro de orina salpicó el cemento fresco—. Que todos los demonios del infierno vengan esta noche en tu busca, hijo de la gran puta.