Capítulo 16

Miércoles, 16 de noviembre de 1949

Manuel cerró la puerta tras de sí y se volvió hacia Domingo al tiempo que se subía las solapas del abrigo, encogido. Se ajustó el sombrero mientras el capitán hacía lo mismo con el tricornio y se metió la mano en el bolsillo para sacar el pañuelo con el que secarse los ojos. El cierzo soplaba con fuerza, pero la tarde era soleada, y Domingo lo había arrastrado fuera de casa después de diez días sin pisar la calle. Su intención, había dicho, era pasar por el cuartel para comprobar que no hubiera ningún asunto pendiente y dar juntos un largo paseo por los arrabales, a modo de ronda.

—¡Joder, qué cierzo! Engaña el día —dijo el capitán con los ojos entornados, ajustándose la capa.

—Vas a tener razón, con este paseo me voy a despejar seguro —respondió Manuel, con cara de circunstancias.

—¡Ah, esto es sano! —respondió Domingo mientras bordeaban el río en dirección al cuartel.

Al llegar a la plaza de Calvo Sotelo, un cierto revuelo en la puerta del hotel Unión atrajo la atención de ambos. Había dos enormes y lujosos vehículos negros aparcados en la puerta, y los mozos del establecimiento cargaban con el equipaje hasta el interior ante la mirada curiosa de los transeúntes. También a los balcones del casino situado enfrente se habían asomado algunos parroquianos, que alzaron la mano en señal de saludo al ver a los dos amigos al otro lado del puente.

—Matrícula oficial y peces gordos… —observó Domingo.

—Quizá sea por fin la delegación del Ministerio que se esperaba, por lo del nuevo Centro Rural de Higiene.

—Ah, ¿los de Sanidad?

—Supongo, hace ya un año que se anunció la construcción con cargo al Ministerio, y el Ayuntamiento cedió los terrenos de la calle Eza en marzo, pero las obras aún no han empezado.

—En ese caso, es una buena noticia para ti. ¡Mira que has dado la lata con ese centro!

—Ya me enteraré. Lo que me extraña es que Santiago no me haya dicho nada.

—Estos del Ministerio aparecen cuando menos se les espera y, además, exigiendo que todo el mundo les haga reverencias.

Continuaron por la calle General Mola, pasaron ante el convento de San Francisco y poco después estaban ante la puerta del cuartel. El cabo de guardia se cuadró.

—¿Alguna novedad?

—Mi capitán, le esperan dos hombres en su despacho. El cabo Guzmán ha salido en su busca.

—¿En mi despacho? —preguntó sorprendido—. ¿Quién cojones les ha dejado subir a mi despacho?

—Mi capitán, son agentes del Ministerio de Gobernación, el sargento Ramírez ha comprobado sus credenciales. Está arriba, con ellos.

—Esto me huele mal, Manuel. Esta gente viene por el asunto de los asesinatos.

—No te preocupes, atiéndelos. Daré ese paseo solo.

—No, sube. Si ese es el motivo de esta intromisión, como forense, puedes aportar detalles que a mí se me escapan.

Manuel pareció dudar.

—Por favor… —insistió el capitán.

Los dos hombres subieron junto al cabo hasta el descansillo de la primera planta. La puerta del despacho se encontraba abierta, y la figura de uno de los agentes se recortaba contra el ventanal. No vieron al otro hasta que alcanzaron el dintel: estaba arrellanado en su sillón, con los brazos cruzados a la altura del pecho y aire de impaciencia. El sargento se quedó junto a la puerta, con expresión de disgusto. No cabía duda de que les había oído llegar, porque se encontraba vuelto hacia ellos, dispuesto a explicarse.

—Mi capitán —dijo, alterado, señalando a los dos hombres que ya se encontraban en pie frente a ellos—, estos señores afirman que son enviados del Ministerio de Gobernación. He comprobado sus credenciales.

El hombre que había ocupado su silla se adelantó y le tendió la mano.

—Soy el coronel Mariano Rozas. Y este es el comandante Alberto Iglesias. Ambos desempeñamos nuestra labor en las dependencias del Ministerio de Gobernación, en Madrid.

Mientras se presentaban, el capitán los observó con detenimiento. Al de mayor rango le adjudicó una edad cercana a los cuarenta y cinco. Era seis dedos más bajo que él y entrado en carnes. Peinaba hacia atrás el escaso cabello que conservaba con una generosa dosis de gomina, lo que, con el bigotillo recortado que lucía, reflejaba de forma inequívoca su filiación. El comandante era mucho más alto, unos años más joven, y su rostro afeitado con esmero le otorgaba un aspecto pulcro y cuidado. Ambos vestían trajes grises y camisas que solo se diferenciaban en el tono de azul.

—Les presento a Manuel Vega. Es médico y…

—… Y forense, estamos al corriente —le interrumpió el coronel—. Permítame transmitirle nuestras condolencias por el trágico suceso que le ha afectado personalmente.

—Gracias —respondió Manuel mientras les estrechaba la mano.

—No le sería sincero si le oculto que es precisamente la muerte de su esposa lo que motiva nuestra presencia aquí. Este asunto se nos está yendo de las manos, y en las altas esferas empieza a cundir la preocupación.

—Con el debido respeto —intervino el capitán—, se han presentado ustedes aquí, sin previo aviso, han ocupado mi despacho… ¿Sería descabellado pedirles una explicación?

—En primer lugar, este ya no es su despacho —respondió el coronel tendiéndole un documento con el membrete del Ministerio de Gobernación—. Ha sido usted relevado, y desde este instante yo asumo el mando en la ciudad.

—Discúlpeme, coronel, pero no tengo ninguna comunicación de la Comandancia de Pamplona y…

—Por favor, capitán, moléstese en leer la firma del documento que tiene en las manos. Es del ministro de Gobernación. Como le digo, en Madrid se considera de vital importancia dar con el asesino; la imagen del propio Gobierno empieza a estar en entredicho. Yo mismo estoy por encima del jefe de la Comandancia de Pamplona. ¿Le queda claro?

—Sí, coronel —asintió Domingo, aceptando la autoridad del hombre que tenía delante.

—Hoy mismo nos pondrá usted al corriente de los pormenores del caso. Instalaremos aquí el puesto de mando, aunque nosotros y los hombres que nos acompañan nos alojaremos en el hotel Unión. Y nos pondremos manos a la obra sin perder un día más. Este asunto se ha declarado prioritario, el propio Caudillo ha sido informado, y no se van a escatimar medios. Nos ocuparemos de que dejen de filtrarse a la prensa detalles de la investigación que deberían mantenerse bajo el máximo secreto.

—¿Insinúa usted…? Si se refiere a ese periodista de El Reportero

—No es mi estilo andar con insinuaciones. ¿Qué día es hoy? Miércoles, ¿no? Pues le informo de que la edición del lunes de El Reportero fue secuestrada por orden del propio ministro, cuando ya estaba en talleres. Hablaba, con todo lujo de detalles, de las marcas encontradas en los cadáveres, incluido el de su esposa… Ha sido necesario ejercer toda nuestra autoridad y amenazarles incluso con cerrar el periódico si persisten en su actitud.

—¡No puede ser! —exclamó el capitán—. Solo un reducido grupo de personas está al corriente…

—Pues ha fallado usted a la hora de mantener sus bocas cerradas —intervino por primera vez el comandante, adusto.

—Me imaginaba una ciudad más populosa, quizá porque había oído hablar de su catedral, pero una vez aquí me da más la sensación de estar en un pueblo grande. ¿Cómo es posible que en cuatro meses se les haya escurrido entre los dedos un asesino que ha actuado cuatro veces?

—Le aseguro que todos nos hemos volcado en el asunto, y esta desgracia que nos ha caído encima sigue quitándonos el sueño. Pero debo advertirle que nos enfrentamos, me temo, a un asesino calculador, despiadado y muy inteligente.

—Estamos seguros, y por eso estamos aquí.

—Les deseo toda la suerte del mundo y haré lo posible por colaborar con ustedes. Nada me haría más feliz que… que dieran ustedes con él, mañana mismo.

—En ese caso empiece por desalojar este… despacho. —Miró con gesto de desagrado la envejecida tarima, con el tono de quien está acostumbrado a imponer su autoridad—. Mientras, nosotros regresaremos al hotel para terminar de instalarnos allí y dar las órdenes precisas a nuestros hombres. Recopile cuanta información tenga disponible y téngalo todo dispuesto a nuestro regreso. Digamos que en hora y media.

El capitán asintió, resignado.

—¿Tendría usted inconveniente en acompañar al capitán Solís, doctor? Sus informaciones y su opinión como forense pueden resultar relevantes.

—Por supuesto, coronel. Pero permítame decirle que el capitán es un hombre competente y entregado, y si no ha dado con el criminal no es por falta de pericia ni de método.

—En ningún momento lo hemos puesto en duda, doctor, créame.

—En ese caso, excuse mi error de percepción.

El coronel se volvió cuando ya salía por la puerta.

—Veo que ustedes son buenos amigos, pero le advierto que, aunque no esté usted bajo mi mando directo, ahora soy aquí la autoridad y debería dejar de utilizar ese tono para dirigirse a mí, si no quiere que lo acuse de desacato.

—Estoy seguro de que no ha sido la intención del doctor…

—¡Buenas tardes, señores! —cortó el coronel, girando con un taconazo para salir hacia las escaleras.

Manuel y Domingo se miraron mientras oían el eco de las enérgicas pisadas sobre los peldaños.

—¡Joder, con los del Ministerio! —soltó el sargento, que había permanecido mudo durante toda la entrevista—. ¿Han oído? ¡Hasta el Caudillo sabe de los sucesos de Puente Real!

—Bien —contestó Domingo—, lo que tenía que pasar ya ha pasado. Y no creáis que lo lamento, de alguna manera siento que me he quitado un gran peso de encima.

—Hasta ahora toda la responsabilidad caía sobre tus hombros. Ahora que apechuguen ellos, y Dios quiera que no aparezca un nuevo cadáver.

—Joder, toca madera —repuso el capitán.

—No, que no ocurra nada más, pero es muy bonito venir aquí a toro pasado y con esos aires de superioridad… —insistió el sargento.

—Venga, basta de cháchara —espetó Domingo—. Tenemos hora y media para recoger todas nuestras cosas y preparar la documentación del caso. Y me gustaría pasar un momento por casa, para contarle las novedades a mi mujer.

—Yo os dejo —anunció Manuel—. Terminaré ese paseo, iré a por mis propias notas y estaré aquí para esa hora.

Domingo asintió y lo siguió con la mirada hasta que salió del despacho. Lo llamó cuando se apoyaba ya en el pasamano de la escalera.

—¡Manuel!

El médico se volvió.

—Gracias por tu defensa. Ha sido valiente…

—E inútil —respondió, con un gesto con el que pretendía quitarle importancia al asunto.

No había bajado cuatro escalones cuando tuvo que detenerse para dejar paso al cabo Guzmán. Este subía sin aliento, encarnado, y las venas de su frente parecían a punto de estallar. Pasó por su lado como una exhalación, subiendo las escaleras de dos en dos, y en cuatro zancadas se plantó en el despacho.

—¡Capitán! No se lo va a creer… ¡Otro! ¡Otro muerto!

La impaciencia le hacía tamborilear con los dedos en el mostrador de recepción del hotel Unión, mientras esperaba que el coronel y el comandante bajaran de sus habitaciones. No había pasado ni media hora desde el final de su entrevista, y la situación había dado un vuelco dramático. Acudió al pie de la escalera cuando oyó las voces de los dos hombres.

—¿Ocurre algo, capitán? ¿Qué es eso tan apremiante que tiene que decirnos?

—Coronel, comandante… Me temo que traigo malas noticias. Tenemos una nueva víctima.

—¿Qué está usted diciendo? —exclamó el coronel con estupor.

—El cabo Guzmán ha sido requerido por un transeúnte, alertado por los gritos en una finca cercana, en la misma carretera de Zaragoza, a doscientos metros de aquí. Ha regresado al cuartel en busca de ayuda en cuanto ha visto lo que había.

—¿Y qué había?

—Un hombre muerto en el pequeño jardín interior de su casa, coronel. Parece que se ha ahogado en una alberca que en verano utilizan como piscina.

—¿Quién es el muerto? ¿Lo conocía? —inquirió el comandante.

—Sí, por supuesto. Se trata de Nazario Palacín, el dueño de una de las imprentas de la ciudad.

—¿Ha pasado usted ya por allí?

—No, coronel. Ha dejado usted muy claras mis atribuciones en la conversación que acabamos de mantener. He mandado por delante al cabo y al sargento para que se hagan cargo de la situación, pero como ve he pasado por aquí para darles aviso. También me he permitido mandar recado a Manuel Vega.

Los dos enviados de Madrid se miraron y asintieron con la cabeza.

—Llévenos a esa casa, capitán.

El cabo Guzmán estaba en la puerta, impidiendo la entrada a los vecinos, que habían oído los gritos de la desesperada esposa. Los primeros curiosos se arremolinaban ya en corrillos engrosados por los pasajeros y acompañantes que esperaban el coche de La Veloz, cuya parada se encontraba en la misma calle, unos metros más adelante. La aparición del tricornio del capitán bastó para que se abriera un pasillo, por el que accedieron los dos hombres que lo acompañaban, ambos bien trajeados y ataviados con sombrero y abrigo de buen corte.

—El edificio es nuevo —explicó el capitán una vez dentro del zaguán, decorado con cierta ostentación—, cinco o seis años a lo sumo. Al acabar la guerra, Palacín prosperó en los negocios, y eso le permitió construir esta casa en un solar propiedad de la familia.

El capitán llamó al timbre, y al cabo de un instante se abrió la puerta. El sargento Ramírez apareció en el dintel.

—Ah, son ustedes —dijo, a modo de saludo—. Pasen, el juez Garbayo acaba de llegar y está fuera, en el jardín.

—¿Ha llegado ya el doctor Vega?

—Sí, lo he encontrado en la calle cuando venía hacia aquí, hemos venido juntos. Pero se encuentra atendiendo a la esposa del difunto en sus habitaciones, ha sufrido una crisis de ansiedad. Vamos, que se ha desmayado.

—¿Por dónde se sale al jardín? —preguntó el coronel al tiempo que le entregaba su sombrero.

—Por la puerta del fondo —señaló con el índice—, bajo la escalera principal.

El coronel se adelantó, abrió la puerta y salió seguido por el comandante y el capitán. Domingo había oído hablar en el casino de la nueva residencia de Palacín, pero no imaginaba un lugar tan acogedor dentro del edificio. A pesar de que los árboles habían perdido las hojas y estas se arremolinaban sobre la hierba empujadas por el cierzo, las hiedras que trepaban por las paredes mantenían un verdor intenso. Un porche protegía de la intemperie la zona más cercana a la casa, y más allá se extendía una zona cubierta de hierba, con una fuente de alabastro, ya sin agua, y una mesa redonda de hierro pintada de blanco con seis sillas. El jardín estaba rodeado por los muros elevados de edificios contiguos, excepto en el lado más meridional, que debía de ser el lugar por donde entraba el sol del verano. Allí, elevada sobre el terreno, se encontraba la alberca, a la que se accedía por una escalera con balaustrada también de alabastro. En lo alto adivinó la figura del juez, aunque la luz de los faroles que salpicaban el jardín no permitía distinguir los rostros con claridad.

Los dos hombres caminaron con decisión por la hierba y subieron las escaleras. El capitán, que aún no se había acostumbrado a su nueva posición, los siguió indeciso. Sin embargo, el coronel se hizo a un lado y le permitió pasar cuando llegaron a la superficie en la que se abría la alberca, sin duda con la intención de que fuera él quien procediera a las presentaciones. Mientras lo hacía, Domingo tuvo tiempo de echar un rápido vistazo al lugar: el agua de la piscina era de un verde opaco y una capa de hojas podridas cubría la superficie. El cadáver se encontraba sobre el pavimento de barro rojizo junto a una tumbona de lona, cubierto por una manta. Tendió la mano al juez cuando llegó a su lado.

—Aún tengo la esperanza de que esta vez sea un accidente.

—Vana esperanza, Domingo.

—¿Las has visto?

El juez asintió, y el capitán cerró los ojos durante un instante. Un carraspeo de impaciencia a su espalda le hizo reaccionar. Se retiró a un lado.

—Armando, te presento al coronel Mariano Rozas y al comandante Alberto Iglesias. Han llegado esta misma tarde desde Madrid, enviados por el Ministerio, y desde hoy se van a hacer cargo de la investigación.

—Soy el juez, Armando Garbayo.

—¿Qué nos puede decir usted? Al parecer ha sido el primero en llegar.

—No es extraño, vivo dos casas más abajo. Les supongo al corriente de los antecedentes…

—Así es en lo fundamental, en lo que atañe al contenido de los informes que hemos recabado desde el Ministerio. Sin embargo, en Puente Real hemos tenido el tiempo justo para hacer las presentaciones.

—Si les parece, esperaremos a que baje el doctor Vega, que actuará como forense, y después procederemos al levantamiento del cadáver.

—¿Quién lo ha descubierto? ¿Ha sido la esposa?

—Sí. Regresaba algo más tarde de lo habitual de reunirse con su grupo de amigas. Palacín solía esperarla en casa, tras la partida en el casino, pero hoy parecía no haber vuelto. La mujer ha subido al piso de arriba para cambiarse de ropa y, al asomarse a la ventana, ha visto el cuerpo flotando en la alberca.

—Por lo que veo, ya ha inspeccionado usted el cuerpo…

—Se encontraba en el mismo lugar que ahora, ha sido un vecino quien lo ha sacado del agua, al acudir en ayuda de la viuda después de oír los gritos.

—Pero ya ha comprobado la presencia de esas marcas…

—Así es, solo he tenido que descubrirle la espalda. Lo suficiente para saber que estamos ante un nuevo asesinato.

—¿No debería haber esperado usted a la llegada de las fuerzas de la autoridad y del forense?

El juez arrugó el ceño, claramente molesto, pero prefirió no responder.

—¿Y cuáles eran esas marcas?

—Si no le importa, esperaré a que baje el forense para que sea él quien examine el cadáver. La luz es escasa, y no estoy muy seguro de lo que he visto.

El capitán no pudo evitar esbozar una sonrisa, que tampoco debió de pasar desapercibida para el coronel.

—¡Capitán Solís! ¡Retire la manta! —ordenó.

Domingo hizo lo que se le indicaba, y el cuerpo tumbado boca abajo de Nazario Palacín quedó al descubierto. El traje gris que vestía aparecía empapado y cubierto de hojas y de algas verduzcas. El comandante hizo un gesto de desagrado.

—Que alguien avise ya al doctor Vega —pidió el coronel.

El capitán regresó al interior, subió las escaleras y llegó a la planta superior en el momento en que se abría la puerta de uno de los dormitorios. Una mujer salió de la habitación con una taza entre las manos y se detuvo frente a él.

—¿Está disponible el doctor Vega? —preguntó a la que reconoció como pariente de la viuda.

—Sí, hace un rato le ha dado a Sagrario algún tipo de calmante, y empieza a estar más relajada.

—Me haría usted un favor si le avisara. El juez le reclama.

—Descuide, capitán Solís, yo me quedaré con ella —respondió con gesto compungido, mientras dejaba la bandeja sobre una silla—. ¡Ay, qué desgracia más grande, capitán!

Manuel salió al instante. La expresión de sus ojos lo decía todo.

—Temo pensar en lo que me voy a encontrar.

—Ya lo ha visto Armando, tiene marcas.

Manuel soltó un gemido de desesperación.

—Empiezo a preocuparme de veras, Domingo —confesó mientras bajaban—. Conocía a Nazario.

—¿Habías estado con él recientemente?

—Joder, ayer mismo le llevé mi último artículo para La Voz.

—¿Y le notaste algo raro?

—Nada, en absoluto. Estaba contento con la marcha del periódico y me mostró algunas pruebas de imprenta de los dibujos de Ángel.

—Nada que te hiciera pensar en ningún tipo de preocupación, en que fuera objeto de algún tipo de amenaza, de chantaje…

—Nada, Domingo. Todo lo contrario, lo vi más contento que cualquier otro día —dijo, mientras cruzaban el jardín.

Manuel subió las escaleras de la alberca y tendió la mano a los tres hombres que le aguardaban. Luego se sacó unos guantes del bolsillo y se los puso mientras se inclinaba sobre el cadáver. Lo primero que hizo fue palpar la nuca, y al instante su expresión indicó que había descubierto lo que esperaba.

—De nuevo hay un fuerte traumatismo en la base del cráneo. Y por la falta de color azulado en la piel, todo indica que también esta vez esa ha sido la causa de la muerte. Ha debido de ser arrojado al agua después, aunque habrá que comprobar el grado de encharcamiento de los pulmones para confirmarlo.

El coronel no pudo reprimir un gesto que podía ser tanto de admiración como de escepticismo.

—¿Con solo poner la mano sobre el cadáver puede determinar la causa de la muerte?

—La primera valoración me conduce a esa suposición. Las conclusiones definitivas las tendrá usted en mi informe, una vez concluida la autopsia. Pero sí, creo que, de forma parecida a las ocasiones anteriores, el cuerpo fue arrojado a la alberca después de muerto.

Se volvió hacia la parte posterior del cuerpo, y alzó la americana y la camisa, que ya estaba fuera del pantalón. La tela azul aparecía ligeramente manchada de sangre. Se entretuvo soltando los tirantes y dejó al descubierto la base de la espalda. A pesar de la falta de luz, eran evidentes tres cortes paralelos sobre la piel, seguidos por un guión y otros tres cortes que dibujaban un cuatro.

—Que alguien tome nota, por favor. Será necesario para el informe —pidió.

—Ahí lo tienen —dijo el juez—. ¿Estas marcas tampoco tienen ningún significado para ustedes?

—Le aseguro que han pasado por las manos de nuestros mejores expertos. Se han hecho consultas a otras policías a través de algunas embajadas, y no hay antecedentes. Todos coinciden en que parece tratarse de un código que solo conoce el criminal.

—¿Qué sentido tiene tomarse la molestia de grabar estos mensajes, si nadie puede comprender su significado? —se preguntó el juez.

—Estamos aquí para averiguarlo —respondió el comandante—. En cuanto el forense haga la primera inspección y se levante el cadáver, comenzaremos con los interrogatorios. La viuda en primer lugar.

Manuel levantó la cabeza.

—No creo que la pobre mujer esté en condiciones de responder ahora a sus preguntas.

—Será necesario…

—Insisto, le he administrado un sedante, lo que necesita es descansar.

—Doctor Vega, está usted aquí como forense. Limítese a llevar a cabo su trabajo como tal —cortó el coronel—. Con ese tipo de contemplaciones no es extraña la ausencia de resultados en la investigación.

El médico pareció indiferente a la reconvención, enfrascado ya en lo que parecía una lucha con la mano cerrada del cadáver.

—Tiene algo en el puño —anunció, con una mueca por el esfuerzo—. Pero no puedo sacarlo, el rigor cadavérico… lo impide.

El capitán se agachó junto a él. Pidió a Manuel que sujetara la muñeca del impresor y trató de abrir los dedos con las dos manos. Lo consiguió solo en parte, aunque lo suficiente para extraer un objeto que alzó a la luz.

—Es una moneda, una peseta —anunció ante la sorpresa de todos.

—La otra mano también está cerrada —observó el médico, pasando por encima del cadáver.

El capitán se agachó para repetir la operación, pero en esta ocasión tuvo que emplearse a fondo para liberar el objeto que se ocultaba entre los dedos.

—¿Qué coño es eso? —exclamó el comandante cuando Domingo lo alzó.

El capitán se acercó a una farola y sostuvo el objeto de metal entre el pulgar y el índice. Le dio la vuelta varias veces hasta que estuvo seguro.

—Es un tipo de imprenta. Una uve mayúscula.

—¿Tan grande? —se extrañó el coronel.

—Yo diría que es la uve de la cabecera de La Voz —dijo Manuel, aturdido.