Capítulo 12
Viernes, 16 de septiembre de 1949
Manuel, sentado en la biblioteca, oyó los taconazos de Solís desde el momento en que el capitán puso los pies en el vestíbulo. Le pareció que subía las escaleras de dos en dos, hasta que el suelo de la primera planta tembló con sus pasos. Apareció en el umbral sudoroso y algo despeinado, con el tricornio bajo el brazo y un periódico doblado en la mano derecha.
—Buenos días, Domingo —saludó—. No sé qué te pasa, pero me temo que nada bueno.
—¿«Buenos días»? Será para algunos. Para Damián, por ejemplo, que se está hinchando de vender periódicos, ¡no te jode!
—Estupendo, hoy que me he retrasado con la prensa… seguro que han publicado algún bombazo.
El capitán salvó en cuatro zancadas la distancia entre la puerta y el sofá que Manuel ocupaba frente al ventanal. Desplegó el periódico y lo lanzó a su lado.
—Ahí lo tienes. Échale un vistazo a eso, a ver qué te parece. También para ti hay estopa.
Era el ejemplar de aquella semana de El Reportero, que, a dos columnas y con una tipografía generosa, titulaba: «Sin pistas del asesino de Puente Real dos meses después». En caracteres más pequeños podía leerse: «En vía muerta la investigación, que, de forma incomprensible, continúa en manos de la Guardia Civil local». La información iba acompañada por la imagen de una plaza de los Fueros semidesierta, con un pie de foto que decía: «Puente Real, una ciudad fantasma: la población, atemorizada, se recluye en sus casas al caer la tarde».
—¡Será hijo de puta! ¡Si lo veo le arranco la lengua y se la echo a los perros!
—No hagas eso, ¿qué mal te han hecho los perros? —bromeó Manuel.
—¿Y te ríes? Sigue, sigue leyendo…
Manuel se secó los ojos con el pañuelo y se dispuso a leer el artículo completo.
Puente Real, 15 de septiembre
De nuestro enviado, Samuel Noriega
Cuando el 7 de julio, día de San Fermín, apareció el cadáver de la joven directora de un colegio de la localidad, nadie pensaba en lo que esta ciudad, hasta entonces tranquila y apacible, iba a vivir. Desde aquel día han aparecido dos cadáveres más, asesinados ambos con saña, y con una puesta en escena en la que el criminal parece recrearse, si no reírse de quienes le persiguen.
Aunque ¿de verdad se le persigue? Quiero decir, ¿hay alguien realmente capacitado y con experiencia al frente de las pesquisas? Mucho me temo que la respuesta sea negativa. Al parecer la muerte de quien fuera alcalde de Puente Real y jefe de la Falange no bastó para desplazar hasta aquí a un equipo de investigadores competentes. Tras la aparición del tercer cadáver, nada más y nada menos que el del archivero y canónigo de la catedral, el Gobierno Civil y la Comandancia de la Benemérita se limitaron a reforzar el destacamento local con tres números más, manteniendo al frente al capitán que durante dos meses ha sido incapaz de seguir una pista que conduzca hasta el asesino. ¿Es que un hombre que comete tres asesinatos, que dispone los cadáveres a su antojo durante la noche, es capaz de actuar sin dejar huella alguna que lo delate? ¿Acaso el forense local no ha advertido los rastros que esos crímenes habrán dejado en los cuerpos y que seguro saltarían a la vista de un investigador más avezado? Ambos personajes únicamente parecen competentes en algo: despreciar el trabajo de los periodistas ocultando información y, en el caso del capitán Domingo Solís, practicar la violencia contra quienes solo tratamos de mantener advertida a la población en un asunto en el que literalmente les va la vida.
Los rumores, las sospechas y el miedo se han instalado en Puente Real. La vida cotidiana se ha alterado de forma drástica, pues nadie se aventura por las calles antes del amanecer ni tras la puesta de sol. Y con buen criterio, pues anda suelto un asesino sin escrúpulos, capaz de matar a una mujer, a un representante de la autoridad e incluso a un eclesiástico. Nadie volverá a estar seguro en Puente Real hasta que las autoridades tomen cartas en el asunto y conduzcan al garrote vil a la bestia que ha cometido tan nefandos crímenes.
Desde esta bella ciudad navarra a orillas del Ebro, solo puedo hacer votos para que tal cosa ocurra antes de que me vea obligado a relatarles a ustedes la aparición de un cuarto cadáver.
—¡Madre mía, Domingo! ¿Qué le has hecho a este elemento? —soltó Manuel con aire de reproche al terminar de leer—. Y te quejabas porque había salido la noticia en el ABC…
El capitán apretó los dientes y los músculos de sus mejillas se tensaron en un gesto de rabia.
—Se me fue la mano, joder. Salía del cuartel justo después de una de las «cordiales» conversaciones con la Comandancia, y lo veo allí enfrente, plantado con su cámara. Soltó el fogonazo y no me lo pensé. Me fui a por él y de una hostia le mandé la cámara contra el tronco de un árbol.
—¿Hiciste eso? Si te saca un palmo…
—Y bien que me arrepiento, no tenía ni idea de lo que valía un juguete de esos.
—Pues yo sí, precisamente estuve hace unos días en casa del fotógrafo mirando unos catálogos, ya te dije que tengo intención de comprar una. Una de las que me enseñó era justo la que llevaba el reportero, una Kodak Brownie Hawkeye con flash.
—¿Una qué? Joder, habla en cristiano.
—«Ojo de halcón», significa.
—De buitre, diría yo. ¿Y cuánto cuesta eso? Porque ya me ha dicho el comandante que si presenta denuncia la cámara va a salir de mi sueldo del mes.
—Pues no sé cuánto ganas, pero igual te hace falta más de un mes para pagarla —dijo Manuel con expresión todavía grave—. Aunque a lo mejor este bonito artículo te sale todavía más caro.
—Joder, Manuel, siento que te haya salpicado.
—Por mí no te preocupes. Es mejor que ese payaso nos dé cera, pensando que le ocultamos información, cosa que es absolutamente cierta. Imagina lo que sucedería si salen a la luz todos los detalles acerca de los cadáveres.
—Lo que más me jode es que tiene razón en muchas cosas de las que dice. En dos meses no hemos avanzado nada, y el comandante ya me había dado un ultimátum. Si no hay detenciones pronto, tengo el traslado asegurado y, cuando lea esto —señaló el periódico con la barbilla—, no será de extrañar que se me caiga algún galón.
—El comandante debe saber que no se las está viendo con cualquiera. Habéis hecho lo que estaba en vuestra mano, pero ese cabrón es listo.
—Joder, cuando encontramos las huellas del pie creí que teníamos algo importante. Pero fue al ver el cáliz allá arriba cuando pensé: «Ya te tengo, hijo de puta».
—Por eso digo que tu trabajo fue correcto. Tuviste el buen juicio de enviarlo a Pamplona sin tocarlo, en busca de alguna huella dactilar.
—Si hubiera aparecido alguna… ¡vamos!, soy capaz de poner a todo Puente Real en fila para que dejen la huella en un papel. Pero nada, o lo había manejado todo el tiempo con guantes o había tenido la precaución de borrar las huellas antes de dejarlo allí.
—¿Y las huellas del pie? ¿Habéis seguido con eso?
—Pues ya sabes, investigamos a los del entorno, hasta se pidió la orden del juez para registrar la casa del sacristán. Y nada, su pie es mucho más pequeño.
Manuel se irguió de pronto.
—¿Y el enterrador? —recordó.
—También, solicité otra orden para registrar su casa.
—¿Y?
—Mira, al principio creíamos tener algo, incluso pensé en ordenar su detención para volver a interrogarlo, porque guardaba unas alpargatas que podían haber dejado aquellas huellas. Pero al llegar al cuartel comprobé que cualquiera de las de mis hombres encajaba con aquel dibujo tan bien como las suyas, y en Puente Real serán cientos las que coincidan.
—Sí, es la huella que deja cualquier alpargata de esparto, por aquí todas se cosen de la misma manera.
—Puede dar pistas sobre la extracción social del asesino, eso sí. No todo el mundo usa ese tipo de calzado.
—Hombre, si yo fuera un marqués y quisiera matar a alguien, quizá me calzara unas alpargatas y no unos escarpines de charol.
El capitán rio.
—Pues viéndolo así… —concedió—. Y luego están las marcas en los cadáveres… Mandé tus tres informes a Pamplona, y de ahí fueron enviadas copias a Madrid. Pero nadie le encuentra significado a esos símbolos, ni siquiera en relación con la manera en que fueron encontrados los cuerpos.
—Yo también los tengo en mente a todas horas. Los he copiado juntos, los miro, trato de buscar una relación entre ellos… pero nada. Siento que es un alfabeto que solo conoce el asesino, y mientras no tengamos la clave no sabremos interpretar el mensaje.
—Eso… o le echamos el guante antes y le hacemos cantar.
—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Tienes algún hilo del que tirar?
Domingo se dejó caer en el sillón contiguo al sofá.
—Venía con la esperanza de que el forense del caso me hiciera alguna sugerencia —repuso con sorna.
—Pues pinchas en hueso. ¿Qué esperabas de este «poco avezado» profesional? —respondió.
El capitán suspiró hondo y posó la vista en la mesa.
—¡Coño! ¿Quién hace esos dibujos? —preguntó.
—Ángel Expósito, el campanero —contestó tendiéndole una de las láminas—. Sorprendente, ¿no crees?
—No sabía que os conocierais.
—Lo vi dibujar en la puerta de la catedral y se me ocurrió entablar conversación con él. Y en buena hora, porque me está dibujando la Puerta del Juicio completa, dovela a dovela.
El capitán había cogido la lámina que representaba a dos ángeles preparados para tocar las trompetas anunciadoras del Juicio Final[Fig. 11].
—¡Joder con el campanero! ¡Esto es dibujar! Pero si parece piedra de verdad… Se ven hasta las marcas del cincel.
—Es un genio, yo estoy entusiasmado con esto —confesó—. Precisamente estaba acabando de ordenar estas últimas hojas para ir a hablar con Nazario, el de la imprenta. Cada vez estoy más decidido a editar esto en forma de libro, aunque me cueste una pequeña fortuna.
—¿Y no le has dicho nada a Santiago? Él puede ponerte en contacto con la Diputación, quizás estén interesados…
Manuel lo miró, pensativo.
—¿Sabes que tienes razón? Mira, no se me había ocurrido… —dijo, satisfecho—. Por fuerza les tiene que interesar, esta portada que tenemos en Puente Real es única en el mundo, y hay muy poco publicado sobre ella.
—Bueno, tampoco has tenido oportunidad de estar con Santiago, desde lo del pobre Hipólito…
—No, y me temo que tardaremos en reanudar esas partidas, ¿no crees? Al menos hasta que se aclare todo esto.
El capitán asintió con desánimo.
—Con lo que ha escupido ese sinvergüenza… —dijo señalando al periódico—, solo faltaba que se me viera jugando a las cartas en el casino.
—Tampoco vas a pasar las veinticuatro horas del día pateando la ciudad. Aunque sí, tienes razón, no daría buena imagen —reconoció Manuel.
—A este paso, no sé dónde voy a echar yo la siguiente partida…, en alguna cantina de Las Hurdes.
Manuel sonrió. A pesar de todo, Domingo no parecía haber perdido aquel peculiar sentido del humor que siempre había apreciado en él.
—De todas maneras… —soltó a medida que la idea tomaba forma—, quizá no sea prudente dejarnos ver en el casino en una temporada, pero nada impide que nos juntemos algún día aquí, y más ahora, que ya se acerca el invierno.
Domingo siguió la mirada de Manuel, que había vuelto la cabeza hacia la gran chimenea que presidía la biblioteca.
—Lo malo será buscarle un sustituto a Hipólito.
—De momento, se lo propondré a Santiago y de paso le comentaré el asunto este de la publicación. Y ya le encontraremos pareja.
—Espero que Hipólito me perdone desde allá arriba —dijo con media sonrisa alzando los ojos a lo alto—, pero que no sea tan pretencioso como él.
—¿Sabes quién haría buen papel? —preguntó Manuel, y señaló los dibujos—. Ángel, el campanero. Es muy reservado…, demasiado quizá.
—¿El campanero? —El capitán pareció dudar—. ¿Ya encajaría con el alcalde?
—¿Ángel? Te advierto que es un hombre muy leído. A Margarita y a mí nos tiene sorprendidos. Yo creo que lo del oficio de campanero es algo que buscó porque le permitía ganarse la vida a la vez que evitaba el contacto con los demás.
—Ah, ¿por lo de la deformidad que tiene en la cara?
Manuel asintió.
—Imagínate las horas que habrá pasado solo todos estos años, y más desde que vive allá arriba, en la torre. Al parecer ocupa su tiempo con la lectura… y dibujando, claro.
—En ese caso el que voy a desentonar soy yo —respondió con una carcajada, mientras se echaba hacia atrás en el sillón.
—Bueno, déjame a mí, ya lo hablaré con los dos.
—Pero ¿será buen jugador? Mira que aquí hay más afición al mus.
—Ah, yo creo que sí. Lo hirieron en el frente de Aragón, así que al guiñote sabe jugar seguro.
—Lo malo será que sepa jugar como dibuja… Ya me veo pagando la ronda otra vez —siguió con la broma mientras se levantaba del sillón.
—¿Hacia dónde vas? Yo voy a pasar por la librería de Damián y luego me acercaré a la imprenta.
—Me vuelvo al cuartel —contestó, cogiendo el tricornio que había dejado en una esquina de la mesa—. No paso otra vez por la plaza aunque le prendan fuego al quiosco.
Manuel rio con ganas.
—Ten cuidado, no le vayan a pegar fuego al cuartel cuando lean ese panfleto…
Domingo bufó al recordarlo.
—De todas formas, el cuartel cualquier día arderá solo, es todo madera vieja, y la instalación eléctrica, de antes de la República.
Manuel pasó el brazo por los hombros del capitán.
—No le des demasiada importancia a todo esto. Todo el mundo sabe que esa gente de El Reportero busca el escándalo para vender periódicos. Ya ves que el Diario de Navarra y el ABC también han informado, pero ateniéndose a los hechos, sin alharacas. Eso sí, si vuelves a ver a ese tal Samuel Noriega, procura guardar los puños.
—Después de esto —sacudió el periódico—, me va a costar todavía más.
—Pues dobla el esfuerzo. Y… no estaría de más que te disculparas con él, incluso que lo pusieras al corriente de la dificultad de investigar un caso así, con un asesino escurridizo que sabe lo que hace y que se asegura de no dejar huellas.
Los dos hombres bajaron la escalinata hasta el vestíbulo. Manuel se excusó con un gesto y se asomó a la puerta de la cocina.
—Carmen, dile a mi mujer que salgo a hacer unos recados, no tardaré.
—Descuide, don Manuel, se lo diré en cuanto llegue. Tampoco ella ha de tardar —se oyó desde el interior.
Manuel cogió el sombrero del perchero y abrió la puerta de la calle.
—Piensa en lo que te he dicho, Domingo, quizá deberías tener a esa gente de tu parte. Y eso lo puedes conseguir facilitándoles alguna información, la que a ti te interese dar a conocer, por supuesto. Aunque haya detalles que deban permanecer ocultos.
—Tal vez tengas razón —respondió mientras se calaba el tricornio—. Pero eso te lo voy a dejar a ti, me parece que tú te desenvuelves mejor, y para ese elemento el testimonio del forense tendrá más valor aún que el mío.
—Como quieras, pero tenemos que dejar claro qué vamos a contar. ¿Lo de las huellas en San Jorge, por ejemplo? Le puedo decir que pida en su información la colaboración de cualquiera que pudiera ver algo, un hombre corpulento en las cercanías…
—Pero si ya interrogamos a todos los vecinos del Mercadal…
—Quizá vio algo alguien que pasara por allí por casualidad.
—No sé… —Vaciló—. ¿Y si nos encontramos con una avalancha de denuncias? ¿Y si la gente empieza a desconfiar de cualquiera que mida más que la media? Aunque es cierto que no queda ninguna otra cosa que probar.
—Por supuesto, lo que no podemos es decir ni una palabra de las sospechas sobre el enterrador, la gente es capaz de plantarse allí y lincharlo.
—Sin embargo, convendría decir que estamos sobre la pista de un sospechoso que podría conducir a su detención. Eso, ¿quién sabe?, podría ponerlo nervioso y obligarle a hacer algún movimiento que lo delate…
Esta vez fue Manuel quien suspiró, escéptico.
—Está bien, ya lo hablaremos con más calma, ni siquiera sabemos si ese reportero va a volver por aquí. Puede que haya cogido miedo a tus puños.
—Vendrá, no lo dudes, sin tardar y quizá rodeado de abogados. Y lo primero que hará será presentar una denuncia por agresión. Debió de regresar a Madrid después de nuestro encuentro, y con el enojo suficiente para redactar ese libelo.
—En ese caso, quizá podamos llegar a un acuerdo con él. Ofrecerle información a cambio de dejar pasar tu pequeño desliz —sugirió Manuel mientras echaba a andar en dirección a la plaza.
Domingo, a dos metros ya de él, lo miró con sorpresa.
—No, si no hay nada como tener amigos ilustrados: médico, forense, sabe de música, de arte… y ahora también hace de abogado defensor.
Manuel, sonriente, le hizo un gesto de despedida.
—Me pasaré por el hotel Unión, creo que es allí donde se aloja. A lo mejor en recepción saben de sus intenciones. Ahora voy a ver a Damián, que al final me quedaré sin mi ejemplar de El Reportero. Quiero enmarcarlo para colgarlo junto a mis diplomas.
Manuel no pudo evitar sentirse el centro de las miradas de los pocos parroquianos que a aquella hora frecuentaban los cafés de la plaza de los Fueros. Esquivó las preguntas de Damián, quien, como siempre, trató de sacar más información que la que aparecía en los periódicos que vendía. Pudo llevarse un ejemplar de El Reportero porque el librero se lo había reservado, pero, según le contó, se habían agotado poco después de que el paquete llegara en el autobús de línea. Salió a la plaza y consideró sortear las mesas del Sport, el bar que ocupaba los bajos de la Casa del Reloj, pero decidió que no tenía motivos para rehuir a sus vecinos desviando su camino de forma tan evidente. Con los periódicos bajo el brazo se limitó a responder a los saludos y las preguntas de la media docena de parroquianos que se levantaron de sus sillas. Lo hizo con naturalidad y utilizando vaguedades que ocultaban más de lo que revelaban, hasta que, cumplido el trámite, siguió adelante hacia el arco de la plaza que conducía a la calle de las Herrerías. Antes de doblar la esquina, sonrió al ver con el rabillo del ojo que aquellos que antes no se habían levantado lo hacían entonces, e incluso se iniciaba un trasiego de clientes desde el resto de los bares de la plaza hacia el Sport.
No tuvo que recorrer más que unos metros, pues la imprenta de Nazario Palacín se encontraba en aquella misma calle. Ocupaba los bajos, el sótano y la primera planta de uno de los edificios más notables de los alrededores, desde que su propietario se trasladara allí al poco de terminar la guerra desde un local mucho más modesto y menos céntrico. Estaba a punto de abrir la puerta acristalada que daba acceso al taller cuando cayó en la cuenta de que no había llevado ninguno de los dibujos de Ángel. Contrariado e irritado consigo mismo, se enfrentó a la necesidad de cruzar la plaza una vez más en busca de la carpeta y hacia allí se encaminó, pero no había llegado al arco cuando detuvo sus pasos. Allí plantado, entre el trasiego de muchachos desocupados y de mujeres que iban y venían de la compra, pareció reflexionar un instante, hasta que una sonrisa se dibujó en sus labios y, con un ligero cabeceo de afirmación, dio media vuelta y tomó una callejuela lateral que conducía a la catedral. Llegó a la calle Carnicerías, la recorrió en toda su longitud y desembocó en la plaza de San Jaime. Desde allí tardó apenas un instante en alcanzar el Palacio Decanal y la Puerta del Juicio. Sin embargo, la catedral se encontraba cerrada, también la casa parroquial y el palacio, y ninguno de los transeúntes parecía tener ninguna relación con el templo. Alzó la vista hacia el campanario, cuya aguja se recortaba contra el intenso azul del cielo, aunque, como esperaba, no se observaba ningún movimiento en lo alto. Pensó en dirigirse hacia la casa consistorial y fue entonces cuando reparó en el tubo de desagüe que descendía desde el tejado por el muro de la torre. Recordó haber oído comentar que aquel era el sistema que se usaba para dar aviso a los antiguos campaneros y decidió probar suerte. Dio unos pasos hasta una piedra del tamaño de un puño que descansaba en un rincón, la sujetó en la mano derecha y golpeó el tubo metálico cuatro veces seguidas, haciendo caso omiso de las miradas de extrañeza de dos mujeres vestidas de negro con largas sayas que doblaron la esquina en aquel momento. Se apartó de la fachada de la catedral y alzó la vista, pero el campanero no apareció. Repitió los golpes y de nuevo se echó atrás, utilizando el pañuelo para enjugarse los ojos llorosos a causa de la intensa luz. En esta ocasión la familiar figura del campanero asomó en la parte izquierda de la barandilla que cruzaba ante el enorme rosetón. Pareció reconocerlo, porque alzó el brazo derecho indicando que esperara. Se perdió por el extremo opuesto del rosetón, y al cabo de un instante se oyó el mecanismo de la llave que abría la Puerta del Juicio. Ángel también pareció entrecerrar los ojos, molesto al salir al nivel de la calle.
—Buenos días, don Manuel. Qué extraño verle por aquí a estas horas —dijo, tendiéndole la mano.
—No es normal, no. Y si no es por el tubo, no nos vemos —contestó.
—Sencillo pero eficaz…
—Oye, ¿tienes un rato libre? —preguntó Manuel.
—¿Qué hora es?
El médico lo miró extrañado.
—¿Eres el encargado de tocar las campanas y no llevas reloj? No había reparado en ello.
—No me hace falta, con el reloj de la torre me arreglo bien, y de aquí salgo poco. Pero reloj tengo…
—Van a dar las diez y media.
—En ese caso dispongo de algo más de una hora, hasta el toque del Ángelus.
—¡Excelente! Me puedes acompañar entonces…
—Si me dice usted adónde… —respondió a modo de pregunta.
—¿Has acabado algún dibujo más?
—Le llevé la última carpeta anteayer.
—Lo sé, pero no quería pasar por casa y necesito alguno para mostrárselo a Nazario, el de la imprenta.
—Sí, tengo dos más —respondió con poco entusiasmo—. Bueno, son tres, ahora mismo estaba retocando el último.
—¿Podrías bajarlos y vamos juntos a hablar con el impresor? Si te parece bien, claro, no quiero importunarte ni alterar tu ritmo de trabajo…
—No, no pasa nada. Es solo que… Bien, espéreme aquí, subo en un momento a por la otra carpeta, ahora vuelvo.
Desapareció en la oscuridad y la puerta quedó entornada, acabando con cualquier señal que pudiera interpretarse como una invitación a subir tras él.
Ángel tardó apenas unos minutos en aparecer por la puerta.
—Tenga, guárdelos, voy a cerrar por dentro —pidió—. Espéreme en la puerta del Palacio Decanal.
Manuel tuvo tiempo de soltar los cordones que cerraban el cartapacio y echar un vistazo al interior. Una de las escenas era del arca de Noé[Fig. 12], y alzó la vista para observarla en el capitel que se encontraba justo sobre su cabeza. De nuevo se maravilló ante la fidelidad del dibujo hacia el original de piedra. La segunda era una representación de dos apóstoles: san Pablo, con una espada en la mano derecha, y san Pedro, con unas enormes llaves[Fig. 13]. La última era una escena del infierno, que mostraba a dos demonios arrojando a un hombre que parecía resistirse al fuego eterno, en el que ya se abrasaban otros dos pecadores[Fig. 14].
La voz de Ángel desde la esquina del palacio lo sorprendió con una sonrisa de satisfacción en los labios. Cerró apresuradamente la carpeta tratando de sujetar a la vez los periódicos y alcanzó al campanero antes de llegar a la plaza de San Jaime.
El sonido de la maquinaria en pleno funcionamiento, el olor a tinta y a papel, y la intensa luz de las lámparas, encendidas a pesar de la hora, asaltaron sus sentidos cuando abrieron la puerta del taller. Varios operarios ataviados con chaquetillas azules se afanaban sobre lo que a Manuel se le antojaron complejísimas máquinas que escupían sin parar hojas de papel impreso en intervalos perfectamente regulares.
El que parecía efectuar las labores de coordinación se acercó a ellos.
—Quisiéramos hablar con don Nazario —dijo Manuel, alzando la voz para hacerse oír.
El encargado se limitó a señalar una cristalera iluminada en la planta superior, a la que se accedía por una escalera en forma de ele que ocupaba la esquina más próxima a la puerta. Con un gesto, Manuel pidió a Ángel que lo siguiera, subió con ligereza los escalones y llamó a la puerta de la oficina. El ruido les impidió escuchar la respuesta, si es que la hubo, así que Manuel optó por entrar.
Nazario se levantaba ya, a la vez que dejaba en el cenicero el puro que se estaba fumando.
—¡Ah, eres tú, Manuel! ¡Adelante! No te esperaba tan pronto…
—¿Me esperabas? —se extrañó el médico.
—Bueno, sí. Ayer hablé con Damián sobre tu colaboración en la nueva revista, me dijo que él mismo te lo propondría. Supongo que vienes por eso.
—No, no. En realidad acabo de pasar por la librería y no me ha comentado nada.
—¡Este Damián! ¡Qué cabeza!
—Supongo que hoy estaba más interesado en las portadas de algunos periódicos —dijo, mostrando el ejemplar de El Reportero.
—¡Ah, claro! ¡No digas más! Lo he leído. —Asintió y cogió otro ejemplar de una pequeña mesa auxiliar situada a su derecha—. Lamentable, lamentable. Espero, sin ser periodista, saber hacer un trabajo más decente y más digno que esa cuadrilla de alcahuetas de Madrid.
—Así pues, entiendo que la nueva publicación está en marcha…
—Ah, pero ¿es que Damián ni siquiera te ha hablado de ello? —preguntó con gesto de resignación—. Mira, ¡si tengo ya aquí el primer boceto de la cabecera!
Manuel dejó la carpeta y los periódicos en una silla, y tendió la mano para coger la hoja de papel, aunque en lugar de examinarla se volvió hacia su acompañante.
—Permíteme que te presente a Ángel Expósito. En realidad él es el motivo de mi visita.
Ángel se había mantenido al margen de la conversación, absorto en la labor de los operarios de la imprenta que desarrollaban con destreza su trabajo entre las máquinas, al otro lado del cristal. Al oír su nombre se volvió, pero la expresión de su rostro era tan hierática como de costumbre y se acercó a saludar al impresor sin un atisbo de sonrisa. Fue Manuel quien hizo las presentaciones mientras los dos hombres se estrechaban la mano.
—Es el campanero de la catedral, creo que ya lo conoces…
—Sí, aunque no habíamos tenido ocasión de saludarnos en persona —dijo, mirando a Ángel a los ojos, y evitando de forma un tanto forzada desviar la vista hacia las cicatrices del lado derecho de su rostro—. Aprovecho la ocasión para felicitarlo por su trabajo, ha dado usted nueva vida a esas campanas.
Ángel se limitó a asentir con la cabeza y se retiró de nuevo a la posición que ocupaba detrás de Manuel.
—No es esa su única habilidad, ahora te hablaré de ello… pero antes veamos esto, supongo que es un privilegio observar este primer boceto.
—Lo es, solo parte del personal de la imprenta y yo mismo lo hemos visto.
Manuel alzó la hoja de papel y se colocó de forma que también Ángel pudiera verla. Con grandes tipos negros aparecía la primera parte de la cabecera, LA VOZ. En las líneas inferiores y con un tamaño de letra mucho menor se leía el resto, «de Puente Real» y «Semanario local de noticias». Después, a ambos lados y debajo del título, el resto de la información, que incluía los cuarenta céntimos del precio y el nombre de los dos fundadores, Damián Royo y Nazario Palacín.
—Una seria competencia para la prensa de Madrid y de Pamplona —comentó Manuel risueño—, ¡diez céntimos menos!
—Bueno, no tengo que pagar a elementos como ese tal Samuel Noriega. La información local siempre es más barata. Ya tenemos una larga lista de anunciantes —dijo al tiempo que exhibía un estadillo repleto— y unos cuantos colaboradores dispuestos a aportar su saber. Espero que tú seas uno de ellos…, la columna sobre salud lleva escrito tu nombre.
Manuel rio con franqueza.
—Supongo que no puedo negarme.
—Damián y yo contamos contigo desde aquel encuentro en la procesión de Santa Ana.
—Es cierto, recuerdo que lo hablamos. Fue justo la víspera de la aparición del cadáver de Herminio. ¡Parece que hubiera pasado un año desde entonces!
—¿Te puedo anotar pues en la nómina?
—Creo que ya lo has hecho —contestó, señalando una hoja de papel encabezada con un «Colaboraciones».
Nazario rio con ganas.
—¿Qué te parece una columna fija de unas seiscientas palabras?
—¿Cuánto es eso?
—Un par de folios escritos a mano…
—Está bien.
—¡Coño, bien! —El impresor rio—. Es un lujo, te vas a hacer famoso.
—¿Más? —respondió falsamente escandalizado, señalando de nuevo al ejemplar de El Reportero—. Lo último que necesito es notoriedad, y menos cuando tengo la clínica cerrada. ¿Y acerca de contenidos?
—¡Ah! Eso corre de tu cuenta, por supuesto. Tú eliges el tema, supongo que a vosotros, los médicos, os interesará divulgar vuestras cosas, todo eso de la prevención de enfermedades, las vacunas… Yo qué sé.
—Creo que resultará muy útil, y más ahora, cuando se abra por fin el Centro Rural de Higiene.
—Pues, ¡hala!, ya puedes ir pensando en el primer artículo, porque salimos el tres de octubre, lunes. —Señaló el calendario que colgaba de la pared—. Pero los artículos tienen que estar aquí casi con una semana de tiempo, el lunes anterior o el martes a mucho tardar, que hay que maquetar, preparar las planchas… Vamos a tener trabajo.
—Te veo emocionado.
—Lo estoy, y Damián también, aunque no lo demuestre. Pero ya tendremos tiempo de seguir hablando de esto. Contadme ahora el motivo de vuestra visita.
Manuel se volvió hacia Ángel, que de nuevo se encontraba absorto en el trabajo que se desarrollaba abajo, en la imprenta.
—Es curioso, ahí fuera el ruido es ensordecedor, pero aquí no llega más que un suave murmullo —observó.
—Un sistema de dobles cristales, ingenioso, sencillo y eficaz —explicó el impresor—. De otra manera sería imposible trabajar. El negocio ha ido bien desde que nos trasladamos aquí, y son pequeñas mejoras que podemos permitirnos. Toda la planta alta está aislada de la misma manera.
Manuel cogió la carpeta y buscó un lugar donde abrirla. Nazario le indicó que lo hiciera sobre los papeles que cubrían su mesa.
—Como te decía, tocar las campanas no es la única habilidad de Ángel —explicó Manuel tomando al campanero por el brazo para que se acercara—. Lo descubrí por casualidad, pero desde entonces estoy entusiasmado. Fíjate en esto, aunque sea solo una pequeña muestra.
La expresión de Nazario cambió de inmediato cuando la carpeta quedó abierta ante él. La imagen del infierno fue la primera que quedó expuesta ante sus ojos, y un silbido escapó de sus labios. A continuación echó mano a unas pequeñas lentes circulares que reposaban en el borde de la mesa y se las colocó sobre la nariz. Durante unos minutos examinó los tres dibujos en silencio, ante la mirada risueña de Manuel y el gesto inmutable del autor. Por fin alzó la vista hacia ambos, dejando a un lado las gafas.
—Le felicito, señor Expósito, es usted un gran artista —dijo al tiempo que le tendía la mano.
—Es solo una muestra, Nazario. Ángel está dibujando para mí todas las dovelas de la Puerta del Juicio y lleva la tarea bien avanzada. Su capacidad de trabajo es asombrosa.
—Y sin perder un ápice de calidad, por lo que veo —afirmó el impresor.
—Pues bien, no quiero que todo esto se pierda, que dentro de unos años esté acumulando polvo dentro de una carpeta olvidada. Me gustaría publicarlo, en forma de libro, junto a una breve explicación de cada uno de los dibujos y, por supuesto, una amplia introducción sobre el conjunto de la Puerta, sobre su importancia y sobre la misma catedral de Santa María. ¿Qué posibilidades ves?
Manuel había hablado de forma vehemente y aguardó la respuesta con expectación. Nazario se tomó su tiempo antes de responder.
—Trasladar la excelente calidad de estos dibujos a una copia impresa no es sencillo, pero hoy en día se puede hacer casi todo… Otra cosa será el coste, Manuel.
—No te preocupes por eso, ahora solo quiero que me confirmes que es factible técnicamente, lo del dinero vendrá después. Quiero hablar con Santiago, por si al Ayuntamiento le parece oportuno divulgar este patrimonio, y también con el Cabildo. Si consigo atraer su interés, tal vez podamos implicar a la Institución Príncipe de Viana… Y si nada de esto es posible, estoy dispuesto a empeñar parte de mi patrimonio.
—Bueno, bueno, tampoco estamos hablando de una fortuna.
—No te preocupes por el dinero, al fin y al cabo ya no tengo un hijo en quien pensar —cortó con tono sombrío.
—Pensaré en la mejor manera de hacer la tarea, te lo aseguro. Quizá si me traes uno de tus dibujos podamos empezar a hacer algunas pruebas —aseguró el impresor, dirigiéndose a Ángel.
—Yo mismo le traeré alguno.
—Le noto interesado en el trabajo de ahí abajo…
—Me llama la atención, sí —se limitó a responder.
Manuel rio de manera un tanto forzada.
—No tomes por descortesía la seriedad de Ángel, es su carácter. Supongo que es el resultado de demasiados años de aislamiento, provocado por su accidente durante la guerra —lo excusó—. Pero creo que eso es algo que ya ha empezado a cambiar, ¿no es cierto?
Manuel acompañó estas palabras apoyando la mano en el hombro del campanero, en un gesto de confianza.
—Me alegro de que sea así, un talento como el suyo no debería desperdiciarse —intervino el impresor—. Y no os preocupéis, si logro hacer lo que estoy pensando, el resultado puede que sea excelente. Utilizaré para ello una vieja máquina de la primera imprenta que, aunque es mucho más lenta, consigue una calidad excepcional, un trabajo casi artesanal.
—¿Podría verla? —preguntó Ángel.
—Por supuesto, bajad conmigo —accedió el impresor.
El ruido inundó la oficina cuando Nazario abrió la puerta y los tres hombres descendieron. Caminaron entre los operarios hasta el fondo del local, donde una máquina a todas luces más antigua que el resto permanecía inmóvil, ajena al ajetreo que se desarrollaba a su alrededor.
—La usamos muy poco, solo en ocasiones especiales, pero como veis está bien engrasada y lista para funcionar —explicó Nazario.
Ángel pasó la mano por la superficie de metal negruzco y bien pulido.
—Esta será la máquina que reproduzca tus dibujos.
—Estoy impaciente por ver las primeras pruebas —intervino Manuel—. Avísame en cuanto las tengas, ¿de acuerdo?
—Claro que sí, me encargaré de ello personalmente.
Cuando salieron de la imprenta, Ángel pareció vacilar, pero el médico decidió por él.
—Será mejor que lleves la carpeta contigo, de otra manera no la tendrás a mano para hacerme llegar la siguiente remesa. Además yo tengo que hacer una gestión más esta mañana y no pensaba pasar por casa.
—Como quiera, Manuel —respondió, a medio camino entre el tuteo y la cortesía—. La usaré también para traer alguno de mis dibujos al impresor.
—Excelente, cuanto antes los tenga, antes veremos los resultados. Y al ritmo que llevas con tu trabajo, pronto tendremos entre las manos el mejor libro que se haya editado sobre la Puerta del Juicio.
El campanero se limitó a asentir.
—Debo regresar, se acerca la hora del Ángelus —dijo cuando se oyeron los tres cuartos en el reloj de la plaza.
Se despidieron, y Manuel cruzó con paso ligero la plaza, mucho más tranquila que a primera ahora. Se encaminó hacia la calle Gaztambide y poco después pasó sin detenerse ante la puerta del Nuevo Casino. Tuvo que dejar paso al coche de La Veloz, que descendió hacia el puente haciendo honor a su nombre, luego atravesó la calle y se detuvo en la entrada del hotel Unión. Empujó la puerta y entró en la reducida pero acogedora recepción. Preguntó al recepcionista por Juan Garde, el dueño, y este le indicó que esperara mientras daba el aviso. El muchacho se volvió hacia una pequeña centralita, introdujo una clavija en el orificio apropiado y al instante estaba hablando con él.
—Puede usted subir —indicó—. Es en el primer piso, la segunda puerta a la derecha.
Manuel siguió las indicaciones del conserje y llamó a la puerta con los nudillos antes de accionar la manija.
—¡Adelante! —Oyó.
Manuel se acercó a la mesa que ocupaba el dueño del hotel, que se afanaba en redactar una carta.
—¿Cómo está, doctor Vega? Es una sorpresa verle por aquí.
—Está usted atareado, no quisiera…
—¡No, no se preocupe! —respondió con tono distendido—, una simple reclamación. Siéntese, por favor. ¿Puede usted creerse que acabo de recibir un pedido de jerez que hice en el mes de junio, para las fiestas? Además al abrir la caja han salido tres botellas rotas por defecto del embalaje.
—Hace usted muy bien en reclamar, desde luego. —Manuel asintió con poco interés.
—¿Y qué se le ofrece? —preguntó mientras dejaba la estilográfica.
—Supongo que ha leído usted El Reportero esta mañana…
—Lo he hecho, sí. Y lo siento, sé que nada de lo que dice sobre ustedes tiene ningún sentido.
—Lo cierto es que me gustaría reunirme con Samuel Noriega y venía a preguntarle si ha dejado aviso de la fecha de su regreso.
El hotelero dudó, pero pareció decidir que no había motivo para ocultar una información así.
—Está de camino, posiblemente llegue esta misma tarde. ¿Quiere dejarle algún aviso? Me encargaré de hacérselo llegar en persona. Y, por supuesto, puede contar con un rincón discreto de este hotel para mantener esa entrevista.
—Se lo agradezco, es muy amable —respondió—. Sin embargo, hay una segunda cosa que me gustaría pedirle.
—Usted dirá…
—Ese reportero…, ¿se ha alojado aquí siempre que ha venido a Puente Real?
—Supongo que sí, ¿por qué lo dice?
—Sería de mucha ayuda para mí tener información sobre las fechas de sus estancias en la ciudad.
Esta vez el gesto de Juan Garde se tornó grave.
—Me temo que esa información pertenece al ámbito privado del señor Noriega. En un hotel como este debemos ser extremadamente cautelosos con este tipo de cosas… Ya me entiende usted.
—Le entiendo perfectamente. Y le advierto que no me interesa ningún detalle sobre sus andanzas ni sobre posibles compañías durante sus estancias. Tan solo deseo conocer los períodos en los que ha estado en la ciudad.
—Compréndame, doctor Vega, para mí es imposible…
—A ver, señor Garde —le cortó—. No me gusta hacer las cosas así, pero, como le acabo de decir, esa información es importante para mí. Y no tengo más remedio que recordarle que en el pasado su familia se benefició de determinados servicios que también pusieron en riesgo mi reputación como médico. Estoy seguro de que no necesita que le explique a qué me refiero.
El hotelero enrojeció hasta el cuello de la camisa y guardó silencio un instante.
—Haré que suban los registros.
—Gracias, señor Garde.
Desde que colgó el auricular hasta que el recepcionista subió el libro, en el despacho del director reinó un silencio tenso. De nuevo solos, el hotelero comenzó a pasar las hojas.
—Comprenderá usted que no le dé esta información por escrito.
—No será necesario. Dígame, ¿cuál es el primer registro en que aparece?
—Se alojó aquí el día cinco de julio por la tarde y salió la mañana del día siete.
Manuel trató de almacenar el dato en su memoria, mientras Juan Garde continuaba pasando las hojas de registro, siguiendo las anotaciones con el dedo índice.
—Aquí está de nuevo, el veintitrés de julio. Y en esta ocasión permaneció en la ciudad cinco días.
—Continúe —pidió.
—Aparece de nuevo el día diecinueve de agosto, hasta el veintidós.
—Y esta última semana, supongo…
—Así es —respondió, con el índice en el trece de septiembre.
—Me ha sido de gran ayuda —dijo mientras se levantaba—. Espero que mi petición no le haya importunado demasiado. Créame que lamentaría haber resultado demasiado brusco.
Juan Garde lo despidió en la puerta de su despacho, y Manuel descendió hasta la recepción. Saludó al muchacho, que lo miraba con cierta suspicacia, y salió a la calle, donde el sol del mediodía resultaba molesto para sus ojos. Cruzó el puente y se encaminó con paso decidido hacia el cuartel de la Guardia Civil. Se presentó ante el cabo que montaba guardia en la entrada y preguntó por el capitán Solís.
—Se encuentra en su despacho, con el sargento.
—Hágale llegar un aviso. Dígale que el doctor Vega quiere verle y que es urgente.