Capítulo 32

Domingo, 20 de noviembre de 1949

Manuel paseó la mirada por la estancia, que, situada en la base de la torre, había acogido durante generaciones a los campaneros de la catedral. Desmadejado en el sillón, alzó de nuevo aquel papel ajado que tan bien explicaba lo ocurrido en torno a su vida en los últimos meses. ¡Cómo había podido estar tan ciego! A la luz de la revelación contenida en aquella carta, trató de repasar mentalmente el momento en que había conocido a Ángel, el inicio de su relación, la primera vez que el campanero había puesto los pies en casa, las entregas de los dibujos, las largas conversaciones… Nada de todo aquello había sido casual, como había supuesto hasta aquella misma tarde. Todo formaba parte de un plan, en el que él no había sido más que una marioneta que bailaba al son de los hilos que movía Ángel Expósito.

Intentó leer una vez más la carta de Teresa Monreal, a pesar del velo de lágrimas que le cubría los ojos.

Puente Real, 7 de noviembre de 1936

Querido esposo:

Postrada en el lecho después de alumbrar a nuestro hijo, y convencida de estar viviendo mis últimas horas, te escribo estas líneas que van a ser nuestra despedida. Deseo con toda mi alma que esta carta llegue a tus manos, porque eso significará que estás vivo y que la verdad se habrá abierto camino, a pesar del dolor que la lectura de estas letras va a llevar a tu corazón.

Te dirán que nuestro hijo está muerto, pero no les creas. Es un varón, y yo misma he oído su llanto, aunque me lo hayan negado. Al hacerlo, sin embargo, me han abierto los ojos a la evidencia. He comprendido por qué no he corrido la misma suerte que otras, hasta ahora. Querían a nuestro hijo, y ha sido él quien me ha mantenido con vida hasta hoy.

Un día me dijiste que nuestro destino parecía ligado al de la República. Nos conocimos el día de su advenimiento, concebimos a nuestro hijo la noche del triunfo del Frente Popular, y el final de la República significó el final de nuestra vida en común. Sobre todo quiero que sepas que no me arrepiento de nada. En estos cinco años que hemos pasado juntos, he sido más feliz de lo que jamás lo serán otras mujeres aunque mueran de viejas. Por eso no quiero que llores por mí. Algún día toda esta locura terminará, y deseo que rehagas tu vida. Eres un hombre bueno y mereces encontrar a otra mujer que te haga feliz, a la que puedas hacer feliz como yo lo he sido.

Sé que si lees esto buscarás a nuestro hijo. En tus manos dejo la decisión sobre la actitud que debas tomar. Estas últimas horas he tenido ocasión de reflexionar y, si algo me consuela es pensar que, quienquiera que se haya prestado a esto es porque lo anhela y con seguridad se va a ocupar del niño. Confío en que sabrás actuar de la mejor manera para garantizarle una vida dichosa.

Sería un milagro que volviéramos a encontrarnos, y ni tú ni yo creemos en los milagros. Me duele irme, más por lo que dejo atrás que por mí misma, pero en estos meses he visto que todo aquello por lo que había luchado ha quedado destruido, nada será igual ya, y estoy segura de que la amargura y la desesperanza habrían de marcar mi vida en el futuro.

Es Carmencita, la enfermera del doctor Vega, quien se ha arriesgado a traerme el recado de escribir y a quien voy a confiar esta carta. Si algún día cae en tus manos, sabrás que es a ella a quien debes agradecérselo.

Llenaría mil hojas recordando lo feliz que he sido junto a ti, mi querido esposo, pero no hay sitio para más. Si algo es seguro es que, si muero, mi último pensamiento será para ti. Te he amado mucho y te sigo amando. Una vez más, te ruego que no llores por mí, el mejor tributo que puedes hacerme es tratar de ser feliz de nuevo. Debes prometerme que lo intentarás.

Te quiero.

Tu esposa,

TERESA

—¿Desde cuándo le permiten sus principios leer la correspondencia ajena, don Manuel?

El médico dio un respingo en el asiento y se puso en pie como un resorte. No obstante, el sobresalto duró apenas un instante. Los dos hombres se hallaban cara a cara. El gesto de Ángel otorgaba a sus facciones toda la dureza que un rostro es capaz de expresar. El de Manuel era una mezcla de dolor, amargura y temor.

—¿Por qué, Ángel? —preguntó—. ¿O debería llamarte Salvador…?

—Como usted prefiera, Manuel. Salvador Urrutia tuvo que escapar de Puente Real hace trece años, y el hombre que era ya no existe. Se vio despojado de toda su vida: su casa, su negocio, sus amigos y, sobre todo, su esposa y su hijo. No, ya no existe —aseveró con amargura, acompañando la negación con un enérgico movimiento de cabeza antes de continuar—. ¿Ve?, en cambio yo nunca he tenido la más mínima duda acerca de quién era usted: un hombre sin personalidad, dominado por una mujer a la que nunca fue capaz de negar nada, hasta el punto de traicionar sus principios deontológicos y el juramento hipocrático que, como médico, prestó en su juventud.

Manuel pareció acusar el golpe y durante un momento no dijo nada. Poco a poco comenzó a cabecear, negando, con la mirada perdida en las losas del suelo.

—Dios sabe que lo que piensas no es cierto. En gran parte actué movido por la piedad. Tu pobre esposa estaba condenada desde el día del alzamiento, y solo su embarazo la mantuvo con vida hasta el parto. De no haber mediado ante Herminio, de no haber pedido que dejara nacer al bebé, este habría muerto con su madre ante el pelotón de fusilamiento. Otras mujeres, embarazadas también, no tuvieron la misma suerte.

Salvador esbozó un gesto de incredulidad.

—¡Por favor, Manuel! Intercedió ante el hijo de puta de Herminio porque su esposa le pidió ese bebé cuando se enteró de que Teresa estaba encinta.

—Cuando un hombre toma una decisión, pocas veces interviene un solo motivo. Debes creerme que, cuando se acercaba el final, cuando vi a tu mujer en la clínica, desvalida, preguntando por su hijo, toda mi fortaleza se vino abajo. Recuerdo que tomé mi abrigo y salí en busca de Herminio, para rogarle que permitiera a Teresa seguir con vida y conservar a la criatura. Estaba dispuesto a quitárselo a Margarita. Pero mis intentos fueron vanos…, había otros factores.

—Lo sé —concedió Salvador—. Engracia, la amante de Herminio, ambicionaba el puesto de directora de la escuela.

Manuel asintió.

—Te aseguro que aquel día en la clínica se vivió un drama, recuerdo como si fuera ayer que Carmencita no dejaba de llorar. La lástima que sentía debió de ser, sin duda, lo que la llevó a proporcionar a tu esposa el recado de escribir, sin pensar en las consecuencias de lo que estaba haciendo. Nunca imaginé que esta carta pudiera existir —reconoció, mirando el papel amarillento que tenía en la mano—. Ninguno de los dos fuimos capaces de estar presentes cuando se llevaron a Teresa. Tampoco mi mujer, que se había encerrado en el dormitorio, arrullando al pequeño, ajena a todo lo que sucedía a su alrededor, quizá como un mecanismo de defensa frente a su conciencia atormentada.

—¿Por qué habrían de tener la conciencia atormentada si, como acaba de decir, solo pretendían salvar la vida del pequeño? Usted mismo se está contradiciendo…

Manuel simplemente asintió, con los ojos entrecerrados por un instante.

—¿Cuándo llegó esta carta a tu poder? —preguntó, al tiempo que doblaba el papel y volvía a introducirlo en el sobre con sumo cuidado.

—Fue Félix, el hermano de Carmen. Coincidimos en la toma de Belchite, en septiembre del treinta y siete.

—¡Estás al corriente de todo desde el año treinta y siete! —Guardó silencio durante un momento, mientras valoraba lo que aquello significaba—. ¿Y por qué has regresado ahora, trece años más tarde?

Salvador lo miró con expresión inescrutable.

—Supongo que, dadas las circunstancias, le debo una explicación —concedió—. Pero esa explicación está ahí, en el sobre que tiene en la mano. Creo que lo acaba de leer. Es algo más que una carta de despedida: es el testamento de una mujer íntegra e inteligente, en el que me pedía que actuara de la mejor manera para garantizar a nuestro hijo una vida dichosa. Por eso, en principio, volví a Puente Real solo para estar cerca de él, para verlo crecer, quizá para ver cómo un día tomaba esposa y me daba nietos… aunque jamás supieran quién era su verdadero abuelo, como Alfonso no supo quién era su padre.

Manuel acusó el reproche bajando la cabeza.

—Todo cambió cuando Alfonso murió, ¿no es cierto? —supuso.

—Con la muerte de Alfonso, la barrera que contenía el deseo de venganza y la necesidad de cumplir la promesa que me había hecho a mí mismo en Belchite de vengar la muerte de Teresa se vino abajo, y el camino para obtener esa venganza quedó expedito.

—¿Por qué… por qué toda esta escenificación? —preguntó Manuel con incomprensión.

—Si le digo la verdad, he pasado todo este tiempo madurando la mejor manera de cobrar mi deuda, cada noche durante estos largos años, torturado por el dolor, me vencía el sueño acariciando ese pensamiento. Con la luz de la mañana lo desechaba, pensando en Alfonso. Pero ni por un instante se me pasó por la cabeza… —Dejó la frase sin terminar—. Hasta que al entrar en la catedral vi que la respuesta estaba en la Puerta del Juicio, en la Puerta Pintada. Escrita en la piedra. Allí aparecía representado el castigo reservado a cada uno de los pecados cometidos por todos los malnacidos que me robaron a Teresa y a mi hijo.

—Pero ¿por qué tomarte tantas molestias, por qué asumir tantos riesgos innecesarios? ¿No hubiera sido suficiente esperar oculto entre las sombras y descerrajarles un tiro a quemarropa?

—Quizás en mi fuero interno lo que quería era llamar su atención, retar su inteligencia, traerlo hasta aquí para…

—… Para completar tu venganza —terminó Manuel—. Porque yo soy el último de la lista, ¿no es cierto? Además puedo decirte la marca que tienes pensado grabar en mi espalda. La dovela III-3. Aunque no alcanzo a comprender por qué, es una de esas imágenes cuyo significado no está claro, aunque si no me equivoco se la suele asociar con la pereza.

Salvador, por vez primera en aquel encuentro, esbozó una sonrisa irónica.

—No se equivoca. Por eso precisamente la he elegido, aunque siendo bastante generoso en la interpretación. Representa a una mujer que carga sobre sus hombros a un demonio, condenada a realizar eternamente el esfuerzo que en vida no hizo. Mientras tanto, por detrás, otro demonio la empuja con una especie de tenaza.

—No entiendo qué relación…

—A mí me resulta evidente; la falta de decisión para imponerse a los deseos de su mujer. Prefirió ceder a su ambición por no enfrentarse a ella. Eligió el camino fácil. Además, en cierto modo, la desidia, la falta de atención hacia Alfonso… pudieron estar detrás de su muerte.

—¡No! —exclamó—. ¡La muerte de Alfonso fue un accidente! ¡No tienes derecho a cargar también eso sobre mi conciencia!

Salvador no insistió.

—¿Desde cuándo sabe quién soy?

—Tú mismo has traído esta mañana la respuesta a mi casa…

—El dibujo de la dovela II-3, el pecado de lujuria… —De nuevo esbozó una sonrisa—. Ha sido usted rápido atando cabos. ¿Por qué ha venido aquí, en lugar de acudir al cuartel para pedir ayuda a Domingo?

Manuel no respondió de inmediato. Devolvió a Salvador la carta, se dirigió después al pasadizo que atravesaba el muro de la torre y salió al exterior, donde arreciaba la lluvia. Salvador lo siguió, sin hacer ningún intento por detenerlo.

—Un lugar magnífico para vivir, a pesar de las incomodidades… —dijo el médico sin abandonar el tono de amargura, alzando la vista hacia lo alto—. Estas piedras rezuman Historia, ochocientos años de la Historia de Puente Real.

Cruzó el tejado bajo la lluvia hasta el pasadizo que conducía al rosetón, y se introdujo en él seguido por Salvador. Salieron bajo la arcada que protegía la vidriera, al abrigo del agua que se precipitaba hasta la calle a solo un metro de distancia.

—Me fascina este lugar, con el rosetón aquí, al alcance de la mano —añadió mientras pasaba las yemas de los dedos por los radios de piedra más cercanos—. Desde abajo no se aprecia su magnificencia.

—Le preguntaba por el motivo por el que no me ha denunciado a la Guardia Civil —repuso Salvador, ignorando su comentario.

Manuel se apoyó en la balaustrada, dándole la espalda.

—Porque en el fondo sé… que todos los que han muerto merecían su destino —contestó al fin con amargura—. Quizá también yo lo merezco. Lo deseo, incluso. Puede que sea la única manera de librarme de la carga que he arrastrado durante todos estos años. Mientras Alfonso vivía, dediqué mi existencia a darle todo lo que pudiera necesitar. Ahora, con la muerte de Margarita, no me queda nada. De hecho tú y tus dibujos erais lo único que me hacía mantener alguna ilusión. Pero después de este día negro… ya nada me retiene aquí. Estoy dispuesto a afrontar el destino que me hayas reservado.

La expresión de Salvador delató algo parecido a la sorpresa.

—Hay algo que debe saber. Yo no maté a su esposa. Se cayó del caballo de verdad.

El médico soltó una carcajada sorda.

—No puedo creerlo, tenía los signos en la espalda… ¿Por qué estabas allí si no era para matarla?

Salvador se apoyó también en la balaustrada antes de responder.

—De alguna manera estaba obsesionado con su sufrimiento, fascinado por él. Resulta difícil de explicar, pero era un bálsamo para mi propio dolor. Me gustaba verla expiar su culpa, la seguía. Cuando salía con el caballo, se detenía en el soto de Valdelagua y lloraba a solas, de manera desconsolada, a veces durante largo rato. Desde que lo descubrí, contemplarla constituía mi venganza… Muchos días la esperaba en el soto, oculto entre la maleza. Aquel día se subió al caballo con los ojos arrasados y lanzó al animal al galope. Casi la había perdido de vista cuando cayó; sin duda las lágrimas le habían impedido ver la rama que cruzaba el camino. Ni siquiera creo que el animal estuviera desbocado antes del accidente. Se rompió el cuello, murió de forma instantánea. Cuando acudí hasta ella ya no respiraba. Y estábamos solos. No me costó ningún esfuerzo sacar la navaja y hacerle las marcas que usted vio más tarde.

—Y si no hubiera sido así… ¿la habrías matado?

Salvador no respondió.

—Siento curiosidad por conocer el motivo que te llevó a matar a algunos de ellos y el significado de las marcas que dibujaste en los cadáveres. En el caso de Engracia es evidente, la dovela representa el castigo a la lujuria.

Ante ellos, por delante de la balaustrada, el agua se precipitaba en chorros paralelos, procedente del tejado acanalado que cubría el rosetón.

—No me tome por un mojigato. A mí me traía sin cuidado con quién se acostara esa mujer, pero utilizó el lecho para ganarse la voluntad de Herminio Polo, para conseguir que Teresa no tuviera ninguna oportunidad de librarse del pelotón de fusilamiento. Ambicionaba su puesto en la escuela, a pesar de no estar preparada para ejercer como directora. Teresa, viva, habría sido un continuo recordatorio para todos de lo que era una excelente gestión del centro.

—Las señales del cuerpo de Herminio representaban el castigo a la maledicencia, ¿no es así?

—Y la lengua quemada con ácido… Sabe bien que en la iconografía de la Puerta del Juicio se representa a menudo el castigo al órgano que ha pecado. Los pechos y el sexo en el pecado de la lujuria, la boca y la garganta en el caso de la gula, la mano para el delito de robo. En su caso, fue la lengua la que pecó mediante las falsas acusaciones que llevaron a la muerte de Teresa.

—El tercer cadáver que se encontró fue el de Hipólito, el archivero.

—El pecado de la gula… por razones obvias; y el castigo, la ingestión de las brasas contenidas en aquel cáliz. Pero el verdadero pecado del archivero fue la falsificación del libro de registro de defunciones. Tuve ocasión de consultarlo en los archivos. La muerte de Teresa aparece en la fecha correcta, pero la causa que se refleja es, literalmente, «muerta por desgracia de tiro». Una expresión muy propia de quien está acostumbrado al doblez del lenguaje, a no mentir sin decir la verdad. También el registro de bautismo de Alfonso está falsificado, pues son usted y su esposa quienes aparecen como padres naturales del bebé.

Manuel volvió hacia Salvador unos ojos tristes y brillantes. Una vez más, se sacó el pañuelo para enjugárselos.

—Ahora te miro y tu cara… había algo que me resultaba familiar en ella. Es el mentón, y tus ojos… son los mismos que los de Alfonso. ¡Por Dios bendito! Todo este tiempo lo he tenido ante mí y no he sabido verlo.

Salvador notó que el médico se estremecía.

—Hace frío aquí.

—¿Y qué más da el frío ahora? —Manuel rio—. Todavía no me has dicho el motivo de las otras muertes.

—Nazario Paladín, el impresor. ¿No lo imagina?

—Quizá sí…

—Él se quedó con la imprenta y con la casa, contraviniendo las disposiciones que el viejo impresor había dejado escritas en su testamento.

—¿Cómo pudo hacer tal cosa?

—Con la ayuda del notario, su cuñado.

—¡Villanueva! ¡Lo has matado esta misma tarde!

—El testamento decía que Teresa y yo heredaríamos la propiedad de la imprenta a la muerte de su dueño, pero había una cláusula adicional: la disposición no se haría efectiva hasta que naciera nuestro primer hijo varón. Eso, a efectos legales, no llegó a suceder, y en ese caso la propiedad debía haber pasado, transcurridos diez años, al hospital de Nuestra Señora de Gracia. Pero Villanueva alteró el testamento en favor de su cuñado, Nazario, que ambicionaba el local. Ahora sé que a cambio de una parte del valor.

—¿Se repartieron tu casa y tu negocio?

—Como ocurrió con las propiedades de muchos otros fusilados, desaparecidos o huidos a Francia, transcurrido el tiempo necesario para poder darlos por muertos. Villanueva ha estado en el centro de todas estas operaciones, y por eso era tan apreciado por las mejores familias de Puente Real: muchos le debían sus propiedades y parte de sus fortunas. Eso sí, le garantizo que más de uno se habrá alegrado de su muerte, a nadie le gusta deber favores de tal enjundia, ni que haya quien conozca el mezquino, cuando no criminal, origen de tu riqueza. Me consta que Villanueva no se privaba de usar ese poder cada vez que deseaba algo, y su incipiente carrera política en la Diputación no estaba basada sino en el chantaje.

—¿Y las señales? El sargento Guzmán me ha dicho que al notario le faltaba la mano derecha. ¿De nuevo el castigo al órgano que comete el pecado?

—En efecto, la mano que se utiliza para jurar sobre la Biblia, el castigo al pecado de perjurio. Supongo que sabe usted de qué dovela se trata.

—Una de las seis últimas que no me has entregado. Quinta arquivolta, sexta dovela.

—Veo que ha trabajado usted rápido desde que he salido de su casa —dijo Salvador con una media sonrisa.

—Estoy seguro de que ya las has dibujado. ¿Sabes?, me gustaría verlas antes de…

—No las tengo ya, las tiene usted. Hace días que se las dejé en la consulta, tras los historiales de sus antiguos pacientes. Conservarlas aquí podría incriminarme si alguien tan avispado como usted atara cabos, aunque no creo que sea el caso del bueno de Domingo.

—Dime algo más… ¿por qué aceptaste el encargo de los dibujos?

—No lo sé. Quizá para estar cerca de usted y de su esposa, conocer sus hábitos y preparar mi venganza. Quizá, como he pensado más tarde, por un íntimo deseo de conocer cómo eran quienes habían educado a mi hijo.

—Y por Carmencita, supongo.

—Y por Carmencita.

—¿Qué vas a hacer cuando hayas acabado conmigo? ¿Te casarás con ella?

—¿Es eso lo único que le preocupa?

—Te aseguro que es lo único. La quiero como si fuera mi propia hija.

—¿Ni siquiera le angustia la idea de su propia muerte?

—No, si me aseguras que vas a ocuparte de ella.

Los dos hombres se miraron de frente.

—Tal vez me equivocara con usted, va a resultar que tiene más cojones de lo que pensaba.

—Júrame que a partir de hoy te ocuparás de ella.

—La amo, don Manuel. Usted lo sabe bien, esta tarde solo le ha faltado rogar que pidiera su mano. Y lo haré.

Manuel soltó un profundo suspiro, y sacó el pañuelo de nuevo para secarse los ojos.

—¿Cómo lo vas a hacer? ¿Empujándome por encima de la balaustrada, como el demonio a la pecadora de la dovela que me has reservado? —preguntó, lanzando una mirada de soslayo al vacío que se abría a su derecha.

—No voy a matarlo, don Manuel. Confieso que esa ha sido mi intención hasta hace muy poco, pero no creo que lo merezca. Sé que sus palabras acerca del deseo de conservar la vida de mi mujer eran sinceras. Y sé también que bastante le ha atormentado ya su conciencia durante estos años, y lo seguirá haciendo hasta el fin de sus días. Si fuera usted como Herminio, un cabrón incapaz de experimentar remordimiento, ahora mismo lo arrojaría por encima de ese pasamano. Pero sé que usted mismo se va a aplicar el castigo, un castigo mucho más cruel que una muerte rápida.

—Sabes que tendré que denunciarte si no lo haces.

—No lo hará, don Manuel. No lo hará, por Carmencita. Usted mismo ha confesado que los que han muerto merecían ese final y quiere demasiado a esa muchacha para hacerla infeliz para siempre. Perdió a su padre, a su hermano Félix, después a Alfonso y más tarde a Margarita. Si ahora me denuncia usted, mi destino será el garrote y ¿cuál cree que será el de Carmen? ¿Un sanatorio mental? ¿Un convento?

—No podría vivir con ese secreto.

—No me haga reír, don Manuel. Está usted acostumbrado a vivir con secretos oscuros. Considérelo parte del castigo por lo que hizo hace trece años.

Manuel agachó la cabeza, negando a la vez. Salvador comprendió que la mente del médico funcionaba en aquel momento con enorme celeridad, pero sus hombros parecían haber cedido bajo un enorme peso. Con la amargura reflejada en la mirada, alzó hacia él unos ojos enrojecidos que consiguieron causarle alarma.

—No puedo permitir que un asesino como tú quede impune por los delitos que ha cometido y seguir viviendo con eso sobre mi conciencia.

Se sacó del bolsillo derecho el estilete que había guardado.

—No lo intente, don Manuel —dijo Salvador dando un paso atrás, en actitud defensiva—. Podríamos hacernos daño.

El campanero no esperaba lo que sucedió a continuación. Manuel estiró el brazo izquierdo con fuerza, de modo que la parte anterior de su antebrazo quedó al descubierto. Con los dientes apretados, se hizo tres rápidos cortes paralelos por encima de la muñeca y algunos más hasta dibujar lo que parecía ser un tres. Arrojó el estilete ensangrentado al suelo ante Salvador y, sin darle tiempo a reaccionar, inclinó su cuerpo sobre la balaustrada y se impulsó con los pies.

Salvador se lanzó hacia delante soltando la carta y consiguió agarrar al médico por la pernera del pantalón un instante antes de que se precipitara al vacío, pero el peso de su cuerpo se lo arrebató entre los dedos. Por encima de su propio gemido, Salvador oyó con nitidez el ruido sordo que hizo al caer sobre el pavimento. Permaneció inmóvil, incrédulo, doblado sobre el pasamano y con el corazón latiéndole desbocado hasta el punto de que tuvo que incorporarse para poder llevar aire a los pulmones. Cerró los ojos con fuerza, y su rostro se contrajo en una mueca de rabia y dolor. Tardó un minuto en atreverse a asomar la cabeza por encima del saliente, y entonces contempló el cadáver de Manuel boca arriba, con los brazos extendidos y las palmas abiertas, en una grotesca posición que recordaba a alguno de aquellos mártires de la catedral que aparecían representados pidiendo piedad al causante de su tormento. Por el suelo encharcado a los pies de la Puerta del Juicio comenzó a extenderse una mancha carmesí. Salvador permaneció allí parado, hipnotizado, hasta que el grito aterrorizado de una de las primeras beatas que salían de la misa de ocho lo sacó de su ensimismamiento.