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24 de marzo de 1977

Jonah estuvo muerto durante un corto espacio de tiempo hasta que los asistentes sanitarios lo devolvieron a la vida. Nunca habla de ello, pero en ocasiones lo recuerda y se descubre pensando que quizá ese fuera el acontecimiento esencial del resto de su vida, quizá fuera lo que puso en movimiento su futuro. Piensa en el recio reloj de cuco del salón de su abuelo, el tañido resonante de las pesas y el disonante rasgueo de guitarra de los muelles al abrirse la pequeña puerta y asomarse el pajarito; piensa en su corazón, que se había detenido cuando llegaron hasta él y se puso en marcha con una repentina sacudida, sin que nadie supiera la razón, sencillamente arrancó de nuevo en el momento preciso en el que se disponían a declararlo muerto.

Sucedió a finales de marzo de 1977 en Dakota del Sur, escasos días después de su sexto cumpleaños.

Si su memoria fuese una película, la cámara empezaría en lo alto. En una película, piensa, se vería la casita de su abuelo desde arriba, se vería el autobús escolar amarillo al detenerse al borde del extenso sendero de gravilla. Jonah había asistido a la escuela ese día. Había aprendido algo, tal vez varias cosas, y volvió a casa en el autobús escolar. Tenía papeles en la mochila de tela, caligrafía y tablas de sumas y restas que la profesora había calificado pulcramente con tinta roja, así como una ilustración de un huevo de Pascua que había coloreado para su madre. Estaba sentado en un asiento de vinilo verde próximo a la parte delantera del autobús y no advirtió siquiera que este se había detenido, pues estaba absorto en un orificio que alguien había horadado en el asiento con una navaja; miraba detenidamente en su interior, en las entrañas del asiento, confeccionadas con muelles metálicos y paja blanca y gruesa.

El día era bastante soleado y la nieve se había derretido en buena parte. El humo del tubo de escape del autobús se entremezclaba con el destello de las luces de emergencia, y la silenciosa conductora del autobús hizo que las puertas se plegaran ante él. No le gustaban los demás niños del autobús y tenía la impresión de que el sentimiento era recíproco. Percibió sus rostros vigilantes mientras descendía los escalones del autobús para plantarse en la cuneta esponjosa y embarrada.

Pero en la película eso no se vería. En la película se lo vería solo a él al salir del autobús: un niño que corría arrastrando la mochila por la gravilla húmeda, con un gorro rojo y una raída chaqueta de color azul celeste, mientras hacía rechinar las piedras bajo sus botas y producía un sonido rítmico y agradable. Y el espectador estaría situado por encima de todo ello como si fuera un pájaro: el extenso sendero de gravilla que conducía desde el buzón hasta la casa, las malezas de la cuneta, los postes telefónicos, las verjas de alambre de espino y los rieles del ferrocarril. El horizonte, una extensa planicie de polvo y viento.

La casa del abuelo de Jonah se encontraba a escasos kilómetros del pueblecito de Little Bow, donde Jonah asistía a la escuela. Se trataba de una modesta casa de labranza de color mostaza situada junto a un álamo, con un cerezo virginiano pegado a la fachada. Esos eran los únicos árboles visibles, y la propiedad de su abuelo era la única casa. De tanto en tanto pasaba un tren sobre las vías que discurrían en paralelo a la casa. Entonces las ventanas bordoneaban como el diapasón que la profesora les había mostrado en la escuela. «Esta es la sensación que produce el sonido», les había explicado la profesora, y les había permitido acercar los dedos a los vibrantes extremos.

A veces todo se le antojaba muy pequeño a Jonah. En el centro del austero patio trasero de su abuelo, un envase vacío de medio litro de nata era la casa y una hilera de cochecitos unidos con cinta adhesiva transparente era el tren. Ignoraba por qué le gustaba tanto ese juego, pero recordaba que jugaba sin cesar, imaginándose con su madre, su abuelo y la perra de este, Elizabeth, en el interior del pequeño recipiente, mientras otra parte de sí mismo se inclinaba sobre ellos como un gigante o una nube de tormenta, empujando lentamente el tren improvisado.

Ese día no llamó a su abuelo al entrar en casa. La puerta se cerró de golpe; los muebles descansaban en silencio. Debido al rumor de la televisión procedente de su dormitorio, sabía que su abuelo estaba allí, sesteando en aquella exigua habitación sin ventanas, que era una extensión de la casa y apenas tenía las dimensiones suficientes para albergar la cama de su abuelo, un vestidor, una televisión pequeña y una lámpara rodeada de volutas de humo de cigarrillo. El abuelo estaba incorporado sobre unas almohadas, bebiendo cerveza; se había echado sobre la cintura una manta vieja con bolitas de algodón cuyos sedosos extremos estaban deshilachados, y había apoyado un cenicero sobre ella. Estaba cansado. El abuelo trabajaba de conserje, iba a trabajar de madrugada, antes de que amaneciera. A veces, cuando Jonah volvía a casa de la escuela, el abuelo salía de su habitación y le contaba historias, o chistes, o se quejaba de las cosas, del cansancio o de la madre de Jonah («¿Qué le pasa ahora? ¿Has hecho algo para que se enfade? ¡Yo no le he hecho nada!»), y maldecía a la gente que no le caía bien, la gente que lo había engañado, o quizá sonreía y llamaba a Elizabeth, «Nenita, nenita, ¿qué haces ahí? ¿A que quieres un poco de fiambre?» y Elizabeth acudía chasqueando las uñas contra el suelo, con el rabo cercenado que casi vibraba cuando lo meneaba y los ojos llenos de amor cuando el abuelo de Jonah le canturreaba.

Pero el abuelo no salió de su habitación ese día y Jonah soltó la mochila en el suelo de la cocina. Olía a humo, a huevos fritos y a la comida pasada del refrigerador. Había platos sucios en el fregadero. La puerta del abuelo estaba entrecerrada y Jonah se sentó un rato ante la mesa de cocina y comió cereales.

Su madre estaba en el trabajo. Ignoraba si la echaba de menos, pero pensó en ella mientras estaba sentado en la apacible cocina. Trabajaba en un lugar llamado Granja Armonía, «empaquetando huevos», según decía, y su tono evocaba oscuros laberintos con hileras de nidos y una procesión de obreras tristes y sucias que recorrían lentamente aquellos pasadizos.

No hablaba de ello cuando llegaba a casa. A menudo no decía una sola palabra, no quería que la tocasen y les preparaba la cena, pero se negaba a comer. Iba a su habitación para oír discos antiguos que tenía desde que estaba en la escuela secundaria, con los ojos abiertos y las manos debajo de la mejilla en ademán de orante, con su largo cabello extendido sobre la almohada tras ella.

Jonah podía quedarse allí mucho tiempo, observándola desde la entrada sin que ella se moviera. La aguja del fonógrafo palpitaba como si fuera un coche suave en la espiral del surco del disco y los ojos de su madre parecían apercibirse de la música más que de ninguna otra cosa, pues parpadeaba cuando se producía una pausa o un acento.

Pero él sabía que lo veía. Se miraban el uno al otro, y era una especie de juego: Jonah intentaba pestañear cuando ella lo hacía, adoptar el mismo rictus y oír lo mismo que ella. Era una especie de juego averiguar hasta dónde podía adentrarse en la habitación, deslizando los pies así como se abre una hoja, y a veces estaba a punto de llegar al centro de la estancia cuando ella hablaba al fin.

—Márchate —decía, casi como en sueños.

Y entonces apartaba el rostro, volviéndose hacia la pared.

Pensó en ella con la cuchara suspendida sobre los cereales. Un día, pensó, no volvería a casa del trabajo. O tal vez desapareciera por la noche. Jonah se había despertado varias veces al oír pasos en las escaleras o en la cocina, o el sonido de la puerta trasera al abrirse. La había visto desde la ventana de arriba, embutiendo el brazo en la manga del abrigo mientras recorría el sendero. Su rostro se le antojaba extraño a la tenue claridad que arrojaban los focos que el abuelo había instalado en el exterior de la casa. Su aliento se elevaba a causa del frío cuando exhalaba, y flotaba como si fuera neblina, dejando un rastro a su paso mientras ella se adentraba en la oscuridad, más allá del círculo luminoso del porche.

—No nos quedaremos mucho tiempo —le decía a veces a Jonah. Hablaba de los sitios donde habían vivido como si solo hubiesen ido a la casa del abuelo de visita, aunque se alojaban allí desde que Jonah tenía memoria: hacía casi tres años. Apenas recordaba los lugares a los que su madre se refería. Chicago. Denver. Fresno. ¿Había estado en aquellas ciudades? No estaba seguro. En ocasiones percibía destellos e imágenes, que no eran auténticos recuerdos: una escalera descendente y botas embarradas afuera; un hombre con una chaqueta de flecos, como Davy Crockett, que dormía en un sofá mientras Jonah contemplaba el interior de su boca abierta; una lámpara con un diseño de hojas otoñales; y una ducha de cemento donde se había lavado con su madre. A veces creía recordar al otro bebé, el que había nacido antes que él.

—Yo era muy joven —le explicaba ella. Eso era todo cuanto decía—. Era muy joven. Tuve que darlo en adopción.

—Me acuerdo del bebé —dijo Jonah una vez, mientras estaban sentados charlando, cuando ella se sentía cariñosa, lo abrazaba y le acariciaba suavemente la mejilla con las uñas—. Me acuerdo del bebé —afirmó, y el semblante de ella se puso tenso. Retiró la mano.

—No, eso no es cierto —respondió—. No seas estúpido. Ni siquiera habías nacido. —Se quedó sentada un instante, contemplándolo, y cerró los ojos, apretando los dientes como si su visión la hiriese—. Joder —masculló—. ¿Por qué no te olvidas de lo que te he contado? O sea que yo te confío algo que es privado y muy importante, ¿y tú te inventas jueguecitos? ¿Acaso eres un bebé?

Se quedó sentada con ademán impasible, frunciendo el ceño, y se dispuso a recogerse y arreglarse el cabello, ignorándolo. Tenía una larga melena que le llegaba a las trabillas de los pantalones vaqueros. El abuelo decía que se parecía a la cantante de música country Crystal Gayle.

—¿No te parece guapa, Jonah? —decía el abuelo cuando trataba de animarla, pero ella se limitaba a esbozar una sonrisa carente de verdadera alegría. Jonah la observó mientras ella extraía un cigarrillo del paquete que descansaba en la mesita de café y lo encendía.

—No me mires así —dijo ella. Inhaló el humo del cigarrillo, y Jonah procuró adoptar una expresión flemática y neutral, que su cara fuese como ella deseaba.

—¿Mamá? —intervino.

—¿Qué?

—¿Adónde van los niños cuando los dan en adopción? —Quería que su voz sonase inocente, hablar como los niños de la televisión cuando formulaban preguntas sobre Santa Claus. Quería fingir que era cierto tipo de niño para comprobar si su madre se lo creía.

Pero ella no lo hizo.

—¿Adónde van los niños cuando los dan en adopción? —repitió, con voz aguda y desabrida, y no lo miró, no lo consideró mono ni perdonable. Jonah percibió el susurro de su cabellera y de su mano al restregar el extremo del cigarrillo contra el borde del cenicero.

«Se van a vivir con mamás buenas» —respondió. Al cabo de un momento se encogió de hombros con ademán sombrío, pues ya no lo amaba, ni deseaba hablar.

Pero él creía que recordaba al bebé. Su madre y él lo habían visto en el mercado, al cuidado de una señora desconocida. Tenía la tez rosada y la cabeza diminuta y calva, y estaba dentro de algo; un canasto, pensó, un canasto como en el que vienen las manzanas del supermercado. Estaba vestido con un traje de terciopelo verde con la cabeza de Santa Claus y descansaba sobre un cojín rojo. Movía las manos a ciegas, como si tratase de atrapar el aire.

—Mira —exclamó su madre—. ¡Ese es mi bebé! —Y una señora los había mirado, poniéndose tensa al inclinarse su madre para menear los dedos en la línea de visión del bebé. La señora los había mirado, sonriendo pero al mismo tiempo asustada, y se había dirigido a Jonah con brusquedad.

—No lo toques, por favor —le dijo—. Tienes las manos sucias.

Lo recordaba vívidamente; no solo a causa del bebé, sino de los ojos de la señora, de su forma de mirarlo, del cortante sonido de su voz. Fue la primera vez que comprendió realmente que tenía algo que no le gustaba a la gente.

Pensó en ello mientras correteaba por la casa ese día, blandiendo un batidor que había encontrado en uno de los cajones de la cocina, simulando que se trataba de una varita mágica que había robado. Pensó en el bebé, y en su madre recorriendo el sendero de gravilla a oscuras, y se detuvo en la puerta de su dormitorio, observando el candado que ella había instalado. Era la habitación que había tenido cuando era niña, y después adolescente, y tenía muchas cosas bonitas: había una caja de música donde guardaba sus joyas, con una bailarina pequeñita que se alzaba sobre un muelle y daba vueltas y más vueltas frente a un pequeño espejo; una caja parecida a una maleta pequeña y cuadrada en la que había discos de cuarenta y cinco revoluciones por minuto; una fotografía de su madre, que había fallecido, en un pequeño marco dorado; conchas, ramas secas pintadas de color plateado con un aerosol y postales de cuadros pegadas a la pared. Monet. Chagall. Miró. Ella los había nombrado en una ocasión. Jonah nunca tocaba nada, pero de algún modo ella sabía que había entrado en su dormitorio mientras estaba en el trabajo. No le dijo nada, pero un día, después del trabajo, volvió a casa con el juego de la cerradura, y tuvo que ver cómo atornillaba el pasador en el marco de la puerta, ajustaba la argolla del candado en el ojo del pasador y lo cerraba pulcramente con un chasquido. Se volvió hacia Jonah mientras este observaba, entornando los ojos con cautela.

—Hay cosas preciosas en mi habitación —le explicó con suavidad—. No quiero que se las lleve un ladrón —añadió, y ahora, plantado ante su habitación, sus palabras le produjeron una sensación de soledad.

Al cabo de un rato llamó a Elizabeth. Cogió un poco de fiambre del refrigerador y silbó. Volvió a llamarla y oyó el crujido de la cama de su abuelo cuando ella descendió de sus pies, donde había estado acurrucada cómodamente, durmiendo mientras dormía su abuelo.

—¡Elizabeth! -exclamó Jonah con voz aguda y tentadora, mientras ella empujaba la puerta del dormitorio del abuelo con el hocico y se asomaba para observarlo con cautela, temblando discretamente, con paso furtivo y vergonzoso, como si hubiera gente aplaudiendo y ella fuese tímida. Pero cuando le arrojó la loncha de mortadela, ella la atrapó en el aire.

Era un dóberman pinscher y tenía bastantes años más que Jonah. No era solamente una mascota, decía su abuelo, era una perra guardiana. El mundo estaba cambiando, decía el abuelo, ya no se podía dejar la puerta abierta por las noches, como antes. Estaba Charles Manson, que era un asesino; el autoestopista que asesinó al hombre que lo había recogido en las cercanías de Vermillion; y el alzamiento de Wounded Knee. Ya no se podía confiar en la gente, decía el abuelo, de modo que Elizabeth perseguía a los coches de los desconocidos por la carretera, asustaba a los misioneros mormones que no se atrevían a llegar hasta la puerta, y a veces ladraba sin parar en la cocina con voz áspera y húmeda aunque no se viera nada en el exterior.

—Está manteniendo a raya a los fantasmas —le explicaba el abuelo.

Años después, Jonah todavía podía recrear a la perra en su imaginación, tal vez más vívidamente aún de lo que recordaba a su abuelo, o el aspecto que había tenido su madre entonces. Había pasado mucho tiempo con la perra, a veces sencillamente sentado en el sofá acariciándola, jugando apaciblemente hasta que ella se debatía para marcharse.

Creía que la conocía mejor que a nadie excepto a sí mismo. Conocía el contorno rechoncho de su torso, el peculiar diseño abigarrado de su pelaje negro y marrón, los tendones y los huesos de sus patas, su morro alargado, inteligente y puntiagudo. Su cabeza parecía la de un pájaro noble con el pico alargado y firme, una majestuosa estatua egipcia que le gustaba moldear con las manos. Amaba sus labios negros y correosos, con aquellos nódulos anfibios y verrugosos alojados cerca de los molares, y le gustaba hacerla hablar, moviéndole los labios con los dedos para que le contara chistes de toc, toc y corease las sintonías de los dibujos animados que veían ambos. Amaba el negro lustroso de sus garras curvas y la misteriosa materia blanca semejante al tuétano que hallaba en el interior de sus zarpas; amaba la textura agrietada y lijosa de sus pezuñas, la carne ondulada y respingona de su lengua cuando él la cogía y la estiraba, la piel moteada, pálida y cerúlea del interior de sus orejas, su forma de agitar la cabeza hacia delante y hacia atrás si la tocaba en el punto preciso, como si la estuviera importunando una mosca. Amaba la piel suave, desnuda y gris de su estómago, las dos hileras de pezones, que él apretaba simulando que eran botones y tiradores de un robot que había construido.

—Maldita sea, Jonah —vociferaba el abuelo, cuando Elizabeth gañía—. ¡Deja de darle la lata a esa maldita perra! ¡Espero que algún día te muerda!

Quizá hubiese algo inevitable en lo que sucedió. Cuando intenta recrearlo en su mente siempre le parece que la tarde entera tenía algo inerte y helado, algo taciturno, una especie de expectación, como si le hubieran preparado las cosas.

Recuerda hasta cierto punto. Recuerda el juego al que estaban jugando, la fantasía en la que se había abstraído. Los estaban persiguiendo y, a la manera de un rey de dibujos animados, él gritaba: «¡Guardias! ¡Apresadlos!». Soldados pertrechados con lanzas trotaban con pasos cortos en fila de a uno por un pasadizo con hileras de antorchas.

Elizabeth y él se habían ocultado en el cuarto de baño, y a veces le parece que puede verlo a la perfección: sus manos haciendo girar el cerrojo de la puerta, que amaba más que a ningún otro. Una llave maestra en una cerradura. Un picaporte confeccionado con vidrio tallado, como si fuera una joya. Uno podía fingir que era un rey en un palacio.

Después de cerrar la puerta con llave, resopló satisfecho. Tomó aliento y se volvió a mirar a la perra, Elizabeth, que se encontraba incómoda junto a la bañera, con el rabo entre las piernas, las orejas caídas y los ojos recelosos y dubitativos.

—Vienen a por nosotros —le dijo a Elizabeth, y ella lo miró y a continuación apartó la vista, agitada, describiendo un semicírculo de puntillas en la exigua habitación—. Nos matarán si entran —añadió, mientras apretaba la cara contra la puerta, escuchando.

Era una estancia pequeña y ordenada, aunque no impoluta, con gélidos azulejos blancos y negros en el suelo, una gélida bañera de porcelana, lavabo y retrete. Había un armario alto que contenía toallas y paños. El retrete tenía una cubierta de pelo azul parecido al de un muñeco sobre la tapa y del grifo del lavabo goteaba un hilo de agua constante. Había un recipiente para depositar los cepillos de dientes bajo un botiquín con puerta de espejo y una ventanita cuadrada cuyo vidrio tenía la textura del hielo, con diseños escarchados. Debajo estaba la bañera con patas y pila profunda que parecía el interior de un huevo. Una mancha de óxido naranja se extendía desde la base del grifo hasta el desagüe.

Se le había ocurrido que ese era el mejor sitio para ocultarse. También recuerda claramente la determinación de agazaparse dentro de la bañera para escapar de los soldados que los hostigaban, pero se le presentaron ciertas dificultades para que Elizabeth secundase su plan. Jonah se incorporó en el interior de la bañera y la sujetó por las extremidades anteriores de modo que la perra se alzara sobre las patas traseras. Intentó tirar de ella, pero Elizabeth se negaba a moverse. Se apartó de Jonah, de modo que este salió de la bañera y trató de levantarla por los cuartos traseros, pero pesaba demasiado. Sin embargo, había hallado asidero en la piel flácida de las ancas y consiguió levantarla del suelo.

—¡Entra! —exclamó, y le propinó un fuerte empellón—. ¡Deprisa, maldita sea! —Y ella emitió un sonido brusco cuando Jonah la empujó, cuando se precipitó en la bañera sobre ella.

No sabe a ciencia cierta lo que ocurrió después. Hubo un momento, una especie de oleada, una mancha blanca durante la cual el juego se desvaneció, durante la cual Elizabeth dejó de ser ella misma y se transformó en otra cosa. Los dos forcejearon sobre la porcelana resbaladiza. Tal vez Jonah estuviera intentando sujetarla, tal vez presionó con fuerza un punto blando de su barriga, tal vez Elizabeth fue presa del pánico al verse cabeza abajo, desorientada, incapaz de recuperar el equilibrio. Sus escuálidas patas se debatieron en el aire y su cuerpo se contorsionó, procurando enderezarse, y emitió un sonido como si vomitara una sucesión de gañidos. Chasqueó las mandíbulas, se retorció y arremetió contra él, y Jonah percibió un chispazo en su mente que no era verdadera conciencia.

El primer mordisco fue uno de los peores. El largo diente delantero, el canino, se hundió en la piel de Jonah justo debajo del ojo izquierdo y le desgarró la mejilla trazando una línea hasta el filo de la garganta. La sangre brotó salpicando la ventana. Las botellas de champú colocadas en el saliente de la bañera se desplomaron con estrépito cuando Jonah pataleó presa de un espasmo, sorprendido. Cuando se apartó de ella, Elizabeth le mordió la oreja y le arrancó un pedazo.

Más adelante intentaría pensar que Elizabeth se había vuelto loca. La gente diría que quizá fuera el sabor de la sangre, o los ruidos que producía, los sonidos agudos que instintivamente la hicieron pensar que era una suerte de presa. Diría que los perros de ataque, como los dóberman, pueden ser sumamente excitables y que pueden perder el autocontrol. Jonah no quería creer que ella lo odiaba. No quería creer que la había atormentado, que fuera lo que fuese lo que le había hecho, ya había tenido bastante. Que le mordió y le gustó, pensando: por fin.

Pero ella no se detuvo. Sus colmillos le hendieron las palmas de las manos cuando las levantó para protegerse la cara, y le surcaron los antebrazos cuando manoteó frente a ella, intentando golpearla. Un mordisco le perforó el labio inferior cuando la perra intentó apresar su cuello, y otro más jaló de la piel del rostro desgarrado como si fuera una tira. Recuerda que intentó sujetarse de nuevo la piel contra la cara, como si se tratara de una pieza de rompecabezas que intentara encajar. Cuando cayó al otro lado de la bañera, sobre el suelo de azulejos, se encontraba empapado. Era consciente de que las zarpas anteriores de Elizabeth le rasguñaban la ropa como si intentara excavar un agujero en su cuerpo, de sus mandíbulas, de los mordiscos en el cuero cabelludo, en el cuello, en el pecho, mientras rodaba hecho un ovillo y pataleaba, dejando un rastro de sangre.

—Lo siento —decía—. ¡Mamá, yo no quería! ¡Ha sido un accidente!

Quizá en realidad no lo recuerda. Quizá tan solo lo imagina al mirar su cuerpo, su piel desnuda en el espejo. La mayor parte de lo que sucedió ha desaparecido de su memoria. Recuerda destellos de calor y de presión, pero no dolor exactamente. La mayoría de las personas no comprenden lo que significa ser un animal, que te asesinen y te devoren. Una tranquila placidez se apodera de ti. El cuerpo se relaja y lo acepta todo.

Eso fue todo, la verdad. Años después, en un bar, una mujer le dice: «Cuéntame algo interesante sobre ti» y Jonah hace una pausa.

Una vez estuve muerto, piensa. Es lo primero que piensa, aunque no lo dice. Suena demasiado melodramático, demasiado complicado e inapropiado. La mujer es displicente y lo mirará con escepticismo, sacará un cubito de hielo de la copa y le dará vueltas en la boca.

—Oh, no me digas —dirá al cabo de un momento—. ¿Y cómo es eso de estar muerto?

Y Jonah no lo sabe con exactitud. Es consciente de la sensación de precipitarse hacia delante. Se parece a lo que experimentó en una autopista cuando de pronto, mientras circulaba a cien o ciento veinte kilómetros por hora, una pareja de camiones articulados flanquearon su coche, creando con las desenfrenadas paredes de sus remolques un túnel que Jonah estaba franqueando a toda prisa. Más adelante, un estruendoso camión de basura se incorporó al carril frente a él; detrás, una mujer al volante de una minifurgoneta lo apremiaba con impaciencia, acercándose a su parachoques y confinándolo en un ataúd de velocidad. Estaba encerrado, y sin embargo avanzaba a toda velocidad.

En ese momento, sintió que un recuerdo se revolvía en sus entrañas. Los dientes de la perra. La casa amarilla y la extensa planicie vistas desde arriba. La llave maestra, el bebé en el cesto y la señora que decía: «No lo toques, por favor, tienes las manos sucias».

Estaba muerto, o casi muerto, cuando su abuelo derribó la puerta del cuarto de baño. No lo recuerda, sencillamente lo sabe. Es consciente de la sangre, su propia sangre, derramada por todas partes. Siente que la puerta se astilla y se desploma. Percibe el sonido del lamento desgarrado, de fumador, de su abuelo. El abuelo apresó a Elizabeth por el collar, la apartó y empezó a asestarle patadas en las costillas y en la cabeza.

En la película, el cuarto de baño parece flotar en el espacio, blanco, irradiando un resplandor fluorescente. En la película, los hombres de la ambulancia se inclinan sobre él, el cadáver de un niño pequeño tendido sobre los azulejos blancos y negros. Son silenciosos, delicados y angelicales. Los imagina como alienígenas amistosos con la cabeza redonda e intercambiable y los ojos grandes. El abuelo debe estar en alguna parte, en la periferia de las cosas, pero Jonah no puede verlo. Para entonces, Elizabeth ha muerto. Puede imaginarla, no lejos de donde él mismo está tumbado; Elizabeth yace de costado, con las patas agarrotadas, las pezuñas torcidas hacia dentro y la boca ligeramente abierta, y sus ojos lo contemplan, así como los suyos la contemplan a ella. Se podría trazar una línea entre los ojos de ambos, los suyos y los de Elizabeth; dos puntos, A y B, principio y final.

El abuelo de Jonah se burlaba constantemente de él. Jonah creía que no era con mala intención. Solo lo hacía para divertirse. Recuerda que el día antes de que muriese, el día antes de que Elizabeth lo atacara, una tarde cualquiera después de la escuela, no mucho antes de que su madre volviese a casa del trabajo, su abuelo lo llamó.

—¡Jonah! —exclamó con su voz socarrona y áspera—. ¡Ven, deprisa! ¡Ven a ver! —Y Jonah había esperado con impaciencia mientras su abuelo señalaba por la ventana trasera los rieles del ferrocarril, donde había varios vagones estacionados—. Me parece que el carnaval pasó por aquí anoche —dijo—. ¡Mira eso! ¡Se han dejado un elefante!

—¿Dónde? —preguntó Jonah, tratando de seguir el dedo de su abuelo.

—¡Allí! ¿No lo ves?

—No.

—Está justo ahí... donde estoy señalando. ¿Es que no lo ves?

—No... —respondió Jonah, vacilante, pero alargó el cuello.

—¿Me estás diciendo que no ves un elefante ahí de pie? —exigió el abuelo de Jonah.

—Bueno... —repuso este, que no deseaba comprometerse—. Bueno... —repitió.

Jonah volvió a recorrer con la mirada las líneas y las formas que se perfilaban al otro lado de la ventana. No vio al elefante, pero al cabo de un rato creyó hacerlo. En su memoria perdura la figura de un elefante plantado al borde de las vías del tren, flexionando la trompa, lánguido y pensativo, para llevarse a la boca un manojo de heno.