7

1994

Las cosas le iban mejor en Chicago, pensaba Jonah, mejor de lo que le habrían ido en Dakota del Sur. Así se lo dijo a Steve y a Holiday, que lo habían invitado a cenar.

—Mucho mejor —afirmó, y lo decía en serio, aunque había estado solo la mayor parte del tiempo transcurrido desde su llegada. No deseaba que supieran que no entablaba amistades fácilmente, que había pasado buena parte del año anterior a solas con su propia mente, cavilando. No deseaba admitir que hasta el momento su vida en la ciudad había sido más o menos un vacío.

¿Qué hacía consigo mismo? Bueno... iba mucho al cine, sentándose en la última fila para sentir la pared contra su espalda. Veía muchas películas, un filme anodino tras otro, y recorría las líneas de la palma de su mano con la uña mientras en la pantalla se sucedían diversas banalidades. Recalentaba comida china para llevar en el microondas de la cocinita y leía novelas (de Dickens, Tolstoi o Camus) entre cucharadas de tofu y las correosas setas negras de la sopa agripicante; de tanto en tanto bebía cerveza en un bar donde en una ocasión una mujer extremadamente embriagada se inclinó sobre él y le susurró: «Cuéntame algo sobre ti». Se bañaba en la bañera pequeña y eficaz, acurrucado en un espacio apenas mayor que el ataúd de un niño, con las rodillas levantadas, llenándola repetidamente hasta que se agotaba el agua caliente.

Sabía que eso no era lo que Steve y Holiday querían oír. Eran una pareja joven y agradable, de su edad, y estaban enajenados de felicidad. Holiday acababa de tener un niño y los dos estaban emocionados y orgullosos. Aunque se habían visto obligados a dejar la universidad (ambos intentaban asistir a clases a media jornada); aunque al parecer no tenían más perspectivas para el futuro que el propio Jonah (Steve estaba empleado como camarero en Bruzzone's, donde asimismo trabajaba Jonah, pero aspiraba a convertirse en director de cine); aunque Jonah pensaba que tener un niño debía hacer que su vida fuera estresante y difícil... sus rostros resplandecían de optimismo.

De modo que Jonah también procuraba pensar en cosas positivas. Después de todo, había cosas positivas que podía contarles, y había elaborado una relación mental de todas ellas mientras descendía del tren elevado y recorría las calles que lo separaban del apartamento de Steve y Holiday. Cosas buenas, pensaba. Le gustaban su apartamento pequeño y conciso y su empleo como cocinero de línea en Bruzzone's. Era aburrido, pero estaba bien. Podía señalar que había empezado a asistir a clases en la universidad; por lo menos se matriculaba, aunque no siempre avanzaba mucho en el semestre antes de abandonar: Fundamentos de la redacción, La filosofía de la ciencia, Introducción a los estudios de comunicación. Podía alegar con justificación que antes o después obtendría un título universitario; de grado técnico, al menos.

—«Es un principio», podía decirles, y encogerse de hombros. Podía explicarles que estaba ahorrando y que abonaba las facturas por adelantado con el fin de obtener un buen informe crediticio. Sí que tenía algunas ideas para el futuro: podía decirles, por ejemplo, que trataría de someterse a una cirugía plástica decente. Que consideraría distintas carreras profesionales. Que anhelaba una vida normal: casarse, comprar una casa... ¿Quizá tener hijos?

Había planificado mentalmente esos temas de conversación, pero cuando se sentaron no se atrevió a expresarlos. No le parecían muy convincentes, la verdad, y no deseaba que advirtieran el deprimente hecho de que a menudo se cuestionaba la posibilidad hasta de aquellas cosas tan simples. No quería que supieran que eran los únicos con los que había mantenido una verdadera conversación desde hacía casi un año. Al final, terminó imitando a la señora Marina Orlova, que odiaba a los americanos sonrientes. Les demostró cómo hacía muecas de chimpancé y ensayó una versión de su voz: «¡Sonrío! ¡Aj! Es repulsivo». Los dos se carcajearon sin cesar, y Holiday le preguntó:

—Jonah, ¿por qué eres tan tímido? Te estás ruborizando. Qué gracioso eres.

Jonah había reparado en Steve antes que este en él. Había adquirido la costumbre de observar a otras personas que imaginaba que tenían su misma edad, sencillamente porque sentía curiosidad. Deseaba saber cómo debía ser él. Caminaba detrás de un joven y sofisticado ejecutivo, estudiando su apurado corte de pelo, su traje azul oscuro de cuadros y su brillante corbata roja, sus pasos apresurados y decididos; se demoraba en una tienda de discos para examinar a un empleado de ojos achinados con un pirsin en la nariz y tatuajes en los antebrazos, así como una actitud de aburrida y mohína superioridad; seguía a una pareja de marineros sonrientes ataviados con sus anacrónicos uniformes que se tambaleaban y reían sonoramente al salir de un bar. Por un momento, casi podía imaginarse en otra vida. Podía existir durante un segundo dentro de aquellas personas: un instante en el que se desprendía de su propia piel y emprendía una senda distinta, como si pudiera atravesar la membrana de sus cuerpos y encontrarse de repente mirando a través de sus ojos.

Al principio, Steve no había sido más que otro receptáculo en el que proyectarse. Era camarero, una de esas figuras imprecisas y distantes que entraban y salían de la cocina; tenía el cabello rubio y las facciones rollizas, y se comportaba con la encantadora vehemencia que Jonah asociaba vagamente con los ídolos adolescentes de los años setenta. Steve ensanchaba los ojos y decía: «¡Jo!» de un modo que a Jonah le parecía especialmente destacable. Lo ensayó cuando volvió a casa del trabajo, frente al espejo del cuarto de baño. «Jo», dijo, y adoptó una imitación de la sonrisa soñolienta y cómplice que empleaba Steve. «Guay», dijo, de igual manera que Steve, de modo que sonaba como: «Guayi». Se habría parecido mucho a Steve, pensaba, de no haber sido por las cicatrices. Se parecían en el tipo de cabello, que era liso y de color castaño claro, y en los rasgos infantiles y las mejillas regordetas. Hasta medían lo mismo, casi dos metros, aunque el cuerpo de Steve estaba más proporcionado, compuesto enteramente por líneas tersas, como el de un nadador. El cuerpo de Jonah era más anguloso y singular: tenía la piel blanquecina excepto en las manos y en las plantas de los pies, que estaban enrojecidas; el pecho y los hombros eran anchos, y los brazos musculados y fibrosos, pero daban paso a un vientre redondeado y un poco gordinflón, y seguidamente a unas piernas flacas y unos pies hinchados con los dedos alargados. Era como si hubieran injertado tres cuerpos en una sola persona, pensaba; aunque también era consciente de que la postura marcaba una diferencia. Tenía tendencia a inclinarse de modo que resaltara la barriga, y si se erguía y metía tripa tenía mejor aspecto. Volvió a ensayar su versión de la sonrisa de Steve, mirándose en el espejo primero desde un ángulo y después desde otro, tapándose la cicatriz de la cara con una mano. No está mal, pensó. De verdad. No está mal.

Steve estaba más presente en la cocina que la mayoría de los empleados del servicio. En general, los camareros y las camareras entraban y salían a toda prisa: arrojaban pedazos de papel a los cocineros en los que habían garabateado los encargos de comida, exclamaban «¡Pedido!» y se alejaban a la carrera. Y Jonah era todavía más marginal que el resto de los cocineros: casi siempre se hallaba en un rincón, frente a una tabla de cocina, picando setas, zanahorias o apio, con las yemas de los dedos al borde mismo de los veloces movimientos del cuchillo que empuñaba con la otra mano.

Pero Steve había reparado en Jonah. Steve siempre aparecía para charlar con la pareja de cocineros principales: Ramona, la negra corpulenta, y Alfonso, el mexicano entrado en años. Steve les hablaba de su esposa embarazada, les mantenía al tanto de los progresos, les decía: «¡Jo!» y «¡Guay!», y más adelante llevaba fotografías del nacimiento del niño, que circulaban a media tarde, cuando la clientela de la hora del almuerzo se había marchado y el trabajo se había sosegado. Sonreía, sumamente complacido consigo mismo, y obsequiaba con puros a modo de broma. Incluso a las mujeres.

Jonah lo observaba con cauteloso interés. Admiraba su don de gentes, su manera afable y franca de flirtear con Ramona, o de contarle chistes (¡en español!) a Alfonso, y las sonoras carcajadas de ambos, que entornaban los ojos maliciosamente. Pero asimismo resultaba desconcertante, porque Steve no dejaba de sorprender la mirada de Jonah, advirtiendo su inspección antes de que este pudiera bajar la vista. El día que llevó consigo imágenes del recién nacido miró directamente a Jonah de improviso.

—Eh, tío —dijo Steve—, ¿quieres verlas?

Jonah se encogió de hombros, incómodo.

—Claro —respondió, y Steve contorneó la divisoria y depositó varias fotos en las manos de Jonah, enfundadas en sendos guantes de látex. En una de ellas había un bebé ensangrentado, cuyo cuerpo parecía el de una ardilla despellejada, que abría su ancha boca y apretaba los ojos; en otra, el bebé, al que ahora habían envuelto en una manta azul, estaba apretado contra el pecho desnudo de una muchacha exhausta ataviada con un camisón de hospital.

—Ese es Henry —anunció Steve—. ¡Ese es mi hijo!

—Ah —repuso Jonah, vacilante—. Qué guapo.

Steve sonrió y extendió la mano.

—Me llamo Steve —declaró—. A veces te veo mirándome, pero no conectamos nunca.

Jonah se disponía a introducir su mano resbaladiza y recubierta de látex en la palma de Steve cuando comprendió que era grosero y chocante.

—Oh, perdón —dijo, y se despojó del guante, secándose la palma húmeda con la camisa.

»Me llamo Jonah —agregó. Estaba terriblemente avergonzado. A veces te veo mirándome, pensó, y no estaba seguro de qué añadir. Pensaba que había sido muy sutil al observar a Steve.

Pero este no parecía molesto por ello.

—Hola, Jonah —dijo—. Bonito nombre.

—Gracias —contestó Jonah, y le ofreció a su interlocutor la sonrisa que había estado practicando, antes de darse cuenta de que quizá este reconociera que se trataba de una imitación. Miró de nuevo las fotos, la expresión maravillada de la esposa al sostener el bebé (Henry), con el rostro lívido, conmocionada y no obstante, pensaba Jonah, muy hermosa. Lo avergonzaba verle el pecho, aunque la boca del bebé ocultaba el pezón—. Estas fotos son muy pero que muy bonitas —dictaminó, sosteniéndolas para devolvérselas a Steve.

—Quería presentarme —afirmó Steve—. Siempre te veo mirándome, y pienso, «¡Jo, debo sacarlo de quicio!». Ya sabes, como entro y hablo con todo el mundo, bueno, menos contigo. ¡Debes creer que soy un pesado!

—Oh —dijo Jonah—. No, no. Para nada. No pretendía... dar la impresión de que eras pesado. —Sonrió de nuevo, haciendo un esfuerzo por mirar a Steve a los ojos—. Probablemente sea por mi cara. Me parece que mis expresiones son raras. —Se aclaró la garganta, haciendo una mueca para sus adentros. ¿Por qué experimentaba el impulso de dirigir la atención hacia su rostro? No era de extrañar que no hiciese amigos, pensó. Siempre estaba incomodando a la gente.

»En realidad —prosiguió—, solo me fijaba en ti porque te pareces mucho a una persona que conozco. —No sabía lo que estaba haciendo, excepto que sentía el impulso de explicar su inspección. Y entonces, por alguna razón que escapaba a su comprensión, añadió:

—Eres casi idéntico a mi hermano.

—Oh, ¿de veras?

—Bueno —respondió Jonah—, ahora está muerto. Falleció en un accidente de coche. Pero tú... eres casi idéntico a él. Perdón por mirar.

Los ojos de Steve se ensancharon, y aceptó las fotografías que Jonah intentaba devolverle.

—¡Coño! —masculló Steve—. ¡Jo! ¡Qué raro!

—Sí —admitió Jonah—. Perdona, no pretendía decir eso.

Después se sintió terriblemente azorado. ¿Por qué había dicho semejante cosa? Deambuló por su apartamento, pasando de la cocina al espejo del botiquín del cuarto de baño; se apostó en la ventana mientras miraba la calle desierta y el semáforo de la esquina, que emitía un fulgor amarillo intermitente, como el ritmo acompasado de una respiración. Había sido algo muy raro, pensó; tomó asiento en el sofá cama y se golpeó la frente con los nudillos, mientras contemplaba la alfombra con gesto taciturno. Eres igualito a mi hermano muerto, pensó. Qué ridiculez.

Pero la mentira se le había presentado de un modo casi sobrenatural, como si hubiera sido una premonición, esa era la cuestión. Así pasaba a menudo con las mentiras. Podía visualizar al hermano que se parecía a Steve. Experimentó el accidente de coche, una colisión a cámara lenta contra un camión articulado en una interestatal resbaladiza, imaginó cómo su hermano se protegía la cara con los brazos cuando el asiento delantero se cernía amenazadoramente sobre él para convertirse en una nube de tormenta, en el embate de la oscuridad. Oyó el gemido postrero de su hermano, que era extrañamente delicado. «Ah», suspiraba, y a continuación todo se oscurecía. Todo surgió con semejante claridad que casi le pareció real. Pensó en el cuento de la muchacha que tiene el don de expulsar diamantes cuando tose, mientras que su hermana tiene la maldición de escupir sapos; así se sentía.

No estaba seguro de si aquello era un diamante o un sapo. Lo cierto era que la mentira había surtido exactamente el efecto que deseaba. Había establecido una conexión, un vínculo entre ellos, y de repente Steve se interesaba por entablar amistad con él. Estaba complacido de algún modo, halagado por ser igualito al hermano que había muerto.

Steve le habló a Holiday de Jonah. Lo invitaron a cenar en su casa.

Había estado pensando mucho en sus familiares en los últimos tiempos, eso era algo. En el bebé que su madre había dado en adopción y en su padre, que presumiblemente seguía por ahí, en alguna parte. En su madre, su abuelo y Elizabeth. Había momentos en los que pensaba que su pasado estaba más presente ahora que cuando lo estaba viviendo. No había guardado una sola fotografía ni recordatorio, pero los recuerdos flotaban constantemente ante él, creando un velo sobre su vida cotidiana.

Había estado pensando en su padre, por ejemplo. Su madre siempre había sido muy evasiva en ese aspecto; le había dicho en repetidas ocasiones que ignoraba la identidad de su padre, y siempre le había resultado incómodo hacer preguntas, puesto que la mayoría de las veces hasta una vaga insinuación en ese sentido la ponía de un humor irrecuperable.

—¿Por qué me haces esto? —protestaba—. No tiene importancia. En todo caso, sea quien sea, no le importas. ¡Ni siquiera sabe que existes! —Y rechinaba los dientes—. ¡Joder! —murmuraba para sus adentros, hastiada, arrastrando sus largas trenzas por la superficie de la mesa cuando inclinaba la cabeza.

Su abuelo había sido más comprensivo.

—Hijo, ya sabes que si supiera algo de eso te lo diría —le había dicho. En aquel entonces Jonah tenía unos doce años, y finalmente había reunido el aplomo necesario para hablar con su abuelo en privado. Se sentaron detrás de la casa en sendas sillas de jardín, y su abuelo bebió un largo trago de cerveza—. Creo —añadió con cautela— que era alguien al que no conocía muy bien. En ese momento ella estaba viviendo en Chicago, y me imagino que él era de allí, pero la verdad es que no te lo puedo asegurar.

Poco después, un sábado, su abuelo lo había llevado a la reserva Pine Ridge para visitar a unos parientes de su madre. Allí estaba Leona, la hermana de la abuela de Jonah, una siux tremendamente obesa que les franqueó el paso con ademán taciturno cuando Jonah y su abuelo entraron mansamente en su casa. El suelo del salón era de cemento adornado con una fina y deslucida alfombra roja, y tomaron asiento en un viejo sofá cubierto con una colcha ajada. El abuelo y la tía abuela Leona fumaban cigarrillos y apenas hablaban. Ella les refirió la historia de una serpiente de cascabel que se había metido en la ventana, a la que habían dado muerte al quedarse apresada entre el vidrio y los postigos. Unos chicos a los que identificaron como los primos de Jonah entraron para mirarlos; niños andrajosos con piel de bronce, dos regordetes y el tercero flaco, y a continuación salieron corriendo a jugar, pero Jonah no fue tras ellos. Se quedó sentado con una mano en la mejilla bajo la mirada opresiva de su tía. Jonah ignoraba por qué no habían vuelto jamás, y cuando se lo preguntó a su madre en una ocasión ella se limitó a encogerse de hombros.

—Eso es exactamente lo que te hace falta —respondió, dirigiéndole una mirada colérica—. Perder el tiempo en esa inmunda reserva india. ¿Es que no has caído bastante bajo aún? —Y en lo tocante a ella ese fue el fin de la discusión.

A veces, la madre de Jonah le hablaba de su hermano: el bebé que había dado en adopción cuando estaba en el instituto. En ocasiones bromeaba sobre ello. Cuando veía a una señora con un bebé exclamaba:«¡Oh, mira, ese es mi bebé!», y le sonreía como si compartiesen una broma amarga. Después de la muerte del abuelo, cuando empezó a tomar drogas cada vez más, de tanto en tanto se ponía sentimental.

—¿No te gustaría que te hubiese dado a ti en adopción, Jonah? —le preguntaba, arrastrando las palabras, henchida de autocompasión, sumida en una neblina de pensamientos airados—. Apuesto a que él es mucho más feliz que tú.

Jonah, que en aquel entonces era un adolescente, meditó su respuesta. Se sentó a la mesa de la cocina para reflexionar, observando cómo su madre inclinaba abruptamente la cabeza, como si los músculos de su cuello cedieran de repente para seguidamente recuperarse.

—No importa —añadió su madre; se aferró el cabello con ambas manos y le asestó una repentina sacudida, poniendo a prueba la fortaleza de su cuero cabelludo—. No me escuches, tú... vete a jugar a algún sitio. —Y efectuó un ademán impreciso con la mano, como si ahuyentase a Jonah hacia una existencia despreocupada en la que imaginaba que vivía. Jonah se quedó sentado mirándola. Odiándola. Desde luego que habría sido más feliz si ella lo hubiese dado, se decía, pero esa no era la cuestión. La causa de su obsesión, pensaba, el motivo de que siguiera dándole vueltas en la cabeza, era que ella habría sido más feliz. Su vida podría haber sido distinta, eso era lo más importante: el eje alrededor del cual había girado la tediosa rueda de sus vidas desde que tenía memoria.

Ansiaba contarle esas historias a alguien. Por ejemplo, suponía que en algún momento se las contaría a Steve y a Holiday, aunque fuera sumamente complicado debido a la mentira que les había contado. De algún modo tendría que insertar en el tejido de su pasado al hermano imaginario que se parecía a Steve, así como se añadían los efectos especiales a las películas; tendría que alterar o modificar determinadas historias para incluir en la acción a su hermano imaginario, o cuanto menos para explicar su ausencia de la escena.

Pensaba en ello mientras estaba sentado a la mesa del comedor del apartamento de Steve y Holiday, pero evitó discretamente mencionar de nuevo a su hermano muerto; por si hubieran de preguntárselo, había decidido que se llamaba David.

—Me alegro de haberme ido de Dakota del Sur —afirmó. Estaban comiendo lingüini y bebiendo vino tinto; chianti, le había dicho Steve. Mientras él hablaba, Holiday descansaba la mejilla en la mano y sonreía, con una mirada afectuosa y atenta, como si le tuviese cariño—. Quería... encontrar un sitio con más oportunidades. Pensé en Omaha, ya sabéis, porque no está muy lejos de Little Bow, pero es que Chicago parecía, bueno, más emocionante. Como Nueva York, pero menos... terrorífico. —Y Steve y Holiday asintieron. Los dos eran de Wisconsin, de modo que supuso que tenían cierta idea de lo que quería decir.

—Qué valiente fuiste al marcharte así, tú solo —dijo Holiday—. ¿No te parece, Pastelito? —le preguntó a Steve, al que llamaba cariñosamente «Pastelito». Steve enarcó las cejas y asintió.

—Sin lugar a dudas —dictaminó—. ¿No habías estado nunca en una ciudad, ni nada?

—No exactamente —respondió Jonah—. Mi madre y yo vivimos en Chicago y en Denver cuando yo era muy pequeño, pero no lo recuerdo muy bien.

—¿Tu madre sigue viviendo en Dakota del Sur? —preguntó Holiday.

—No exactamente —dijo Jonah. Bebió un sorbito de vino tinto, enrojeciendo un poco—. La verdad es que está muerta.

—¡Oh! —repuso Holiday—. Lo siento mucho.

—No pasa nada —dijo Jonah. Se encogió de hombros, sintiendo que enrojecía de nuevo—. No soy... —añadió— no soy sensible en ese aspecto.

Pero se impuso un respetuoso silencio. Steve y Holiday comprendían que Jonah había padecido una tragedia desconocida para ellos, y ambos lo observaron con ademán pensativo. Su hermano se llamaba David, pensó Jonah. ¿Quizá su madre había perecido en el mismo accidente de coche que él?

Hablaron de cosas tales como las películas; y fue genial, fue estupendo. Uno de los artículos que Jonah había adquirido con su nueva riqueza era un reproductor de vídeo, de modo que había visto El carnaval de las almas («¡Brillante!», afirmó Steve) y Elígeme («Terriblemente infravalorada», apostilló Holiday). Steve les habló del guión en el que estaba trabajando, que se basaba en un libro infantil titulado El pez Louis, que le había encantado cuando era un niño y que consideraba «una obra genial».

—No va a ser una película para niños —les advirtió—. Hay muchos temas adultos que quiero subrayar. Va a ser un poco surrealista y perturbadora, pero nada inaccesible. —Y cuando Jonah admitió que no había leído el libro ni había oído hablar de él, Steve prorrumpió entusiasmado:

—¡Joder, Jonah! ¡Es increíble lo bueno que es! ¡Tengo que darte una copia! —Se levantó para buscar un ejemplar extra del libro, y mientras lo hacía besó a Holiday en la mejilla.

»¡Cuatrocientos cincuenta y cinco! —exclamó. Le explicó a Jonah que quería darle mil besos antes de que acabase la semana, de modo que los estaba contando.

Jonah se rió. Steve y Holiday eran divertidos cuando estaban juntos. Encantadores. Al cabo de algún tiempo comprendería que eran la clase de personas que ofrecían su mejor cara cuando tenían público. Eran más felices cuando tenían a alguien a quien pudiesen mimar, y que a su vez atestiguase cuánto se amaban.

A Jonah no le importaba desempeñar ese papel, por supuesto. Quizá les interesara porque tenía un hermano muerto, cicatrices desagradables y un aire de timidez, una vaharada de tragedia. Lo entendió cuando le hablaron de otros amigos suyos: Allison, que había vivido una temporada en la calle y que pugnaba por mantenerse apartada de las drogas; Javier, un inmigrante ilegal de El Salvador que había trabajado en el restaurante durante un tiempo antes de la llegada de Jonah; y Dallas, el camarero al que ambos conocían, divorciado dos veces antes de cumplir treinta años, al que en una ocasión habían cobijado durante casi un mes, después de que su esposa lo echase de casa: había dormido en el sofá, alternando tres cambios de indumentaria. Escuchando las anécdotas que contaban sobre ellos, Jonah imaginaba que había pasado a formar parte de aquel zoológico, que se había convertido en otro vagabundo al que habían llevado a casa para amarlo una temporada. Pero no le importaba. Lo único que le importaba realmente era que se interesaban por él, y su interés, su atención sonriente y concentrada, era maravillosa.

Después de cenar, Jonah y Steve recogieron la mesa y lavaron los platos. Mientras tanto, Holiday se sentó a la mesa de la cocina para amamantar al pequeño Henry. Holiday era una muchacha de constitución delicada; tenía el pelo corto y oscuro, y la cara y la nariz alargadas, pero unos pechos enormes para una figura tan enclenque. Claro, se dijo Jonah. Es que están llenos de leche. Pero hizo un esfuerzo deliberado por no mirarla cuando tomó asiento y se levantó la blusa. Estaba secando los platos, y al principio cuando Steve le tendía un plato aclarado respondía estúpidamente: «¡Gracias!», como si le estuviera haciendo un regalo. Steve y Holiday creyeron que era muy gracioso y bromearon al respecto: «Toma, Jonah. ¡Un escurridor para ti!». Y Jonah les seguía la corriente. «Muchas gracias», decía. «Te lo agradezco de veras». Estaba de un humor festivo, de modo que imitó a la señora Orlova y ellos volvieron a reírse.

—Deberías ser actor, Jonah —observó ella—. ¿Lo has pensado alguna vez?

—La verdad es que no —contestó Jonah—. No con... —Se disponía a decir: «No con mi cara», pero se contuvo. Según Quince escalones en la subida hacia el éxito, uno de los síntomas de una mentalidad de perdedor era menospreciarse ante los demás.

—Me sorprende —dijo Holiday—. ¿Ni siquiera actuabas en el instituto? Pareces uno de esos tipos que parecen tímidos hasta que se suben a un escenario.

—¡Ja! -replicó Jonah—. Ni mucho menos. El instituto fue como... —Y se aclaró la garganta, mientras aceptaba el voluminoso cazo mojado que le ofrecía Steve—. Bueno —prosiguió—, digamos que no soy de los que salen en las obras.

—¿Eras deportista? —dijo Holiday.

—No —respondió Jonah—. No era... no era nada, la verdad. —Y trató de recordar. Los escasos amigos que había tenido eran como él, estaban en la base de la pirámide social: Mark Zaleski, cuyo coeficiente intelectual no lo acreditaba totalmente como retrasado mental, pero que sin embargo era dos años mayor que todos los de su curso, un chico amistoso pero desprovisto de humor al que le gustaba intercambiar tebeos y hablar sobre diversas clases de coches; Janine Crow, una chica inteligente, de ascendencia siux, como su madre, que se había desarrollado tan pronto que parecía una mujer de mediana edad cuando estaban en tercero, cuyas blusas chabacanas revelaban el patético contorno de su sostén; se burlaban tanto de ella que se estremecía automáticamente cuando alguien le dirigía la palabra. A veces lo avergonzaba comprender que sus años de adolescencia habían comportado muy pocos ritos de paso que la gente considerase normales.

»Mi hermano hizo muchas cosas de esas —añadió Jonah—. Estaba en... ¿cómo se dice? —Echó una ojeada subrepticia a Steve, procurando adivinar qué deportes habría practicado—. Atletismo —dijo—. Y, bueno, salía en una obra. —Indagó un instante en su mente—. El zoo de cristal.

—Oh, esa me encanta —dijo Holiday—. Apuesto a que hacía de Jim, ¿verdad? Jim O'Connor, el caballero invitado.

—Exacto —admitió Jonah. Se aclaró la garganta. Habría preferido que Holiday no hubiese conocido tan bien el texto, que él mismo había leído, pero apenas recordaba—. ¿Cómo lo has adivinado?

—Tiene gracia —intervino Steve, mientras se secaba las manos con un trapo de cocina—. Lo cierto es que yo hice el papel de Jim cuando estábamos en el instituto. Y Holiday el de Laura. La chica lisiada.

—Es casi siniestro —dijo Holiday, y Jonah sintió que su rostro enrojecía.

—Bueno —repuso—. Mi hermano hacía muchas cosas. Estaba metido en muchas historias. —Y guardó silencio mientras los dos adoptaban un aire solemne; el silencio se expandió en la cocina mientras él continuaba secando el cazo que le había dado Steve, aunque ya estaba seco. Se arrepintió de haber hablado.

—Debes echarle mucho de menos —dijo Holiday respetuosamente.

—Sí —respondió Jonah. Apartó la mirada mientras Holiday despegaba a Henry de su pezón y se bajaba la camisa—. Pero no tenemos que hablar de ello.

—¡Oh, no! ¡Claro que no! —exclamó Holiday. Y cuando Jonah miró a Steve, este le estaba observando las cicatrices de las manos, las finas marcas de dientes que le surcaban las muñecas hasta los nudillos. Se produjo un silencio, y Holiday terció:

—Apuesto a que a Henry le gustaría que lo cogieras, Jonah.

Fue un momento trascendental, pensó después. Quizá fuera esa la primera vez que cogía a un bebé. Se sentó en la silla de la cocina y cuando Holiday depositó a Henry en sus brazos experimentó un temblor singular. Steve y Holiday lo observaban esbozando una sonrisa benigna, pero casi se olvidó de ellos. Estaba fascinado por la emoción del momento, por el peso tibio y convulso que se acomodaba en sus brazos y se serenaba.

El bebé lo miró fijamente. Sintió una opresión de tiempos pasados. Le recordó el modo que tenía su abuelo de sentarse a contemplar el horizonte. Pensó en la amarga broma de su madre. «Oh, mira, ese es mi bebé».

Los grandes ojos del bebé se posaron sobre él, y aunque era una de las noches más felices de toda su vida, se puso melancólico. Había leído en alguna parte que los bebés sienten una atracción instintiva por las caras, que se fijan hasta en los dibujos o las formas abstractas que se asemejan a ellas, y en los objetos redondos con marcas que sugieren ojos, nariz y boca. La información se le antojaba terriblemente triste, terriblemente solitaria: se imaginaba a todos los bebés del mundo acechando la atmósfera imprecisa sobre sus cabezas buscando caras, así como los hombres primitivos escudriñaban las estrellas buscando patrones, como los náufragos contemplan la luna o el parpadeo de un satélite. Le entristecía pensar que el bebé estaba recabando información; que su mente y su alma se solidificaban lentamente en torno a aquellas impresiones, hasta comprender la causa y el efecto, al abandonar el vacío o la niebla para acceder a la realidad. A una realidad. El verdadero terror, pensaba Jonah, el verdadero misterio de la vida, no era que todos fuésemos a morir, sino que hubiésemos nacido, que antaño hubiéramos sido tan pequeños como aquel bebé y que nos hubiésemos tambaleado lentamente hasta el mundo, que acumulásemos una hebra tras otra como si este fuese una madeja de cuerda. El verdadero terror era que una vez no habíamos existido y que después, aunque no fuese culpa nuestra, nos habíamos visto obligados a hacerlo.