21
Aunque casi ha anochecido, Troy tiene que levantarse de la cama para responder al timbre. No estaba dormido exactamente, pero tampoco estaba dispuesto a levantarse. Después de todo, ¿qué puede hacer? ¿Preparar café a una hora tan intempestiva? ¿Buscar algo de comer? ¿Ver la televisión? ¿Seguir contemplando los errores inmutables que ha cometido?
Pero cuando suena el timbre por segunda vez sale arrastrándose al fin de debajo de la colcha.
Sabe que tiene un aspecto terrible: descamisado, descalzo, vestido solo con unos pantalones de chándal, con los ojos vidriosos a causa del sueño irregular y mechones de cabello de punta. Se mira en el espejo colgado junto a la entrada y procura alisarse un poco el pelo mientras resuenan de nuevo las tres notas descendentes del timbre.
—A la mierda —le susurra a su rostro crispado y vidrioso, y se vuelve para abrir bruscamente la puerta principal.
Es Jonah; Jonah, del trabajo.
Los dos se quedan quietos, vacilantes. Jonah sostiene una bolsa de comestibles en cada mano.
—Hola —dice, como si le sorprendiera que Troy se haya presentado en la puerta—. ¿Qué tal te va? —añade.
—Hola —responde Troy, y acto seguido vuelven a callarse. El viento gélido ondula el cabello de Jonah y su chaqueta holgada mientras este aguarda, y Troy tiene los brazos cruzados fuertemente sobre su pecho desnudo.
—Se me había ocurrido que a lo mejor necesitabas un poco de comida —dice Jonah al fin.
—¿Un poco de comida? —repite Troy. Procura comprenderlo, pero no consigue deducir a dónde quiere llegar Jonah. La situación tiene la cualidad, piensa, de una broma pesada y mordaz, y siente que se está tambaleando al borde de un chiste—. Me has traído comida —dice—. Del supermercado.
—Sí —afirma Jonah, y levanta un poco ambas bolsas para demostrarlo—. Pensaba dejar las bolsas... en el umbral. Pero después me preocupó, ya sabes, que se las comiera un animal o algo así. En fin.
—Vale... —dice Troy, enarcando las cejas—. ¿Y me dejas comida en el umbral porque...?
—Bueno —contesta Jonah, bajando la mirada inútilmente hacia las dos bolsas como si estuviera esposado a ellas—, supongo que solo quería ser útil. —Otra ráfaga de viento implacable irrumpe entre ellos, doblega las copas de los árboles y produce un revuelo alarmado de hojas que parecen pájaros.
—Coño —rezonga Troy, retrocediendo ante el frío—. Oye, tío, ¿por qué no...? Pasa, ¿vale? Voy a cerrar la puerta antes de que me muera congelado.
Jonah se detiene nerviosamente en el salón mientras Troy cierra la puerta de un portazo frente al clima. Cuando gira en redondo para observar a Jonah este tiene la cara roja, un rubor perceptible, y la cicatriz alargada que se extiende desde el ojo hasta el borde de la boca está más blanquecina y prominente.
—Espero no... entrometerme —dice Jonah—. Me parece que ha sido una idea muy estúpida.
Pero Troy se limita a encogerse de hombros. Encuentra una camiseta casi limpia extendida en el sofá y se la pone con un estremecimiento. La transición del dormitorio soñoliento y sobrecalentado a los vientos helados del porche le ha dejado la mente y el cuerpo en estado de choque, y contempla a Jonah mientras parpadea lentamente.
—En fin... —dice Troy—. ¿Qué pasa?
—No sé —admite Jonah, y después hace ademán de reflexionar—. Me siento muy estúpido. Es que... no sé, hablé con Crystal y me dijo que estaba muy preocupada por ti y que no sabía cómo podías hacer siquiera cosas simples como salir a por comida con el... el arresto domiciliario. Y como estaba en el supermercado pues, bueno. Te compré un poco de comida. Pensé que a lo mejor te ayudaba.
Se miran mutuamente.
—Crystal es un poco entrometida, ¿no te parece? —dice Troy.
—Bueno —objeta Jonah—, no necesariamente. —Se queda quieto, sin dejar de sostener las bolsas con una postura que a Troy se le antoja al mismo tiempo esperanzada y resignada al fracaso. ¿Qué se puede hacer con una persona así?, se pregunta Troy. ¿Qué se puede decir? Se ha enterado de la historia de su vida (gracias a Crystal, desde luego), de todo lo referido al accidente de coche. Jonah y su esposa, embarazada de ocho meses, recorriendo la autopista de Chicago para ver una película. El camión articulado que los encierra y de pronto se desvía descontroladamente, el crujido del metal, el sonido de los gritos de la esposa. Lo había imaginado con detalle, y ahora, al observar las cicatrices de sus manos, Troy no puede evitar pensar de nuevo en aquellas imágenes. Es un tipo que ha tenido una vida todavía peor que la suya, y es difícil ser grosero con él.
—Bueno, en fin —dice Troy, después de una pausa—, pasa a la cocina. A ver qué llevas ahí.
No dicen nada mientras Jonah deposita las bolsas en la mesa de la cocina. Troy echa un vistazo a los platos sucios apilados en el fregadero, las visibles pelusas que se han acumulado al pie de la encimera, la carta que no ha enviado a la señora Keene, que sigue colocada entre el salero y el pimentero, encima de la mesa. Sí, piensa. Es la casa de una persona cuya vida está haciéndose pedazos, la clase de persona a la que uno le lleva comida por caridad.
—No quiero parecer un capullo ni nada de eso —afirma Jonah.
—No te preocupes —dice Troy.
—Como no sabía lo que necesitabas de verdad, pensé...
—Te agradezco el gesto.
—Pensé que a lo mejor te gustaría un poco de pan... y queso... y un poco de embutido... ¿y quizá un melón?
—Vale —accede Troy.
—Te he comprado seis latas de cerveza, pero no sé si la puedes beber.
—La verdad es que no —admite Troy—. Probablemente no es una buena idea.
—Bueno... también te he comprado unos refrescos. ¿Coca-Cola?
Y Troy exhala un suave suspiro.
—La Coca-Cola está muy bien —responde—. De acuerdo.
Están sentados ante la mesa de la cocina, con la comida dispuesta entre ellos como si fuera un complicado rompecabezas. Troy encuentra vasos, algunos platos y un tarro de mayonesa en el frigorífico, toma asiento frente a Jonah y ambos guardan un tímido silencio, concentrados en la tarea de preparar bocadillos. Troy derrama una Coca-Cola sobre el hielo de su vaso y Jonah abre una cerveza.
—Sabes —empieza Troy—, ya sé que Crystal tiene buena intención, pero me encantaría que...
—Es culpa mía —interviene Jonah—. Perdona. He cometido una verdadera estupidez.
—No quería decir eso.
—Entiendo lo que quieres decir —le asegura Jonah. Sonríe apologéticamente a su bocadillo antes de morderlo—. Pero no lo hago por eso. Yo... solo quería ser amable. Pareces un tío guay. Y... no me resulta fácil conocer gente.
Y Troy no sabe qué responder.
—Vale —dice al fin, sin apartar los ojos de Jonah mientras este toma otro cauteloso bocado de pan. Resulta extraño estar allí sentado con alguien después de todo el tiempo que ha pasado solo. Jonah es el primero que ha estado en la cocina de Troy desde que este echase a Ray hace mes y medio, y a pesar de su nerviosismo, no es una sensación desagradable. Troy ha pasado mucho tiempo frente a esa mesa (riéndose con sus clientes, jugando a las cartas con Ray, desayunando cereales con Loomis) y siente que los vestigios de aquellas antiguas comodidades se ciernen en el fondo de su mente.
—En fin —dice, después de que el silencio se haya prolongado un rato—, vienes de Chicago, ¿no?
—Sí —corrobora Jonah.
—¿Naciste allí?
—Hmmm —musita Jonah—. Algo así. Más o menos. —Se agita un poco mientras contempla su bocadillo—. En realidad —explica—, pasé parte de mi infancia en un pueblecito de Dakota del Sur.
—Ah —exclama Troy—, así que estás acostumbrado a los poblachos de mierda como este.
—Un poco, supongo.
—Supongo que no está tan mal —admite Troy—. Te acostumbras a la gente, y es cómodo. Me imagino que no es tan frenético como Chicago. Personalmente, nunca he estado al este de Omaha.
—Oh, ¿de veras? —dice Jonah, y Troy advierte que su expresión parece tensarse, concentrarse—. ¿Es que no...? —prosigue—. ¿Nunca lo has deseado? ¿Viajar ni nada?
—Oh, no sé —dice Troy—. Supongo que quizá en algún momento. Pero ya sabes. Tuve un hijo, toda mi familia es de por aquí, y todo eso. Y ahora... bueno, Crystal ya te ha contado la historia. Supongo que me habría gustado ir a la universidad.
Jonah le dirige otra mirada afilada.
—Oh, ¿de veras? —pregunta—. ¿Para hacer qué?
—No lo sé —reconoce Troy. Se encoge de hombros tímidamente, rememorando la conversación que mantuvo con Ray hace meses y la mirada escéptica en el rostro de este—. Había pensado en algo como... ¿arte comercial? Para ser sincero, no me lo planteé demasiado en serio. —Se aclara la garganta—. Pero tengo entendido que tú sí que has ido a la universidad. Por lo menos, eso es lo que dice Crystal, la entrometida.
Jonah arruga la nariz.
—Oh —musita—. La verdad es que no. Solo asistí a algunas clases, aquí y allá. Ya sabes. Asignaturas básicas de humanidades... lite americana, historia y matemáticas. Nada demasiado... concentrado.
—Ajá —dice Troy. Lo impresiona la forma en la que Jonah dice «humanidades» con tanta facilidad, como si ambos entendieran exactamente lo que significa. «Lite» significa «literatura», según cree, y le gusta cómo suena. Lite americana. Humanidades. Intenta imaginar cómo sería asistir a la universidad en Chicago, pero solo puede pensar en una postal del edificio John Hancock, con las antenas que descuellan del tejado como si fueran cuernos, que le envió uno de sus antiguos clientes.
»En fin —prosigue—, ¿crees que volverás alguna vez?
—¿A Chicago?
—A la universidad.
—Probablemente no —dice Jonah. Se mira la mano y Troy observa cómo repasa con la yema del dedo el surco prominente de una cicatriz semejante a un arroyuelo que fluye desde la muñeca hasta el nudillo—. La verdad es que creo que no tengo... aptitudes para eso. Me gusta aprender. Pero es que... ya sabes, los exámenes, tener que a ir a clase todo el tiempo y esas cosas. Y además, las cosas que me interesan no tienen ningún valor. ¿Civilizaciones prehistóricas? ¿Crítica cinematográfica? ¿Teorías matemáticas? Esas eran las cosas que me gustaban, y no es algo para poner en el curriculum.
—Sí —admite Troy—. Pero por otra parte, ¿a quién le importa, siempre y cuando te interese a ti? Si te gusta aprender sobre ello, ¿no es eso lo único que importa?
—Bueno... es que cuesta mucho dinero.
Troy suspira. Supone que siente curiosidad; hay algo exótico y vagamente romántico en la idea de un aula repleta de alumnos y un viejo profesor explayándose sobre «la crítica cinematográfica» o «las civilizaciones prehistóricas». Se imagina grandes y arcanas oleadas de conocimientos de los que ni siquiera ha oído hablar jamás.
—Vale —dice—. Cuéntame algo completamente inútil que hayas aprendido. —Sonríe, y cuando Jonah se encoge de hombros con aire sumiso alarga la mano y le sirve un poco más de cerveza—. Vamos —insiste—, bebe un trago y cuéntame algo, universitario. Me interesa.
—De acuerdo —accede Jonah. Bebe un sorbo de cerveza y por un instante Troy cree advertir un destello en sus inquietos ojos grises que le hace sentirse como si se conocieran desde hace mucho tiempo—. Vale —dice al fin—. Aquí lo tienes. —Y entona como si estuviera declamando:
—«El matemático sueco Helge von Koch formuló la hipótesis de que existe una línea infinita alrededor de un área finita».
—Ah —exclama Troy, emitiendo una risita sofocada, porque le resulta del todo incomprensible—. ¿Entiendes lo que acabas de decir?
—Supongo que sí —dice Jonah, encogiéndose un poco de hombros, con aire de timidez, pero al mismo tiempo de orgullo. El destello vuelve a sus ojos de nuevo, recordándole a Troy el aspecto de Loomis cuando sabe la respuesta de una pregunta difícil—. Bueno —prosigue—, es más sencillo si lo ves por escrito. Es como, ¿recuerdas que en la escuela primaria hacíamos copos de nieve con cartulinas? Doblabas el papel en cuatro partes, o en ocho, y empezabas a recortar bordes irregulares. Puedes hacerlo hasta que sea cada vez más recargado, y si tuvieras las herramientas adecuadas, herramientas microscópicas o lo que sea, sería cada vez más intrincado. Podrías continuar eternamente, de eso se trata, porque las cosas se pueden empequeñecer hasta el infinito. Las reduces hasta una molécula. Y luego reduces esa molécula a un átomo. Y luego reduces el átomo a partículas más pequeñas. Y así sucesivamente. De modo que si extiendes los contornos del copo de nieve siguiendo una línea recta, en potencia podría seguir hasta el infinito. Eso es.
—Entiendo —dice Troy, complacido—. Hay una línea infinita alrededor de un área finita. Lo comprendo, más o menos. Es como un rompecabezas. Como uno de esos acertijos. Las ilusiones ópticas. ¿No?
—Un poco —dice Jonah. Y guarda silencio—. Bueno, es abstracto. En realidad no se puede ver algo infinito, así que no es más que un rompecabezas mental. —Hay algo en su expresión solemne, tranquilamente satisfecha que le hace pensar de nuevo en Loomis—. Pero es interesante —añade—. Para mí.
Troy no puede evitar sentir empatía por él. Quizá la vida de Jonah habría sido distinta, se dice, si no hubiera sido por el accidente de coche. Se imagina a la esposa de Jonah: no sería muy atractiva, se figura, probablemente fuese gruesa, pero albergaría juicios perspicaces y serios, el polo opuesto a Carla, y creen que habrían tenido una hija, una niña muy hermosa. Y Jonah habría terminado sus estudios universitarios, y aunque estos no tuvieran aplicaciones prácticas específicas, la propia titulación le habría llevado a alguna parte. Quizás a un trabajo con ordenadores, o en una biblioteca. Y habrían tenido una existencia feliz. Se los imagina viviendo en Chicago, en una especie de apartamento, cerca de una cafetería, empujando el carrito de su hija por un extenso parque urbano, mientras Jonah hablaba de películas, matemáticas o algo parecido, y su rechoncha esposa de cabello largo lo miraba con serena admiración.
Todo eso se dibuja vívidamente en su imaginación mientras Jonah y él están allí sentados. Contempla con ternura la imagen que se ha formado de la familia feliz de Jonah y sus pensamientos se posan brevemente en su propia infancia, cuando estaba con sus padres en el lago, y finalmente en la vida que debería haberle proporcionado a Loomis, si Carla y él hubiesen sido personas distintas, si hubieran sido capaces de sobreponerse a sí mismos.
—En fin, Jonah —dice al fin, mientras intenta sofocar esa última imagen—, dime la verdad, tío. ¿Qué estás haciendo en San Buenaventura? Pero de verdad.
Jonah alza la mirada ante aquella pregunta con una rapidez sorprendente y hasta desconcertante. Sus labios se tensan, y algo detrás de sus ojos parece refulgir.
—¿A qué te refieres? —pregunta.
—No quiero decir nada malo —le asegura Troy—. Es que, ¿cuántos años tienes? ¿Veintitrés?
—Veinticinco.
—Es lo mismo —afirma—. Lo único que digo es que no querrás trabajar de cocinero en el Stumble Inn durante el resto de tu vida, ¿no? —Troy se detiene, frunce los labios—. ¿No crees que puedes aspirar a algo mejor?
—No lo sé —admite Jonah, con una voz un tanto quebradiza—. Me gusta cocinar en el Stumble Inn. —Echa un vistazo a los platos sucios del fregadero y el itinerario negro abierto sobre la encimera—. ¿Tú crees que puedes aspirar a algo mejor? —dice suavemente.
—¡Ja!-se burla Troy—. Ya no, tío. A lo mejor si volviese a tener veinticinco años haría las cosas de otra forma.
Luego guarda silencio, abochornado por su autocompasión. Porque claro, ¿por qué había de resultarle más difícil empezar una nueva vida? Jonah acaba de perder a su esposa embarazada, su rostro está devastado por las cicatrices y sus padres, según Crystal, están muertos. En todo caso, se dice Troy, la vida de Jonah ha sido más penosa que la suya, y siente que la culpa cae sobre él. Por algún motivo piensa en su madre tendida en el ataúd, en cómo se habían separado sus manos inertes y en su propio empeño estúpido e intoxicado por ponerlas de nuevo en su sitio. Hace una mueca.
—Lo siento —dice al cabo de un instante—. Debes hacer lo que te haga feliz. Así que si lo que quieres hacer es cocinar en la vieja Universidad Stumble, adelante.
Jonah lo mira inescrutablemente. Sus dedos se posan en la corteza del bocadillo sin terminar, y Troy se sorprende al advertir que le tiemblan las manos.
—Estoy buscando a alguien —dice.
—Ajá —comenta Troy expectante—. Eso está bien. —Por un segundo percibe una vibración en el aire imposible de identificar—. Eso es lo que deberías hacer, tío. Sabes, yo conozco a muchas mujeres, Si quieres, podría...
—Me refiero —puntualiza Jonah, entrecerrando los ojos— a una persona en concreto.
Troy advierte cómo cambia su expresión. El lado indemne de su rostro se estremece levemente, como el pellejo de un caballo que intenta espantar a una mosca. Jonah ladea la cabeza, inclinándose hacia delante, abriendo y cerrando las manos.
—Me parece que somos hermanos —anuncia.
—¡Ja! —se burla Troy. Intenta sonreír, pero una incómoda tensión se ha apoderado de él. Jonah está temblando. Le castañetean los dientes.
—Lo digo en serio —resuella—. Tu madre. Tu madre biológica. También es mi madre.
Y Troy siente que su sonrisa intranquila desaparece.