10

12 de octubre de 1995

Cuando recibió el paquete por correo, al principio Jonah no lo abrió. Observó el sobre de papel manila marrón y comprobó de dónde procedía. Habían estampado «Agencia Buscapersonas» con tinta negra difuminada en la esquina superior derecha. Cuando vio que ni siquiera habían mecanografiado su nombre y su dirección, sino que lo habían escrito a mano, con una caligrafía cursiva pueril y descuidada, se sumió en el desánimo. No parecía nada oficial.

Había esperado la llegada de aquel paquete durante casi nueve meses, el tiempo suficiente como para convencerse de que todo era una estafa. En una ocasión había intentado llamar para constatar el «progreso» de... ¿de qué? «De mi cuenta», dijo al fin, vacilante, y lo pusieron en espera de inmediato. El auricular que sostenía contra la oreja se humedeció durante la espera, mientras escuchaba la música rock sosegada y melodiosa que transmitían desde el otro lado de la línea telefónica y deslizaba las uñas sobre su frente y su cabello. Al fin, después de casi veinte minutos, se puso una mujer con voz de anciana para decirle que todavía estaban «investigando» su caso.

—Estamos trabajando en ello, cariño —le explicó con tono tranquilizador—. Odio decírtelo, pero estas cosas pueden tardar años. —Y él asintió cortésmente ante el receptor.

—Por supuesto. Lo comprendo —respondió, aunque sentía un rubor en las orejas y percibía el sonido del bombeo de la sangre, pum, pum, pum. Tres mil dólares, pensó. Les había pagado tres mil dólares, casi un tercio del dinero que había obtenido de la venta de la casa de su madre, la casita amarilla donde había crecido, de los muebles (algunos de ellos, antigüedades) y la colección de monedas y las pistolas de su abuelo. Pensó en decírselo a la mujer. Os he dado todo mi dinero, quiso decirle. Debería obtener algo a cambio. Pero no lo hizo. Lo único que dijo fue:

—¡Bueno!-Lo único que dijo fue—: ¡En fin! Supongo que... se pondrán en contacto conmigo cuando sepan algo. —Y la mujer emitió una risa afectuosa.

—Sí, desde luego que sí —afirmó—. ¡Tenga paciencia, señor Doyle!

Y ahora tenía en sus manos el resultado de su paciencia, el producto de sus ahorros. Un delgado sobre de veintidós por treinta, apenas algunas páginas, a juzgar por el peso. Lo depositó en la mesita de café y puso encima la estatuilla de El pensador. Era idiota.

El día había empezado de un modo muy sencillo. Jonah debía ocuparse de un breve recado y abandonó el vestíbulo de su edificio de apartamentos para adentrarse en la ventisca densa y fría de un día de otoño en Chicago. Corría el mes de octubre de 1995 y no sucedía nada importante en el mundo, por lo menos en América, en aquella ciudad en la que Jonah había despertado para encontrarse vivo y existente. Más o menos. Allí estaba, Jonah Doyle, de veinticinco años, sin conexiones conocidas, un viajero en una importante metrópolis norteamericana. No era más que una persona anónima y ordinaria, como el resto de formas grises y distantes que discurrían por la acera de enfrente. Se puso la capucha de la sudadera mientras las gotitas de niebla moteaban sus innecesarias gafas de sol. Mientras caminaba observaba los movimientos de sus botas negras de punta cuadrada sobre la acera. Eran unas botas resistentes y sólidas, y no temía pisar cristales rotos, ni un calcetín perdido y aplastado, ni un hueso de pollo chupado y repugnante. Nada en absoluto. Pasó por encima de la melancólica boca de alcantarilla que tanto le gustaba, aquella donde crecía un círculo de hierba entre las rendijas de la tapa, hermosa hierba fresca, tan reciente que el verde era casi fosforescente. La admiró de nuevo, preguntándose cómo era posible que la hierba sobreviviese de ese modo y cuánto duraría frente a la inminente escarcha. Encendió los auriculares. Las hojas de otoño descendieron, describiendo espirales pausadas, desde el cielo en Tecnicolor de nítidos contrastes. Su vida no era tan mala, pensó. Las verjas de hierro rematadas en punta que se elevaban en los contornos de la acera presentaban una negrura más definida y las tres dimensiones de los edificios de apartamentos de ladrillo de tres pisos de altura se le antojaban más sólidas. El pliegue de una hoja de periódico levantó su ala rota de la acera y voló hacia delante varios pasos antes de posarse, y eso no le molestó. No mucho.

Iba a comprar tarjetas. Se había propuesto dirigirse a la tienda, adquirir las tarjetas y encaminarse a la biblioteca, después al trabajo, volver a casa y empezar a escribir el trabajo que le habían encargado en su clase de antropología. Trataría de acostarse a la una de la madrugada.

Últimamente se estaba esforzando mucho para mantener las cosas en orden, para ser muy específico y plantearse metas concretas. Intentaba que cada día fuese como una historia que contaba acerca de sí mismo. Consultó la agenda que había empezado a llevar consigo: el calendario «A primera vista», el mapa callejero de Chicago, los horarios de los trenes y los autobuses, sus notas y memorando. Lo repasaba incluso cuando sabía adónde iba, dividiendo el día en segmentos precisos, detallándolo mentalmente sobre la marcha. Mientras caminaba, se proyectaba en el futuro por incrementos. Imaginó el estudio de tatuajes situado a dos manzanas de distancia, donde pensaba doblar a la izquierda; vio el pasillo de la tienda donde estaban expuestas las tarjetas y otros productos de papelería, y la cola formada ante la caja registradora en la que iba a ponerse. Tenía una idea de la mesa concreta en la que pensaba sentarse en la biblioteca. Se proponía abandonar la biblioteca a la una y cuarto exactamente y dirigirse al tren elevado; visualizó el trazado de la línea roja Howard como si fuera una costura que se devanase por el margen costero de la ciudad, y oyó el chisporroteo turbio de la voz del conductor del tren al anunciar: «Parque Roger. Norte y Clyborn. Loyola». Vio la taquilla del restaurante donde trabajaba, el delantal y los pantalones a cuadros de cocinero colgados en el angosto hueco metálico de su taquilla (número 71); la mesa ante la que picaba verduras mientras el español bullicioso y agresivo de sus compañeros de trabajo pasaba por encima de su cabeza, y desde allí se proyectaba más lejos aún en el futuro: imaginaba su trabajo de antropología terminado, mecanografiado cuidadosamente y entregado; imaginaba que en efecto asistía a las clases hasta el término del semestre; imaginaba el título universitario que se estaba procurando. Se veía a sí mismo como un punto central en el espacio en expansión: los demás cocineros pasaban a su lado con redecillas para el cabello y delantales blancos, los camareros y las camareras pasaban como una exhalación, los clientes parloteaban en sus mesas, los edificios se recortaban contra el horizonte de la ciudad, los suburbios, los campos, extensos y silenciosos, cuya dilatada vacuidad se deslizaba hasta Little Bow, Dakota del Sur, donde ya no vivía nadie a quien hubiese amado jamás.

Y entonces, cuando alzó la cabeza de aquellos pensamientos, descubrió que ni siquiera había llegado a la tienda aún. De hecho, la había dejado atrás, o había efectuado un giro incorrecto, o algo parecido. Se hallaba en una calle desconocida, y se vio obligado a agazaparse en la acera contra un edificio, enojado consigo mismo y también un tanto tembloroso. Había vuelto a perderse.

Después de tanto tiempo, debería ser más sencillo, pensaba. Cuando se trasladó a Chicago, imaginaba que iba a evolucionar, paso a paso, hasta adoptar una nueva personalidad, una nueva vida. Pero a decir verdad, aunque habían transcurrido más de dos años, no era una persona distinta. Al otro lado de la calle, las gaviotas se posaban sobre la comida desechada en el aparcamiento de Dunkin´Donuts, y los transeúntes apresurados o pausados recorrían la acera dirigiéndose a la estación del tren elevado. Al término de la manzana, un hombre barbudo alargó la mano hacia él; una mano tumefacta y tostada por el sol, que agitaba una taza de poliestireno que contenía varias monedas. Jonah se ajustó las gafas de sol y pasó a su lado sin hablar, aunque se puso rígido cuando el mendigo lo miró fijamente.

A esas alturas debería saber cómo hacer frente a cosas tan básicas. Así era la mayor parte del tiempo. Sabía cómo evitar a un mendigo demente y sin hogar, cómo precipitarse por la calle agachando la cabeza, con el aura de una persona ocupada que se dirige a un lugar importante.

Pero no le resultaba natural. Eso era lo que estaba comprendiendo. El patrón de su pensamiento se veía constantemente malogrado por la intuición, por la imaginación, por las historias que se contaba a sí mismo y que en seguida se metamorfoseaban en verdades a medias.

Ahora, en el andén del tren elevado, recordaba vívidamente que la Agencia Buscapersonas le había parecido una maravillosa solución a su problema. Que el cartel que presentaba a una anciana fundiéndose en un abrazo con una joven lo había atraído sobremanera. «¿Echa de menos a alguien?», rezaba. «¡Podemos ayudarle!» Que después de hablar con ellos por teléfono había firmado gozosamente un cheque.

Sucedió apenas nueve meses antes, un día en las postrimerías de febrero, poco después de su última visita a la casa de Steve y Holiday. Steve había dejado su empleo en Bruzzone's y los vínculos entre ellos se habían hecho cada vez más tenues. Jonah había perdido encanto para ellos; comprendió que no estaban preparados para la intimidad que él deseaba.

Recordaba que en una ocasión, sentado en su cocina, estaba jugando con Henry mientras Holiday ultimaba los preparativos para la cena. Henry introducía la mano en la boca de Jonah y este fingía comérsela. Henry encontraba aquel juego hilarante. Abría la boca de par en par con júbilo desdentado y se carcajeaba con ese extraño hipido que emiten los bebés cuando se ríen.

—Sabes —le dijo Jonah a Holiday—, si alguna vez os apetece salir solos, o algo así, yo puedo ocuparme de Henry. Si queréis.

—Oh, Jonah —repuso Holiday—. Eres muy amable. Pero... tenemos una niñera muy buena.

—Yo lo puedo hacer gratis —insistió Jonah. Le sonrió y mordisqueó con mucha suavidad los dedos de Henry cuando este volvió a extenderlos—. Arr, arr, arr -gruñó, y Henry, ufano, prorrumpió en una risa sofocada.

»Escucha —prosiguió Jonah, después de que hubiesen jugado un poco más—. ¿Henry tiene un padrino? Porque, ya sabes, a mí me encantaría serlo. Es decir, si murieseis en un accidente o algo así, me encantaría adoptarlo.

Holiday se apartó del horno y lo miró durante largo tiempo. A continuación ensayó una sonrisa.

—Bueno, Jonah —respondió—, mis padres y los de Steve todavía están vivos. Así que, bueno, si pasara... algo, supongo que Henry se quedaría con ellos.

—Oh, desde luego —admitió Jonah—. ¡Pero son mayores! A lo mejor no podrían cuidarlo.

—Además, tengo tres hermanas. Y Steve tiene una hermana y un hermano.

—Bueno, claro —rezongó Jonah—. Vale. Solo decía que si... si hace falta, estoy disponible. Eso es todo.

—Eres muy dulce, Jonah —dijo ella. Pero le dirigió una mirada inflexible mientras castañeteaba los dientes contra la carne amarga y correosa de los dedos de Henry.

Rrrr -gruñó, y la sonrisa de Holiday se crispó antes de disiparse.

Al pensar en ello más adelante, comprendió que había rebasado una línea de cuya existencia no se había percatado. Había sido demasiado directo, había tratado de instalarse en el círculo más íntimo de su vida, en el que no era bienvenido. No se lo dijeron, por supuesto. Pero lo percibió. Solían invitarlo a sitios diversos: habían ido a un festival de cine de animación, a un mercado agrícola, a un restaurante coreano en el que se había enamorado del kimchi. Pero ya no lo llamaban, y cuando intentaba telefonearlos siempre se tropezaba con su contestador, aunque estaba seguro de que se hallaban en su apartamento, monitorizando sus llamadas.

—Eh, chicos —decía, incómodo al imaginar las revoluciones pausadas y lánguidas de una grabadora—. Solo llamaba... para ver cómo estabais. —Y volvía a llamar al cabo de una hora, por si acaso. Una semana les dejó quince mensajes, y no le devolvieron ni uno solo.

Solo lo habían invitado a cenar porque se había topado con Holiday en la calle, en la avenida Michigan, fuera de Walgreen's, y ella lo había abrazado diciendo:

—¡Oh, me alegro mucho de verte! Tenemos que vernos alguna vez.

—Vale —respondió Jonah—. Esta semana me viene bien. Cualquier noche de esta semana, la verdad.

—Oh —repuso Holiday. Y entonces Jonah comprendió que ella no lo había dicho en serio, aunque de inmediato propuso una fecha y una hora—. ¡Será estupendo volver a verte! —le aseguró—. Te hemos echado de menos.

Pero fue evidente, desde que se presentó en su apartamento, que aquella sería la última vez. Se produjeron silencios incluso cuando le abrieron la puerta; Steve y Holiday no quisieron enseñarle a Henry, que estaba dormido, por supuesto, y no dejaron de intercambiar miradas mientras Jonah intentaba entablar conversación.

Antes les gustaba oírle hablar. Les agradaban las cosas tan dispares que advertía Jonah cuando deambulaba por Chicago, solían decir que era «un observador brillante». Pero ahora, al parecer, tenían muchas ganas de que terminase. Jonah conservaba la esperanza de que si perseveraba sus observaciones volverían a ser brillantes. Pero no fue así. Les contó una historia de la señora Orlova, que le decía siempre que la veía: «¿Qué le pasa? ¡Parece usted enfermo!», aunque estuviera contento. Intentó entretenerlos hablándoles de las personas que veía desde la ventana de su habitación y de los vecinos con los que compartía el edificio, que siempre estaban entrando y saliendo. En una ocasión, en mitad de la noche, un joven borracho y desgreñado había arrojado la basura al contenedor vestido solo con un par de calzoncillos, descalzo y de puntillas bajo la nevada ligera, con una bolsa de basura que solo contenía latas de cerveza, café molido y mitades de pomelo, según Jonah comprobó más adelante al abrirla impulsado por la curiosidad. En una ocasión había visto a un hombre golpeando a una mujer cerca del vestíbulo, y la mujer se había tapado la boca con la mano para sofocar sus propios sollozos. La gente se besaba en los portales, transitaban apresuradamente por la acera o paseaban despacio, se llamaban unos a otros o cantaban. En mitad de la noche, dos hombres se habían enzarzado en una pelea en la calle, rodando por el suelo y rechinando los dientes, y uno de los vecinos de Jonah había abierto una ventana y les había gritado.

—¡Callaos! —exclamó, al tiempo que les arrojaba un animal de peluche, y los dos hombres dejaron de forcejear, abandonando el combate para gritar furiosamente al hombre que les había arrojado el juguete.

—Baja, cobarde —exclamaron—. Baja, baja. ¡Te vamos a dar una paliza! —Y ambos la emprendieron a pisotones con el juguete hasta que al fin se marcharon airados por el centro de la calle.

En su mente, había sido un relato maravilloso e hilarante, que debía complacerlos. Pero a medida que hablaba sentía que la historia vacilaba, que divagaba y se tornaba estéril, y comprendió que sus anfitriones deseaban que se fuera. Holiday se inclinaba hacia delante cuando Jonah buscaba a tientas las palabras. Cuanto más le dolía, más deseaba que se rieran, asintieran, o exclamasen: «¡Ah!», como solían hacer.

—Me pregunto cuánto tiempo nos conoceremos —había dicho al fin, después de que la pausa de la conversación pareciera pesar sobre ellos como una capa de tierra. Lo dijo con humor, intentando sonar como si solo estuviera reflexionando, pero Holiday lo observó con un aire culpable.

—Oh, Jonah —objetó, en tono de reproche—, ¡siempre nos conoceremos! Cuando se conoce a alguien, ya no se puede dejar de conocerlo.

—Jonah, Jonah —dijo Steve, como hacía siempre, como si fuese una antigua rima infantil—. Jonás dentro de la ballena. —Esbozó una sonrisa soñolienta, y Jonah pensó en el versículo de la Biblia que conocía, el que les había agradado en una ocasión.

—«Levantadme y arrojadme al mar» —declamó. Sonrió, hablando con una voz sonora—, «así amainará la tormenta, pues sé que por mi culpa os sucede todo esto».

—Es muy bonito —respondió Holiday con cierta desgana, aunque la primera vez que Jonah se lo había recitado, había abierto los ojos como si hubiera hecho un truco de magia. «¡Vaya, Jonah!», dijo entonces. «¡Es asombroso! ¿De quién es? ¿De Shakespeare?». Jonah le había explicado que era de la Biblia, del Libro de Jonás. Era el único versículo de la Biblia que había logrado aprender de memoria.

—La Biblia está llena de excelente poesía —había reflexionado Steve—. ¡Tienes una voz extraordinaria para recitar, Jonah!

Pero ahora Steve no dijo nada. Ni siquiera la conversación relativa al hermano muerto de Jonah, David, el hermano imaginario que se parecía a él, suscitaba ya su interés.

Pero Jonah siguió pensando en ello. Había levantado a un hermano de la nada, un hermano que había actuado en obras y había practicado atletismo, un hermano que había muerto en un accidente de coche. David. Sin querer, hablar de ello le había reportado una noción vaga pero constante del hermano real que presumiblemente existía ahí fuera, el bebé varón que su madre había dado en adopción.

Sin embargo, la visión del hombre del tren elevado, su intensidad, lo pilló desprevenido. Era el día después de su última visita a la casa de Steve y Holiday, y se había despertado tarde, aquejado de un dolor de cabeza producido por el vino tinto. Levantadme y arrojadme al mar, pensó al abrir los ojos.

Aquella mañana había llegado tarde al trabajo, algo insólito en él, y recorrió a la carrera la última manzana que lo separaba del andén elevado, imbuido de un desasosiego reconcentrado. Ascendió los escalones dando saltos en el momento preciso en el que la puerta del tren se deslizaba y los pasajeros que esperaban empezaban a afluir a su interior. Normalmente, se hallaba en el borde mismo de la rampa cuando el tren se detenía. Se había convertido en un experto a la hora de establecer el punto exacto en el que debía situarse, de modo que las puertas del tren se detuvieran frente a él y pudiera ser el primero en acceder al interior. Se enorgullecía de aquella habilidad.

Pero ese día Jonah fue el último de la comitiva de viajeros matutinos que embarcó. Los asientos estaban ocupados y los pasillos atestados, un bosque de brazos alzados y rostros solemnes, tan abarrotado que ni siquiera quedaba una barandilla o una barra de apoyo que pudiese aferrar. Cuando el tren se puso en marcha cabeceando Jonah se estrelló contra el busto de una mujer africana de ceño impasible que llevaba una bufanda de colores brillantes. Ella le llamó algo horrible en su lengua nativa.

Pero Jonah apenas lo advirtió. Pues en ese momento fue cuando vislumbró un atisbo del hombre que podría haber sido su hermano. O mejor dicho, vio una cara que flotaba a unas seis o siete cabezas de distancia.

Sus ojos se encontraron por un instante, y un hormigueo eléctrico recorrió la piel de Jonah. Sintió que se elevaba, haciéndolas cosquillas en el pelo, y se quedó verdaderamente aturdido.

Es él, pensó Jonah. ¡Joder! ¡Es él! ¡Es mi hermano! Podrían haber sido gemelos. Tenían el mismo cabello leonado, los mismos ojos castaños, la misma nariz corta y franca, la misma boca grande y las mismas mejillas rollizas. Y además, el mismo... ¿qué? Esa antigua sensación psíquica que había experimentado cuando era un adolescente. Un aura, pensó Jonah, algo parecido a una alucinación. Ondas invisibles emanaban de la persona a la que estaba mirando.

Pero el hombre no pareció percatarse de nada. Entrecerró los ojos, que se convirtieron en ranuras suspicaces cuando advirtió que Jonah lo observaba, y acto seguido agachó deliberadamente la cabeza para volverse hacia el libro en rústica que estaba leyendo. Se movió una persona, y luego otra, y Jonah lo perdió de vista. Intentó avanzar, acercarse poco a poco al lugar donde estaba sentado el hombre. Pero antes de que pudiese siquiera localizar al individuo que había visto, el tren llegó a la siguiente parada. Se produjo un movimiento de cuerpos generalizado y ameboide mientras los pasajeros entraban por una puerta y salían por la otra. Y la persona que había visto desapareció.

Durante las siguientes semanas, tal vez meses, Jonah se presentó en el andén elevado y aguardó con la esperanza de atisbar un indicio de la persona que podría haber sido su hermano. Iba a la estación más tarde de lo acostumbrado y permanecía detrás del gentío que esperaba, recorriendo su cogote con la mirada en su busca. Procuró no ser una molestia, deambulando despacio y con aire descuidado, con una camiseta blanca y pantalones a cuadros de cocinero, así como una gorra de béisbol con la visera calada sobre los ojos. Si alguien lo descubría mirando, bajaba la cabeza, estudiando brevemente sus gastadas zapatillas negras antes de continuar.

Quizá fuera el niño que su madre había dado en adopción, pensó. O quizá fuera otro vástago que había engendrado su padre biológico, un hermanastro del que no sabía nada. O un primo. Pensó de nuevo en su padre, que había vivido en Chicago, según su abuelo. Nunca se había parecido mucho a su madre ni a su abuelo, y consideró la posibilidad de que quizá hubiese una tribu entera de personas que se parecían a él. Que pensaban como él. Que le darían la bienvenida.

Pero nunca halló a la persona que buscaba.

El día que recibió el paquete de la Agencia Buscapersonas, había estado cavilando sobre un pasaje de uno de sus libros de texto de antropología, El ascenso a la civilización: la arqueología del hombre primitivo. Lo leía sin cesar, tratando de cohesionarlo, de que se adecuara a sus pensamientos.

«Si en la actualidad», había subrayado, «las vidas y los valores de los pueblos más "primitivos" de la tierra valen tanto como los de cualquier lector de este libro, como reconocemos normalmente, entonces no cabe duda de que cada momento del pasado, cada persona, posee el mismo valor. Ni siquiera en un libro como este, que está consagrado sobre todo a la primitiva Edad de Piedra, se puede distinguir la diferencia entre, digamos, ciento cincuenta mil o ciento cuarenta mil años atrás. Ignoramos lo que pensaban, sentían, disfrutaban y sufrían los individuos de esos dos periodos, así como sus diferencias. Pero al menos podemos admitir que la vida de esas personas era tan importante para ellos como la nuestra para nosotros.»

Lo entristecía. Leyendo eso se deprimía más que cuando leía novelas en su clase de literatura, donde los personajes estaban insuflados de un propósito y un significado que lo habían avergonzado. Poseían motivaciones y complejidades, y sus vidas estaban llenas de sistemas de importancia simbólica. Representaban algo. Varias cosas.

El problema de su propia vida, pensaba, era que era insignificante desde su nacimiento. Era como aquellos pueblos primitivos cuya existencia no había dejado apenas nada: algunos huesos y herramientas de pedernal, o un círculo chamuscado donde antaño habían ardido sus hogueras. Al contrario que los protagonistas de las grandes novelas, no estaba conectado con el mundo trascendente de los esfuerzos humanos: no tenía ninguna relación con la política, la sociología, la economía ni los grandes movimientos de su época. Las cosas dignas de recordarse. Qué podía decir, sino que pertenecía a un pueblo constituido por los detritos de varios imperios. Cúmulos de nada. Campesinos irlandeses que llegaban a Ellis Island y deambulaban desamparados por las calles de Nueva York; aborígenes nómadas que después de la conquista de Lakota se retiraron a las áridas planicies de sus reservas y allí se encerraron para esperar hasta el fin de los tiempos. Hasta el pueblo en el que había crecido era un pueblo de nada, no era un paraje realmente deseable para un imperio, sino más bien un hito, un emplazamiento que solo era necesario poseer porque se hallaba en un gran espacio vacío entre dos costas importantes. El gran latido del mundo, que palpitaba vagamente en Chicago, se acallaba a medida que irradiaba hacia las llanuras.

Jonah no sería recordado por nada. Eso, al menos, era una certidumbre.

Pensó en ello mientras volvía andando a casa. Quizá su padre o su hermano estuviesen más ligados al mundo trascendente. Quizá no tuviese importancia. No tenía una idea para un trabajo de antropología, ni siquiera una tesis, sino solo dos citas que describían círculos en su cabeza: «Pero al menos podemos admitir que la vida de esas personas era tan importante para ellos como la nuestra para nosotros» y «Levantadme y arrojadme al mar; así amainará la tormenta». Había un magnífico ensayo en esos dos pensamientos, si conseguía relacionarlos. Si lograba articularlo. Casi siempre percibía sus pensamientos desconectados, como si fueran planetas vacilantes rodeados de lunas que a su vez estaban circunvaladas por pequeños asteroides y basura espacial, y todos ellos titilaban alrededor de un sol central, que era él. Su profesora de literatura afirmaba que sus ensayos eran «Ambiciosos pero confusos», y en los márgenes escribía repetidamente: «Desordenado». «Desordenado». O sencillamente: «Hmmm...».

La señora Orlova estaba frente al edificio de apartamentos, barriendo la acera con una escoba, y Jonah se sintió un poco mejor al saber que ella se burlaría de todas sus congojas. ¿Soledad? ¿Significado? ¡Ja! Ella había crecido en Siberia. Jonah le sonrió cuando ella levantó la cabeza de su trabajo para mirarlo con el ceño fruncido.

—Tiene un aspecto terrible —dictaminó—. ¿Está usted enfermo?

—No —respondió Jonah—. Para nada. —Ni siquiera después de varios años había logrado acostumbrarse a la franqueza de la señora Orlova, la siniestra exageración que era el extremo opuesto de la reticencia típica del medio oeste con la que había crecido.

—Debe estar deprimido —insistió la señora Orlova, y le echó una ojeada—. Está sudando.

—Oh, ¿de veras? —dijo Jonah. Se pasó una mano por la cara, que estaba seca, sin sudor—. No —añadió—, no es nada.

—Lo que usted diga —dijo la señora Orlova—. Puedo ver con mis propios ojos que le han despedido del trabajo.

—No, no es cierto.

—Pues entonces es peor —resolvió la señora Orlova, al tiempo que le dirigía una mirada inflexible—. Alguien le ha roto el corazón.

Halló la respuesta de la Agencia Buscapersonas enrollada y embutida sin delicadeza en el estrecho buzón. No parecía importante.

Pero cuando abrió el envoltorio de papel manila, empezó a estremecerse. A sentir escalofríos.

Allí estaba el nombre de Troy Timmens. Su partida de nacimiento. Una fotocopia de los documentos de renuncia. La dirección de las personas que lo habían adoptado.

Jonah permaneció inmóvil durante largo rato, mientras se le cerraba la garganta y su aliento parecía endurecerse en sus pulmones. Miró los papeles. Su vida estaba cambiando. Podía sentirlo.