9

Marzo de 1966

Ha desaparecido una chica de la Casa de la señora Glass. Se ha escapado; eso es lo que dice la gente. Nora escucha los susurros de los rumores en la cafetería y en la sala de la televisión. Asiente cuando Dominique le refiere una versión del chisme, y observa las manos de la muchacha mientras teje; tiene las palmas rojas y parecen frías.

—Supongo que han llamado a sus padres —murmura Dominique—. Espero que despidan a la señora Bibb.

Hmmm -dice Nora, y dirige una mirada a la ventana. Corre la primera semana de marzo. Una densa capa de nieve se eleva hasta la altura de la rodilla. Según parece, nadie es capaz de explicar cómo se llevó a cabo la fuga. Por ejemplo, afirman que la chica se marchó de madrugada y que hallaron sus huellas en la nieve: una esponjosa sucesión de hendiduras que se encaminaban a la verja de hierro forjado y allí terminaban. Debió escalar la verja, dice la gente (una verja de dos metros de altura con barras metálicas rematadas en puntas de flecha), y puede que después se arrojara al remolque de una camioneta que la esperaba al otro lado al ralentí. Aunque no hubiera huellas de neumáticos. Aunque ella estuviese embarazada de ocho meses y tuviese una barriga enorme que no estaba hecha para escalar verjas y saltar encima de los camiones.

—No saben cómo lo hizo, esa es la cuestión —asegura Dominique, y Nora advierte que la duda y la esperanza se debaten en la mente de la muchacha—. Debió ser muy astuta —apostilla, vacilante.

Nora guarda silencio. ¿Qué hay que decir ante semejantes historias? Parecen ridículas pero hermosas. Quién no querría creer que una chica puede planear semejante estratagema, digna de un espía. Quién no querría creer que hay un novio ahí fuera, un chico eternamente fiel, quizá provisto de una camioneta humeante con remolque plano, mientras una se balancea sobre las afiladas espinas de la verja y el chico exclama: «¡Salta! ¡Salta! ¡Te quiero, nena!» cuando flexiona las piernas y se dispone a arrojarse al aire nevado y vivificante como si fuera un caballo sobre un abismo imposible.

Ahora que ha transcurrido un mes, Nora comprueba que ya no se sorprende al despertar. No exhala un resoplido de desconocimiento pasajero al abrir los ojos y descubrirse una vez más en aquella estancia, en aquel lugar. Levanta los párpados: la almohada se ondula como si fuera un paisaje, alejándose de su vista, y cuando se da la vuelta, el techo se extiende sobre ella, un techo de yeso granulado con manchas de humo amarillas difuminadas que lo atraviesan como si fueran las ondas de un espejismo; una diminuta envoltura de telaraña se mece en una corriente de aire. Ya no se encuentra enferma por la mañana, ni débil a causa de la fatiga o de los antojos repentinos e intolerables. En la penumbra de la madrugada, el escritorio y la silla han surgido de las sombras para solidificarse, y las paredes desnudas son tenebrosas pero visibles. Fuera, la ventisca continúa constante: no es violenta, pero es implacable. Gruesos copos de nieve del tamaño de su dedo pulgar se aplastan contra el cristal de la ventana y se amontonan sobre el alféizar, y Nora intenta imaginar a la heroica muchacha que avanza con determinación, huyendo sin otra cosa que un camisón y un ligero abrigo de otoño. No le parece probable.

La chica desaparecida se llama Maris. Maris, otro seudónimo fantasioso, piensa, uno de esos nombres peculiares pero de extraño encanto que en realidad los padres nunca les ponen a sus hijas, pero que las chicas desean cuando tienen una edad determinada, imaginando que el nombre las convertirá en una persona distinta, en la princesa de una isla exótica. Es un nombre apropiado para una chica que, supuestamente, se ha desvanecido en la noche.

Al cabo de un rato se siente atraída hacia la ventana. La verja y el árbol desnudo están al otro lado, como sombríos trazos de carboncillo que se recortan contra la blancura monótona del suelo y el cielo. Sus dedos derriten el hielo en el borde del cristal, y Nora parpadea despacio, mientras piensa en el chico que acude al rescate de Maris, con el semblante ávido de amor y las mejillas rubicundas a causa del frío.

Sabe que no fue así.

Es más lógico, se dice Nora, pensar que Maris se suicidó. Lo más probable es que se ahorcara en su habitación, que tomase algunas pastillas bien escondidas o que se cortara las venas. La señora Bibb y las demás autoridades han extendido el rumor de su desaparición ellas mismas para que nadie se altere ni se alarme. Intentan encubrir la muerte de la pobre muchacha creando una distracción, pero lo cierto es que en realidad no existe ninguna «Maris». Solo otra Ann, Kathy o Joyce; un desfile de granjeras no demasiado brillantes en el proceso de comprender que su futuro es triste, patético y feo. No es un futuro de «Maris». No es un futuro de «Dominique».

Por supuesto que es eso, piensa Nora. La chica está muerta. Pero debe admirar la astucia de la historia, la imagen de esas huellas que se dirigen al pie de la verja y después terminan.

Sin embargo, cuanto más reflexiona, mejor comprende que solo es un mito, el eco de una leyenda local que ha oído en diversas ocasiones. Recuerda que un año, en la época de Halloween, leyó algo parecido en el periódico: era una especie de historia de fantasmas que entrañaba la desaparición de un niño.

La leyenda siempre se presenta como si fuera «un misterio de la vida real», incluso en el periódico. Hay nombres, fechas y lugares que sugieren el lustre de la verdad. Por ejemplo, aquel incidente se había producido, al parecer, el 31 de diciembre de 1899, en una hacienda situada a unos once kilómetros al este de Little Bow. La familia que la habitaba se llamaba Ambrose; era una pareja joven que tenía dos hijos.

Aquella noche en particular, un grupito de amigos se había reunido en el hogar de los Ambrose para celebrar la llegada del nuevo año. Entonaron canciones y brindaron mientras los dos chicos, que tenían ocho y seis años respectivamente, ahumaban maíz en la chimenea. Fuera, se estaba acumulando una densa capa de nieve.

Alrededor de las diez en punto, el señor Ambrose le pidió a Oliver, su hijo mayor, que trajese un poco de agua del pozo. Había dejado de nevar, y una luna gibosa se asomaba entre los claros de las nubes, arrojando un resplandor mortecino sobre el patio abierto y los campos. La señora Ambrose observó el lento progreso de su hijo con los chanclos que le habían regalado por Navidad, meciendo suavemente el cubo de plata en la mano.

Pero el chico apenas se había ausentado unos minutos cuando los presentes oyeron sus gritos pidiendo ayuda: «¡Mamá!». Emitió un chillido estridente, como si lo estuvieran atacando, y después el sonido se interrumpió abruptamente.

Los adultos salieron precipitadamente. El señor Ambrose llevaba una lámpara de queroseno, aunque el panorama de la pradera nevada parecía despedir un resplandor casi fosforescente a la luz de la luna. No había ni rastro del chico, ni sonido alguno, tan solo kilómetros de campos desarbolados y ventisqueros que se internaban en las sombras. Las huellas del chico terminaban a mitad de camino del pozo. No había más marcas en la nieve fresca, tan solo las huellas de Oliver y el cubo tendido de costado. El viento levantaba una fina filigrana de polvo a su alrededor.

Según el periódico, la investigación subsiguiente del incidente no hizo sino verificar el relato de los adultos. No se hallaron más pistas, y con el tiempo el misterioso caso «se abandonó discretamente» por falta de pruebas. La última vez que Nora vio la narración de la historia en el periódico se había incorporado un elemento de «interés humano» al consultar a diversos expertos que sugerían un abanico de posibilidades, desde que las águilas se habían llevado al chico hasta que lo había abducido un ovni. Un investigador privado de Denver lo desacreditaba todo. Decía que tal vez el chico se hubiese dirigido al pozo de algún modo juguetón (siguiendo el trazado de una cerca, quizá) de modo que no se vieran sus huellas, que se hubiese caído al pozo y se hubiese ahogado.

Cuando crecía, la propia Nora no había pensado detenidamente sino en el escalofrío que producían aquellas nítidas huellas que terminaban de forma abrupta. La historia estaba imbuida de una realidad emocional, una confirmación de lo que siempre había presentido en secreto: que su propia existencia tenía algo tentativo, algo endeble. Recordaba que cuando su padre la mandaba fuera de casa para ocuparse de alguna tarea después del anochecer (la basura que había olvidado tirar, el aspersor que no había apagado), la idea de aquella vieja historia se extendía sobre su piel mientras titubeaba en la puerta, con la creciente certidumbre, al adentrarse en la noche, de que nunca regresaría de su misión.

Incluso ahora, sentada a solas en su habitación, recordar la historia le produce una sensación de desasosiego. Comprueba su reloj de muñeca: son las seis y cuarenta minutos de la madrugada; no es el momento de ponerse supersticiosa y melindrosa. Pero no obstante, el silencio se le antoja inquietante de repente, y aparta la colcha y descalza, en camisón, se dirige furtivamente a la puerta, que apenas está entreabierta lo suficiente para que resulte incómodo, para que se sienta como si hubiese alguien espiando el interior.

Pero no hay nadie, por supuesto. El pasillo está desierto; aún falta casi una hora para el desayuno y puede que la calma sea incluso normal. Muchas internas duermen tanto que apenas parece que estén vivas. Doce o quince horas al día, según sus cálculos. Hay una chica en particular, «Ursula», que ha suscitado el interés vagamente científico de Nora: Ursula se presenta a la hora del almuerzo y de la cena, aturdida, con los ojos entrecerrados, tambaleándose con su enorme barriga como si fuese un manatí. Nora sospecha que está encinta de un bebé de proporciones grotescas o de gemelos, pero el hecho es que Ursula parece capaz de dormir en cualquier parte. Se sienta en la sala de la televisión, con sus gruesos muslos separados y la boca entreabierta, y a veces dormita en la cafetería, encima de la comida, cabeceando con el cuchillo y el tenedor suspendidos sobre el plato. En una ocasión, mientras estaban en fila para salir a ver una película, Nora la vio dormida de pie, esperando a que le entregasen su anillo de latón, descansando la mejilla sobre el hombro, parpadeando irregularmente, arrastrando los pies hacia delante en respuesta a los movimientos de las demás chicas. A veces Nora desearía ser como ella, sobreponerse a los terribles meses que se avecinan en una especie de coma.

Pero las cosas no funcionan de ese modo. Siempre que cierra los ojos, hay algo brillante que la rodea, así como los escarabajos de mayo se precipitan contra las bombillas, describiendo círculos vacilantes para estrellarse contra la pared de la casa y desplomarse sobre su espalda, emitiendo un frenético zumbido. Le asaltan pensamientos sobre la muchacha moribunda de El coleccionista, sobre las restantes internas de la residencia, sobre Dominique, Ursula y la desaparecida Maris, sobre su propio futuro inimaginable. Se sienta ante el escritorio de su habitación intentando dibujar caras en un pedazo de papel, chicas con los ojos grandes y los labios fruncidos que desfilan luciendo conjuntos contemporáneos.

Sin desearlo, piensa en su padre, en Little Bow. A las siete menos cuarto, seguramente ya ha despertado y se está tomando un café, dispuesto a marcharse al trabajo.

En 1914, cuando el padre de Nora tenía cuatro años, se embarcó en el tren de los huérfanos. El abuelo de Nora era un mendigo que simulaba una ceguera y que abandonó a sus tres hijos en la Sociedad de Ayuda a los Niños de Nueva York ataviados con sacos de arpillera y descalzos. Su padre lo recordaba claramente: se hallaba en una sala de espera, consciente del hedor que despedía su propio cuerpo, de que el holgado saco que llevaba parecía un vestido de niña. La madre de los chicos había muerto, pero él ignoraba cómo. Quizá en el parto, le había dicho, reflexivamente, como si su madre fuera el nombre olvidado de un pueblo que había visitado. «Parece que todo le sucedió a otra persona», le dijo. «Está difuminado en mi mente.» Afirmaba recordar que su padre esperaba dinero cuando los llevó a la Sociedad de Ayuda a los Niños. Su padre era un hombre amargo y taimado que imaginaba que tal vez sus hijos valiesen algo. Discutió un rato con una horrorizada señora que llevaba un grueso vestido gris azulado, exigiendo que los chicos le enseñaran sus músculos, ¡que le enseñaran que podían trabajar! Y al fin ella le dio algunas monedas y se marchó.

La señora se volvió hacia ellos.

—¡Oh, mis pobres niños! —dijo. El padre de Nora se estremeció cuando ella le tocó la cabeza, pero recordaba que su contacto era tierno y pausado, y que le había apartado el cabello del rostro.

—¿Vas a ser mi madre? —le preguntó el padre de Nora, y uno de sus hermanos le dio una colleja.

Cuando estudiaba segundo en el instituto, Nora encontró la palabra «coscorrón» en el Diccionario Webster del Nuevo Mundo, segunda edición universitaria. El hallazgo la complació por su precisión, pues era una palabra cuya existencia ignoraba.

—Coscorrón —dijo, mientras se aporreaba la cabeza como si esta fuera un melón. Contempló el diccionario llena de asombro. Era una palabra que hasta su profesor de historia, el señor Bosley, se habría visto obligado a consultar. Nora la anotó. Estaba enfrascada en un proyecto para obtener puntos extra en clase de historia y deseaba una buena nota, puesto que había sacado un notable en el último examen. El señor Bosley era el presidente de la asociación histórica local y les había ofrecido un respiro de sus crueles exámenes si le presentaban entrevistas bien documentadas con residentes mayores de la comunidad. Ella sabía que la historia de su padre podía contribuir a mejorar su prestigio a los ojos del señor Bosley. Era consciente de que necesitaba obtener un promedio de ocho y medio por lo menos si deseaba asistir a la universidad de su elección. En aquel momento, estaba segura de que su futuro estaba en juego. Quería ser una persona famosa y excepcional; distinta del resto de su familia.

Escribió:

A partir de 1854, la Sociedad de Ayuda a los Niños de Nueva York puso en práctica los programas de «traslado» o de «hogares gratuitos» para conceder a los niños huérfanos y necesitados la oportunidad de una nueva vida en el oeste. Entre esos niños estaba mi padre, el señor Joseph Doyle. En 1914, a la edad de cuatro años, se subió a un tren que lo condujo al pueblo de Bruselas, en Iowa. Era uno de los miles de niños vagabundos de Nueva York a los que llamaban «los árabes de la calle», pero que en realidad eran muchachos desatendidos y abandonados que deambulaban por la ciudad. Los chicos se ganaban la vida robando, mendigando y vendiendo periódicos, limpiando zapatos o dando paletadas de carbón. Pasaban la noche durmiendo en los callejones, en los portales y en las cajas de cartón desechadas.

Estaba trabajando en ello cuando descubrió que estaba embarazada. El ensayo continúa inacabado, como si fuera un apéndice inservible, y Nora comprende que nunca sabrá cómo acaba. Nunca volverá a entrevistar a su padre sobre sus experiencias ni tendrá ocasión de resumir su vida y obtener una conclusión.

Pero sabe que siempre pensará en ello. Siempre se preguntará si habría descubierto algo sobre la historia de su padre que lo hubiese explicase todo, y se imaginará el ensayo que habría completado para el señor Bosley, un ensayo de matrícula de honor, a su parecer. Su mente describirá un círculo en derredor de esos pequeños misterios: su padre y la leyenda de la desaparición del niño Ambrose y la muchacha de la Casa de la señora Glass: Maris.

Afuera sigue nevando. Las huellas que dejase Maris al escapar habrán desaparecido hace ya mucho.