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16 de abril de 1993

Una semana antes de morir, Nora volvió a advertir actividad en la casa. Actividad espiritual. Al principio solo fueron cosas pequeñas: una vibración en el aire, la sensación de que la observaban discretamente, un movimiento estremecido a sus espaldas. Entrada la noche, abría la puerta del frigorífico y se caía un melón, que rodaba decididamente por el suelo de la cocina como si alguien lo estuviera guiando y deambulaba lentamente sobre los azulejos antes de detenerse al borde de la alfombra del salón. Durante el día el teléfono sonaba y se interrumpía; y no se trataba del tono acostumbrado, sino que era extrañamente largo: el mecanismo del timbre emitía un repiqueteo sofocado, como si fuera un cantante entrado en años que intentara sostener una nota durante muchos compases. Por supuesto, se detenía abruptamente cuando ella descolgaba el auricular. Se quedaba sujetando el teléfono y la puerta del baño se abría con un chasquido, titubeante, como si un perro la empujara cautelosamente con el hocico.

Elizabeth -decía Nora.

Últimamente, el pasado se había impuesto pesadamente sobre ella, de modo que no se le antojaba tan improbable que la pena volviese a aparecer de alguna forma, como un fantasma o una presencia. O sencillamente una sensación: tierna, femenina, con los ojos tristes y el rabo entre las piernas de tímida vergüenza. Seguía arrepentida de lo que había hecho. Nora suponía que si tuviese alguna decencia estaría horrorizada ante semejante visita. Si fuese una auténtica madre, odiaría a Elizabeth. Pero lo único que sentía era una dulce melancolía.

—¿Elizabeth? —murmuraba, mientras se abría la puerta del baño. Estaba lista.

Pero no había nada. Por lo menos, nada visible. Y volvía a percatarse de la imprudencia y la perversidad de sus sentimientos. Una herida se había abierto en su interior al pensar en Elizabeth, un anhelo abrumador e inexplicable, pues no era posible explicar el amor, pensaba ella, ni la tristeza; no era posible explicar la ridícula idea de que en ciertos aspectos Elizabeth había sido su primera hija. Su bebé de entrenamiento, suponía. Aunque habían transcurrido muchos años, recordaba vívidamente haber sostenido en sus brazos a Elizabeth, un cachorro tímido y aletargado que su padre había llevado a casa para regalarle en su decimoquinto cumpleaños; la acunó en sus brazos hasta que se durmió, con las pezuñas agarrotadas y torcidas hacia dentro, hacia el estómago rosado y desnudo que se mecía suavemente cuando respiraba. «Elizabeth» era el nombre de una muñeca a la que había amado de niña, así como el nombre con el que siempre había esperado bautizar a su futura hija.

—Ese no es nombre para una perra —se burló su padre, pero Nora se limitó a encogerse de hombros.

—Pues entonces no es solamente una perra —dictaminó.

—Ella no pretendía hacerte daño —le explicó a Jonah después del accidente. Estaba sentada junto a su cama de hospital, pero no le miraba el rostro vendado ni el ojo expuesto que rodaba débilmente en la cuenca, examinando los objetos de la estancia indiscriminadamente—. Solo estaba confusa —murmuró, como si eso pudiera consolarlo. Quizá oyera su voz a través de la neblina de los calmantes, pero en definitiva sabía que hablaba consigo misma. Farfullaba para serenarse. Años después, vio una entrevista con la madre de un asesino en televisión y reconoció aquel temblor transido de tristeza, de culpa y de furia protectora.

—Fue un accidente —aseguraba la mujer—. Él nunca... a propósito. —Y Nora la comprendió. Recordó cómo se le había contraído el corazón ante la idea de que su padre había apaleado a Elizabeth hasta matarla; cómo se había sentado, aburrida, en la silla de la habitación de Jonah en el hospital, sintiendo que su alma se reducía al tamaño de una oblea, una delgada gragea de cartón sin sentido. Jonah la había mirado con un ojo tapado y el otro vagando sin rumbo, emborronando su rostro.

—Está fatal —murmuró febrilmente, y ella nunca sabría lo que quiso decir, aunque siempre había de parecerle una acusación. Le temblaron las manos sobre el cuerpo de su hijo, pero no sabía dónde tocarlo, ni si hacerlo.

¿Acaso percibió Jonah en el transcurso de esos primeros días que estuvo hospitalizado que una parte de ella esperaba que muriese? ¿Sabía con cuánta pasión lo habría amado su madre si en efecto hubiese muerto, que se habría convertido en una joya que ella habría atesorado en su interior? ¿Sabía que se habría sobrepuesto a su muerte con mucha más facilidad que a su supervivencia, al recordatorio constante y vivo de su fracaso como madre, como persona?

¿Quién sabía? ¿Quién sabía lo que pensaba Jonah, antes o después del incidente? Era un niño siniestro incluso de pequeño: era solemne, tenía los ojos grandes y parpadeaba lentamente. Después de que naciera Jonah, durante los pocos años en los que Nora estuvo bien, debía tranquilizar constantemente a la gente: «No, no le pasa nada malo. ¡Lo que pasa es que está ensimismado!». Era muy gracioso. Todos se reían. Cuando tenía dos años, la acompañaba en el asiento infantil del carrito del supermercado, hablando con su propia mano como si se tratase de otro niño. Era una interpretación muy linda. Hacía que su mano hablase flexionando los dedos de modo que el pliegue de la línea de la vida se abriera y se cerrara como si fuera la boca de una marioneta. La gente los miraba, sonriendo, pero también con cierto nerviosismo. La intensidad de su abstracción en el juego tenía algo enérgico y extraño, y Nora recordaba que le había cogido la mano (la mano con la que estaba hablando) y la había sujetado, apretándola con fuerza.

—Déjalo —masculló entre dientes—. Ya basta. —Y él no había protestado, sino que había mirado inexpresivamente a la mano con la que había estado hablando.

—Has matado a mi amigo —repuso, con su voz infantil, aguda y cristalina, haciendo que se le erizase el vello de la nuca. Jonah la observó con sus ojos graves e inefables, y Nora repitió:

—Déjalo. Ahora mismo. —Sabía que estaba mal, pero hundió las uñas con saña en la carne de su mano agarrotada. Si se hubiese puesto a llorar, ella lo habría cogido, lo habría abrazado, le habría acariciado el cabello y lo habría acunado contra su hombro. Le habría dicho: «Lo siento, lo siento, Jonah, mami no quería hacerte daño». Pero él se limitó a mirarla fijamente.

—¡Ay! —dijo al fin—. Me estás pellizcando. —Y entonces ella se detuvo. Aflojó su presa.

Últimamente, cuanto más pensaba en hallar una forma de morir, más la acechaban aquellos recuerdos. Cuando la puerta del cuarto de baño se abría por voluntad propia ella permanecía a la espera, expectante, y al cabo de un momento encendía un cigarrillo. Le temblaban las manos, pero lo conseguía: acercaba la llama del encendedor a la punta y aspiraba hasta que la ceniza empezaba a refulgir. Inhalaba el humo y se serenaba. No se serenaba lo bastante como para entrar en el cuarto de baño, sino que se quedaba con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando desapasionadamente al oscuro interior de la habitación. Jonah volvía a casa del trabajo en el asilo de ancianos a las siete y media. Si entraba en la casa, era probable que cesara la actividad espiritual.

Era consciente de que estaba temblando, estremeciéndose como alguien que hubiera estado expuesto al frío durante mucho tiempo. Tenía cuarenta y tres años. Solo eran las cinco de la tarde.

De tanto en tanto intentaba precisar el momento en el que había empezado a volverse loca. Los psiquiatras con los que había hablado querían discutir la muerte de su madre; querían hablar sobre lo que le había sucedido en la Casa de la señora Glass, pero ella siempre se impacientaba con aquellas conversaciones. Sí, había sido terrible perder a su madre. Sí, había sido muy traumático dar a un bebé en adopción. Pero entonces las cosas le iban muy bien. Se las había arreglado durante cinco años; hasta había sido feliz.

Entre 1966 y 1971 pasó de los dieciséis a los veintiuno sin ningún problema auténtico. Hasta podría decirse que habían sido los mejores años de su vida: después de abandonar la residencia, antes de que naciera Jonah. Resultaba sencillo desvanecerse en el mundo en aquella época, cuando el mundo estaba cambiando tan deprisa, todo se transformaba y se rehacía de nuevo. Le dieron el alta en la Casa de la señora Glass un lunes, aproximadamente una semana después de que naciera el niño, y supo que no volvería con su padre. Ya se había marchado cuando la camioneta de este se adentró en el sinuoso sendero de la Casa de la señora Glass, y cuando lo llamó desde una cabina telefónica de Omaha al cabo de unos días para decirle que se encontraba bien, había probado la marihuana por primera vez y la acompañaba su nueva amiga Maris; las dos se reían entre dientes mientras ella apretaba la boca contra el auricular.

—Aquí siempre tendrás una habitación —le dijo su padre, muy serio, y ella respondió:

—Lo sé, papá. Gracias, lo sé. —Miró a través de la pared de cristal de la cabina telefónica a un chico con una melena desgreñada de cabello castaño oscuro que se inclinaba sobre su mochila mientras esperaba para conducirlas a un lugar que conocía, una casa comunal donde podían quedarse gratis—. Voy a quedarme con una amiga una temporada —le dijo. El cristal de la cabina telefónica estaba maravillosamente frío, casi líquido, cuando lo tocó, y el chico la miró y sonrió. Al cabo de unos días, el chico y ella hicieron autostop hasta Denver; más adelante se subió a un Nash azul de 1955 con otras cuatro chicas hasta San Francisco, y después vivió una temporada en Fresno. No volvió a llamar a su padre después de aquella ocasión durante casi tres años. Le enviaba postales, cartas escuetas de una sola página cuyos márgenes estaban decorados con dibujos de flores: era feliz, no pensaba en nada, le iba muy bien.

A veces intentaba pensar en aquellos años con más precisión. En una ocasión arrancó un fajo de hojas de un cuaderno para intentar redactar una cronología. Escribió «julio de 1966» en la parte superior de la primera página, «agosto» en la siguiente y así sucesivamente. Acto seguido tomó asiento ante la mesa de la cocina frente al conjunto de hojas de papel en blanco, mientras en su mente oscilaban y se desenmarañaban una docena de delgadas hebras. Se dio cuenta de que no lograba ordenarlas. Y descubrió que no estaba segura ni siquiera de las cosas que creía recordar. Empezó a recordar, por ejemplo, que había conocido a una chica llamada Maris en la terminal de autobuses de Omaha, una chica avispada de mirada soñolienta, con el cabello trenzado, que estaba sentada junto a una mochila rebosante. Pero entonces cayó en la cuenta de que «Maris» era el nombre de la muchacha que había desaparecido de la Casa de la señora Glass un día en los albores de marzo. ¿Habrían existido dos chicas que se llamasen Maris? No le parecía probable, y sin embargo estaba segura de que la muchacha con la que se había alojado en la comuna de Omaha era Maris. Habían sido amigas... ¿durante cuánto tiempo? ¿Cuándo la había visto por última vez? ¿Qué había sido de ella? Se quedó sentada contemplando las hojas de papel en blanco.

Eso la había preocupado toda la noche. Había sentido que la acechaban mientras deambulaba por la casa a las tres de la madrugada y los espíritus ocupaban furtivamente sus puestos, como sombras que se detuvieran un instante bajo el haz de luz de una linterna. La casa estaba llena de fantasmas, y Nora se detuvo ante la cama de Jonah y dirigió la linterna hacia su rostro durmiente.

—No... no... —farfulló este, apretando los ojos y haciendo aspavientos ante la luz como si esta fuese una telaraña—. ¡Déjalo ya! Tengo que dormir. —No comprendía la gravedad de la situación.

Podía soportarlo cuando solo sucedía por las noches. Pero ahora que volvía a suceder durante el día, no estaba segura. Permanecía largo rato frente a la puerta del cuarto de baño, hasta que el cigarrillo se apagaba. Entonces regresaba a la cocina, pensando en prepararse algo para comer. Se sentiría mejor si comiese algo, pensó. Un poco de sopa, tal vez.

Encontró una lata de sopa en el armario y la puso sobre la mesa. Después descubrió un abrelatas en el cajón y lo depositó junto a la lata. Finalmente halló una cazuela y también la colocó en la mesa. Allí había tres objetos reales. No se volvió hacia el cuarto de baño, cuya puerta seguía abierta. No percibió el suave chasquido de las negras uñas de Elizabeth contra el suelo de la cocina.

—Vale —dijo—. Vale. —Se miró la palma de la mano. Cuando movió los dedos, los pliegues de las articulaciones se abrieron y se cerraron como si fueran bocas de pajaritos que gorjeaban. Era una idea terrible. ¿Por qué los pliegues que había entre sus dedos habían de recordarle a bocas? ¿Por qué una cosa debía parecerse a otra? Le vino a la cabeza una palabra de sus remotos días de escuela... ¿La escuela primaria? ¿O la secundaria?

Símil, pensó. Se emplea la palabra «parece» o «como». Mi amor parece una cereza. Sus mejillas eran tan rojas como manzanas.

Era una especie de locura, pensó, que hubiese tales ecos en todas partes. Hacían que el mundo fuese indefinido, convirtiéndolo todo en una suerte de rompecabezas cruel.

Las asas de los cajones parecían ojos.

El árbol del jardín inclinaba la cabeza como si fuese una persona orando.

La tapa de una lata de sopa parecía un rostro arrugado y sin expresión.

¿Eso significaba algo? ¿Contenía un mensaje? Recibir aquellos pensamientos (símiles, metáforas) era acercarse más al mundo espiritual. Por lo menos eso esperaba ella. Le asustaba pensar que el mundo fuera simplemente una serie de ecos, un objeto que reflejase a otro aleatoriamente, sin contenido, una serie de repeticiones inmensa, multiforme y absurda. La idea le produjo un estremecimiento, mientras observaba un cilindro gelatinoso de crema de sopa de pollo que resbalaba hasta la pequeña cazuela. Se dirigió al fregadero y llenó de agua la lata vacía, que procedió a derramar sobre la jalea temblorosa de sopa condensada. Esta se erosionó un poco. Pensaba en una boca, en sus dedos.

La pregunta, pensaba Nora, era cuándo habían empezando a torcerse las cosas. ¿Cuándo había empezado a perder el control de su mente?

En 1971, cuando nació Jonah, ella se encontraba bien. Tenía veintiún años. Habían transcurrido cinco desde el nacimiento de su primer hijo y estaba más tranquila. En ese momento vivía en Chicago con Gary Gray. Su vida era más o menos estable. Gary trabajaba en la construcción y tenían una casita en el lado oeste. Recordaba su vientre hinchado y sus dificultades para ponerse de rodillas para plantar petunias en los arriates que había junto a la pared de la casa. Recordaba que se había puesto enorme; «una ballena», se llamaba a sí misma, y así fue como se les ocurrió el nombre: como una broma.

—Me siento como una ballena —dijo, y Gary Gray había tenido una ocurrencia sobre «el pequeño Jonás» que había en su vientre. Ella había llamado a su padre para decirle que iba a tener un hijo y que probablemente se casaría. Solo lo dijo para que fuese feliz. Cuando nació, Jonah no le dolió tanto como el primero, ni mucho menos.