18

10 de octubre de 1996

Crecieron juntos en Little Bow, Dakota del Sur. Los dos hermanos, Troy y Jonah. Corrían por el patio yermo dirigiéndose a las vías férreas, empuñando palos y gritando: «¡A la carga! ¡Apresadlos!», como si fueran soldados de dibujos animados, y Troy, que era el mayor, iba en cabeza. Descargaban sus armas sobre un batallón de malezas crecidas.

Sentados ante la mesa de la cocina, dieron cuenta de los bocadillos de mortadela que les había preparado su abuelo, y bajo las sillas se hallaba la perra Elizabeth, que apoyaba el hocico en las pezuñas con aire pensativo, confiando en que cayese la comida. Troy masticó en silencio durante un rato, adusto; tenía los ojos posados sobre Jonah. En ocasiones podía ser autoritario, incluso abusón, pero Jonah sabía que Troy lo protegería.

—Deberíamos construir una fortaleza, ¿no te parece? —sugirió Troy; era un soldado que departía con su consejero sabio y barbado, y Jonah asintió.

—Sí —afirmó, y recordó el amasijo de tablones y leños de cinco por diez que su abuelo había apilado detrás del garaje. Pasaron la tarde levantando el fuerte, y cuando su madre volvió a casa los llamó desde la puerta de atrás. Estaba exhausta después de una jornada de trabajo, pero deseaba hablar con ellos. Estampó un beso en la frente de Troy y acto seguido en la de Jonah, escuchando sus relatos mientras el abuelo Joe y la perra entraban sigilosamente en la cocina desde el pequeño trastero.

Y cuando fuesen adultos serían íntimos, pensaba Jonah. Habría un afecto sereno entre ambos, aunque siguieran un rumbo distinto. Se sentarían en los bares a beber cerveza juntos. Jonah se presentaría en el umbral de Troy cargado de regalos de Navidad para Loomis; se sentarían en el capó del coche de Troy, contemplando los fuegos artificiales del Cuatro de Julio, y después quizá fuesen de acampada, a ver el monte Rushmore o la Torre del Diablo; si Jonah tenía un neumático pinchado, llamaría a Troy, naturalmente.

—Necesito ayuda —le diría, y Troy haría algún chiste irónico. Y luego respondería:

—Claro, hermano. Llego en dos minutos.

¿Estaba trillado? ¿Era un cliché?

Jonah no estaba seguro. Lo cierto era que no sabía a ciencia cierta cómo se habría sentido en otra vida, en un universo alternativo. Había visto películas y programas de televisión, había leído libros, pero apenas concebía cómo podía ser la amistad cotidiana y duradera o la fraternidad.

Hasta el momento no había tenido mucha experiencia con las relaciones. Sabía lo que era fracasar, sabía que de algún modo había echado a perder su amistad con Steve y Holiday. Sabía lo que era vivir solo y sentarse en un apartamento silencioso o en un bar. Sabía por contadas experiencias lo que era una aventura de una sola noche, el sexo anónimo. Sabía lo que era trabajar con otras personas y cómo llevarse bien con sus compañeros. Sabía cómo ser invisible, al igual que en el instituto, sin hablar con nadie, recorriendo los pasillos con la cabeza baja. Sabía cómo vivir con su madre. Pero era consciente de que eso no era mucho.

Pasaba mucho tiempo meditando sobre ello. Sentado en el suelo del salón de su caravana con las piernas cruzadas frente a la mesita de café, anotaba en una serie de tarjetas los nombres de todas las personas que había conocido. Las clasificaba en categorías diferentes: conocidos, patrones o caseros, compañeros de trabajo, amigos en potencia, parientes y amantes. Era como una partida de solitario. ¿Qué es una relación entre dos personas?, se preguntaba. ¿Cómo se adquiere? El sol penetraba entre las tablillas de los visillos. La caravana estaba repleta de abultadas polillas grises (molineras, se llamaban) que se arracimaban en las repisas de las ventanas, batiendo letárgicamente sus alas. Jonah las recogía a puñados y las depositaba en el exterior, donde aleteaban sobre la gravilla polvorienta que le hacía las veces de jardín.

Pensaba en sus numerosos fracasos. Sobre todo en los misteriosos. Por ejemplo, en una ocasión, en Chicago, había conocido a una mujer mayor, de cuarenta y tantos años, la edad de su madre. Se llamaba Marie. Era enjuta y atlética, y le hundía los dedos como si fueran estacas en la piel indemne de la espalda cuando la penetraba. Jonah estaba bastante satisfecho. Creía que estaba comprendiendo las cosas, que estaba a punto de obtener cierto discernimiento.

Marie también estuvo contenta al principio. Hablaron de libros, de Saul Bellow, al que ella había conocido en una ocasión, de música pop y de la escena local de música low-fi. Discutieron acerca de cómo el concepto de la hermosura se transformaba de una década a la siguiente. Marie le aseguró a Jonah que era lo que ella buscaba, que era mejor que hermoso; le gustaba la intensidad de sus ojos, su cabello rubio y liso, y su rostro, que le habría recordado a un muchacho de una película playera de los años sesenta.

—Pero ahora es algo completamente distinto —dictaminó, inclinándose hacia él—. No consigo identificarlo —añadió, y alargó la mano para tocarle los labios con el dedo índice.

Pero más adelante, en la oscuridad del estudio de Jonah, cambió de improviso. Jonah ignoraba lo que había sucedido. Parecía triste y molesta. Flexionó las rodillas bajo la colcha y descansó el mentón sobre ellas.

—¡Oh! —musitó, y Jonah supuso que eso significaba: «¿qué estoy haciendo aquí?», o «¿qué he hecho?».

—¿Estás bien? —le preguntó. Estaba pensando en su madre, que solía sentarse de ese modo, desnuda bajo la colcha, bebiendo vino con un vaso de plástico y leyendo libros sobre misterios inexplicables. Se le ocurrió que aquella mujer tenía un hijo que estaba gravemente herido (tal vez muerto) y que ahora estaba pensando en él—. Oye —dijo—. No te pongas triste. No pasa nada.

—Sí —repuso ella con amargura—. Sí que pasa. Pasa mucho.

De acuerdo, pensó Jonah. Probablemente lo que decía era cierto, y esperó a que continuase, pero Marie no lo hizo.

—Puedes contármelo si quieres —dijo al fin, pero ella meneó la cabeza—. A veces es bueno hablar de ello —afirmó—. ¿Se trata de tu hijo?

—¡Yo no tengo ningún hijo! —rezongó ella venenosamente, y cuando Jonah la miró había una película lacrimosa espesándose sobre sus ojos y sus pestañas.

»Joder —masculló—. ¿Tú qué eres?

Jonah guardó silencio un instante, pues no entendía del todo la pregunta.

—Solo soy una persona —respondió—. No soy nada específico. —Se sintió extraño. Sintió que los fragmentos de su existencia se desplazaban, organizándose y reorganizándose.

—¿Por qué crees que tengo un hijo? —inquirió aquella mujer que tanto se parecía a su madre. Ahora sus ojos eran grandes y suspicaces, y, cuando Jonah trató de hablar ella, se escabulló de la cama, se inclinó para recoger su ropa y la oprimió contra sus pechos y sus ingles como si Jonah se hubiera colado en su casa mientras ella estaba desnuda. Aferró la ropa mientras retrocedía hasta el cuarto de baño y cerraba la puerta.

—¿Qué pasa? —exclamó Jonah, y cuando llamó cortésmente a la puerta la oyó al otro lado, gruñendo y debatiéndose mientras se vestía—. ¿Estás bien? —preguntó. Pero ella no le respondió.

«¿Tú qué eres?», le había preguntado, y Jonah reflexionó sobre ello una vez más.

En el restaurante de Chicago no era nada. Solo un trabajador. Había pasado la mayor parte del tiempo troceando y picando verduras. Se le daba bien: podía cortar una seta en rodajas tan finas como una hoja de papel y reducir una cabeza de brócoli a diminutas florecitas en cuestión de segundos. Apenas advertía los tajos que se hacía en los dedos, y a veces eso les hacía gracia a sus compañeros, quizá porque tenía muchas cicatrices. Creía que probablemente tenía un problema nervioso, porque casi nunca experimentaba dolor, de modo que cuando se cortaba las yemas de los dedos la sangre era lo único que le indicaba que había cometido un error.

—Primo*

*-le decían—. Primo,* estás sangrando.

La mayoría de sus compañeros de trabajo en Chicago eran mexicanos o naturales de algún país latinoamericano. No le hacían ninguna pregunta. Siempre hablaban en español y después lo miraban atentamente y se reían. En algunos aspectos, pensaba Jonah, quizá fuese lo mejor. Aprendió algunas cosas. Conocía palabras como cebolla, cuchillo y cabrón,* y a veces le enseñaban frases; por ejemplo, en una ocasión le hicieron decir: «Muchas panochas en América»,* y cuando lo repitió se produjo semejante alboroto de hilaridad que adivinó que probablemente se trataba de una obscenidad. Pero cuando le preguntó a Alfonso, el cocinero de línea, lo que significaba «panocha»,* este adoptó un aire solemne.

—Significa «azúcar», primo* —afirmó—. Azúcar moreno.

¿Aquellos hombres eran sus amigos? Jonah suponía que sí. La noche siguiente a que recibiera la información de la Agencia Buscapersonas, la noche en la que había hallado a su hermano, quiso decírselo. Intentó recordar cómo se decía «hermano» en español. Hermano.* ¿Pero cómo se decía «encontrado»? ¿«Añorado»? ¿Cómo se decía «Pienso marcharme dentro de poco»?

Lo ignoraba. Les sonrió más de lo acostumbrado aquella noche, tratando de demostrarles lo que deseaba decir por medio de su expresión. Puesto que había pasado tanto tiempo con ellos, imaginaba que en cierto sentido eran íntimos, pero casi nunca estaba seguro de lo que decían. Había pensado en aprender español, pero decidió que si hablara su idioma ya no les caería tan bien.

Al parecer ninguno de ellos sentía curiosidad por sus cicatrices, aunque en una ocasión un menudo friegaplatos, un muchacho enjuto de aspecto maya con los pómulos pronunciados llamado Ernesto, las había señalado. Apretó los puños y produjo un suave chasquido con la lengua, simulando una pelea. Jonah meneó la cabeza.

—No —respondió.

Jonah le enseñó los dientes y tamborileó con los dedos sobre ellos.

—Dientes* —dijo Ernesto.

Guau -soltó Jonah, imitando a un perro—. Arf, arf.

—Perro* —dijo Ernesto.

Ernesto asintió con ademán solemne, con aparente comprensión, aunque también receloso. Alargó la mano y recorrió con el dedo la protuberancia gruesa y macilenta que surcaba el antebrazo de Jonah.

—¿Perro? * —repitió, vacilante, y Jonah asintió, un tanto azorado y jubiloso. Era la primera persona a quien le confesaba la verdad desde su llegada a Chicago, y el trance parecía sumamente peligroso. Se desabotonó la camisa y le mostró a Ernesto una parte de su pecho—. ¡Ay! —se lamentó este, y Jonah le sonrió, encogiéndose de hombros. Esperó, conteniendo la respiración, mientras Ernesto le tocaba la piel.

—El lobo* —explicó Jonah, pues sabía que así se decía «lobo» en español, y Ernesto se rió entre dientes, retrocediendo un poco—. No pasa nada —le aseguró Jonah, y Ernesto sonrió.

Sacó pecho y trazó una equis con el dedo sobre la piel desnuda de Jonah, zis, zas, como el Zorro.

Pasa nada -repitió, imitando a Jonah como si este fuese muy valiente. Jonah se dijo que quizá fuera el comienzo de una amistad.

Pero al cabo de unos días se presentó en el trabajo y descubrió que Ernesto ya no estaba allí. Cuando le preguntó al respecto, Alfonso se limitó a encogerse de hombros. Ernesto había sido asesinado, le explicó, apuñalado en una pelea frente a un bar en el barrio mexicano de la ciudad.

—¡Joder! —masculló Jonah, que experimentó nuevamente aquella sensación de velocidad—. Pero si solo era un crío, ¿no? ¿Cuántos años tenía?

—No lo sé, primo* —respondió Alfonso, y lo miró adustamente—. Los suficientes para morir, supongo —dictaminó, y le enseñó la palma de las manos. Por supuesto, Jonah no era responsable de la muerte de Ernesto, pero la forma en que lo había mirado Alfonso le dejó una pátina de culpabilidad durante el resto de la noche. Iba a marcharse. Pensó en la mujer que se había apartado de él. «¿Tú qué eres?», le había preguntado. Jonah no lo sabía.

Y ahora, ¿qué? Estaba pensando en ese momento en el patio de Troy cuando este apareció de improviso, justo cuando Jonah ahuecaba las manos para asomarse a la ventana posterior.

Al día siguiente, cuando vio a Troy, consiguió explicarse con cierta facilidad.

—Perdona lo de... ayer —dijo—. Solo había pasado porque tenía que hacerte una pregunta sobre el horario. Espero no... haberte molestado.

Y Troy se encogió de hombros.

Hmmm -murmuró, distraído—. No pasa nada.

Pero a pesar de todo resultaba inquietante. Estaba tan ensimismado, recorriendo la circunferencia de la casa de Troy, palpando los cantos de las repisas de las ventanas, fingiendo que estaba en su hogar. Era su patio, su casa, el columpio de su hijo colgado del árbol. Lo limpiaremos y quedará muy bonito, estaba pensando, y entonces se volvió para ver a Troy corriendo.

Lo primero que presintió fue que Troy se disponía a golpearlo. Durante un instante supuso que Troy se había enterado de algún modo y se imaginó que lo derribaba y lo pateaba repetidamente en el estómago y las costillas. «¿Quién te crees que eres?», rugía. «¿Tú qué eres?».

Pero en cambio Troy lo apartó de un empujón. «Tengo mucha prisa», dijo, adoptando una expresión implacable, como si Jonah fuese un extraño al que acabase de conocer, y en algunos aspectos eso fue peor que un puñetazo. Jonah se quedó un momento en el patio mientras Troy desaparecía en el interior de la casa y sintió que se disipaba, que las otras vidas que había imaginado se elevaban, tan estúpidas como globos.

No era nada. Recordó a la mujer, Marie, que le decía con el rostro contraído: «Yo no tengo ningún hijo»; recordó los ojos afables y confusos de Ernesto mientras Jonah se debatía con palabras básicas: perro... dientes...* Vio a su madre, que lo observaba quedamente, expeliendo humo por la boca, cuando lo sorprendía balbuciendo a solas, y todos los artificios de su imaginación se vinieron abajo. Sintió que se encogía.

Se vio a sí mismo como lo había hecho Troy: un desconocido extravagante, un personaje secundario, indeseado, inoportuno, que se había presentado en el patio de su compañero de trabajo sin ninguna buena razón.

«¿Qué estás haciendo aquí?», había dicho la expresión de Troy, y Jonah sintió que el peso de aquella pregunta se desplomaba sobre él. Ignoraba la respuesta.

En términos prácticos, la vida de Jonah en San Buenaventura no difería mucho de la de Chicago. La casita rodante que había encontrado en un lugar llamado campamento de Camelot presentaba un aspecto tan anodino y anónimo como el estudio que le había alquilado a la señora Orlova. Los restantes residentes, consumidos por los problemas del trabajo y la familia, por los sufrimientos mundanos de la pobreza ordinaria, le prestaban poca atención. A veces los oía cuando les gritaban a sus hijos o estaban absortos en alguna discusión amorosa, pero raras veces los veía. Se mantenía apartado: veía la televisión, leía y procuraba esclarecer mentalmente las cosas.

Ese día, cuando al fin salió de la caravana, tenía tantas ideas en la cabeza que cuando se topó con otras personas estuvo a punto de sorprenderse. Eran las dos de la tarde y se dirigía al trabajo, sin dejar de escudriñar sus tarjetas imaginarias, y se detuvo en seco cuando los vio. Se trataba de un grupo de adolescentes sentados en el capó de un viejo Mustang aparcado en el camino de gravilla que discurría entre las caravanas. Estaba justo detrás de su coche, cerrándole el paso.

Los cuatro muchachos se estaban pasando un porro. Jonah se quedó petrificado en los escalones de madera que conducían a la puerta de pantalla de su caravana mientras ellos lo observaban, departiendo en susurros. No se habría alterado tanto si no hubiesen tenido un perro: una especie de chucho membrudo. Desatado. Se encontraba a escasos metros de Jonah, con el pelaje del lomo erizado como si fuera de espinas y ladrando. Jonah mantuvo la calma mientras contemplaba al animal. No tenía fuerzas para moverse ni hablar, y hubo de hacer un esfuerzo para no retroceder hasta la caravana.

Finalmente, uno de los chicos, el mayor de los cuatro, pareció reparar en su presencia.

—Oye, tío —le dijo, como si Jonah acabase de aparecer—, ¿cómo estás?

—Bien —respondió Jonah, circunspecto. El perro no se le acercaba, pero para llegar hasta el coche Jonah tendría que aproximarse a él. En Chicago se cambiaba de acera cuando divisaba a los propietarios de mascotas que paseaban a sus perros con una correa, y sabía qué parques debía evitar.

—¿Eres nuevo aquí? —preguntó el chico, y sus seguidores sonrieron, examinando a Jonah con expectación. A los veinticinco años, su rostro seguía siendo demasiado juvenil como para ejercer autoridad alguna sobre ellos; a pesar de la cicatriz, la gente lo tomaba por un adolescente a menudo.

—Sí —dijo—. Me acabo de mudar. —Volvió a mirar al perro y el cabecilla de los muchachos siguió su mirada.

—¡Rosebud! -exclamó el chico con firmeza antes de dirigirle a Jonah una media sonrisa maliciosa—. No te preocupes —le explicó—, no muerde a menos que yo se lo diga. —Cuando dio una fuerte palmada, Jonah comprobó que la perra se sentaba, obediente, lamiéndose los labios, con las orejas enhiestas, expectante.

El muchacho se dirigió de nuevo a Jonah y asintió, complacido, como el orgulloso propietario de Rosebud. No presentaba un aspecto amenazador, exactamente. Era bajo, tenía la cara redonda y llevaba una camiseta sin mangas. Le brotaba un vello parduzco sobre el labio superior y la barbilla, aunque aún no tenía bigote ni perilla. Sus ojos parecían básicamente cordiales, aunque estaban muy drogados, y hasta podría haberle parecido afable de no haber sido por la perra.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el chico, después de haberse enfrentado un momento a Jonah, y este se aclaró la garganta.

—Jonah —contestó. Al parecer, los más jóvenes lo encontraron sumamente gracioso por alguna razón, pues se dieron codazos y rieron entre dientes, pero su líder se limitó a observar a Jonah con aparente interés.

—Gafe —dijo, y se frotó la mano en el muslo de los vaqueros antes de extenderla para estrecharle la suya—. Vivo ahí, con mi madre. —Señaló en la dirección de una serie de caravanas alargadas provistas de una pequeña extensión de hierba y coloridos ornamentos de jardín.

—Encantado de conocerte —respondió Jonah con un tono cordial, y el chico le mostró sus dientes pequeños y amarillentos. Rosebud emitió un gemido meditabundo.

—En fin —dijo Gafe, y se apoyó en el otro pie, sin dejar de sonreír. Estaba muy colocado, pensó Jonah. Lo estaban todos. Las manos de Jonah siguieron petrificadas a ambos lados de su cuerpo mientras el chico se inclinaba hacia delante con aire confidencial—. Tengo que preguntártelo, tío —dijo—. ¿Qué es eso, eh? —Y efectuó un ademán apresurado a lo largo de su propia mejilla para referirse a la cicatriz de Jonah—. ¿Qué es ese efecto de Halloween? ¿Eres un luchador?

Jonah guardó silencio un momento y los jóvenes sentados en fila en el capó del Mustang lo examinaron con curiosidad. No les tenía miedo. Las drogas los volvían torpes y Jonah estaba bastante seguro de que apenas constituían una amenaza. Durante sus años de instituto había descubierto enseguida que era más fuerte y más resistente al dolor que la mayoría de los matones. La certidumbre de que poseía la capacidad de lastimar a los demás siempre le había infundido serenidad cuando se enfrentaba a encuentros como este, y apretó fuertemente la llave del coche, dejando que el extremo afilado de esta sobresaliera entre el dedo anular y el corazón. Lo único que lo ponía nervioso era la perra.

—No soy un luchador —contestó Jonah, pero su mirada se endureció y Gafe retrocedió un corto paso. Jonah sabía muy bien cómo hacer que su expresión infundiese pavor; el problema era que pareciese normal. Extendió el pulgar deliberadamente y recorrió su voluminosa cicatriz—. No soy nada —añadió, sin apartar la mirada de Gafe mientras se dirigía cautelosamente a su coche. Rosebud no se movió, aunque profirió un gruñido grave y gutural. Jonah esperaba que no advirtiesen el acto de valentía que requería, estando la perra desatada allí sentada, descender los escalones y abrir la puerta del coche. Si no hubiera estado a punto de llegar tarde al trabajo, dudaba que lo hubiera conseguido. Bajó la ventanilla unos centímetros.

»¿Os importaría apartar el coche? —dijo serenamente, aunque el corazón le palpitaba muy deprisa—. No puedo pasar.

Y Jinx realizó una especie de reverencia formal.

—No hay problema, Jonah —le aseguró, con un destello en los ojos.

Ese día, cuando llegó al Stumble Inn, se estaba llevando a cabo el cambio de turno. Vivian estaba cocinando, Troy estaba atendiendo la barra y Crystal iba de un lado para otro ocupándose de diversas tareas livianas, preparándose para la velada. A Jonah le había sorprendido averiguar que los cuatro componían la totalidad del personal habitual. Había dos empleados más, ambos a media jornada: un tipo llamado Chuck, que también era bombero municipal y desempeñaba trabajos manuales, hacía el único turno del domingo, cuando la cocina estaba cerrada; y una anciana aparentemente alcohólica llamada Esther trabajaba en la cocina los lunes. Jonah no había conocido a ninguna de aquellas figuras periféricas. Le habían asignado cinco días de trabajo a la semana: desde las tres y media de la tarde hasta las nueve de la noche los martes, miércoles y jueves, y desde las diez hasta las dos de la madrugada los viernes y sábados; y estaba empezando a acomodarse en una rutina cotidiana en la que su existencia giraba en torno a la suerte de familia formada por Troy, Vivian y Crystal. Le encantaba la sensación del horario que se solidificaba y le molestaba que su encuentro con los adolescentes lo hubiese alterado. Se ruborizó al franquear la puerta trasera del bar, antes incluso de que Vivian dijese nada.

—Estás a punto de llegar tarde —rezongó la propietaria cuando entró Jonah, con voz grave y teñida de decepción pesimista. Lo observó como si hubiera esperado desde el principio que metiese la pata y Jonah gesticuló exasperado.

—Lo lamento —dijo. Advirtió que Crystal y Troy se volvían para mirarlo y enrojeció. Esperaba, como mínimo, parecer admirablemente responsable. Un trabajador esforzado y cumplidor. Siempre había pensado que si uno era de confianza en el trabajo podía conquistar a cualquiera, al margen del aspecto que tuviera. Se detuvo incómodo.

»Lo siento mucho —añadió, y se aclaró la garganta—. He tenido problemas con unos adolescentes. Un puñado de críos que se han cruzado en mi camino. —Esbozó una sonrisa bienhumorada, esperando que se apiadasen de él, pero ellos no parecieron comprenderlo.

»¡Estaban sentados en el camino particular, cerrándome el paso! —explicó—. Había un chico que tenía una perra grande y fea llamada Rosebud. ¡Ja! ¿Creéis que es fan de Ciudadano Kane?

Jonah consideró que era una ocurrencia bastante aguda, pero Vivian, Crystal y Troy lo miraron impasibles.

—Es una película —insistió—. Ciudadano Kane.

Vivian parpadeó adustamente.

—¿Por qué no bajas a por un cubo de hielo? —le dijo, mientras regresaba a su labor, y Jonah sintió que una carga familiar de autodesprecio se posaba sobre sus hombros. No debía contar chistes. No debía tratar de ser sociable. Se le daban mal ambas cosas, y ya debería saberlo.

El local estuvo bastante concurrido durante algún tiempo. Después de que se fuera Vivian, después de que Troy fichara y se marchase apresuradamente sin pronunciar palabra, el bar empezó a llenarse de clientes de un modo inexplicable. A través de la ventanilla de pedidos, Jonah distinguía a los clientes que entraban, apoyaban los codos en la barra y ocupaban los reservados y las mesas. Oía la voz cantarina y musical de Crystal cuando esta saludaba a la gente, charlaba con ellos y le decía: «Pedido». En su imaginación, el mundo irradiaba hacia fuera, elevándose sobre la concurrencia de parroquianos y sus conversaciones indistintas, sus cervezas y sus hamburguesas; sobre el aparcamiento y la fachada sellada con tablones de la Pista de Patinaje de Zike, sobre San Buenaventura y la expansión de pradera que lo rodeaba, sobre los puntos de los faros en las carreteras que se alejaban, el ramillete de luces distantes que representaban ciudades pequeñas como Denver, Cheyenne o Rapid City, el telón difuminado de las nubes que mantenían la atmósfera unida a la Tierra, el planeta mismo, que se encogía hasta convertirse en una elipse, y su propia existencia, que menguaba hasta ser algo subatómico.

Le ayudaba plantearse las cosas de ese modo. Confinado en la caja de la cocina, con un sucio delantal blanco, una redecilla para el pelo y unos pantalones a cuadros, con perlas de sudor que resbalaban por el elástico del gorro de papel y se le metían en los ojos, devanándose por las protuberancias de su rostro desfigurado, se sentía repugnante. Meditaba sobre la plancha caliente y las columnas de hamburguesas prefabricadas, separadas por una lámina de papel encerado; sobre los monótonos rituales de freír y sumergir puñados de jalapeños empanados rellenos de queso en una olla de aceite chisporroteante. Se avergonzaba de su cuerpo cuando se arrastraba hacia la zona de la barra, tan abatido como los empleados de la prisión, para rellenar los baldes de condimentos con rodajas de lima y de limón; se avergonzaba de sus uñas carcomidas y de sus manos mugrientas cuando estas formaban hileras de platos pegajosos, apretando un trapo en el puño, restregando cazuelas en sus ratos libres. No le parecía que estuviese empezando una nueva vida.

Y de pronto, sin previo aviso, el bar se quedó desierto. Jonah miró su reloj: eran las once en punto, y llegó a sus oídos la voz de Crystal al despedirse de alguien:

—¡Gracias por venir! —exclamó, y sus palabras se desplomaron inertes en la sala desocupada. Se produjo un momento de silencio.

Después, al cabo de un instante, Crystal se volvió a mirar a Jonah.

—Vaya —suspiró, con tono afable y satisfecho—. ¡Menuda noche! —Le sonrió. Como no había nadie más a quien brindar su afecto, pues el local estaba vacío, de repente Jonah se convirtió en su destinatario: su competente compañero, su camarada de armas. Estaba restregando la parrilla con una brasa de carbón y se asomó hacia ella, parpadeando.

—Ajá —dijo.

—Has estado fantástico —afirmó Crystal—. De verdad, me parece que la comida está empezando a labrarse una reputación gracias a ti.

Jonah bajó la cabeza como si hiciese frente a un viento intenso.

—Ajá —repitió.

—Lo digo en serio —insistió ella, y cuando Jonah volvió a levantar la vista comprobó que seguía mirándolo. Su tersa melena rubia se derramaba casi hasta los omoplatos, y era evidente que se lo cepillaba con ahínco todas las mañanas. Absorbía la luz y refulgía, y Jonah se agitó incómodo ante su brillo. Crystal era la clase de chica que imaginaba secretamente que un hombre atesoraba un mechón de su cabello, que creía posible que los ojos fuesen las ventanas del alma. Poseía una ternura manifiesta que se extendía a las flores, a los niños, a los animalitos y a los ancianos, y desde allí se transmitía al resto del mundo, a personas como el propio Jonah.

»¿Te apetece una cerveza? —le propuso—. Yo me voy a poner una. Luego podemos rematar el trabajo y largarnos.

Él titubeó.

—Claro —respondió. La observó mientras inclinaba un vaso contra el grifo y volvió a doblarse sobre la plancha, frotándola con fuerza. Levantó la vista recelosamente cuando Crystal entró en la cocina con un vaso de cerveza perfectamente tirada: un líquido dorado coronado por una suave espuma blanca.

—Relájate un minuto —le dijo, y sostuvo su mirada mientras aceptaba el vaso que le ofrecía—. ¡Pareces una bestia de carga! ¡No te he visto tomarte un respiro en toda la noche!

—Gracias —repuso Jonah. Se llevó el vaso a los labios y bebió. Crystal lo imitó, paladeando sonriente la cerveza de un modo que a Jonah le hizo pensar en un misionero que compartía una bebida exótica con un salvaje.

—¿Cómo te está tratando San Buenaventura, Jonah? —preguntó Crystal después de beber un trago sorprendentemente largo de cerveza—. ¿Te estás instalando sin dificultades?

Jonah se encogió de hombros.

—Sí —contestó—. Estoy bien.

—A pesar de los adolescentes chiflados y sus malvados perros.

—Exacto —corroboró.

Crystal apuró el resto de la cerveza de un solo trago.

—¡Ah! —gimió. Jonah la siguió con la mirada mientras se llenaba de nuevo el vaso. El suyo seguía estando casi lleno, de modo que bebió otro sorbo.

»Debe ser difícil adaptarse —continuó alegremente cuando volvió a entrar—. ¡Mudarse aquí desde Chicago! ¡Tiene que haber una gran diferencia cultural!

—Un poco —admitió Jonah, y ella volvió a sonreírle afectuosamente, como si eso fuese una gran admisión por su parte. Jonah restregó la última mancha negra de la plancha y bebió otro sorbo de cerveza.

—¿Pero te gusta esto? —inquirió Crystal.

—Sí —dijo Jonah. Titubeó y siguió bebiendo sorbos de cerveza mientras Crystal ingería un largo trago de la suya—. No está mal —añadió—. Me parece que me gusta.

—¿Sí?

—Creo que sí —afirmó, alargando la mano para apagar la freidora. Echó un vistazo a la zona de trabajo para asegurarse de que no quedaba nada sin acabar—. ¿A ti te gusta?

Ella se encogió de hombros y bebió otro sorbo; ya había terminado la mitad de la segunda cerveza.

—Supongo —respondió—. No lo sé. Si hubiera recorrido la interestatal buscando un sitio para establecerme, no sé si este habría sido mi primera elección, pero ahora estoy aquí. Cuando conoces un sitio te acostumbras a él. Me gusta mi casa.

—Eso está bien —comentó Jonah. Bebió el último trago de cerveza y Crystal extendió la mano para coger su vaso.

—¿Otra? —preguntó, y como Jonah titubeaba, le sonrió—. ¿Por qué no? —añadió, como si fingiera leerle la mente.

—No soy un gran bebedor —repuso Jonah, pero Crystal ya se estaba encaminando a la barra para rellenarle el vaso. Se volvió para mirar por encima del hombro.

—Vivian me ha contado lo de tu accidente —dijo—. Lo de tu mujer.

Fue como un golpe suave pero apabullante en el cráneo.

Sintió que enrojecía, que el calor le inundaba las mejillas y la frente. Creía recordar lo que le había contado a Vivian: «Tuve un accidente de coche. Es algo de lo que no suelo hablar. Mi esposa... Estaba embarazada, y murió». ¿Pero le había revelado algo más? Por ejemplo, ¿le había otorgado a su esposa un nombre o una historia? No estaba seguro. Había comprendido que era un error en el preciso instante en que salía de su boca. «Lo cierto es que no me gusta hablar de ello», había dicho en un intento de retractarse. «No debería haber dicho nada... Te agradecería mucho que quedara entre nosotros dos.»

Y había confiado en Vivian en ese momento. La creyó cuando ella lo miró con seriedad. «Oh, desde luego», le había asegurado. «Solo entre nosotros». Pero ahora, mientras Crystal lo miraba, sintió que el suelo que pisaba se reblandecía, que sus pies se hundían poco a poco. Sabía que tenía el rostro congestionado y comprendió que aquella historia concreta, que había relatado a resultas de un impulso, se solidificaba a su alrededor.

—Vaya —musitó con aspereza. Siguió con la mirada a Crystal mientras esta contorneaba de nuevo la barra para acceder a la zona de la cocina—. Era algo que no... yo... no quería que todos lo supieran —dijo.

—Lo sé —respondió Crystal. Esbozó una sonrisa melancólica mientras le ofrecía otro vaso de cerveza—. Lo siento —dijo—. A Vivian no se le da muy bien guardar secretos.

Jonah tragó saliva y se llevó la cerveza a los labios.

—Vaya —repitió, y la miró. Quizá fuera posible cambiar las cosas, deshacer la frívola mentira que le había contado a Vivian y sacarlo todo a la luz por fin. Se preguntó qué sucedería si le contaba la verdad: si le explicaba lo de Troy, la adopción y la Agencia Buscapersonas. Quizá ella lo ayudase. Pero no estaba seguro. A lo mejor ya se había zambullido a demasiada profundidad en la falsa persona que ella creía que era.

»¿Lo sabe todo el mundo? —preguntó con suavidad.

Ella lo miró.

—Jonah —dijo—. Vives en un pueblecito. En este sitio no se puede ser discreto.

Jonah parpadeó.

—Perdona si te he puesto triste —prosiguió suavemente Crystal—. No pasa nada si no quieres hablar de ello. La gente lo entenderá.

Mientras salía dificultosamente al aparcamiento, Jonah sintió que el peso de aquella historia se posaba sobre sus hombros: la velocidad vertiginosa de su automóvil, la rejilla del camión que se abatía sobre él y el sonido de los gritos de su esposa. Pobre Jonah, diría la gente. Retoma una vida arruinada en San Buenaventura. ¿También se habría enterado Troy? Se detuvo a contemplar el viejo Festiva, tratando de calcular de nuevo la historia de su vida. El aire era gélido y se había extendido una delicada escarcha en forma de helecho sobre el parabrisas que se transformó en rocío cuando la tocó.

Era casi la una en punto de la madrugada, pero estaba demasiado alterado para regresar a su caravana a dormir. Condujo por las calles y el clima de octubre descargó sobre él una lluvia de hojas que el viento arremolinaba. Se sentó en el capó de su coche frente a la casa de Troy, siguiendo con la mirada una taza de poliestireno que emitía una resonancia hueca al rodar por la calle, clop, clop, clop. Los cascos de un caballo fantasmal.

La casa estaba oscura y los árboles se mecían en el aire otoñal, susurrando. Troy, su hermano, estaba dormido. Troy también se encontraba triste y solo, pero era una persona real, al contrario que Jonah. Dormía, soñando con su sólida existencia. Con su esposa y su hijo. Con su empleo.

En cuanto a Jonah, inspeccionó con la linterna la tupida hierba agrisada del patio de Troy. Encontró un soldado de plástico arrodillado que empuñaba una bazuca; un árbol con una soga deshilachada suspendida de una rama como el recuerdo de una horca; una piedra de gran tamaño en medio de un lecho de flores y una pelotita de goma de brillante color naranja. Se sentía como un arqueólogo de Troy. Si los estudiaba durante el tiempo suficiente, podría coger todos esos pequeños detalles y crear algo completo.

¿Por qué no podía hacerlo por sí mismo? En comparación con la mayoría de las personas, apenas existía: no era nada, tan solo una colección de fragmentos aleatorios de historia y memoria que llevaba consigo, una serie de estados de ánimo cambiantes. Una serie de mentiras que estaba obligado a obedecer. Se estremeció: ¿qué era real en su memoria? Visualizó los temblorosos pies de su abuelo enfundados en sendos calcetines mientras el viejo estaba reclinado en las sábanas amarillentas viendo la televisión. Vio a su madre inclinándose sobre él con una linterna en las manos, murmurando con voz arrastrada a causa de las drogas. Vio al bebé, Henry, que lo contemplaba con una mirada completamente vacía. Imaginó a la perra Elizabeth, que arrimaba el hocico contra su pecho. Pero ninguna de aquellas cosas encajaba.

Cuando al fin se adentró en los caminos de gravilla del campamento Camelot eran casi las cuatro y todavía estaba tenso y enervado. Condujo despacio. Los neumáticos producían un crujido acompasado contra la gravilla y las sombras aparecían frente a los faros, al igual que los temblorosos ecos de las malezas secas, las ramas y los postes de la luz, súbitamente clavados en el medio de la carretera, que retrocedían a medida que se acercaba. Una hoja describió una espiral en su descenso y se plantó en el parabrisas frente a su rostro, como si fuera la palma de una mano apretada contra el cristal.

Jonah se sobresaltó y pisó el freno abruptamente. Más adelante, allí donde se aglomeraban las negras siluetas de una hilera de caravanas, distinguió un par de puntos rojos refulgentes que se alzaban de las sombras para dirigirse hacia él. Dos ojos que reflejaban los faros. Sintió que se le helaba el corazón. Lentamente, la figura de un perro se recortó contra la oscuridad frente al destello de los faros, acercándose furtivamente a él, ladrando, abriendo y cerrando en el aire su boca llena de dientes afilados.

La visión le inspiró pánico. Fue una reacción casi instintiva apretar a fondo el acelerador, lo más fuerte que pudo. Sintió un hormigueo, como si hubiera pequeños insectos arrastrándose sobre su piel. La perra se mantuvo impávida un instante, adoptando una especie de postura de luchador, con el pecho hinchado y la cabeza erguida. En el último segundo intentó esquivarlo, pero Jonah también viró.

Se produjo un grito, una exclamación de dolor estridente y pueril, y un ruido sordo amortiguado cuando el neumático la arrolló. Jonah pisó el freno y acto seguido introdujo la marcha atrás con los labios temblorosos, haciendo girar los neumáticos en la gravilla y derrapando. Pero su puntería fue sorprendentemente buena. El neumático posterior conectó con la cabeza del animal y Jonah percibió que el cráneo y el morro se hundían bajo el peso del coche produciendo un crujido quedo y húmedo.

Apoyó la cabeza en el volante. No estaba llorando, sino emitiendo un sonido suave, profundo y sofocado con la garganta que era casi lo mismo. Necesitó un momento para calmarse, para sentir que sus pensamientos tomaban forma tras surgir de la neblina. Y para percatarse de lo que había hecho y recordar el nombre de la perra. Se quedó sentado en silencio, contemplando el camino de gravilla iluminado frente a él, observando cómo el viento arremolinaba las hojas marchitas y los fragmentos de papel, que describían un círculo solemne al danzar.