8
Después de caerse, Hombrecito llora un rato. Va a tener un ojo amoratado («un verdadero cardenal», señala Troy) y se palpa la zona hinchada con cautela.
—Me puedo ver la mejilla —rezonga con amargura—. Y ni siquiera estoy intentando mirarla.
Descansa la cabeza en el hombro de su padre y se arrima un poco, sorbiendo por la nariz. Parece que se encuentra bien, y Troy lo ciñe por la cintura con más fuerza. Le tiemblan las manos y espera que Hombrecito no advierta su estremecimiento cuando aprieta la mano contra su espalda. Sigue oliendo el cabello de su hijo mientras recorren la acera con urgencia.
Está un poco horripilado. Recuerda su pesadilla, en la que Hombrecito se cae del árbol. ¡Y ahora, en efecto, Loomis se ha caído de un árbol!
—¿En qué estabas pensando, tío? —susurra, reprendiéndolo con afecto—. ¿Te vas a convertir en un temerario? ¿Como Evel Knievel, pero subiéndote a los árboles?
—Esos chicos me mintieron —responde Loomis con tono sombrío—. Me dijeron que había un nido de pájaro con huevos dentro y yo les creí. Me auparon hasta arriba y me caí. —Apoya el lado bueno de la cara en la camisa de Troy—. ¿Qué es Evel Knievel?
—Oh —responde Troy, distraído—. Era un motorista famoso. Hacía, ah, temeridades. —Pero no está pensando en Evel Knievel. Está pensando en los otros chicos, los que han aupado a Loomis a un árbol—. Cabrones —masculla, y la aversión que le inspiran se endurece hasta convertirse en algo parecido al odio. Scotty y Davey, mierdecillas de la escoria de caravana del barrio. ¿Cuántos años tenían? ¿Ocho o nueve? Aprovecharse de un chico de cinco años. Lo supo cuando se presentaron corriendo en la puerta de pantalla con el semblante arrebolado y los ojos centelleantes: «¡Señor Timmens! ¡Loomis se ha caído! ¡Se ha hecho daño! ¡Está llorando!», exclamaron con alegría, pensó, casi deslumbrantes a causa de la emoción. Debería haber sabido desde el principio que no podía fiarse de ellos, con sus repelentes cabezas rapadas, sus mugrientas camisetas blancas y sus deportivas de segunda mano sin calcetines. Empezaron a ir a jugar, a comerse sus patatas fritas y sus galletas buenas, y cuando se ofrecieron a llevarse a Hombrecito a casa tuvo un momento de flaqueza, pensando que sería agradable disponer de una hora para sí mismo, que podría lavar los platos y hacer la colada, cosas que había descuidado desde hacía unos días. No debería haber confiado nunca en ellos, se dice ahora, y su humor se ensombrece, y se muerde la cara interior de la mejilla. Procura idear maneras de acojonarlos. Enseñarles a meterse con su hijo. «¡Señor Timmens! ¡Loomis se ha caído! ¡Se ha hecho daño!»Joder, nunca había sentido antes esa clase de horror, mientras recorría la calle, imaginando sangre y huesos rotos. Una ambulancia.
Pero no era tan malo. Deposita a Hombrecito en una silla de cocina y levanta tres dedos.
—¿Cuántos dedos estoy levantando? —pregunta, y Hombrecito lo mira con recelo, perplejo.
—¿Tres? —contesta, y eso hace que Troy se sienta un tanto mejor. Extrae una cubitera del congelador de la nevera y la vacía sobre un trapo de cocina. Envuelve unos cubitos de hielo en el paño.
—Ya está —dice—. Póntelo en el ojo. Está frío, pero te bajará la hinchazón.
Hombrecito obedece, pero tuerce el gesto cuando apoya el fardo lleno de hielo en el ojo.
—¿Por qué me bajará la hinchazón?
—No lo sé —confiesa Troy—. Tú confía en mí. Así es.
Se desploma en una silla al otro lado de la mesa, frente a Hombrecito, y lo examina un momento. Se encuentra bien. Troy alarga la mano hasta el cenicero que descansa en el centro de la mesa, coge un porro de marihuana apagado de medio dedo de longitud y lo arroja al fregadero. Buen tiro. El porro aterriza en la pileta, donde está el triturador de basura, y Troy descansa la frente en la palma de la mano. No debería fumar hierba en pleno día, se dice, y aferra el teléfono inalámbrico, que también está en la mesa, y se lo pone en la oreja. No se oye sonido alguno. Estaba allí sentado, fumando un porro y hablando por teléfono con Ray, cuando Scotty y Davey aparecieron corriendo frente a la puerta de pantalla, y supone que en algún momento debería devolverle la llamada para que sepa que todo marcha bien.
Pero en este momento no le apetece. Desde hace algún tiempo Ray está un poco neurótico, y estaban hablando de su temor a sufrir una enfermedad mental, como el síndrome de Tourette.
—Me dan impulsos —le explicaba Ray—. ¿Sabes? Impulsos de hacer cosas malas. De repente me dan ganas de ponerme a gritar blasfemias en el supermercado. Y si estoy en un restaurante y viene la camarera por el pasillo con un montón de platos, me dan ganas de ponerle la zancadilla. Cosas terribles. Impulsos malvados. Y sabes, pienso en exhibirme delante de las viejas y mierdas de esas. Es muy inquietante.
—Ray —contestó. Había empezado a liar un porro automáticamente, sentado a la mesa, mientras sujetaba el teléfono con la mandíbula. Es natural que uno quiera colocarse cuando habla con Ray—. Ray, tío, ¿alguna vez se te ha ocurrido que no eres más que un exhibicionista? —sugiere—. Eres un estríper. Te quitas la ropa ante docenas de mujeres una semana tras otra y eso te parece, ¿qué? ¿Normal? —Aspiró una honda bocanada del extremo arrugado del cigarrillo de marihuana, y en ese preciso momento los niños se presentaron en la puerta.
Deja el teléfono. Ray tiene a otros a los que puede llamar para lamentarse. Examina nuevamente el ojo morado de Hombrecito.
—¿Cómo te sientes? —pregunta—. ¿Te encuentras bien?
—Supongo —responde Hombrecito. El contorno del ojo está amoratado y tiene mal aspecto. Al caerse del árbol se ha golpeado la cara con la corteza del tronco. Se quedó tumbado, hecho un ovillo en la hierba rala, tapándose la cara y llorando en silencio. Hombrecito es la clase de chico que se hace el muerto cuando le duele algo. No levantó la cabeza hasta que Troy irrumpió a la carrera en el patio trasero de Scotty y Davey. Joder, pensó Troy. ¿Dónde estaba su madre? No había ni rastro de ella: habían cegado las ventanas de la casa con sábanas pendidas con tachuelas y decoradas con logotipos de equipos de fútbol. Había un motor desnudo posado sobre unos bloques de cemento cerca del árbol; la hierba que lo rodeaba había muerto debido a la sombra y el aceite de motor. Podría haberse matado, se dijo Troy, tomando aliento. Intentó devolver la idea a su cerebro para que dejase de existir.
—¿Estás bien de verdad? —dice ahora Troy, y Hombrecito se encoge de hombros.
—Estoy un poco molesto —contesta.
—Esos chicos —rezonga Troy—. Lamento que te engañasen.
—No sabían de qué estaban hablando.
—Idiotas de mierda —masculla Troy.
Hombrecito frunce los labios y se aprieta el hielo contra el ojo.
—Estoy de acuerdo —dice.
De un tiempo a esta parte Troy se está cuestionando su estilo de vida, o algo parecido. Se siente vagamente culpable durante todo el día porque Hombrecito está apagado y silencioso. El pobre chico tiene un aspecto terrible. El contorno del ojo amoratado ha adquirido un tono negro amarronado; además, tiene un bulto tumefacto en la mejilla y parece muy triste.
—Me gustaría hablar con mamá —dice Loomis, y Troy enrojece.
—Lo siento, chaval —responde—. Puedes hablar conmigo, si quieres.
Pero Loomis se limita a volverse de nuevo hacia la televisión. Está muy abatido desde la caída y frunce el ceño con ademán taciturno ante programas infantiles como Barrio Sésamo, Barney o El vecindario del señor Rogers, cosas que de ordinario le habrían parecido demasiado pueriles. No obstante, se sienta a escuchar al señor Rogers cuando canta: «Nunca te caerás, nunca te caerás por el desagüe...», aferrando su vieja manta contra su rostro, acariciando el sedoso forro entre los dedos. Es un hábito de cuando era pequeño, y Troy se preocupa tanto por ello que por la tarde llama a una enfermera a la que conoce, una mujer llamada Shari que asimismo es una compradora habitual de marihuana. Le pide que repase con él los síntomas de conmoción cerebral: dolores de cabeza, mareos, confusión, náuseas, vómitos, alteraciones de la visión..., pero Loomis no presenta ninguno de ellos.
—¿Y el tínitus? —sugiere ella—. ¿Zumbido en los oídos?
Troy tapa el auricular del teléfono con la mano.
—Loomis —exclama—, ¿sientes un zumbido en los oídos?
—¿Qué? —dice Loomis. Quita el volumen de la televisión.
—¿Te zumban los oídos? —repite Troy—. ¿Oyes un zumbido o un pitido extraño?
Loomis guarda silencio un momento, escuchando con atención. Después responde:
—No, me parece que no. —Y vuelve a subir el volumen.
—Bueno —dice Shari—, no le quites el ojo de encima. Si te parece que sigue actuando de forma extraña mañana por la mañana, puede que debas ingresarlo.
—¿Sí? ¿No crees que deba llevarlo a urgencias ni nada?
—No —afirma—. Parece normal. —Y después se aclara la garganta—. ¿Y tú qué tal, Troy? Hace mucho que no hablamos.
—Estoy bien —responde Troy—. Como siempre.
—Ajá —comenta—. Bueno, hace tiempo que no voy a visitarte, tendré que hacerlo dentro de poco.
—Cuando quieras —dice Troy—. Ya me conoces. Siempre estoy en casa.
Y a continuación, después de colgar, siente el impulso de llamar a Carla. Algo en la voz de Shari, una especie de tono de «esposa», le ha recordado las conversaciones íntimas y cotidianas que mantienen los hombres y las mujeres cuando viven juntos; hasta Carla y él tuvieron momentos así, cosas normales y mundanas, y ahora se da cuenta de que los echa de menos más que al sexo.
Más adelante, después de que Hombrecito se duerma, intenta llamarla y descubre que su teléfono ha sido desconectado.
—El número que ha marcado ya no está activo —dice la voz computerizada—. Si cree que lo ha marcado por error, por favor cuelgue y marque de nuevo. Si necesita ayuda, marque el número de la operadora. —Y a continuación se repite el mismo mensaje, que Troy escucha en su totalidad.
No se trata de algo inesperado. Por supuesto que ella llamará cuando esté preparada, cuando supere la nueva crisis en la que se encuentre, pero no obstante experimenta un desasosiego singular. Se ha cortado un camino, uno de los últimos, y Troy se acurruca en el sofá, frente a la mesita de café que sostiene el teléfono, mientras bebe cerveza y salta de un canal a otro.
Se despierta abruptamente de un profundo sopor, y sueña que escucha una voz procedente de un programa infantil. Alguien parecido al señor Rogers afirma:
—No hay escapatoria para nadie, en ninguna parte.
Se asusta durante un segundo. Distingue el destello rojo del reloj digital, que indica las cuatro y trece minutos. La oscuridad presenta esa tonalidad mortecina que antecede a la mañana. Algo produce un sonido burbujeante dentro de su estómago. Puaj. Siente que anega su propia mente, borboteando sin cesar como el agua que se derrama en una bañera vacía. Tiene resaca, pero está despierto, impasible, parpadeando en la penumbra, y el mundo espiritual que estaba al alcance de su mano ahora se ha esfumado. Escucha, y tiene tínitus, una sutil vibración metálica en los oídos: no hay escapatoria para nadie, en ninguna parte.
Está pensando en la llamada telefónica que se produjo hace dos noches y que asocia de algún modo con la caída de Hombrecito del árbol y con su malestar general.
Era la típica llamada de venta por teléfono.
—¿Puedo hablar con Troy Timmens? —le preguntó el tipo, un chico acartonado y torpe que le inspiró cierta lástima, pues parecía un pésimo vendedor.
—Sí —contestó Troy—. Presente.
—¡Oh! —repuso el otro, y titubeó—. ¡Oh! —repitió. Era media tarde y Loomis estaba en la habitación contigua viendo los dibujos animados de Spiderman, que a Troy también le gustaban. Troy echó una ojeada a la televisión mientras el tipo del teléfono recuperaba la compostura: estaba leyendo las indicaciones de las tarjetas, pensó.
»¿Me dirijo a Troy Timmens? —dijo al fin.
—Soy yo.
—Oh —musitó—. Vale. —Entonces pareció tartamudear otra vez—. Bueno... señor Timmens, le... le llamo en... en representación... ¿del Instituto de la señora Glass? Y nos estamos... poniendo en contacto con las personas que fueron adoptadas mediante la Casa de la señora Glass durante los años 1965 y 1966. ¿Estoy en lo cierto al suponer... bueno, que usted es una de esas personas? ¿A quién adoptaron de la Casa de la señora Glass durante el año 1966?
—¿Quién es? —dijo Troy, y su voz se endureció un poco. No le gustaba hablar del tema de la adopción. Consideraba que era información privada, y se sintió un tanto incómodo al imaginar que aquel desconocido se hallaba en posesión de una suerte de lista, un archivo o un registro en el que figuraba su nombre. Cosas que él ignoraba—. ¿Quién es? —espetó con brusquedad, y añadió, con su tono más comedido:
—¿De qué se trata?
—Ejem -dijo el torpe—. Me llamo... David. David Smith. Y participo en un proyecto que... Un proyecto que está entrevistando a varias... a varias personas. Y bueno... ¿Estoy en lo cierto al suponer... que usted es, en efecto, el Troy Timmens que fue adoptado de la Casa de la señora Glass en julio de 1966?
Era muy pesado. Troy frunció el ceño.
—Oye, tío —dijo—, estás en lo cierto al suponer que no me apetece hablar de esto por teléfono. Tenéis que enviarme una carta o algo así. No pienso hablar con alguien que me llama por las buenas.
—¡Oh! —exclamó su interlocutor, ahora más azorado que nunca—. ¿Quiere decir que no ha recibido una carta nuestra? ¿Una carta certificada? Debería haber llegado.
—Pues yo no he recibido nada —afirmó Troy con severidad—. Así que no sé, a lo mejor os habéis equivocado de persona o lo que sea, pero tenéis que mandarme otra vez esa carta.
—Oh —respondió—. ¿Está seguro? —Su voz parecía crispada, como si de algún modo Troy hubiese herido profundamente sus sentimientos y tratase de contener el llanto. ¿Dios, cuál era el problema?—. En ese caso... ¿puedo verificar su dirección?
—Muy bien —accedió Troy—. Mira, no pretendo ser grosero. Pero este tema de la adopción es privado. No hablo de ello por teléfono con cualquier desconocido, ¿vale?
—Oh —balbució el tipo—. Por supuesto. ¡Por supuesto! Lo entendemos completamente.
Después de colgar, se sintió extrañamente inquieto. Un poco molesto, como diría Loomis. Y ahora, a las cuatro y trece minutos de la madrugada, se siente igual que entonces. Era un mal rollo que los de adopción molestasen a la gente por teléfono. Le recuerda a una historia que le contó su compañera Crystal en una ocasión. Una tarde, una pareja de ancianos se había presentado ante el umbral de su puerta. Estaban de paso, le explicaron: ahora residían en Oregón, pero antaño, cuando el anciano era niño, había vivido en San Buenaventura. Había vivido en esa misma casa, donde ahora lo hacía Crystal, y se preguntaba si les dejaría entrar a echar un vistazo.
—¡Qué raro! —terció Troy, aunque no estaba seguro de la causa de su intensa repulsión—. ¿Y les dejaste entrar? Crystal se encogió de hombros.
—Solo eran unos viejos —dijo—. Tendrían ochenta años. Me pareció muy mono que cruzaran el país en coche. Eran muy dulces.
Pero en cuanto los admitió en su casa, el anciano se puso sentimental.
—¡Qué poco ha cambiado! —exclamó—. ¡Recuerdo que me asomaba por esa ventana! —Y después, cuando accedieron al salón, rompió a llorar—. ¡Oh! —gimoteó—. Me imagino a mi madre ahí mismo, sentada en su silla. No pensaba en ella desde hace años. —Y tuvo que sentarse para sobreponerse.
—¡Uf! —farfulló Troy—. ¡Qué siniestro! —Y Crystal lo miró de un modo extraño, como si hubiera pasado por alto el sentido de la historia, o lo hubiese malinterpretado.
—La verdad es que no —repuso—. Solo me pareció... interesante. Ya sabes, lo del paso del tiempo y todo eso.
—Supongo —respondió entonces Troy. Pero ahora, al pensar en ello, «el paso del tiempo» sigue sin parecerle interesante. Es invasivo y lúgubre, y se dice que se lo dirá a los de adopción si lo vuelven a llamar. «Mirad», les explicará. «Renunciasteis a vuestros derechos sobre mí hace mucho tiempo. Firmado, sellado y entregado. En lo que a mí respecta, ese es el fin de la historia.»
Sentado a la mesa de la cocina, desvelado, lo apunta en un cuaderno de Rotas. «Firmado, sellado y entregado. Fin de la historia.» Dibuja un bocadillo de tebeo alrededor de las palabras, y después frunce el ceño, con la lengua entre los dientes, mientras bosqueja una calavera, como hacía cuando era niño. Es una calavera feliz, y Troy conecta el bocadillo con su boca sonriente. Le añade a la calavera una corbata de lazo y un sombrero de fieltro. Después arruga el papel y lo tira. Se levanta y rebusca en un cajón una pipa de cristal específica que le gusta. Extrae su alijo personal del congelador y tamiza las semillas y las ramas de un pellizco de marihuana.
No ha hecho nada malo, piensa, pero se siente una mala persona. Siente que algo es culpa suya, algo que no puede siquiera nombrar, pero que se cierne sobre su mente como si fuera un pájaro pesado en una rama, y sabría de qué se trata si tan solo pensara en ello el tiempo necesario.