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4 de junio de 1997

Al principio iba a ser un breve paseo. Iban a pasar unas horas juntos. Pero ahora Jonah no sabe cuánta distancia ha recorrido exactamente. ¿Una o dos horas? Observa el velocímetro, adelanta a otros automóviles y estos lo adelantan a su vez, pero permanece casi siempre en el carril derecho. Siente que las manos del volante y el pie del acelerador se funden con los movimientos del vehículo.

Los paisajes desfilan ante sus ojos, pero no se imprimen realmente en su cerebro, sino que se filtran a través de ellos y se escabullen por la parte posterior de su cráneo: las líneas pintadas, las indicaciones, con sus deslumbrantes rótulos de cinta reflectante, la pradera terrosa y yerma separada por cercas sin razón aparente, manojos de chabolas, y de tanto en tanto un árbol, una vaca o una tormenta. Jonah percibe la carretera de debajo como si fuera una soga tensa sobre la que circulan sus ruedas, y procura ordenar sus ideas. Cuando se adentran en Wyoming, Loomis se despierta de la siesta y descansa la mejilla en la fría ventanilla del asiento trasero.

—¿Dónde estamos ahora? —pregunta, y Jonah flexiona los dedos. Siente la masa del coche más que su propio cuerpo.

—Estamos en las afueras de un pueblo llamado Torrington —contesta—. Sigo buscando un lugar interesante que visitar.

Loomis guarda silencio, mirando hacia el exterior, abriendo y cerrando los ojos. Los viajes en coche lo agotan, asegura.

—Se me ocurre que podemos ir un rato hacia el sur —dice Jonah—. Puede que sea lo mejor.

Loomis lo considera un instante, con el semblante adusto debido a la somnolencia.

—Vale —responde.

Cuando abandonan la autopista interestatal y se internan en las carreteras secundarias es probable que apenas haya pasado el mediodía. Loomis está durmiendo de nuevo y Jonah ha adoptado la postura inconsciente de los conductores que recorren largas distancias, que asimismo es una especie de sueño, de hipnosis.

Se le ha ocurrido hace poco que oficialmente podrían considerarlo un secuestrador. Sobre todo los agentes de policía de un pueblecito como San Buenaventura. Sobre todo teniendo en cuenta cuanto le han contado sobre Judy Keene. Y está empezando a ponerse nervioso. Sigue sin parecerle que haya cometido un crimen; Loomis no está disgustado, se dice, Loomis lo ha acompañado voluntariamente. «Solo a dar un paseo, a pasar un día juntos.» Pero al mismo tiempo, mientras contempla la carretera, no puede sino preocuparse por lo que pueda estar ocurriendo en San Buenaventura. Puede que la abuela de Loomis ya se haya puesto en contacto con la policía, piensa, y se imagina una partida de búsqueda que al principio se concentrará en las inmediaciones pero más adelante describirá círculos cada vez mayores; la autoridades empezarán a informar sobre «un niño desaparecido» a los policías de otros pueblos y otros estados. Quizá esté exagerando.

De momento el propio Loomis no ha objetado nada, y puede que no haya nada que objetar. Se alegró de ver a Jonah. Jonah se había ausentado para realizar un largo viaje, pero había regresado a San Buenaventura solo para visitarlo. Para verlo por última vez.

Ni siquiera está seguro de cuándo se le ocurrió la idea de llevarse a Loomis a dar una vuelta. ¿Fue en el mismo instante en el que regresó a San Buenaventura después de su dilatada travesía? ¿Fue aquella mañana de junio, cuando se descubrió aparcando el coche de segunda mano recién adquirido en el callejón que discurría tras la casa de Judy? ¿Acaso fue cuando se presentó la oportunidad, cuando espiaba a Loomis oculto en la linde del patio de Judy Keene mientras el chico recorría la alambrada alzando piedras en busca de insectos y gusanos, con un semblante impasible y científico al inclinarse?

—Loomis —murmuró Jonah cuando este se aproximó a las sombras que proyectaba el ramaje de las lilas, y el muchacho levantó la vista, sobresaltado.

»¿Qué vas a hacer hoy? —le preguntó, mientras arrojaba otra galleta para perros al patio adyacente. Para entonces, después de haber visitado tantas veces la casa de Judy, el perro de los vecinos había llegado a conocerlo, lo consideraba otra fuente de alimento, y aunque el animal lo inquietaba, Jonah se encontraba bastante seguro. Estaba atado a un tendedero. No ladraba, como había hecho las primeras veces.

—Hola —dijo Loomis.

—Hola —respondió Jonah—. He vuelto para visitarte. Te echaba de menos.

—¿De verdad? —inquirió Loomis, con curiosidad.

—Sí, de verdad. Lamento haberme ido tanto tiempo. La verdad es que te he echado mucho de menos.

—Esto se ha puesto aburrido —dijo Loomis, y Jonah echó una ojeada a la casa. Percibía el estruendo de la televisión, un coro de personas entonando una antigua canción: «June Is Busting Out All Over». Quizá ese fuera el momento.

—¿Te gustaría que diéramos un paseíto? —propuso, sin pensar en lo que estaba haciendo—. ¿Que fuéramos de picnic o algo parecido, tal vez? Quiero hablarte de algo importante.

—Oh, ¿de veras? —dijo Loomis, y se encogió levemente de hombros—. Vale —contestó, y cuando Jonah se agachó, Loomis alzó los brazos con una suerte de caballerosa dignidad para que este aupara su cuerpo por encima de la verja.

Confiaban el uno en el otro, se dice Jonah. Parecía lo más adecuado para ambos. «Pasemos el día juntos», le había sugerido, y si Loomis se hubiese negado Jonah lo habría aceptado sin reservas.

Pero Loomis deseaba acompañarlo, piensa. Mira por el espejo retrovisor mientras Loomis exhala su aliento a modo de experimento en la ventana fría a causa de la lluvia y dibuja una ele con el dedo en la condensación. Cuando el niño levanta la vista, Jonah sonríe.

—¿Falta mucho? —pregunta Loomis.

Jonah sigue intentando formular la hipótesis en su propia mente. ¿Adónde se dirigen exactamente?

—Aún no lo sé —confiesa. Sus ojos se concentran en el coche que lo precede y aprieta los labios, reflexionando. Siente los neumáticos que ruedan sobre la autopista uniforme y la corriente de aire que se escinde ante la proa del automóvil para precipitarse a ambos lados de este en forma de gallardetes ondulantes.

Son casi las dos cuando recalan en el pueblecito de Straub, situado entre Wyoming y Colorado. Combustible y comida. Se detienen en una gasolinera que forma parte de una cadena de ámbito nacional, decorada con tonos anaranjados y amarillos chillones y desagradables. Las ventanas están adornadas con anuncios de cerveza, refrescos y cigarrillos, y las hileras de surtidores de gasolina están amparadas por un extenso toldo de aluminio de la altura suficiente para que un camión articulado descanse cómodamente debajo. Jonah sale del coche y procede a introducir la boquilla en el depósito de gasolina, apretando el gatillo de la manija, observando la superficie de los surtidores mientras los dólares, los céntimos y los litros empiezan a aumentar y los números ruedan alrededor de sus ejes como si fueran los rodillos de una máquina tragaperras. La lluvia ha cesado hace un buen rato, pero el aire huele a verdor, henchido de polen y polvo agitado.

Cuando termina de bombear, abre la puerta trasera y se asoma al interior. Loomis está despierto, pero aletargado, con los ojos todavía hinchados debido al sueño y la tapicería del asiento del coche impresa en un lado de la cara.

—¿Quieres un refresco? —pregunta Jonah, entusiasmado.

Pero Loomis le dirige una mirada solemne.

—No debo beberlos —afirma—. Son malos para los dientes.

—Oh, ¿de veras? —dice Jonah, que sigue sonriendo, esperanzado—. ¿No quieres probar ese rojo de cereza?

—No, gracias.

—Vale —dice Jonah. Siente un desaliento imperceptible—. ¿Qué te parece un zumo? O... ¿leche con chocolate, quizá?

—El zumo está bien.

—¿Y un tentempié?

—Vale.

Dentro, Jonah inspecciona los pasillos. Encuentra una bebida sucedánea de zumo en la nevera y selecciona comestibles variados: cortezas para él, patatas fritas, repostería industrial con relleno de cereza, cacahuetes, galletitas de queso cuadradas de vivo color naranja con mantequilla de cacahuete untada en el centro, pipas de girasol y caramelos. Un perrito de peluche bizco que se carcajea y exclama: «¡Hazlo otra vez!» cuando le aprietan la barriga. Un juego de ocho lápices de colores y un libro de robots para colorear.

Lo deposita todo en el mostrador y el anciano de la caja registradora lo observa con atención, mirando fijamente sus cicatrices. Jonah está acostumbrado a que lo observen con atención.

—¿Qué tal? —dice.

—No está mal —contesta el dependiente. Parece encontrarse en las fases más avanzadas del alcoholismo: está demacrado y tiene el cabello blanco amarillento manchado de nicotina y rosetas causadas por la ruptura de vasos sanguíneos en las mejillas y la nariz—. ¿Eso es todo?

—También tengo la gasolina —dice Jonah, y mira por el escaparate, observando los números de cada surtidor—. Del tres, creo. —Sigue al dependiente con la mirada, titubeante, mientras este se dispone a escanear sus compras—. Es una tontería para que se entretenga mi chico. Estoy de vacaciones con mi hijo.

—¿De veras? —comenta el viejo.

—Sí —contesta Jonah—, yo diría que sí. —Y el dependiente manosea sus adquisiciones, dándoles la vuelta lentamente para hallar los códigos de barras, pulsando los botones de la caja registradora con las yemas de los dedos, marchitas y laxas. Jonah piensa: mi esposa murió hace poco, y mi hijo y yo hemos decidido irnos de excursión una temporada. Solo para cambiar de aires, ¿sabe? Para despejarnos.

»No venía a Colorado desde que era niño —dice Jonah, mientras el dependiente restriega vigorosamente una barrita de caramelo contra el sistema electrónico que lee los precios—. Nací aquí.

—Bueno —dice el anciano—, bienvenido a casa. —Y Jonah esboza una sonrisa nerviosa, aunque el dependiente no lo está mirando.

Procura recordar lo que decía su madre de Colorado. ¿Acaso habían vivido allí juntos una vez? ¿O se trataba de algo que le había sucedido a ella antes de concebir a Jonah? Intenta recordar las diversas historias que le contaba: muchas de ellas eran falsas, sin duda. Cuando se internan nuevamente en la autopista, Jonah permite que se entrometa en su mente, la deja salir del angosto compartimento donde la relega casi todos los días. Ella deambula descalza sobre piedras grisáceas recubiertas de musgo, aferrándose delicadamente a ellas con sus largos dedos, con las uñas pintadas de rojo. Jonah procura fijarse en su expresión para adivinar lo que está pensando, pero su melena enmascara su rostro.

Creo que siempre estaremos solos, tú yo, musita, y Jonah aprieta los dientes contra la cara interior del labio. No desea continuar en esa dirección.

—¡Eh!-le dice a Loomis, que balancea suavemente las piernas sobre el borde del asiento trasero, y que ha dado un solo bocado cauteloso a una galleta de queso. El niño levanta la cabeza, enarcando las cejas con expectación.

»¿Te gustaría dormir en una tienda de campaña? —pregunta Jonah—. ¿Suena divertido?

Ni siquiera ahora está seguro de hasta dónde se propone llegar. No es un secuestrador, se dice, y hasta puede que en muchos aspectos esté haciéndole un favor a Troy. Recuerda lo que este le había dicho durante una de las interminables conversaciones que habían mantenido el invierno anterior, cuando intentaban hacerse amigos.

—Me parece que están a punto de darme por el culo —había confesado Troy—. Me parece que van a quitarme a mi hijo.

—¿Cómo iban a hacer eso? —preguntó Jonah.

—Estos abogados —dijo Troy—, le pueden hacer lo que quieran a un tipo como yo.

—¡Oh! —musitó Jonah, pero en ese momento no lo había creído. No comprendió que era cierto hasta más adelante, cuando habló con Crystal.

—Oh, Jonah —le dijo esta—, las cosas no le van muy bien a Troy. Creo que su suegra va a obtener la custodia de Loomis durante una temporada. Después incluso de que acabe la libertad condicional. ¿No es terrible?

—Sí —respondió Jonah, aferrando el auricular de la cabina telefónica, que se le antojaba un hueso en la mano. Recordó la ocasión en la que se había topado con Judy y Loomis en el supermercado y cómo ella lo obligaba a sentarse en ese incómodo asiento para niños con una humillante correa alrededor de la cintura que hacía las veces de cinturón de seguridad. Judy estaba gorda, pero no era afable; su mandíbula cuadrada poseía un aire un tanto militar, y al parecer se había enojado por algo al examinar los ingredientes de una caja de cereales Jonah nunca había visto a Loomis tan lánguido, sentado, mirándose fijamente la palma de la mano. No levantó la vista, aunque a Jonah le había gustado la idea de que sus ojos se encontraran, de que intercambiasen un guiño secreto. Recuerda lo que le había dicho Troy.

—Sé que he metido la pata —admitió—. Pero quiero a mi hijo, ¿sabes? De verdad. —Y Jonah asintió. Se imaginó a los tres dirigiéndose hacia el sur. Una playa de México. Troy y él abrirían un restaurante turístico juntos. A lo mejor podríamos marcharnos, pensó entonces, pero sabía cómo reaccionaría Troy. Aquel movimiento irónico de la ceja, aquella mueca. Como si el mundo más allá de San Buenaventura fuese un planeta de ciencia ficción.

El campamento aparece una hora y media más tarde, doce kilómetros después de que abandonen la autopista, recorriendo la ladera oriental de las montañas Rocosas: «Zona de recreo lago del Pequeño Iceberg. Propiedad y administración privada. Campin, pesca y alquiler de canoas».

—Esto parece agradable, ¿verdad? —comenta Jonah, y Loomis echa una ojeada por encima del saliente de la ventanilla, acariciando con los dedos el reborde del seguro de la puerta con expresión grave mientras recorren dando tumbos una senda sin asfaltar, angosta y descuidada, dirigiéndose hacia lo que parece ser una antigua letrina convertida en puesto de guardia.

Cuando Jonah se detiene, una adolescente con el cabello corto castaño y la barbilla prominente y devastada por el acné salir del edificio sosteniendo un sujetapapeles. Acepta quince dólares y cuando Jonah solicita un enclave «aislado» lo consulta con ademán sombrío y los encamina a la parcela 23B. Le entrega la fotocopia de un mapa trazado a mano que muestra un sinuoso laberinto de caminos surcados por cajas numeradas. Rodea con un círculo la 23B.

Según parece, el lago del Pequeño Iceberg no es un destino especialmente popular. Son las cuatro en punto de la tarde, pero hasta el momento solo hay cuatro caravanas estacionadas en las parcelas delanteras, una de ellas tan vieja y destartalada que podría estar embrujada. Sus blancos costados de aluminio están salpicados de cercos de herrumbre, y hay unas campanillas de viento suspendidas débilmente de un andrajoso toldo cercano a la puerta. Algunas ventanas están rotas; unas han sido restauradas con cinta adhesiva y plástico translúcido, y otras no han sido restauradas en absoluto y los fragmentos de vidrio siguen colgando de los contornos del marco. Más adelante hay una cabaña de madera compuesta por una serie de aseos y duchas y una cabina telefónica, y después una estela de surcos de neumáticos que conducen a la espesura de árboles de hoja perenne. Pasan junto a varios campamentos antes de llegar al 23B: dos motoristas achaparrados y barbudos con tatuajes sentados en sendos tocones frente a una pequeña hoguera; cuatro universitarios descargando un todoterreno negro abrillantado; una familia de rubios de distintos géneros y tamaños, sentada ante una mesa de picnic, comiendo sandía; un hombre y una mujer (gemelos, tal vez), ambos con el cabello trenzado, jugando con un frisbee en una zona abierta. En el extremo más alejado de la carretera hay un emplazamiento señalado con los números y las letras: «23B», y Jonah se detiene a su lado. Hay una mesita de picnic con una pata sujeta a la tierra por medio de una gruesa cadena oxidada, y una parrilla rodeada por un aro que parece ser una sección de un barril metálico serrado. El suelo pisoteado está desprovisto de hierba.

—Montaremos aquí la tienda —dice Jonah—. Después podemos encender una hoguera.

Las cosas parecen marchar bien durante un rato. Resulta interesante empalmar las largas varillas flexibles de la tienda, y Loomis disfruta el paciente proceso de ensartarlas en los ojales de tela, el esfuerzo de levantar el armazón, flexionando las varillas hasta que la envoltura de tela se templa entre ellas, y hundir en la tierra las piquetas del globo hueco de piso uniforme. Se abstrae desenrollando los sacos de dormir dentro de la estructura, complacido por el sol de media tarde que resplandece contra la membrana de tela y la abertura que se abre y se cierra con una cremallera. Eso los mantiene a ambos ocupados y activos, y después se dirigen a una tiendecita donde compran nubes de azúcar, perritos calientes y hielo.

—¿Te diviertes? —pregunta Jonah cuando vuelven a incorporarse a la carretera que conduce al lago del Pequeño Iceberg.

—Ajá —responde Loomis, pero observa a Jonah con recelo. Sostiene la bolsa de papel que contiene los comestibles en su regazo con mucha seriedad, como si llevara un icono religioso—. Jonah —dice al fin—, ¿mi abuela sabe dónde estamos?

—Claro —le asegura Jonah—. La llamé cuando entré en la gasolinera y me dijo que no pasaba nada. Dijo que se alegraba de que tuvieras unas buenas vacaciones. Que deberías relajarte y disfrutar.

—Oh —musita Loomis. Por un momento, sus ojos grises se nublan debido a la preocupación y la incertidumbre.

—Tengo que hablarte de algunas cosas importantes —añade Jonah.

—Oh —dice Loomis.

—Pero primero tenemos que buscar leña. Tenemos que encontrar suficiente leña buena y seca para mantener encendida una hoguera de campamento. ¿No te parece el mejor plan?

—Sí —admite Loomis. Se agita en el asiento mientras viajan, palpando la correa del cinturón.

Recorren la zona arbolada que se extiende tras la tienda de campaña, recogiendo maderos y secciones de maleza desprendida. Los árboles de hoja perenne descienden por una ladera hasta un riachuelo, que al parecer desemboca en el lago del Pequeño Iceberg, y los dos pasean por sus orillas al atardecer, escuchando el solapado chapoteo de las ranas que se sumergen para escapar de los atronadores pasos de los humanos. Jonah tiene los brazos cargados de madera seca y Loomis lo precede, inspeccionando los senderos. El parecido entre ambos, se dice Jonah, es suficiente para que nadie cuestione el hecho de que están emparentados. A decir verdad, piensa, sí que podrían ser padre e hijo. Loomis mira de un lado a otro y cuando distingue un leño desprendido se dirige hacia él confiadamente.

—Ese parece un buen trozo —observa Jonah.

—Yo también lo creo —dice Loomis, y se agacha para recogerlo.

Antes o después, Jonah tendrá que llamar a Troy. Estará horripilado y probablemente se enfadará, pero después comprenderá la lógica de sus actos. Aunque se hubieran separado en malos términos, aunque crea que Jonah es un embustero y un fisgón, tendrá que admitir que ha hecho una cosa muy tierna. Ha rescatado a su hijo. A pesar de todo cuanto haya ocurrido entre ambos, eso tendrá que contar mucho.

Llegarán a un entendimiento, piensa Jonah. Se lo explicará todo. Unos días, una semana, y todos se reunirán.

Todo ello se le presenta de una forma onírica, como si fuese un cuento de hadas que hubiese leído hace mucho tiempo o una película que hubiese visto de niño en El maravilloso mundo de Disney. Recuerda vagamente la escena: un muchacho y un joven haciendo acopio de astillas entre los pinos de La Ponderosa, cuya corteza semeja un rompecabezas, con una crujiente alfombra de agujas bajo sus pies, mientras la luz horada el entramado de ramas en forma de astiles lechosos. El chico y el hombre se miran dubitativamente.

—Loomis —dice Jonah. Se coloca el manojo de leña que sostiene; primero lo rodea con los brazos y luego lo sujeta contra la cadera. Por último, lo deposita en el suelo—. Escucha —prosigue—. Hay algunas cosas que quiero discutir contigo. Estaba hablando con tu abuela, y ella, bueno, decía que a lo mejor estaría bien que te quedarás conmigo algún tiempo. Es mayor, ya sabes, y me parece que necesita descansar un poquito. Ahora que no tienes clase en verano y todo eso.

—¿Que me quede contigo? —pregunta Loomis, al fin—. ¿Cuánto tiempo?

—Encendamos una hoguera —sugiere Jonah—, y después podemos hablar de eso. ¿Vale?

Hacer una fogata es divertido. A Loomis le fascina el proceso: el tronco más grande en el centro, rodeado por un tipi de leña, y las ramas y los fragmentos de corteza alrededor de la circunferencia. Dedican mucho tiempo a levantar esa estructura. Después, Jonah le entrega la caja de cerillas a Loomis.

—Suelta las cerillas en el borde, donde están las astillas, ¿vale? —dice. Le ayuda a arrastrar la cabeza de la cerilla por el rascador del canto de la cajita, pero cuando se enciende la llama Loomis se sobresalta y suelta rápidamente la cerilla como si esta hubiera tratado de morderlo.

»Está bien —lo alienta Jonah—. Es bueno ser precavido. No querrás quemarte. —Acto seguido extrae otra cerilla de la caja—. Adelante. Pero esta vez hazlo despacio, ahora que sabes lo que va a pasar.

Loomis sostiene la cerilla entre los dedos, frunciendo el ceño, mordiéndose la lengua a causa de la concentración, y le recuerda momentáneamente a Troy cuando este se inclinaba sobre un crucigrama.

—Vale —dice Jonah, y Loomis lo sorprende con un movimiento de muñeca enérgico y diestro. Se produce un siseo... y Loomis está sosteniendo la llama, atrapando el trémulo resplandor con sus ojos desorbitados y sobrecogidos. Sonríe.

»¡Perfecto! —exclama Jonah, y la pureza del placer de Loomis le produce un nudo en la garganta—. Ahora ponía en las astillas. Eso es... que ardan los trozos más pequeños. —Vacila un instante antes de descansar la palma de la mano muy levemente en el hombro de Loomis, y un estremecimiento de ternura le recorre el brazo—. Eso es —murmura. Es lo más próximo que se ha sentido nunca a otra persona.

En la película, el hombre y el chico habían subido a las montañas para mantener una conversación seria. Lo recuerda claramente. El hombre tenía barba y refulgentes ojos azules, y llevaba una camisa de franela. El chico estaba triste y malhumorado. Vieron un alce que vadeaba un arroyo. Se sentaron en torno a una pequeña fogata en la oscuridad, y el hombre tocó la armónica un rato.

Jonah piensa en esa película cuando se sientan alrededor de la fogata que han hecho juntos. Loomis está asando un perrito caliente, sosteniendo orgullosamente una rama larga y afilada sobre las llamas. Jonah musita varias notas, a modo de tentativa, y se detiene. No se le ocurre ninguna canción, la verdad.

En cambio, sus pensamientos se dirigen de nuevo hacia su madre en el funeral de su abuelo, la cordura y la sobriedad que había aparentado entonces. Se había puesto maquillaje y recogido la guedeja en una trenza tirante que descendía por su espalda. Llevaba un vestido negro y Jonah unos pantalones del mismo color, así como una camisa y una corbata de su abuelo que ella le había anudado. Recuerda el movimiento de sus dedos bajo la mandíbula y la caricia de sus enérgicos nudillos en la garganta. Su delicadeza cuando le ciñó la corbata.

Más adelante, cuando volvieron a casa, se sentaron juntos ante la mesa de la cocina y ella le habló como si fuesen iguales, como si fueran hermano y hermana, mientras bebían vino a media tarde. Alargó la mano y le tocó la mejilla.

—Tu abuelo te quería mucho, sabes —dijo. Y Jonah advirtió que se estaba formando una película acuosa en sus ojos, mientras su madre miraba por la ventana, más allá de su rostro—. Es un poco peligroso que alguien te quiera tanto. Es difícil sobreponerse a eso. No será fácil que vayas a encontrar a otra persona que te quiera con la misma intensidad.

—Lo sé —respondió Jonah, vacilante, y su madre le acarició el dorso de la mano con la yema de los dedos, exhalando un suspiro que se hincó en su corazón como un anzuelo.

—Loomis —dice al fin. El silencio se ha prolongado ya algún tiempo y la noche se cierne sobre el pequeño círculo de fuego. Jonah recuerda que el hombre de la barba de la película se apartaba la armónica de los labios y se quedaba sentado unos instantes con aire solemne, observando las motas anaranjadas que se elevaban del fuego de campamento y titilaban en la columna de humo ascendente. Y entonces recuerda de qué trataba la película. Recuerda lo que había dicho el hombre. «Hijo», había dicho. «Tengo malas noticias. Tu padre ha muerto.»

»Loomis —dice Jonah, antes de aclararse la garganta. Lo pone en práctica:

—¿Hijo?

Pero al contrario que el muchacho de la película, Loomis no levanta la cabeza. En cambio, se concentra en el animalito de peluche y lo aprieta.

Je, je, je -dice el perro—. Hazlo otra vez.

Las chispas se elevan con el humo formando pequeños remolinos sobre los troncos llameantes, y Jonah no consigue atisbar con claridad la expresión de Loomis cuando el fulgor naranja se estremece sobre su semblante. «Je, je, je», repite el perro. «Hazlo otra vez.» Y después sobreviene una pausa. «Je, je, je. Hazlo otra vez.» Jonah espera, tratando de hallar las palabras exactas. Pero Loomis sigue oprimiendo el estómago del perro una y otra vez.