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A Loomis nunca le ha dado miedo la oscuridad, pero en la espesura es más difícil ser valiente. La oscuridad sobrepasa cuanto ha experimentado jamás, de modo que procura no pensar demasiado en ello. Sostiene la linterna firmemente frente a él, simulando que el charco luminoso que arroja esta es un perro al que está paseando. Le gusta esa idea. Un perro luminoso, piensa, y se siente un tanto más seguro, aunque sea de mentira.
Se detiene un instante a mirar a sus espaldas, dirigiendo el fulgor hacia los troncos y los árboles de sombra que ha dejado atrás. La tienda de campaña se encuentra en algún punto lejano allí atrás, pero Loomis ya no puede verla, y describe un círculo a su alrededor con el charco luminoso. Ramas, agujas de pino y rocas. Una lata vacía en la que pone «Coors». Escucha atentamente el zumbido acompasado y vibrante de los insectos. Sin embargo, no oye pasos. No oye a Jonah llamándolo, de modo que se vuelve y continúa caminando, procurando no pisar nada que produzca chasquidos ni crujidos. Hay muchas personas en las cercanías, se dice (las vio cuando se dirigían a su campamento) pero ahora solo desear poner distancia entre Jonah y él. Si Jonah regresa y descubre que se ha marchado, Loomis cree que intentará atraparlo y obligarlo a dormir de nuevo en esa tienda.
Había dormido un ratito, aunque estaba disgustado, aunque había estallado en llanto y no le gustase hacerlo. Algunos niños de la guardería lagrimean por pequeñeces, y Loomis no lo aprueba. Pero esa vez no había conseguido reprimir las lágrimas: se sentía sumamente incómodo y nervioso, y cuando Jonah afirmó que había llamado por teléfono a la abuela Keene, supo que era mentira sin duda. Y después Jonah dijo que su padre estaba en la cárcel. Eso fue lo que más lo asustó.
En la escuela te enseñan que a veces los desconocidos, las malas personas, fingen ser amigos tuyos. Intentan darte drogas o meterte en su coche y hacerte prisionero. Intentan tocarte en las partes privadas, y eso es algo impropio. Si llega a suceder, te dicen, debes tratar de escapar y decírselo a un adulto en quien confíes, como por ejemplo un agente de policía o un profesor.
Loomis no sabe a ciencia cierta si Jonah es un desconocido o no. Solo está seguro de que es importante que llame a su abuela o a su padre. Se despertó con el rumor de los mapaches (había cinco o seis, husmeando furtivamente en su campamento) y cuando abrió la cremallera de la tienda, comprobó que Jonah se había marchado.
—¿Hola? —dijo, y los mapaches lo ignoraron, prosiguiendo su tarea desdeñosamente, como si supieran que Loomis era un niño y ellos eran adultos. Sostuvo la linterna con ambas manos, alumbrando el perímetro del campamento—. ¿Jonah? —musitó. Y como no hubo respuesta alguna, titubeó un momento.
Acto seguido se puso en marcha.
Ha recorrido un trecho cuando vuelve a detenerse. La arboleda es densa, se dice, y puede que transcurra mucho tiempo antes de que encuentre una casa. Piensa en los cuentos de hadas que le han contado (Hansel y Gretel, Caperucita Roja) y aunque no les tiene miedo a los lobos parlantes ni a las brujas, se pregunta si esas historias contienen algo de verdad. ¿Sigue habiendo leñadores con los que podría encontrarse? ¿O se han extinguido, como los lecheros y los zapateros remendones? Enfoca la linterna hacia la distancia ante sí, intentando columbrar una senda entre los árboles. Ahora le gustaría toparse con un leñador, piensa, y se imagina a un hombre con una pluma en el sombrero, con un arco y una aljaba de fechas colgando del hombro, silbando por un sendero. También piensa en animales, en el libro que había tomado prestado de la biblioteca: La flora y la fauna de los estados montañosos. Sabe que Colorado es el hábitat del lince, que es una especie en peligro, así como del oso negro y el puma. El puma, también conocido como cougar o león de montaña, se oculta silenciosamente entre los arbustos y a veces en los árboles cuando está cazando. Loomis recuerda la ilustración del libro, el felino leonado de ojos grandes, y la voz de su abuela al declamar: «El movimiento, sobre todo si es apresurado, desencadena el instinto depredador de los leones de la montaña», y cuando piensa en ello se detiene en seco. Proyecta el haz de la linterna sobre el ramaje de los pinos que se ciernen sobre él, sobre la cubierta tachonada de estrellas del firmamento. Aguza de nuevo el oído por si oye pasos o el sonido del resuello de Jonah. Una ráfaga de insectos pasa sobre su rostro y se posa en su cabello hasta que los ahuyenta.
Piensa mucho en sus padres. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablaron, pero piensa en ellos con frecuencia. Sueña con ellos. Parece que la abuela Keene no sabe mucho sobre su paradero. Su madre, afirma, tuvo que emprender un largo viaje hacia un lugar lejano, y su padre se metió en un lío. Recuerda a los hombres, los policías, que entraron en su casa una noche, y que trató de ocultarse bajo la cama cuando irrumpieron en las habitaciones. Recuerda al hombre que le ordenó: «Salga de debajo de la cama, señor», al tiempo que retiraba el faldón de la cama, y la recia mano que se cerró alrededor de su tobillo. «Salga de debajo de la cama, señor», bramó el agente, y cuando Loomis chilló le dispararon con una pistola. Recuerda el eco del sonido contra las paredes y que se quedó hecho un ovillo, agarrotado, mientras su cuerpo yerto se deslizaba sobre el suelo polvoriento como si fuera una fregona cuando lo sacaron a rastras.
—Oh, coño —masculló el agente—. Es un crío. —Y Loomis oyó el llanto de su padre. Su papá estaba llorando.
—No pasa nada, Loomis, no pasa nada —decía, y Loomis apretó los ojos fuertemente.
Sabía que habían arrestado a su padre (se lo había dicho su abuela) y que este se había visto obligado a ausentarse una temporada.
¡Pero no estaba en la cárcel! Como los ladrones o los asesinos. Sabía que Jonah no le estaba diciendo la verdad, pero aquella mentira fue la peor. Fue la mentira que le hizo comprender que Jonah estaba intentando engañarlo, y una combinación de miedo e indignación se enroscó en el fondo de su estómago. Quizá Jonah no fuera su tío al fin y al cabo, se dijo Loomis. No quería irse de vacaciones. No quería dormir en una tienda de campaña. Pensó en El mago de Oz, aquella terrible y espantosa película, que había jurado que nunca volvería a ver. Recordó el momento en el que la muchacha estaba encerrada en el castillo y veía a su abuela en una bola de cristal. «¡Dorothy!», gritaba la abuela. «¡Dorothy! ¿Dónde estás?» Era lo más espantoso que Loomis hubiera presenciado jamás: la pobre abuela ciega, atrapada en el interior de la bola, gimiendo quejumbrosamente; y lo recordó cuando estaba sentado junto a la hoguera con Jonah. De pronto supo con total seguridad que su abuela no sabía dónde se encontraba. Que lo estaba buscando. Entonces no consiguió reprimirse y rompió a llorar.
Se detiene mientras esos recuerdos atraviesan su mente. Entonces distingue apenas una voz a lo lejos.
—¡Looooomis! —vocifera alguien, y Loomis aferra la linterna con más fuerza.
Y a pesar de lo que sabe de los pumas, echa a correr.
Cuando Loomis irrumpe al fin en el claro, la voz se ha esfumado en la lejanía. El haz de la linterna ha estado cabeceando frente a él, saliendo despedido contra el suelo y los troncos de los árboles, trastabillando entre las hojas y las bocas tenebrosas que surgían tras estas, las siluetas que se inclinaban, se alargaban y basculaban cuando el fulgor se abatía sobre ellas, y Loomis se había desplomado varias veces al tropezarse con raíces o ramas y se había puesto de nuevo en pie para correr un poco más.
—¡Loomis! —clama la voz distante—. ¿Dónde estás?
El muchacho se detiene cuando la arboleda da paso a un campamento en el que hay una hoguera alta y refulgente y una voluminosa tienda de campaña, una suerte de estructura con dos vertientes y un toldo sustentado con varillas. Sus ocupantes están sentados junto al fuego en sendas sillas de jardín. Se trata de un hombre y una mujer; ambos son rubios y tienen el cabello trenzado y la piel tan bronceada que parece apergaminada. El hombre dormita, según parece, y la mujer sostiene los pies junto a la hoguera, soñolienta. Se pone una pequeña pipa en la boca y aspira una honda bocanada. Al cabo de un instante, una vaharada de humo larga y ensortijada emana de su boca y su nariz para remontarse en el aire.
Loomis titubea junto a un árbol, observando a la mujer mientras esta contempla la hoguera. Después sus ojos se posan sobre el muchacho. Los dos se miran, abriendo y cerrando los ojos, reflexionando, como un gato y un pájaro que se estudiaran a través del cristal de una ventana. Loomis observa a la mujer mientras esta se toca con los dedos una oreja y luego la otra, como si se propusiera ajustárselas.
—Randy —dice, y el hombre se agita, vacilante—. Abre los ojos un minuto. Me parece que estoy viendo a un niño pequeño ahí de pie.
Durante un instante, Randy no abre los ojos y Loomis no hace movimiento alguno. Quizá pueda volver a fundirse con las sombras y deslizarse detrás de un árbol, pero en cambio se queda petrificado.
—Hola —dice la mujer con un tono apacible, como el que se emplearía para dirigirse a un conejo ataviado con ropa humana. No se parece exactamente a la madre de Loomis. Ella nunca se hacía trenzas, se dice este, pero se adelanta un poco de todas formas. Sus facciones (el sesgo de los labios, la forma de pestañear, soñolienta, despreocupada y sonriente) tienen algo que le recuerda a su madre.
Quince meses han transcurrido desde la última vez que la vio (lo sabe porque ha dejado constancia de ello en su mente), y a veces teme olvidar qué aspecto tiene. Pero en este momento la recuerda con mucha claridad, y mira dubitativamente a la mujer.
—¡Hola! —responde Loomis, que sigue sosteniendo firmemente su perro linterna, haciendo que camine junto a su pierna—. Estoy intentando encontrar un teléfono —explica con tanta educación como puede—. Tengo que llamar a mi abuela para decirle dónde estoy.
Los dos intercambian una mirada, y Loomis advierte que el hombre mira a la mujer con ademán divertido, abriendo mucho los ojos. Sabe que les parece gracioso (a los adultos se lo parece a menudo), porque es bajo para su edad pero no habla como si fuera un bebé, porque emplea un vocabulario rico, porque no se comporta espasmódicamente, como algunos niños de la guardería.
—Aquí no hay ningún teléfono, chiquillo —dice el hombre llamado Randy, y sonríe—. Es un poco tarde para salir a pasear tú solo, ¿no crees?
Loomis no responde. No le cae bien ese hombre; le recuerda un poco a su tío Ray, que siempre quiere columpiarlo sobre sus hombros y pelearse con él, aunque Loomis le haya explicado que no le gusta el alboroto, que se burla de Loomis y le llama Profesorcito, como si el deseo de saber cosas del mundo fuera un chiste. Ese Randy es igual, y Loomis dirige de nuevo su atención a la mujer.
—¿Puede decirme dónde puedo encontrar un teléfono? —pregunta, esperanzado—. En este momento estoy un poco disgustado y tengo que hablar con mi abuela, de verdad.
—¿Estás disgustado? —repite la mujer, y se ríe entre dientes suavemente—. Oh, pobrecito. ¿Dónde están tus padres, cielo?
—No lo sé —dice Loomis—. Por eso tengo que llamar a mi abuela. Ahora vivo con ella y me cuida.
—Vale... —asiente la señora, dubitativamente, y vuelve a intercambiar esa mirada privada y divertida con el hombre llamado Randy—. ¿Has acampado por aquí cerca? —le pregunta, y Loomis guarda silencio. Sabe que si lo llevan de nuevo con Jonah, este les contará las mismas mentiras. No le permitirá llamar a su abuela.
»¿Crees que habrá un campamento de día por aquí cerca? —le dice a Randy—. ¿Los boy scouts o algo parecido?
—Es un fugitivo de los boy scouts -contesta Randy, prorrumpiendo en una carcajada—. Se ha dado a la fuga. Es un refugiado que se dirige hacia la libertad.
—Déjalo —lo reprende la mujer, pero Loomis comprende que Randy le hace gracia. Pero al menos es amable cuando se vuelve a mirarlo—. ¿De dónde vienes, cielo? ¿Has acampado con alguien? ¿Estás con un grupo?
—Vivo en el número 508 del paseo Foxglove, en San Buenaventura, Nebraska —dice Loomis—. Mi número de teléfono es el...
—Nombre, rango y número de serie —tercia Randy.
—Cállate, Randy —espeta la mujer, frunciendo el ceño. Se incorpora y le indica a Loomis que se acerque. Pero este no se mueve.
»Te puedes sentar aquí —le dice—. No pasa nada. ¿Cómo te llamas, cariño?
—Loomis —responde el chico, mientras se apoya en el otro pie—. Loomis Timmens.
—Loomis —repite la mujer—. Qué nombre tan interesante.
—Gracias —dice. Se adelanta un paso hacia ella y luego cambia de idea. Parece simpática, pero no se fía mucho de Randy.
—Loomis —prosigue la mujer, y el muchacho la observa con recelo cuando se pone en pie—. ¿Cómo has llegado hasta aquí, en Colorado, si tu casa está en Nebraska?
Loomis titubea. Baja la vista hasta la leal circunferencia que arroja el haz de la linterna.
—Me ha traído alguien —dice con cuidado—. Pero me parece que no le ha pedido permiso a mi abuela, y por eso quiero llamarla. Temo que esté preocupada por mí.
—¡Oh, coño! —masculla la mujer, y su rostro se ensombrece un poco.
Y entonces, en las inmediaciones, la voz de Jonah se eleva desde los árboles.
—Loooomis —grita, y Randy se incorpora, ahuecando una mano alrededor de la boca.
—¡Está aquí! —vocifera.
Loomis no sabe qué hacer cuando ve que Jonah se abre paso entre los árboles para internarse en el círculo luminoso del fuego de campamento. Piensa que quizá deba tratar de huir, pero en cambio se queda petrificado, confuso: está asustado, pero asimismo se siente extrañamente culpable ante la visión del rostro afligido y turbado de Jonah. Nunca había intentado fugarse antes, y una parte de sí mismo no puede evitar sentir que ha sido un mal chico.
—¡Loomis! —exclama Jonah, y dirige una mirada nerviosa primero al hombre y luego a la mujer—. ¡Cómo me alegro de haberte encontrado! Me tenías muy preocupado. No debes marcharte así... ¡te puedes perder! —Exhala un suspiro, y menea la cabeza con ademán divertido, dirigiéndose a Randy—. ¡Vaya! —dice—. ¡Qué alivio! Gracias por encontrarlo.
—No hay problema —responde Randy orgullosamente, como si casualmente hubiera impedido que Loomis se ahogara.
—Está un poco disgustado —explica Jonah; intenta sonreír, pero un escalofrío le sacude la cara y los hombros, de modo que la sonrisa no parece completamente auténtica—. Soy su tío, y supongo... que no me di cuenta de que se había asustado tanto. Creía que le gustaría ir de acampada, ¿sabéis? Que nos fuéramos de vacaciones. Porque, bueno, lo ha pasado muy mal. Sus padres no están y... su abuela murió hace unos días, así que...
Loomis siente que aquellas palabras le asestan golpes súbitos y deliberados, como si fueran bofetadas. Retrocede un paso, aferrando la linterna contra el pecho.
—¡Mentira! —exclama. No puede creer que alguien pueda mentir de semejante forma, y le tiembla la boca a causa de la indignación—. Tú me has traído hasta aquí —añade—. ¡Y no se lo has dicho a mi abuela! Y ella está preocupada por mí. —Se frota la cara, consciente de que todos lo están contemplando.
La mano de Jonah se estremece cuando se la lleva a la cara para palparse la cicatriz. El hombre llamado Randy enarca una ceja, dubitativo, y sus ojos pasan de Loomis a la mujer. Pero esta contempla a Loomis, como si estuviera intentando tomar una decisión.
—Está confuso —dice Jonah, pero le flaquea la voz—. Ha sufrido un trauma terrible.
—Mentira —repite Loomis, y mira a la mujer, porque sabe que esta verá en su rostro que dice la verdad. No creerá a Jonah, se dice. Lo ayudará a encontrar un teléfono. Observa cómo se le empequeñece la boca mientras reflexiona. Los bosques parecen congelarse un instante. La oscuridad desciende sobre el pequeño círculo luminoso de la fogata como una tapa sobre una caja.