32
Al principio se le antojó ridículo. Los agentes plantados en el umbral de su casa (Kevin Onken y Wallace Bean, los mismos que lo habían arrestado), apoyándose alternativamente en un pie y en otro con ademán grave, le informaron con cierto embarazo de que al parecer su hijo se había... perdido.
—¿Cómo que se ha perdido? —preguntó, y los miró perplejo. Estaban en San Buenaventura, Nebraska; no era el tipo de sitio donde un niño se pudiera perder durante mucho tiempo—. ¿Qué significa eso? —prosiguió—. ¿Quieres decir que se ha escapado? —Dirigió su mirada de un policía al otro, consciente de que lo estaban observando con suspicacia. Sopesando su reacción.
»Oh, ya lo entiendo —dijo—. ¿Creéis que está aquí? —Y los contempló con amargura. La primera imagen que le vino a la cabeza fue la de Loomis escapándose de la casa de Judy, recorriendo lentamente los jardines, los callejones y los aparcamientos de San Buenaventura, dirigiéndose a la casa de su padre. Lo encontrarían en algún punto intermedio, y durante un segundo casi se alegró. Hablaría con su abogado para decirle que aquella tutora que supuestamente estaba más cualificada que él estaba descuidando a su hijo. Se imaginó una escena en una sala de justicia, con Loomis en el estrado, explicándole al juez: «Quería alejarme de ella. Quería volver a vivir con mi padre».
Onken y Bean lo miraron adustamente.
—¿Queréis entrar y registrar la casa? —preguntó Troy, que retrocedió como para invitarlos a pasar—. Seguro que Judy Keene ha intentado insinuar que fui y... lo secuestré o algo así, pero he estado aquí todo el día. —Se levantó la pernera del pantalón—. Todavía tengo el monitor puesto, tíos. Podéis comprobar que no he salido de casa. Que yo sepa, a lo mejor está viniendo hacia aquí, pero yo no tengo la culpa de que quiera alejarse de esa mujer.
—Troy —dijo Wallace Bean, que flexionó las rodillas—. Señor Timmens —se corrigió, y cuando adoptó aquel tono formal Troy experimentó un repentino calambre en la cabeza. Advirtió el movimiento de la mandíbula de Wallace por debajo de la piel.
»Me parece que esto se está convirtiendo en una situación seria —añadió Wallace.
Se sentó en el asiento trasero del coche patrulla, con las manos en el regazo, fuertemente entrelazadas. Era ridículo, se dijo. San Buenaventura no era el tipo de sitio donde aparecieran lunáticos y se llevaran a los niños del patio trasero. Ni siquiera era un sitio donde uno pudiera alejarse tanto: una caminata de veinte minutos en cualquier dirección lo conduciría al límite del pueblo, a las colinas, los campos y las praderas que lo rodeaban durante muchos kilómetros. Cuando le dijeron que habían llevado a perros rastreadores, la atmósfera del asiento trasero del coche empezó a espesarse. No había tirador en el interior de la puerta, ni manivela para bajar la ventanilla.
—A Loomis no le gustan los perros —observó, aunque parecía irrelevante—. Se esconderá de ellos. —Miró a través de la malla metálica que lo separaba de los hombres del asiento delantero—. Mirad —dijo—, a lo mejor debería quedarse un hombre en mi casa. Probablemente se dirige hacia allí. Probablemente solo está intentando encontrar el camino de vuelta a casa.
Pero no le respondieron. Contempló sus cabezas: el corte de pelo a cepillo, los gruesos pliegues de carne que se acumulaban en la nuca de Wallace, y de pronto le vino a la memoria la horrible historia del niño que se había dado un golpe en la cabeza y había muerto de hipotermia en el congelador del sótano. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Diez años? Joshua Aiken. ¡Qué forma tan estúpida de morir! Pero Loomis era un chico listo, pensó Troy, y precavido. No se iba a caer a un pozo, ni a sufrir un atropello, ni a comer bayas venenosas ni nada.
Loomis estaba bien, se dijo. No era el tipo de chico que se deja engatusar por un desconocido hasta un coche. Troy respiraba con calma por la nariz, inspirando y espirando.
—Esto es ridículo —dijo en voz alta, sobresaltado por el recuerdo de un antiguo sueño: Loomis en la copa de un árbol, posado de un modo imposible en una delgada rama.
Y entonces pensó: ¿Jonah?
Habían transcurrido casi tres meses desde su último encuentro con Jonah. Hasta recordaba la fecha, el 18 de marzo, pues Jonah había afirmado que era su cumpleaños.
Era uno de esos días en las postrimerías de marzo, ni invierno ni primavera, como si las estaciones fueran inmutables; los días apagados se fundían, así como se mezclaban la lluvia y la nieve.
Jonah parecía un poco borracho. No se tambaleaba exactamente, pero cuando Troy lo dejó pasar a la cocina sostenía una botella de burbon y vaciló al depositarla en el centro de la mesa, como si intentara concentrarse en un objetivo concreto.
—Hola —dijo Troy. No tenía noticias suyas desde hacía semanas, y no sabía qué pensar de su aparición. Observó a Jonah mientras este se sentaba y bebía un sorbito de la botella. Sin pensar demasiado en ello, se dirigió al armario y extrajo un vaso alto. Cogió la botella, le sirvió tres dedos de burbon y depositó el vaso frente a Jonah, que lo miró parpadeando, perplejo.
—Gracias —dijo. Rodeó el vaso con los dedos, pero no se lo llevó a los labios—. ¿Sabes una cosa? —añadió, con una voz un tanto gruesa—. Es mi cumpleaños. ¿Te acordabas?
—Pues la verdad es que no —confesó Troy—. He tenido muchas cosas en la cabeza, tío. —Se aclaró la garganta y se acomodó con cautela en la silla opuesta, adoptando ambos el que había sido su antiguo puesto desde el principio—. ¿Cuántos años cumples? —preguntó—. ¿Cuántos? ¿Veintiséis?
—Has dado en el clavo —respondió Jonah con forzado entusiasmo. Cuando bebió un sorbo de licor, el sabor le produjo un escalofrío—. Veintiséis —repitió con aspereza, y tomó otro trago. Era evidente que no estaba acostumbrado a beber burbon, y Troy ignoraba si debía intervenir o dejar que las cosas siguieran su curso. Cuando Jonah dejó el vaso, una suerte de hostilidad malhumorada y melancólica emanaba de su rostro cabizbajo.
—Bueno —repuso Troy—, feliz cumpleaños, tío. Supongo que debería haberte comprado una tarjeta o algo así.
—Ja -dijo Jonah.
En retrospectiva, Troy se dijo que podía haber sido más atento, más amable. Pero estaba acostumbrado a que la gente bebiera en su presencia. Había ejercido el oficio de camarero durante buena parte de su vida, siendo el testigo profesional de los que ahogaban sus penas, y aquella etapa concreta del proceso le resultaba ciertamente familiar. Jonah estaba embriagado: en función de su grado de tolerancia y de la velocidad de su consumo de alcohol, probablemente había ingerido entre doce y veinticuatro centilitros de burbon. A su juicio, no era mucho, pero bastaba para que Jonah se encontrase ahora en la cumbre, y Troy comprendía su vacilación. En seguida perdería el control. Unos cuantos tragos más y se comprometería firmemente a cogerse una auténtica borrachera; ciertos tipos de inhibición y regulación mental se volverían elusivos: le costaría cada vez más seguir las líneas rectas de la consciencia poniendo un pie delante del otro. Según los cálculos de Troy, le restaban tres tragos de licor de ochenta grados para trascender a ese estado alterado. Vale, se dijo. Habían pasado demasiado tiempo sentados frente a frente ante la mesa, manteniendo aquellas conversaciones circulares. La situación se conectaba en su mente con las circunstancias de su libertad condicional, con los días interminables que pasaba solo en casa, con las estancias vacías y la televisión encendida de fondo. Encendió un cigarrillo y entrelazó las manos, expectante.
—Bueno, en fin —dijo Troy, y con gran cuidado sirvió un poco más de licor en el vaso de Jonah—. ¿Qué ha pasado? No sé nada de ti desde hace una temporada.
—No mucho, la verdad —respondió Jonah, y resopló pesadamente con los labios, como un caballo—. Supongo que he estado intentando comprender lo que estoy haciendo aquí.
—Ajá —dijo Troy, y le brindó una sonrisita irónica—. Qué me vas a contar.
Sintió un tenue espasmo de alarma al recordarlo, sentado en el coche patrulla. Recordó la mirada que le había dirigido Jonah, una especie de tristeza helada e interminable que no había entendido en aquel momento. Entonces recordó que Crystal le había contado (¿Cuándo? ¿En mayo?) que Jonah la había llamado a su casa, interesándose por él. Ahora se preguntaba qué le había dicho ella. ¿Le había explicado que Judy había obtenido la custodia de Loomis? Apostaba que sí.
—Wallace —dijo, dirigiéndose a la nuca de Bean, mientras atravesaban el paso subterráneo en dirección a Euclid—. Escucha —añadió. Pero entonces comprendió que sería muy complicado explicárselo.
Hay un tipo que es como mi medio hermano, se dijo, y recordó cómo Jonah se había arrellanado pesadamente en la silla de la cocina frente a él, cómo se miraron como habían hecho durante meses, mientras la turbación emanaba de ellos en oleadas tenues e invisibles. Pero ahora, sin ninguna razón aparente, Jonah parecía furioso.
—He estado pensando en marcharme del pueblo —dijo, como si eso debiera asombrar a Troy, o hacer que se sintiera culpable.
—Oh, ¿de veras? —repuso este—. No me parece una mala idea. ¿Vas a volver a Chicago?
—Probablemente no —dijo Jonah. Troy observó a Jonah mientras este se armaba de valor para rematar el fondo de güisqui tibio de su vaso—. ¿Tienes un poco de hielo? Me parece que a lo mejor me apetece un poco de hielo.
Troy se levantó sin decir palabra y se dirigió al congelador.
—Creo... creo que solo deseo viajar durante una temporada. Ni siquiera sé adónde. —Se interrumpió cuando Troy le puso tres cubitos de hielo en el vaso y lo siguió con la mirada mientras le servía otros tres dedos de burbon por encima—. No hay nada para mí en Chicago —continuó—. No sé si habrá algo para mí en alguna parte.
—Hmmm -musitó Troy. Sabía desde hacía largo tiempo que era mejor mantenerse neutral ante aquella clase de autocompasión: un buen camarero no discutía ni se apiadaba de sus clientes, sino que sencillamente los escuchaba, formulando preguntas evasivas.
Jonah anunció que a lo mejor se dirigía a Nueva Orleans, que poseía mucha historia interesante. Quizá probaría suerte en Seattle, que según había oído era una ciudad encantadora, y además, nunca había visto el océano Pacífico. Quizás Arizona. Quizá volviese de visita a Little Bow, Dakota del Sur, donde había crecido.
—Para asegurarme de que las tumbas siguen allí —apostilló—. ¡Ja!
Troy contempló indeciso a Jonah mientras este se restregaba la frente con la palma de la mano. A su juicio, estaba bastante borracho, y el peso de la cabeza resbalaba poco a poco por la superficie de la palma.
—Escucha, Jonah —intervino. Pensó por primera vez desde hacía meses en la carta que había intentado escribirle a Judy, aquella misiva patética y abyecta, inserta entre el salero y el pimentero encima de la mesa, junto a las facturas del mes. Por un momento, sopesó vagamente depositarla en las manos de Jonah y obligarlo a leerla. Esto es lo que se siente cuando estás realmente jodido, quiso decirle. Esto es lo que se siente cuando estás realmente atrapado. ¡Por lo menos tú puedes marcharte!
Pero la carta no estaba en su sitio. No lograba recordar dónde la había puesto, y su rostro se ensombreció.
—Escucha, tío —prosiguió—. No sé qué quieres de mí. Digamos que somos hermanos. Medio hermanos. Lo que sea. ¿Adónde nos lleva eso? En este momento estoy muy liado, por si no te has dado cuenta, y tú te quedas ahí parado como si te estuviera fallando o algo así. ¿Qué quieres? Solo dime lo que quieres.
Observó a Jonah mientras este agitaba el hielo de su vaso. Cabizbajo.
—No lo sé —dijo Jonah—. No creo que tenga mucha importancia. Supongo que siempre estaré solo.
—¿Qué cojones significa eso?
Y Jonah alzó la vista para dirigirle una mirada lúgubre, vidriosa y colérica que desconcertó a Troy.
—Solo es algo que solía decirme nuestra madre —le respondió acremente, y profirió una extraña carcajada—. Tú no la entiendes, sabes.
—¿Qué? —preguntó Troy.
—Oh, da lo mismo —dijo Jonah—. Me parece que la gente cree que se trata de una cuestión de genética, de educación o de una combinación de ambas cosas, pero ¿sabes una cosa? Yo creo que es aún peor. Que todo es... fortuito. Que todo se reduce al caos y a la suerte, tanto si eres... —Se aclaró la garganta—. Tanto si eres estúpido y bovino como tú, como si tienes alguna sospecha de lo ilusorio que es todo.
Troy lo miró. «Bovino.»
—No seas capullo —le espetó—. ¿Crees que a mí me han puesto las cosas fáciles? Pues no es así, créeme.
Pero Jonah le enseñó los dientes.
—Tú no lo sabes —masculló Jonah, arrastrando la mano en el aire—. No tienes ni puta idea. Tú... Tú no eres más que el niño del canasto. Ella siempre... nuestra madre siempre decía: «Ese es mi bebé», y cuando yo era pequeño siempre pensaba que se trataba de ti, pero no. Solo eran... otros bebés. Tú eras, no sé, completamente feliz en otra parte. Solo quería que cambiásemos de lugar, eso es lo que deseaba realmente, si quieres que te diga la verdad. Porque si yo hubiese tenido tu vida... si yo hubiese tenido tu vida, no la habría cagado tanto como tú. Lo habría hecho mejor, ¿sabes? ¡Tenías una ocasión estupenda y la echaste a perder! Yo solo quería... que fueras feliz. Eso es todo.
¿Qué se puede decir ante eso?, se preguntó Troy. Si hubiera un sustituto aguardando el momento de entrar en escena para ocupar tu lugar y volver a vivir tu vida, ¿había duda de que mejoraría tu actuación? Siguió aferrándose las manos mientras Jonah bebía otro trago de Jim Bean y profería un hipido al respirar.
—Escucha —intervino delicadamente Troy. No podía sino sentir lástima, no podía sino sospechar que Jonah estaba en lo cierto. Había arruinado su vida—. Jonah, mira, yo...
Pero Jonah seguía tapándose la cara con las manos. ¿Acaso estaba llorando? Se estremeció cuando Troy le tocó la espalda y lo contempló con los ojos desorbitados.
—No puedo creer que haya metido tanto la pata —murmuró, y sus facciones se contorsionaron como si Troy lo hubiese atrapado, como si finalmente, al cabo de horas de interrogatorio, hubiese quebrantado su espíritu—. Lo sabes, ¿no? —susurró—. Lo has adivinado, ¿verdad? No tenía una esposa que murió. No sufrí un accidente de coche. Nuestra madre no se casó con nadie. No soy esa persona... no soy nada.
En realidad, no supuso ninguna sorpresa. Todo cuanto sabía de Jonah pareció asentarse y solidificarse. Claro que no se había casado, pensó Troy. Claro que no había tenido la infancia ordinaria que se había inventado. Sintió que las semanas que habían pasado juntos se tensaban y adquirían peso en su mente. Claro que le había mentido desde el principio, aunque ni siquiera hubiese un motivo para ello. Tan solo el miedo, se dijo, y probablemente la vergüenza de su auténtica vida. No consiguió reunir mucha indignación ante aquella revelación. Lo único que sintió fue una especie de pena sorda y exhausta.
Eran las cuatro de la madrugada, y Jonah franqueó la puerta trasera a trompicones, dando tumbos por el jardín empapado y embarrado. Se aferró al neumático del columpio y se dobló por la cintura, expeliendo un largo chorro de vómito. Sus piernas flaquearon un instante, y se sentó sobre un cúmulo de nieve fundida.
—Jonah —dijo Troy. Se detuvo en la entrada, sin saber hasta dónde se extendían los límites de la libertad condicional. Cinco o diez metros fuera de casa. Se adentró en el patio, dejando una estela de señales electrónicas que emanaban de la tobillera. Rodeó a Jonah con los brazos, desapasionadamente, para que se pusiera en pie.
—No —susurró Jonah—. Tú ganas. Déjame en paz. —Pero Troy siguió arrastrando su cuerpo por el patio hasta la casa: «Tú ganas, tú ganas», seguía diciendo Jonah, mientras sus miembros se distendían.
Ahora, al imaginarlo de nuevo, Troy sintió que sus vidas encajaban, la suya y la de Jonah.
—Tíos —dijo a la pareja de agentes—, me parece...
Pero entonces se calló. Vio los destellos de la ambulancia estacionada frente a la casa de Judy cuando doblaron la esquina del paseo Foxglove. El personal sanitario corría por el jardín empujando una camilla, y Troy supo, a pesar de la distancia, que se trataba de ella.
—¡Oh Dios mío, Jonah, no lo hagas! —susurró, pero solo oía los murmullos de Jonah.
Tú ganas.
Tú ganas.