35
Troy se despierta ante una claridad grisácea que puede anunciar el alba, el ocaso o el mediodía, en una jornada nubosa y mortecina que perfila el contorno de los visillos de la ventana. Se incorpora. Hoy es el duodécimo cumpleaños de Hombrecito, piensa, y aunque sabe que eso es un hecho sufre una momentánea incertidumbre, una ráfaga de tiempo a la deriva propia de Rip van Winkle,
Abre los visillos para contemplar la fina nevada y supone que probablemente sea el final de la mañana o el principio de la tarde. Se acostó muy tarde, y recorre el pasillo con pasos sigilosos y adormilados para asomarse al dormitorio de Loomis. Loomis (Loo, como se hace llamar ahora) ya se ha marchado a la escuela, claro. Los días en los que debía zarandearle suavemente los hombros para que se despertara, envolverle la comida y prepararle el desayuno terminaron hace mucho tiempo, y aunque nunca le había entusiasmado levantarse de la cama después de una larga noche en el trabajo, lo cierto es que añora un poco ese ritual matutino. En la actualidad, Loo parece un compañero de piso atento. Se pone su propio despertador y se levanta mucho antes de que Troy sea siquiera consciente de la mañana, y casi siempre está durmiendo cuando su padre vuelve a casa por la noche, después de dejar los deberes ordenados sobre la mesa de la cocina, lavar los platos, sacar la ropa de la secadora y doblarla. Troy se pone nervioso cuando imagina que Loomis crece, se marcha de casa y se aleja.
Se mira en el espejo del cuarto de baño. Aunque solo tiene treinta y seis años, su cabello oscuro ya ha empezado a exhibir vetas grises.
No lo enloquece el paso del tiempo. Sabe que a los treinta y seis uno no es viejo, pero un lapso de cinco o diez años se le antoja más breve que antes. Ahora Loomis asiste a la escuela secundaria, y dentro de diez años se habrá graduado en la universidad. Uno debe hacer que el tiempo sea precioso, se dice, y le complace comprobar que Loomis ha abierto los regalos que le dejó en la mesa de la cocina la noche anterior: algunos libros, camisas y pantalones, un reloj nuevo y un ordenador portátil (se había visto obligado a realizar algunas piruetas financieras para adquirirlo); y sonríe al imaginar su expresión al desenvolverlo.
Cuando abre la puerta principal para coger el periódico ve que ya ha recibido el correo. Se percata nuevamente de ese escalofrío intemporal, de la sensación de hallarse a la deriva. Podría tener veinticinco años o cincuenta. Podría despertarse y descubrir que en realidad Loomis desapareció para siempre hace mucho tiempo, sin dejar otra cosa que una imagen envejecida por ordenador impresa en una tarjeta que anuncia niños desaparecidos. Podría despertar y descubrir que solo tiene doce años y oír la puerta del frigorífico en la habitación contigua y el siseo del gas cuando su padre destapa una cerveza matutina. Apenas hay nieve en el suelo cuando alarga la mano a través de la puerta y la sumerge en el buzón. 18 de diciembre de 2002, se dice. Ahí es donde me encuentro.
Y las fechas de las cartas se lo confirman. Aquí, mira: varias facturas, un poco de propaganda y una felicitación de Navidad. Observa la dirección del remitente y después contempla la huella que ha dejado su pie descalzo en la nieve espolvoreada en el umbral.
Ha recorrido la mitad del salón cuando una voz exclama a sus espaldas:
—¡Troy!
Sigue estando tan soñoliento y ensimismado que sufre un tremendo sobresalto. Gira en redondo, levantando instintivamente las manos para protegerse el rostro, esperando a medias... ¿qué? ¿Un intruso? ¿Un ataque? Sus ojos inspeccionan la estancia rápidamente hasta que determina el origen de la voz: se trata de Ray, que está sentado en el suelo detrás de la televisión, con las piernas cruzadas.
—¡Joder! —masculla Troy—. ¿Qué estás haciendo en mi casa?
—¡Hola, Señor Zombi! —dice Ray, y Troy se distiende poco a poco. Ray está instalando una consola de videojuegos, pulsando los botones del mando—. Estás muy ido, ¿lo sabías? Cuando te he saludado has pasado de largo como si estuvieras sonámbulo. ¿Qué pasa, hombre? ¿Por fin has decidido volver a fumar hierba?
Troy frunce el ceño.
—No —responde, mientras dobla por la mitad la tarjeta navideña y se la mete en el bolsillo—. Es que me acabo de levantar.
—¿Que te acabas de levantar? —exclama Ray—. Pero si es la una de la tarde, tío. ¿Qué estuviste haciendo anoche?
—Nada —dice Troy. Se apoya alternativamente en un pie y en otro mientras Ray oprime nerviosamente varios botones. La pantalla cobra vida. Se produce un estallido de música heroica y un locutor de lucha libre empieza a vociferar.
—¡Coño! —musita Ray—. Mira esto. Es la hostia. Es lo más realista que he visto en mi vida.
—Ray —dice Troy—, ¿qué crees que estás haciendo? —Pero Ray no levanta la vista. Sus ojos se concentran en la pantalla cuando da comienzo una partida.
—Es un regalo —explica—. Y no necesariamente para ti, amigo mío. —Troy observa a Ray mientras este se dispone a fintar y a retroceder imitando a los luchadores que está controlando en la pantalla y su rostro se endurece a medida que se encona la acción computerizada.
—No hacía falta. Es un cacharro muy caro —replica, pero Ray no aparta la mirada.
Se limita a encogerse de hombros. No ha cambiado tanto desde que era un adolescente. Ahora se afeita la cabeza y tiene una sombra de barba en el mentón, pero su disposición sigue siendo la misma, y hasta su cuerpo sigue siendo tan musculado y apuesto como cuando era estríper. No se ha casado nunca, ni siquiera ha tenido un noviazgo serio. Cuando lo mira, le cuesta creer que ahora sea un empresario respetable, miembro de la Asociación de Comercio de San Buenaventura y del Club Rotary local.
—Mira —dice Ray—, en todo caso, no lo he comprado para ti, así que no te preocupes. —Levanta la vista brevemente, dubitativo, y sus ojos se encuentran. Una miríada de cosas.
Últimamente se han producido algunas situaciones violentas entre ellos. Se han dirigido palabras destempladas varias veces a propósito de la economía del Stumble Inn, y Ray le ha recordado que es, básicamente, su empleado.
—Tú eres el director —solía decir cuando le compró el bar a Vivian—. En lo que a mí respecta, tú regentas el local. Tus decisiones son las mías. —Y así había sido casi siempre, pero al mismo tiempo siempre quedaba claro que Ray era el propietario del bar. Ya era el dueño de cuatro bares y una licorería en San Buenaventura y los pueblos circundantes. Era un empresario local. Nunca habían sacado a colación hasta qué punto era más rico que Troy. Jamás se había hecho mención alguna del maletín repleto de drogas que había sido el origen de su buena suerte. Era evidente que era mucho más astuto con sus ingresos de lo que lo había sido nunca Troy.
Pero aunque habían pasado muchos años, la vida social de este continuaba girando en torno a Ray y a Loomis: un concierto de rock en Denver, un recital de la banda de la escuela primaria en el auditorio de hojalata o una cita doble en un restaurante en la que Ray y su acompañante hacían manitas por debajo de la mesa mientras Loo hablaba de especies de pájaros con la mujer con la que debía alternar su padre.
Troy contempla el recuadro con las palabras «Game over» que se superpone en la pantalla de televisión y Ray le dedica una sonrisa mansa.
—Siéntate —dice—. Te desafío a una batalla, tío.
Es probable que Troy piense demasiado en el pasado. Se distrae con cosas que debería haber superado hace largo tiempo: pensando en personas como Lisa Fix, su antigua agente de libertad condicional, con la que salió durante un par de años después de su puesta en libertad, hasta que ella abandonó el pueblo en pos de un empleo en Denver; o Vivian, que sigue sentándose con ademán majestuoso en el mismo taburete de la barra noche tras noche, de lunes a jueves, desde que se jubiló. Se imagina los reproches de su primo: «¿Para qué piensas en esas cosas?», le diría. «¿Cuántos años han pasado? ¿Diez?». Lo cierto es que sigue pensando en aquellas personas casi cada día: Judy Keene. Carla. Terry Shoopman. Jonah.
Levanta la cabeza. ¡Patada! ¡Puñetazo! ¡Finta! Un par de horas después, cuando Loomis vuelve a casa, Ray y él siguen allí sentados, y Troy no ha ganado ni una sola partida.
Ray es el primero en percatarse de su aparición.
—¡Eh, cumpleañero! —exclama Ray, extendiendo las manos dramáticamente hacia la pantalla de televisión—. ¡Mira! —dice, y Troy sonríe mansamente, contemplando el rostro de su hijo desde su puesto en el suelo, como si Loomis fuera un adulto y él un niño pequeño.
—Hola —responde Loomis, y sus ojos se posan delicadamente sobre Troy (como si le preguntara: «¿Estás bien, papá?») antes de dedicarle a Ray una sonrisa cortés—. ¡Oh, Dios mío! —dice—. Tío Ray, es muy guay. Muchas gracias.
—¡Solo has de recordar que es para ti y no para tu padre! —dice Ray—. Ha estado aquí sentado jugando toda la tarde. No consigo apartarle de este trasto.
—Ajá —dice Loomis. Es reservado, como siempre, un tanto distante; sigue siendo bajo para su edad, aunque sus hombros se están ensanchando y la línea de la mandíbula empieza a cuadrarse para convertirse en la de un hombre. Espera en el límite del salón cuando Troy se levanta. Permite que lo abrace, le aparte el flequillo desordenado de la frente y le estampe un beso en ella.
—¡Feliz cumpleaños! —dice Troy con voz áspera, y Loomis acepta la intensidad del afecto de su padre con silenciosa dignidad. Gruñe un poco, resollando afablemente cuando Troy lo estrecha fuertemente entre sus brazos—. Te quiero, hijo —le susurra al oído—. Te quiero mucho.
Cuando Ray se marcha, la calma se apodera nuevamente de la casa. Se sientan ante la mesa de la cocina mientras comen tarta y helado, sintiéndose cómodos en la compañía del otro. Felices, se dice Troy. Se ha esforzado para ser un buen padre, y sabe que Loomis ha puesto empeño en ser un buen hijo. Tienen una sólida vida en común, piensa, aunque le habría gustado que hubiesen compartido más momentos especiales, además de las rutinas del trabajo y de la escuela, además de los rituales de ver juntos la televisión y recorrer las colinas más allá de la casa. No discuten. Según parece, comparten su existencia sin dificultades.
Sin embargo, cuando se sientan ante la mesa, Troy no puede sino desear que hubiera más tiempo. Piensa en todas las vacaciones de las que han hablado y que han planeado hacer (visitar Washington D. C, Irlanda o Sudamérica) y que nunca se han podido permitir. Recuerda que en una ocasión le dijo a Loomis que estaba pensando en apuntarse a cursos universitarios por correspondencia, y Loomis se emocionó sobremanera.
—Deberíamos mudarnos a un sitio donde hubiera universidad —dijo—. A mí no me importaría mudarme.
—Bueno —replicó Troy—, habrá que tener en cuenta el tema del dinero. No puedo dejar mi empleo por las buenas, ¿no?
Y Loomis se encogió de hombros. Troy se percató de su desaliento.
—Supongo que no —admitió Loomis, y Troy comprendió que se había equivocado, que había acariciado la arista de una existencia distinta en la fantasía de su hijo.
—Sabes, Loo —dijo entonces—, me parece que es un poco tarde para convertirme en otra persona.
Y aunque Loomis solo tenía diez años entonces, adoptó una expresión enojada.
—¿Por qué has de ser una persona distinta para ir a la universidad? —le preguntó—. ¿No te parece que sería divertido?
—Sí —asintió Troy—. Claro. —Y rehuyó la mirada de Loomis. En aquel momento su relación empezó a cambiar, se dijo. Loomis empezó a preocuparse por él.
Empezó a interesarse por las novias de su padre. De repente, se acordó de Lisa Fix, de sus desayunos con tortitas y de su adusta ayuda con los problemas de matemáticas de la escuela primaria.
—¿Qué le ha pasado? —inquirió Loomis, y adoptó un repentino interés en sus acompañantes, aunque no surgiera ninguna seria.
»¿Crees que volverás a casarte alguna vez? —le preguntó una vez, afectando desinterés, pero la cuestión lo había desconcertado.
—Lo dudo —respondió, como si se tratase de una broma—. ¿Con quién iba a casarme?
—No lo sé —dijo Loomis—. Con una de esas con las que sales, a lo mejor.
—¿Hay alguna que te guste en particular? Tú dame un nombre y yo me declaro.
—¡Oh, claro! —rezongó Loomis, al que nunca le habían gustado las burlas. Arqueó una ceja hacia abajo con gesto grave—. ¿Y Lisa Fix? Ella quería casarse contigo, ¿verdad?
—Ja -dijo Troy—. ¿Te lo dijo ella?
—No —reconoció Loomis—. Es que pensaba... estuvisteis juntos mucho tiempo.
—Supongo que sí. Y nos gustábamos mucho. Pero ya sabes, me parece que a Lisa Fix le interesaba encontrar a un hombre que fuera un poco más ambicioso que yo. —Reflexionó un instante, mirándolo atentamente a los ojos—. ¿Adónde quieres llegar, tío? —preguntó, mientras le acariciaba el cabello de la nuca—. Supongo que añoras tener una madre.
—La verdad es que no —repuso Loomis.
—¿Alguna vez piensas en tu madre? Ya sé que no hablamos mucho de eso, y...
—No lo sé —admitió Loomis—. No exactamente.
—¡Oh! —dijo Troy. No creía que fuese cierto, pero ¿qué podía decir? Habían pasado más de siete años desde la última vez que hablaran con ella, y todavía no había dado señales de vida. ¿Serviría de algo decirle a Loomis que estaba convencido de que aún estaba viva, de que estaba en algún sitio, de que tenía una nueva vida? ¿Serviría de algo decirle que sigue esperando en parte que suene el teléfono un año de estos?
»Ya sabes que puedes hablarme de ello si quieres —dijo, y Loomis se miró los dedos—. Bueno, es tu madre. Tienes que pensar en ella de vez en cuando, ¿no?
—Supongo que sí —confesó Loomis—. No la recuerdo muy bien. Además —añadió cortésmente—, tampoco es que quiera que venga a vivir con nosotros ni nada. —Y se interrumpió un momento, sopesando sus palabras—. Es que pensaba que te haría bien casarte. Solo quiero que seas feliz, eso es todo.
Y Troy sonrió, aunque la mirada seria y meditabunda de Loomis le hería el corazón.
—Soy feliz, hijo —susurró—. Soy un hombre muy feliz.
Piensa de nuevo en todo eso al mirar a Loomis, que remueve el helado hasta convenirlo en crema. Mantienen una buena relación, piensa. Se quieren. A Loomis le va muy bien en la escuela. Parece satisfecho.
—En fin —comenta Troy al cabo de un instante—. ¿Cómo te ha ido el día?
—Bien —responde Loomis—. ¿Y a ti?
—Normal —dice Troy—. Dormí hasta la una de la tarde y luego apareció Ray, así que... —Se reclina en su asiento, y entonces recuerda la felicitación de Navidad que continúa doblada en el bolsillo delantero de sus pantalones vaqueros. Apoya la mano sobre ella—. En realidad —añade—, sí que ha pasado una cosa. —Sonríe torpemente y extrae el sobre un tanto arrugado—. Parece que tenemos una carta.
—¿Oh? —dice Loomis.
—De Jonah Doyle.
Loomis no dice nada. Sus ojos se dilatan; acto seguido baja la vista al tazón y sigue removiendo el helado. Esa es otra de las cosas que no comentan a menudo. No hablan de lo que sucedió el día que Jonah se lo llevó a Colorado, el día de la muerte de Judy. Loomis no lo recuerda con mucha claridad, o al menos eso es lo que dice. Troy se apercibe de que ha sacado otro tema que puede inquietar a su hijo.
—Hmmm -musita Loomis—. Creía que estaba en la cárcel.
—No, no —lo corrige Troy—. En realidad, salió hace algún tiempo. Te lo había dicho.
—No, no lo hiciste. No recuerdo que me lo hayas dicho nunca.
—¿De verdad?
—Me parece que no, papá.
—Vaya —dice Troy—. Pues no está en la cárcel. Me parece que salió hace algún tiempo. Habría jurado que te lo había dicho.
Loomis le dirige una de sus miradas recelosas y atentas. Le ha obligado a reducir su consumo de tabaco a casi nada, y últimamente está tomando nota de sus ataques de insomnio.
—Sabes —le ha dicho—, el sueño es muy importante para la salud. —Y luego:
—¿Te preocupa algo, papá? ¿En qué piensas cuando te acuestas tan tarde? —Ahora, mientras mira la tarjeta de Jonah, frunce los labios como si fuera otro mal hábito que Troy estuviese adquiriendo.
»¿Por qué iba a mandarnos una felicitación de Navidad? —pregunta—. Es un poco raro.
—Supongo —admite Troy. Para Loomis, Jonah Doyle es poco más que un recuerdo lejano y un tanto desagradable.
—Quiero instalar ese ordenador portátil —dice al fin Loomis—. He de admitir que es el mejor regalo que me han hecho en toda mi vida. —Vuelve a abrazar a Troy antes de desaparecer en su habitación. Puede que sí sea raro, piensa Troy, allí sentado. Puede que toda su vida sea rara. Se imagina lo que Ray, o de hecho, cualquier habitante del pueblo, tendría que decir al respecto. El suceso, aunque en definitiva resultara intrascendente, había ocasionado cierto revuelo en San Buenaventura, y todos seguían refiriéndose a lo ocurrido como si fuera un «secuestro». «El secuestro de hace unos años», decían. Había salido en el periódico (hasta había habido un escueto artículo en el Omaha World Herald) y la gente del pueblo había estado bastante agitada al respecto. Incluso ahora, los clientes del bar se interesan por Loomis de tanto en tanto...
—¿Cómo le va? —preguntaban suavemente, como si siguiera sufriendo a causa del trauma. Y Troy no podía sino encogerse de hombros.
—Le va bien —respondía, jovial—. Es más listo que el hambre. Saca unas notas excelentes en la escuela. Es un chico maravilloso.
Escuchaba a los que expresaban su indignación por Jonah.
—Espero que encierren a ese tipo y tiren la llave. —Troy asentía.
¿Qué podía decir? Según parecía, era el único del pueblo que se había espantado ante la severidad de la sentencia, el único que había palidecido ante la idea de que hubieran acusado a Jonah de asesinato en primer grado por la muerte de Judy; desde luego, era el único que había albergado sentimientos encontrados ante la acusación de corrupción de menores, de la que finalmente Jonah se había declarado culpable, entre otras cosas. Hasta Jonah parecía pensar que había recibido su merecido.
Troy, en cambio, no sabía qué pensar. Había demasiadas cosas que no entendía del todo, demasiados misterios pequeños sin explicación que nunca se habían dilucidado.
Había visitado a Jonah en prisión varias veces. No se había celebrado juicio alguno, puesto que Jonah se había declarado culpable de todas las acusaciones interpuestas en su contra, y esa era otra cosa que Troy encontraba inexplicablemente perturbadora. Era como si se alegrase de ir a la cárcel, como si hubiera esperado aquel desenlace, y Troy recordaba haberse sentado ante la mesa de la sala de espera mientras Jonah entraba de mala gana, ataviado con su uniforme gris de prisionero. Cuando sus ojos se encontraron, Jonah parecía casi cómodo. Cuando tomó asiento frente a Troy, su mirada era más plácida que nunca.
—Hola, hermano —susurró, y Troy sintió un escalofrío.
—Hola —respondió. Se sentaron frente a frente, y Troy se devanó los sesos para decir algo.
—Supongo que debes estar muy enfadado conmigo —dijo al fin Jonah, pero su tono tenía un matiz que sugería que era él quien estaba enfadado con Troy—. Me sorprendió un poco que dijeras que ibas a venir a visitarme, ¿sabes? He montado un buen follón.
—Sí —admitió Troy—. De alguna manera. Pero... no sé... supongo que quería discutir algunas cosas. Hay muchas cosas que nunca... solventamos del todo, ya me entiendes.
—¿Como qué?
Troy se agitó en su silla. La sala donde estaban sentados era un pequeño recinto cerrado con ventanas acristaladas en todos los lados. Había una centinela apostada al otro lado de la puerta, con los brazos cruzados, que se estaba examinando distraídamente las uñas y de tanto en tanto echaba una ojeada a sus puestos ante la mesa metálica gris. Troy suspiró. ¿Qué era lo que quería, en definitiva? Volvió a percatarse de aquella sensación de haber decepcionado a Jonah. «Si yo hubiera tenido tu vida», pensó.
—No lo sé —dijo al fin—. Supongo que me proponía descubrir la verdadera historia. No solo la de Loomis, sino la de... nuestra madre y todo eso. Además, me gustaría saber tu verdadera historia.
—A mí también —confesó Jonah, y sonrió un poco, una suerte de broma privada que se le escapaba por completo. No tenía ni idea de lo que estaba pensando Jonah.
»No lo sé, Troy —añadió—. Supongo que pensaba que si te encontraba y juntaba todas las piezas podría solucionar el pasado... como si fuera un rompecabezas, ¿sabes? Lo que pasa es que ahora me he dado cuenta de que eso no va a servirme de ninguna ayuda en realidad.
—Vaya —musitó Troy, que se quedó sentado, perplejo, tratando de hallar alguna coherencia en lo que había dicho Jonah—, me parece que no lo entiendo, Jonah. Ni siquiera entiendo por qué estás aquí. No intentaste defenderte ni explicarte, y supongo que eso me preocupa. Aunque hubieras intentado secuestrar a Loomis, cosa que dudo, ¿por qué no trataste de huir cuando te descubrieron? Te quedaste sentado con Loomis y aquella pareja hasta que llegó la policía. No le veo ningún sentido.
Y Jonah se había limitado a encogerse de hombros.
—Estaba deprimido —explicó—. Te aseguro que no pretendía... —prosiguió, y entonces se interrumpió como si se estuviera reprimiendo—. La verdad es que no sé qué pretendía. Es que... no me quedaban muchas energías. —Bajó la mirada a la mesa un instante.
»Sabes —dijo—, lo cierto es que creo que no te puedo dar ninguna explicación, Troy. Lo siento.
Tal vez eso tendría que haberle bastado. ¿Acaso importa que nunca sepa lo que sucedió en realidad?
No está seguro de ello, pero sin embargo se ha encontrado repasando los pequeños misterios de su existencia, siguiendo el rastro de los rumores sobre el paradero de Carla que de tanto en tanto llegan a sus oídos, conferenciando con detectives de Las Vegas y del lago Tahoe, poniendo en orden los pequeños retazos de información que ha recabado acerca de su familia biológica. Se ha convertido en una especie de afición tratar de recomponer las cosas, los bloques en blanco de su vida, como si fueran los recuadros de un crucigrama que no logra completar.
Esos designios lo mantienen ocupado. Son las cosas que lo desvelan hasta altas horas de la noche; «preocupaciones», las llama Loomis, pero Troy las encuentra interesantes, y ha llegado a obtener algunos éxitos a lo largo de los años. Por ejemplo, ha descubierto una parte de la verdad sobre su familia biológica. Ha visto la tumba donde está enterrado Joseph Doyle en Little Bow, Dakota del Sur, y ha leído las esquelas y los certificados de defunción. Posee una copia del artículo del Little Bow News: «Niño atacado por el perro de la familia», que llevó consigo la última vez que visitó a Jonah en la cárcel.
Hasta entonces habían mantenido una relación cordial, aunque distante. Jonah le enviaba cartas breves y extrañamente formales en las que normalmente le hablaba de los libros que leía. Había obtenido un empleo en la biblioteca de la prisión y parecía muy complacido por ello. «Estoy empezando a averiguar muchas cosas de mí mismo», le había escrito, y firmaba sus cartas: «Mis mejores deseos para ti y para los tuyos».
Pero cuando Troy le mostró la fotocopia del artículo del periódico de Little Bow guardó silencio durante largo rato. Puso las palmas de las manos hacia arriba y contempló a Troy.
—Me parece que ya te lo había contado —dijo fríamente.
—¿Ah sí? —replicó Troy—. A mí me parece que no.
—La verdad es que no me apetece hablar de eso —dijo Jonah, y al cabo de unos días Troy recibió una sucinta misiva por correo.
«Me gustaría tomarme un respiro en nuestra relación», había escrito Jonah.
Han pasado casi cuatro años desde esa última carta, y cuando Loomis se esfuma en su habitación, Troy se sienta un rato en su sillón frente a la televisión enmudecida, dando vueltas a la tarjeta navideña entre manos. La dirección del remitente está inscrita al dorso con la caligrafía cursiva minúscula y escrupulosa de Jonah: 2210 de la calle Hickory, en Kingston, Jamaica, y parece que podría tratarse de una broma. Troy solía ser un gran admirador de Bob Marley en sus tiempos; Troy, Carla y Ray fantaseaban sobre mudarse a Jamaica. Pero parece seria. Cuando le da la vuelta a la carta, descubre un matasellos jamaicano sobre un sello jamaicano.
Y cuando la abre comprueba que no se trata de una felicitación, después de todo. Solo es una postal ordinaria: una fotografía de un árbol nudoso, una playa y una puesta de sol (una escena de Jamaica, supone). Cuando la abre, encuentra una vieja instantánea Polaroid: una foto de hace años en la que aparece Troy con Loomis en el patio de atrás. Troy está agazapado junto a Hombrecito, y este le rodea los hombros con un brazo. Loomis aparenta unos cinco años, y aunque el color se ha difuminado un poco, aunque los márgenes están borrosos, ambos parecen radiantes de felicidad. Le da la vuelta a la foto y observa el pequeño bloque de letras escritas con sumo cuidado en el centro de la tarjeta.
Querido Troy,
Me he instalado aquí en Jamaica una temporada, a lo mejor para siempre. Estoy cursando estudios de licenciatura en la facultad de Ciencias de la Información, aunque también estoy considerando seriamente la posibilidad de dedicarme a la Medicina.
Encontré esta foto cuando estaba limpiando algunas notas y archivos antiguos y pensé que debía devolvértela. He cambiado mucho con los años, pero sigo siendo malo guardando fotos. Espero que estés bien.
Mis mejores deseos para ti y para los tuyos, Jonah
Se queda un rato sentado, releyendo la carta de principio a fin, consciente de que un vago desaliento se apodera de él. ¿Qué esperaba, después de todo? ¿Una especie de confesión? ¿Una explicación? ¿Una reconciliación? No, se dice, y se le ocurre que lo único que deseaba Jonah era una demostración de que no tenía la culpa de su miserable existencia (si hubiese tenido otra madre, si hubiese crecido en otro lugar), una especie de prueba de que había tenido mala suerte, y Troy no podía darle eso.
Sin embargo, a pesar de todo, Troy no puede ignorar la sensación de que es más afortunado de lo que comprende Jonah. Soy un hombre afortunado, le diría si pudiera.
Afortunado. Era un hombre que había estado a punto de perder a la persona que más amaba en el mundo, pero había recibido otra oportunidad. Lo más asombroso del mundo. No te preocupes por mí, quiere decirle a Loomis. Te he recuperado. Lo mejor que me podía pasar ya ha sucedido.