15
La tobillera electrónica (el dispositivo de vigilancia) era siempre lo primero que advertía Troy cuando despertaba. No era nada pesada: una cajita metálica negra, de apariencia hueca, del tamaño de la hebilla de un cinturón de seguridad, sujeta a su tobillo por medio de una especie de gruesa correa de plástico. Pero sentía su presencia antes incluso de estar consciente. Se infiltraba en su mente dormida como si fuera una molestia y su consciencia se solidificaba lentamente. Reparaba en el peso de la tobillera contra su piel. Le picaba. Alargó la mano para rascarse, recorriendo la circunferencia del grillete de plástico, temeroso de tocarlo, temeroso de activar la alarma antimanipulación, que según le habían dicho era extremadamente sensible. Casi podía percibir sus pulsaciones al transmitir sus señales radiofónicas hasta una comisaría donde había alguien sentado en una silla giratoria ante un banco de luces verdes y rojas intermitentes. Estaba bajo arresto domiciliario. Le habían advertido que si trasponía el perímetro del patio se accionaría una alarma en alguna parte, emitirían la orden de arrestarlo de inmediato, le darían caza y lo mandarían a prisión.
Era por la tarde. Sentía el calor del sol, sordo y persistente, puesto que algunas franjas de luminosidad atravesaban las tablillas de los visillos, y tenía una película enfermiza de sopor diurno adherida a la piel. Se removió inquieto y reparó en un trozo de papel arrugado bajo su cuerpo. Se trataba del esqueleto de tiranosaurio rex que había dibujado para Loomis, que debía haberse despegado de la pared. Se incorporó y descubrió que había estado durmiendo en la cama de Loomis. No recordaba el motivo.
En el transcurso de los dos meses y medio posteriores a su arresto, la casa se había degradado lentamente. Nunca había estado especialmente limpia, pero ahora, mientras sorteaba sigilosamente en ropa interior los cúmulos de ropa sucia y los tazones pringosos de helado reseco, las facturas apiladas y la publicidad sin leer, el rompecabezas que había empezado para distraerse y que después había abandonado y las botellas de plástico de refresco vacías, se percató nuevamente de que lo había dominado la entropía.
—Hijo de puta —masculló cuando pisó con el pie descalzo la afilada arista de plástico de uno de los Legos de Loomis. Se dirigió cojeando a la cocina y extrajo una cola del frigorífico.
Le habían dicho que tenía suerte. No estaba en la cárcel, donde habría sido presa fácil de los nazis musculosos y tatuados, y los negros resentidos que odiaban a los caucasianos. Había negociado una sentencia que se consideraba extremadamente liviana: trece meses de arresto domiciliario con una tobillera de vigilancia electrónica, seguidos por el equivalente a dos años de libertad condicional ordinaria. Y no le habían denegado exactamente sus derechos paternales, aunque Judy poseía la custodia oficial de Loomis durante un período indeterminado. Todavía le permitían trabajar de camarero en el Stumble Inn, aunque debía someterse a análisis aleatorios de drogas y alcohol, y le confiscaban parte del salario para compensar el coste del programa de libertad vigilada.
Lo habían convencido de que pactar ese alegato era la alternativa más favorable. Su abogado, Eric Shriffer, había sido uno de sus compradores habituales de marihuana, y Troy había supuesto que debido a ello defendería sus intereses. Pero ya no estaba tan seguro. Era cierto que poseían fotos suyas comprándole drogas al desventurado Jonathan Sandstrom, pero no era menos cierto que en su casa no habían hallado las drogas suficientes como para acusarlo de un crimen. Además, un oficial de policía había descargado un arma de fuego en la dirección de un niño indefenso. Ahora, cuando pensaba en ello, se preguntaba si un abogado distinto, alguien de fuera del pueblo, habría sido más agresivo. Quizá hubiese tenido buenos argumentos para denunciar al departamento de policía. A veces pensaba que en realidad Eric Schriffer lo había traicionado, induciéndolo a aceptar una declaración que sobre todo protegía al propio Schriffer.
Esas ideas se le ocurrían ahora, mucho después de que hubiese firmado una miríada de documentos, de que le hubiesen ceñido la tobillera al tobillo desnudo y de que Schriffer hubiese dejado de devolver sus llamadas al despacho de Goodwin, Goodwin, Schriffer y Asociados. Sabía que probablemente lo habían embaucado. ¿Pero qué podía hacer ahora? ¿A quién podía recurrir para quejarse? ¿A la agencia de buenas prácticas empresariales? ¿A la unión americana de libertad civiles? ¿A Dios?
Todo había terminado. No había nadie que pudiese ayudarlo.
En la mesa de la cocina se hallaba el libro negro: su «itinerario», como lo denominaba su agente de libertad condicional. La cubierta rezaba: «Agenda diaria»; el título estaba estampado en filigrana de oro con una pomposa letra cursiva que Troy encontraba ofensiva. Era la cláusula decimoséptima de las numerosas condiciones de libertad condicional a las que había accedido: «Los infractores han de presentar a su agente de libertad condicional un itinerario detallado de cada hora de sus actividades»; y de ese modo la Agenda diaria se había convertido en una compañera constante y detestada a lo largo de los días y las semanas interminables de su arresto domiciliario.
Se sentó a la mesa y la abrió. Viernes trece: ja, ja. Cada hora del día, desde la una de la madrugada hasta la medianoche, estaba acompañada de una serie de líneas donde debía anotar sus «actividades», de modo que asió un bolígrafo y escribió «Dormir» con letras mayúsculas junto a la una de la madrugada, y debajo añadió «Dormir» junto a las dos de la madrugada, y siguiendo la columna repitió: «Dormir», «Dormir», «Dormir» y «Dormir» hasta las dos de la tarde. Echó un vistazo al reloj de pared, que indicaba que eran casi las tres de la tarde, y se percató de que había pasado más de medio día inconsciente.
Su agente de libertad condicional, Lisa Fix, sin duda tomaría nota de ello. Comentaba los patrones que advertía cuando repasaba su itinerario durante sus encuentros semanales.
—Duermes mucho —había señalado en su última reunión—. ¿Crees que estás deprimido?
—Qué perspicacia —se burló Troy—. ¿Has pensado en hacerte psiquiatra?
Ella enarcó las cejas y lo observó por encima de la montura de las gafas. Aunque era una burócrata, no le molestaba demasiado el sarcasmo, y ese era uno de los motivos de que sus conferencias semanales fueran soportables. Calculaba que tenía treinta y tantos años; era una mujer desencantada, pecosa y regordeta con una permanente roja excesiva; divorciada, seguramente. Pertenecía a un arquetipo que había visto con frecuencia durante sus años como camarero, la clase de mujer con la que normalmente uno podía bromear o hasta flirtear un poco mientras le servía copas sin que a ella pareciese importarle. Le hablaba como si fuera una hermana mayor enojada o una antigua amante que todavía le tenía un poco de afecto pero lo conocía demasiado bien. Había algo en ella que le hizo pensar, por primera vez desde hacía mucho tiempo, en Crissy, la chica que había conocido hacía tanto tiempo en la caravana de Bruce y Michelle, la que lo había besado cuando tenía once años. Supuso que probablemente Lisa y Crissy tenían la misma edad.
—Claro que estoy deprimido —dijo Troy—. ¿Es que tú no lo estarías, dada mi situación?
—Bueno —repuso Lisa Fix—, hemos discutido varias formas constructivas de emplear el tiempo. ¿Has ojeado los cursos por correspondencia de los que hablamos?
—La verdad es que no —respondió Troy—. Todavía no. —Se encogió de hombros—. Eh, oye —prosiguió—, ¿tú fuiste al instituto con Crissy Hart?
Ella lo observó enarcando las cejas.
—¿La chica que se suicidó? —Y ahora fue su turno de encogerse de hombros—. Tenía un par de años más que yo, pero la conocía, claro. Por lo menos, me habían hablado de ella. No estábamos exactamente en el mismo grupo. ¿Por qué?
—No lo sé —dijo Troy—, simple curiosidad.
—Un viaje por el callejón de la memoria —comentó Lisa Fix, y frunció levemente los labios—. De hecho, también conocía a tu esposa, Carla. Crissy y ella estaban en el último año cuando yo estaba en segundo. No puedo decir que recuerde haber hablado nunca con ellas. ¿Por qué? ¿Se te ha metido algo en la cabeza?
—No lo sé —admitió él. La miró brevemente a los ojos, que mantenían una atención incisiva, y volvió a bajar la mirada. Pensó en decirle: Crissy fue la primera chica que besé en mi vida, ¿pero de qué habría servido?—. Solo estaba pensando en cosas —dijo.
—Bueno... —terció Lisa—. Mira, Crissy Hart se cortó las venas en la bañera de su madre, Carla tiene un grave problema con las drogas y hace meses que nadie sabe nada de ella. Me parece que no se pueden sacar muchas conclusiones positivas hablando de esas personas. —Se aclaró la garganta y clavó la mirada en él—. ¿Por qué no pensamos en el futuro, en lugar de en el pasado? ¿Has rellenado la hoja que te di?
Troy hizo una mueca. Conservaba el trozo de papel duplicado que le había entregado Lisa, en el que debía anotar diez «objetivos a corto plazo» y otros tantos «objetivos a largo plazo», pero ignoraba dónde lo había puesto. No lo había cumplimentado.
—¿Qué pasa con Loomis? —la atajó—. La semana pasada dijiste que ibas a averiguar si podía hablar con él por teléfono. Ese es un objetivo a corto plazo que podemos discutir.
Lisa lo miró disgustada, como si fuese un estudiante que le hubiese respondido de la forma equivocada, aunque ella lo hubiese aleccionado repetidamente.
—Bueno —dijo—, lo he averiguado, en efecto. Y la tutora de Loomis ha denegado tu petición. Cree que es mejor que Loomis se tranquilice durante una temporada después... del trauma. No puedo decir que no esté de acuerdo.
—¡Joder! —rezongó Troy con suavidad. Enrojeció: sentía que aumentaba su cólera, y cuando hubo de tragársela se le humedecieron los ojos con lágrimas de frustración. Permaneció sentado, impasible, y cerró los párpados lentamente. Agachó la cabeza y se oprimió los conductos lagrimales con los pulgares por un momento.
»Vale —dijo—. Vale. Pues entonces, sigamos adelante.
A las tres y media llamó por teléfono a la comisaría para que supieran que iba a desplazarse hasta su lugar de trabajo. Desconectarían la alarma del tobillo durante un corto espacio de tiempo (diez minutos más o menos) para que pudiese recorrer los escasos kilómetros que lo separaban del bar, el Stumble Inn. Sentado en el coche, se imaginaba como un punto rojo intermitente, dando tumbos en la pantalla de algún ordenador, observado, vigilado. Al principio, Lisa Fix le había sugerido que pensara en otro empleo (por ejemplo, en la Asociación de Retrasados Mentales del condado, por lo que le pagarían el salario mínimo por treinta y cinco horas de trabajo, además de cinco horas destinadas al servicio a la comunidad), pero Troy había sido inflexible en ese punto. Había trabajado como camarero durante años, dijo. Era bueno en su trabajo. Era su sustento, de lo único que estaba seguro que hacía bien, y eso fue lo único que Eric Schriffer había hecho por él. No podían obligarlo a cambiar de trabajo. No podían deshacer completamente su vida.
—En ese caso —repuso ella—, puedo meterte en un equipo de limpieza para que cumplas el servicio a la comunidad. Estaba intentando ofrecerte una alternativa mejor.
—No quiero dejar mi trabajo —dijo él—. Y no me gustan los retrasados. ¿De qué me va a servir un trabajo de mierda por el salario mínimo?
—Pues vale —accedió Lisa Fix. Le dirigió otra de sus miradas de hermana mayor, una que decía: «no puedo creer que seas tan estúpido».
Cuando se presentó en el trabajo, llamó al mismo número para confirmarles que había llegado. Recitó varias veces el código de infractor que le habían asignado y por último el hombre al otro lado del teléfono dijo:
—Vale. Comprobado. Te he metido en la base de datos.
—Gracias —respondió Troy, y alzó la mirada para ver a un borracho de mediana edad que lo miraba fijamente. Sus facciones abruptas y oblongas se asemejaban vagamente a las de Abraham Lincoln. Examinó a Troy durante un tiempo que a este se le antojó muy prolongado con una expresión estúpida en sus ojos entornados. Después Abe sonrió, arqueando los labios con un gesto amable y satisfecho.
—Te han pillado, ¿eh? —dijo, ensanchando su sonrisa para mostrar una hilera de dientes blancos sorprendentemente grandes: una dentadura postiza—. ¡Ahora sí que te han pillado!
—Sí —admitió Troy cortésmente—. Me han pillado.
Crystal estaba detrás de la barra y le dirigió una mirada compasiva mientras Troy abría la puerta de la nevera y se disponía a contar las botellas de cerveza.
—Hola, cariño —dijo—. ¿Cómo estás?
—Hmmm -gruñó Troy, y anotó en el dorso de una servilleta el número de cervezas que debía subir del sótano—. ¿Un día lento? —preguntó.
Ella asintió, con las manos atareadas en una tina de agua jabonosa.
—Terriblemente lento —respondió—. Sobre todo para ser viernes. —Cogió un vaso de cerveza y lo aclaró debajo del grifo.
—¿Qué pasa con ese Abe el Honesto? —dijo Troy. Señaló con el mentón al hombre de la dentadura postiza, que estaba sentado junto al teléfono, contemplándolo plácidamente.
—¡Oh, vaya! —suspiró Crystal—. No sé de dónde ha salido. Está aquí desde esta mañana. Lleva unas ocho o nueve cervezas.
—Bueno —refunfuñó Troy—, pues cóbrale antes de marcharte. Yo no pienso servirle más.
Ella lo miró con los ojos bien abiertos, como hacía siempre que pensaba que era brusco o descortés. Sus ojos eran grandes y azules, y tenía una cabellera lisa y espesa de color de cedro que enmarcaba un hermoso rostro redondo. Era una buena chica. «La pava mormona», la llamaba Ray, porque supuestamente sus padres eran mormones de Wyoming. Que Troy supiera, no era religiosa (trabajaba de camarera, después de todo), pero exudaba cierta bondad. Poseía una inocencia benévola: se preocupaba por la tristeza y el sufrimiento de los demás y deseaba hacer lo correcto. En una ocasión le había confiado a Troy que pensaba que las personas, todas las personas, eran básicamente buenas de corazón, y Troy la miró con una expresión irónica.
—Yo también he leído ese libro —replicó—. ¿Sabes una cosa? Esa Anna Frank... los nazis la mataron de todas formas.
Crystal había discutido un poco con él en ese momento, pero ahora no dijo nada. Dejó de servir al presidente Lincoln sin protestar, encogiéndose de hombros.
—Vivian está aquí —fue lo único que dijo, y Troy exhaló un lento suspiro. Vivian era la propietaria y solía enfadarse cuando Troy decidía negarse a servir a un cliente.
—No eres el policía de la cerveza, Troy —le había dicho en varias ocasiones—. Si no causan problemas, por mí pueden beber hasta que se desmayen.
Troy abrió el congelador para inspeccionar su estado, para comprobar si debía subir más hielo de la máquina del sótano.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó, frunciendo el ceño—. Creía que iba a tomarse el día libre.
—Está adiestrando a un tipo nuevo —respondió Crystal—. Ha contratado a un nuevo cocinero. Supongo que ahora están en el despacho, rellenando formularios o algo así.
—Hmmm -musitó Troy—. ¿Le pasa algo a Junie?
—Está otra vez enfermo —dijo Crystal, y frunció los labios—. ¡Me da mucha pena! —exclamó—. Es mayor. ¿Sabías que tiene casi setenta años? No debería tener que trabajar todo el tiempo.
—Oh, vamos —objetó Troy—. Le gusta trabajar. —Pero lo cierto era que últimamente Junie el cocinero presentaba un aspecto cada vez peor, aunque nunca había tenido una apariencia saludable exactamente. Era un siux pequeño y enjuto, con los ojos embargados de melancolía y un ceño exagerado y permanente, y en los últimos tiempos, siempre que Troy lo miraba, Junie parecía irradiar oleadas de pesimismo. Y si acabara igual que Junie, pensó Troy. Junie, que había estado varias veces en la cárcel, que hedía a sudor de viejo, a tabaco y cerveza rancia, ahora estaba enfermo y probablemente moribundo. Se le ocurrió que Junie también había tenido su edad. Se le ocurrió que uno podía pasar sus últimos días en un bar como el Stumble Inn de Vivian, que podía vivir durante muchos años sin tener nada en absoluto y, no obstante, existir.
»¡Joder! —dijo al fin, siguiendo aquellos pensamientos—. ¿Está grave?
—No lo sé. Pero está en el hospital —contestó Crystal—. A lo mejor voy a visitarlo este fin de semana. A llevarle unas flores o algo así. ¿Quieres venir? —Y entonces hizo una pausa incómoda—. Lo siento —dijo.
Troy guardó silencio. Aquellos momentos pequeños y humillantes momentos no eran lo peor de su «arresto domiciliario», pero eran numerosos y punzantes, los más constantes. Le sonrió a Crystal, pero el gesto parecía más bien un rictus.
—Tengo otros planes para este fin de semana —respondió irónicamente mientras ella lo miraba con sus grandes ojos compasivos.
—¿Te encuentras bien, Troy? —preguntó—. Ya sé que no quieres hablar de ello, pero... —Suspiró y efectuó un ademán nervioso con la mano—. Debe dolerte —continuó—. Cojeas.
Él sintió un espasmo involuntario.
—No, la verdad es que no —dijo—. No me aprieta ni nada.
—Eso está bien —dijo ella. Observó la pernera de su pantalón, donde se hallaba el monitor del tobillo, discretamente oculto—. Quería decir en el sentido espiritual. Debe ser doloroso. Es muy cruel que hagan eso. Ponerte esa cosa.
—La verdad es que no —repuso Troy, y desvió la mirada con una sonrisa tensa. La tobillera le producía una sensación cálida y pesada—. No es para tanto —dijo. Cerró la puerta deslizante del congelador con un gesto decidido—. Casi no lo noto.
Cuando Vivian subió las escaleras con el nuevo, Abraham Lincoln se había marchado pacíficamente y el bar estaba desierto. Troy estaba leyendo el periódico local, pensando malhumorado en su reciente aparición en la segunda página. Cuando encarcelaban a alguien en San Buenaventura todo el mundo se enteraba. Los «arrestos» constaban en la misma página que los óbitos, los anuncios de nacimientos y las bodas. La reseña referida a Troy había aparecido justo debajo de la fotografía grande y sonriente de una chica con la que había ido al instituto. Bajo la descripción de su vestido de novia y de sus orgullosos padres, Troy se había visto resumido en unas pocas frases. «Hombre de la zona. Posesión de una sustancia controlada con intención de distribuir. Establecida fecha de la vista.» Comprobó que aquel día se había producido otro nacimiento, otra defunción y una detención por conducir bajo los efectos del alcohol.
Vivian se le acercó por la espalda. Se detuvo levantando la mandíbula, leyendo por encima de su hombro. Troy terminó el óbito antes de levantar la vista.
—¿Quieres que haga algo? —preguntó.
Ella efectuó un ademán con la mano con fingida sorpresa.
—¡Oh, no quiero apartarte del periódico! —exclamó. Era una mujer de voz áspera que rondaba los sesenta años, con una permanente rubia como el estropajo de aluminio y una figura robusta y bien torneada que acentuaba con pantalones vaqueros ajustados y blusas de vaquera. Troy estaba acostumbrado a su disposición impaciente de sospecha resignada, como si su ocupación principal consistiera en evitar que se metiera en líos, asegurarse de que no haraganease demasiado ni le escamoteara bebidas cuando no miraba. En general, pensaba Troy, no era más que una actuación. Era un buen empleado, y Vivian lo sabía. Pero le encantaba representar ese papel, y con objeto de complacerla Troy empezó a retirar las botellas de licor de los estantes para desempolvarlas.
»Acabo de contratar a un joven para que trabaje en la cocina —le dijo Vivian—. Va a empezar esta noche, así que tendrás que echarle un ojo. Te las arreglarás, ¿verdad?
—Espero que no haya demasiada gente —rezongó Troy.
Vivian ladeó la cabeza.
—Bueno, en ese caso, será una buena prueba para él. Tiene mucha experiencia. Ha trabajado muchos años en Chicago.
—¿De veras? —dijo Troy. Las gafas de Vivian estaban suspendidas de una cadena de abalorios que le rodeaba el cuello y ella se las puso para inspeccionar el periódico que Troy había estado leyendo—. ¿Para qué ha venido desde Chicago?
—Dice que está harto de vivir en la ciudad —murmuró Vivian—. Me dio la impresión de que había habido algunas circunstancias trágicas, pero no quise entrometerme.
—Hmmm -murmuró Troy. Siguió pasando el trapo por el cuerpo cristalino de las botellas, frunciendo el ceño—. ¿Y qué pasa con Junie? —añadió.
—Junie ha sufrido otro ataque al corazón —explicó Vivian irritada, como si Troy estuviese intentando hacer que se sintiera avergonzada—. ¿Qué crees que debo hacer? No sé cuándo volverá, si es que lo hace. No puedo cerrar el bar para esperar a ver si se recupera. Y estoy hasta las narices de que te quejes cada vez que te pido que cocines.
—¡Vale! —exclamó Troy—. Solo preguntaba. —Observó a Vivian mientras esta encendía un cigarrillo y exhalaba una vaharada de humo sobre la esquela.
—Solo preguntaba —musitó—. Lo que está claro es que no me hace falta que Crystal y tú me hagáis sentir culpable por el pobre Junie. Ya tengo bastantes problemas. —Le dirigió una mirada acerada, pero ambos recuperaron las formas cuando el joven que había contratado Vivian ascendió las escaleras.
»¡Hola, Jonah! —exclamó la propietaria, y Troy advirtió con ademán taciturno que adoptaba sus maneras afectuosas y amables: la sonrisa arrebatadora con dientes amarillentos, las arrugas de los ojos, los apelativos cariñosos: «cariño», «cielo», etcétera. Lo hacía con todos los empleados que contrataba. Durante la primera semana más o menos, los trataba como si fuese la profesora de una guardería y ellos sus alumnos preferidos. Y después perdían su encanto. Vivian se convertía en una madre decepcionada, sardónica y paciente, que toleraba su incompetencia y mascullaba reproches hasta cuando estaba satisfecha con ellos.
—Hola —respondió este tímidamente—. Soy Jonah Doyle. —Miró a Vivian antes de hacer una pausa incómoda, con sus largos brazos estirados a ambos lados del cuerpo hasta que esta los presentó. Agachó la cabeza, sin mirar siquiera a Troy a los ojos, pero cuando este le ofreció la mano la asió con ambas palmas, apretándola con una fuerza sorprendente—. Encantado de conocerte —dijo, con un entusiasmo nervioso y vehemente, como si le hubieran hablado de Troy, como si fuera famoso.
—Sí —dijo Troy. Se agitó un poco, inseguro. Una estrecha tira de tejido cicatrizado prominente surcaba la mejilla del muchacho desde el contorno del ojo. Podría haberle conferido un aspecto amenazador a otra persona. Pero en aquel tipo parecía sencillamente desconcertante. Tenía un rostro pecoso y juvenil, con las mejillas rechonchas y el cabello leonado cuidadosamente peinado con raya, y la cicatriz parecía un apéndice fuera de lugar, como un dedo del pie en la mano, una oreja mal colocada o la cuenca de un ojo vacía. Le costaba no mirarlo fijamente.
—Estoy deseando trabajar contigo —afirmó Jonah, y Troy asintió lentamente, mientras intentaba eludir su rostro. Jonah se había acicalado como si fuera a asistir a misa, con una camisa abotonada y pantalones holgados de color caqui, pero por alguna razón se había puesto unas pesadas botas negras de trabajo.
—Sí —dijo Troy—. Yo también estoy deseando trabajar contigo. —Le echó un vistazo a Vivian, que sonreía benignamente. Si ella advirtió algo extraño en el aire, su expresión no lo traicionó.
Al menos, resultó que Jonah era un tipo competente. Cuando la cosa se animó alrededor de las seis y media, la eficiencia de Jonah con respecto a Junie asombró sobremanera a Troy. Arrojaba un pedido por la ventanilla que separaba la barra de la cocina y cuando volvía a pasar había aparecido un plato: palitos de queso, alitas de pollo con salsa de búfalo o nachos, dispuestos con esmero y hasta con guarnición. Echó un vistazo a la cocina y miró brevemente los dedos largos y ágiles de Jonah mientras distribuían pimientos jalapeños fritos en un círculo sobre un lecho de verduras, algo que Junie jamás se habría molestado en hacer. Junie habría lanzado los pimientos sobre el plato desnudo en cuanto se hubiesen enfriado un poco. Sin duda no los habría desplegado como si fueran pétalos, ni habría añadido una tacita de queso para acompañar a los nachos en el centro, como hacía Jonah.
—Os estás poniendo finos, ¿eh? —comentó Doug Lepucki con una sonrisa cuando Troy depositó su plato en la barra, y este se encogió de hombros.
—Cocinero nuevo —dijo, y un joven de ojos saltones que estaba apoyado en la barra aferrando un billete de veinte dólares comiéndose con los ojos el plato de Doug terció:
—Ponme uno de esos, y una jarra.
En su vida anterior, Troy habría estado satisfecho. La gente dejaba propinas extra en las cuentas de la comida y él no estaba obligado a compartirlas con el cocinero. El bar estaba sorprendentemente abarrotado; el Stumble Inn no había sido nunca un punto de encuentro especialmente popular los viernes por la noche, pero a las nueve quizá hubiese más de cuarenta clientes apretujados en el pequeño local, y Troy trabajaba deprisa, sirviendo cervezas y jarras y poniendo copas, con una pátina permanente de sudor en la frente. Tuvo que vaciar el tarro de las propinas porque rebosaba.
Pero lo cierto era que se encontraba un tanto irritado. La clientela era alborotadora y el tañido de las carcajadas colectivas, las exclamaciones de las mujeres risueñas, los rugidos de los fanfarrones, la cacofonía generalizada de voces embriagadas; el constante aumento y disminución de la cháchara de los humanos se le hincaba en la columna.
El bar estaba demasiado congestionado como para estar cómodo, pensó. Demasiado lleno de personas que lo conocían, que habían oído hablar de él o que se habían enterado de su situación por medio de un conocido. No salía de detrás de la barra para llevarse los platos y los vasos de las mesas, pues lo avergonzaba el monitor oculto bajo la pernera de su pantalón. Una bulliciosa comitiva de jóvenes de veinte años, aparentemente amigos de Ray, eran los más problemáticos.
—¡Eh, camarero! —exclamaban—. ¡Una ronda de porros para estos chicos, camarero! —Y un tropel de carcajadas se elevaron de su mesa como si fueran cuervos.
¿Qué podía decir? Aquella humillación formaba parte de su castigo y lo único que podía hacer era fruncir el ceño con estoicismo. Pensó en Lisa Fix:
—No creo que ese sea el trabajo ideal para alguien que se encuentra en tu situación —le había advertido.
Además, era consciente de la presencia de Jonah. De sus ojos posados sobre él. Cuando volvió la cabeza para mirar por encima del hombro la comezón que sentía en la nuca se intensificó momentáneamente. Allí estaba Jonah, con la nariz y la boca ensombrecidas, acechándolo desde la cocina, mientras Troy inclinaba un vaso bajo el chorro de cerveza. Lo llenó, dejando que la espuma rebosara y resbalara por la cara externa. Volvió a mirar por encima del hombro, justo a tiempo para sorprender a Jonah, que contemplaba su espalda con atención. Jonah esbozó una sonrisa y desvió la mirada.
—¿Qué? —dijo Troy, pero Jonah no lo oyó por encima del bullicio generalizado del bar y Troy estaba demasiado ocupado como para molestarse en repetirlo.
Pero siguió irritándolo a medida que la noche se consumía lentamente. Cada vez que se daba la vuelta para mirar, allí estaba Jonah, vigilándolo atentamente y simulando apartar la mirada como si no lo hubiera estado espiando. Le indicaba que era objeto de la observación general. Había clientes que lo sabían, que lo observaban cuando cojeaba a causa de la tobillera electrónica oculta y se volvían hacia sus amigos para hacer comentarios cuando él pasaba, esbozando una sonrisa chismosa. Además, estaba la señal de vigilancia que estaba emitiendo en aquel preciso momento. Estaba el libro negro, el «itinerario», que Lisa Fix querría comentar, indagando en los detalles mundanos e íntimos de su vida, como si todo fuese típico, como si pudiese predecir el resto de su vida con un encogimiento de hombros. Todo ese peso descansaba sobre sus hombros, de modo que cuando se volvió y sorprendió a Jonah arqueando el cuello y separando los labios, escudriñando la preparación de una ronda de chupitos de Jägermeister como si fuese un espectáculo de magia, giró en redondo exasperado para enfrentarse a él. «¿Qué cojones estás mirando?», pensó.
Pero era extraño. Se giraba abruptamente, irritado, pero no decía nada. Jonah lo observaba con una especie de concentración analítica y persistente que casi parecía un trance. Lo desconcertaba.
—¿Hola? —exclamó Troy, titubeando, y Jonah se sobresaltó levemente, parpadeando como si hubiera estado durmiendo con los ojos abiertos—. Oye, tío, ¿estás despierto o qué? —dijo Troy.
—¡Oh —repuso Jonah. Al parecer precisaba un momento para salir de la rapsodia contemplativa en la que había estado sumido, y Troy se agitó un poco, incómodo. Advirtió que había más cicatrices aún grabadas en el dorso de las manos de Jonah, que dejaban una estela como si alguien lo hubiese arañado con una garra. ¿Qué le habrá pasado?, volvió a preguntarse Troy, y por un momento una especie de sombra pasó sobre él; algo frío, que ondeaba como una sábana tendida en una cuerda.
»Lo siento —dijo Jonah—. Me he distraído un minuto.
—Sí, bueno —prosiguió Troy. Se aclaró la garganta—. Estamos un poco ocupados, por si no lo has notado. ¿Te importaría salir ahí fuera y limpiar las mesas? Si no es demasiada molestia.
—¡Oh! —exclamó Jonah, y Troy vio cómo adoptaba una suerte de sonrisa profesional, como si se tratase de una máscara—. ¡Claro! ¡Perdona!
¿De qué se trataba?, pensó Troy. Lo siguió con la mirada mientras salía corriendo al bar y empezaba a recoger los vasos vacíos. Algo malo le pasaba al chico, además de las cicatrices, pero no sabía cómo identificarlo. ¿Una especie de rigidez actoral? Se le ocurrió la paranoica idea de que quizá fuese un agente encubierto de la DEA o algo parecido, que tuviera la misión de espiarlo. Después desechó aquel pensamiento: no tenía ninguna conexión, ni nada que mereciese la pena espiar, y en todo caso, quienquiera que fuese, Jonah no era un agente infiltrado. Troy no lo perdió de vista mientras agrupaba los vasos de cerveza sucios y los colocaba con esmero en el extremo de la barra, colocándolos en una cuidadosa pirámide, como si fuesen bolos.
—Gracias —dijo Troy, y Jonah lo miró a los ojos brevemente y asintió como si ambos compartieran un secreto.
Se avecinaba la hora del cierre y la inesperada concurrencia empezó a ralear. La sensación de ser observado también se disipó, y cada vez que Troy echaba una ojeada a sus espaldas Jonah estaba atareado con alguna cosa. Ya no lo observaba, y Troy se preguntó si tal vez habría exagerado, si tan solo había imaginado que Jonah había estado siguiendo todos sus movimientos. Últimamente se encontraba muy susceptible. Creía que se acostumbraría al monitor del tobillo, que se convertiría en algo casi imperceptible, pero por el contrario le parecía que empeoraba día tras día, a tal extremo que a veces sentía que brillaba y emitía ondas caloríficas o radiaciones. Se asomó a la ventanilla de pedidos y comprobó que Jonah, sumiso, estaba frotando la parrilla con una brasa de carbón vegetal, agachando la cabeza y moviendo la mano como un pintor. Troy se aclaró la garganta, pero Jonah no levantó la vista.
Troy se apoyó en la barra y descansó la frente en la palma de la mano. Oyó que la puerta del bar se abría y se cerraba varias veces a medida que salían los clientes (que se marchaban, se dirigían a sus casas) y ni siquiera levantó la mirada. Se imaginó a Loomis, durmiendo en casa de Judy; a Carla, en algún lugar de Las Vegas, echando la cabeza hacia atrás para apurar una copa; a Ray, abriendo una litrona de cerveza y metiéndosela entre las piernas mientras regresaba de una despedida de soltera, con las ventanillas abiertas y los altavoces retumbando con furiosas arengas de música rap. Me han arruinado la vida, pensó claramente.
Cuando dieron las dos solo quedaban dos personas en el bar: un hombre y una mujer, que se besaban apasionadamente en un rincón próximo a la gramola, con las manos bajo la ropa del otro.
—¡Última ronda! —exclamó Troy dirigiéndose a ellos, y la pareja alzó la cabeza como si fuesen animales a los que hubieran sorprendido pastando—. ¡Última ronda! —repitió con mayor suavidad, y ambos se levantaron y salieron sin decir palabra.
Troy se volvió a mirar a Jonah.
—Creo que ya está —dijo al recordar la calidad oficial que le había otorgado Vivian para adiestrar a Jonah—. Voy a cerrar la puerta con llave. Después solo hay que rematar la faena y hemos terminado. A no ser que tengas, no sé, preguntas o algo.
Jonah apartó la vista de la escoba y pestañeó.
—¿Preguntas? —repitió, exhibiendo nuevamente aquella expresión helada e irritante. Parecía miedo escénico, pensó Troy. Movía rápidamente los ojos de un lado a otro, como si estuviera intentando urdir enseguida una buena excusa, y su expresión se crispó. Era como si buscase algo a toda prisa en el interior de su cabeza, repasando aterrado pilas de páginas en blanco en las que esperaba hallar palabras.
—Me refiero al trabajo —le explicó Troy—. ¿Tienes alguna pregunta acerca de tus... obligaciones, o lo que sea?
—¡Oh! —repuso Jonah, y Troy advirtió que titubeaba y acto seguido se relajaba un poco—. No, la verdad es que no. Me parece que lo tengo bajo control. Yo... siento haberme distraído antes. Cuando tenía que limpiar las mesas.
—No hay problema —dijo Troy.
—Me pongo un poco... —Y Troy observó los ademanes de Jonah, que meneaba los dedos junto a la sien—. A veces me distraigo. Cuando estoy nervioso. Pero pocas veces, ya sabes.
—No te preocupes —insistió Troy. Le dirigió una media sonrisa irónica—. Yo también lo hago a veces.
—Oh, ¿de veras? —dijo Jonah, irradiando de nuevo aquella sensación silenciosa y desconcertante de debate interior—. Entonces, supongo que nos parecemos —dictaminó al fin, y esbozó una amplia sonrisa.
Por un momento hubo un atisbo de (¿qué?) en la expresión de Jonah, y Troy titubeó. Era como el picor que sentía cuando estaba haciendo crucigramas y en el fondo de su mente barruntaba una palabra que no conseguía recordar. Era como esa sensación que es lo opuesto de una premonición: ¿acaso he olvidado algo? ¿Algo importante?
Y después se desvaneció. Jonah se volvió y empezó a barrer.