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Junio de 1996

Involuntariamente, Nora no puede evitar imaginar nombres para el bebé. Le gustan los nombres de chico anticuados y heroicos: Agamenón, Pirro, Octavio, Arístides. Ha estado leyendo un libro sobre los héroes de la antigüedad de Grecia y Roma y le entristece que ya no se pueda poner esos nombres a la gente.

Octavio Doyle, piensa mientras se dirige a la cafetería para cenar. Júpiter Doyle, y sonríe vagamente para sus adentros. Zeus.

Se percata del resto de las chicas que recorren el pasillo junto a ella, pero no las saluda. Están vestidas con un camisón barato al igual que ella y sus peinados y sus antiguas permanentes ahora están desmalazadas y desvaídas; huelen a sueño, cigarrillos viejos y el almizcle acre de sus partes privadas.

Ha contemplado a las chicas que la han precedido; ha comprobado cómo funciona. Languidecen cada vez más hasta ponerse de parto, y luego nadie las vuelve a ver. Sabe que alumbran bebés que los padres sin descendencia ya están esperando. Y cuando dejan de estar embarazadas las devuelven a su vida anterior o a una vida nueva en una ciudad lejana donde logran olvidar. Sabe que eso es lo que sucede, pero cada vez le resulta más difícil creerlo. Cuando se van parece que hayan muerto.

Cuando convergen en la cafetería el bebé le indica que está hambriento. Mientras se arrellana y mueve los miembros en su interior Nora se aferra el vientre; siente la ávida urgencia de sus contorsiones, su ansia, y le susurra: «shhh». Por un momento se acalla, pero sigue enviando hormigueos de anticipación que recorren su cuerpo, anhelando la comida.

No puede decir el motivo, pero sabe que hay un niño en su interior. ¿Héctor? ¿Alejandro? ¿Teseo? Sea cual sea su nombre, se trata de una presencia claramente masculina, y en ciertos aspectos es un alivio. No querría tener una niña, se dice. Comporta demasiados problemas, demasiada pesadumbre.

Come en silencio al final de la mesa, aunque a decir verdad ni siquiera piensa en la comida (un filete de carne con salsa acompañado por una guarnición de alubias verdes enlatadas, una ración de puré de patata y salsa de manzana) sino que la engulle automáticamente, y la urgencia del bebé se apacigua. Al otro extremo hay otras que hablan de bandas de rock, pero Nora se sienta con la cabeza inclinada, devorando incesantemente cucharadas de puré de patata con salsa de manzana y emitiendo sonidos quedos involuntarios, suspiros acallados de satisfacción.

Una de las nuevas la observa cautelosamente desde el otro lado de la mesa con aire reprobatorio y reservado. Los modales en la mesa, se dice Nora. Ha estado haciendo ruido en su urgencia por satisfacer al bebé, relamiéndose, masticando y gruñendo: repugnante. Levanta la cabeza el tiempo suficiente como para dirigir a la nueva una mirada franca y ceñuda. La joven se inquieta en silencio, turbada, pero no le sostiene la mirada, sino que baja la vista deliberadamente a la comida, frunciendo los labios, y se lleva a la boca una cucharadita de salsa de manzana como si estuviera comiendo una perla.

A Nora no le importa. Ha renunciado hasta a los rudimentos esenciales de las relaciones sociales. Después de que Maris se esfumara y Dominique se pusiera de parto, después de que el bebé se convirtiera en su principal conexión humana, dejó de experimentar la necesidad de tomar parte en los hueros rituales de los saludos y las distracciones obsequiosas. Le parece una pérdida de tiempo. Puede distraerse de un modo más fructífero leyendo o sencillamente en comunión con la criatura que se desarrolla en su interior: sus movimientos, su regocijo y su desagrado, los embriones de sus pensamientos que se transmiten por su cuerpo. Declara: «tengo hambre. Estoy inquieto. Soy feliz.» Siente esas cosas tan claramente como si le estuviese hablando directamente a ella.

A veces abre los ojos por la noche y se percata de que está despierto.

No querrás abandonarme de veras, ¿no?, piensa, acurrucado en su interior, moviendo suavemente sus miembros.

Y ella mira fijamente la oscuridad.

¿Por qué eres tan tozuda?, murmura quejumbrosamente.

Nora ignora la respuesta a esas preguntas. Hace escasos meses se habría desecho de aquella cosa, de aquel bebé, sin pensárselo dos veces. Recuerda haberse golpeado en el vientre y haber paladeado lejía, que según había oído podía inducir un aborto espontáneo; recuerda que fue inflexible con su padre, que se opuso a ella amablemente, con pesar, desconcertado. Pensaba que debía casarse y lloró cuando Nora admitió que no se lo había contado al padre del bebé.

—Cariño —objetó—, eso no está bien. No está nada bien. Créeme, él querrá saber lo que pasa. Tienes que darle una oportunidad.

Y Nora lo había mirado adustamente. ¿Acaso no lo comprendía? ¿Qué futuro la esperaba? Casarse a los dieciséis años, después de abandonar el instituto, atrapados para siempre en Little Bow, Dakota del Sur, las vidas de todos los interesados arruinadas. Sintió que apretaba los dientes. ¿Por qué iba a escoger algo así? ¿Por qué iba a obligar a otra persona a aceptar aquella vida? «Quiero lo mejor para el bebé», le había dicho a su padre, «y eso es que no me tenga como madre».

Pero ahora, sentada en el despacho de la señora Bibb, cuando le queda menos de una semana para salir de cuentas, ya no está tan segura. Contempla a la señora Bibb mientras esta examina unos documentos que hay encima de su escritorio y levanta la vista, frunciendo el ceño.

—Me preocupa usted, señorita... Doyle —dice. Nora se ha sentado en un confortable sillón de orejas frente a su escritorio, donde en una ocasión, hace mucho tiempo, su padre y ella la habían oído recitar las normas de la residencia—. Existe cierta preocupación por su conducta últimamente. ¿Sabe lo que significa la palabra «conducta»?

—Sí —responde Nora. Deja que un grueso mechón de cabello oscurezca uno de sus ojos como si fuera un parche y agacha la cabeza.

—Es usted una muchacha muy brillante —afirma la señora Bibb—. Siempre lo he sabido. Y he pensado que debía hablar con usted, porque las próximas semanas van a ser extraordinariamente difíciles. —Frunce los labios y entrelaza las manos deliberadamente sobre el escritorio, la izquierda encima de la derecha, para que relumbre su auténtico anillo de casada—. Su cuerpo está cambiando, Nora —añade—. Está sufriendo muchos cambios físicos que también la pueden afectar... psicológicamente. Y cuando eso sucede, es frecuente que las jóvenes empiecen a albergar dudas.

—Bueno —interviene Nora.

Pero la señora Bibb se aclara la garganta.

—Quería decirle, señorita Doyle, que admiro sobremanera su espíritu. Y deseaba afirmar una vez más que está haciendo lo correcto. No puedo desvelarle mucho, pero le aseguro que hay varias parejas sin descendencia muy cariñosas que esperan proporcionarle un verdadero hogar a ese bebé. Es una gran demostración de generosidad, señorita Doyle. Un gran regalo para el niño. Pero sé que debe suponer un esfuerzo para usted.

—Bueno —repite Nora, y su garganta se contrae—, ¿y... y si he cambiado de idea?

La señora Bibb esboza una sonrisa benigna.

—No ha cambiado de idea, señorita Doyle —dice—. Puede que la química de su cuerpo esté sufriendo algunos cambios, pero eso es algo natural y se le pasará, se lo aseguro. Podrá retomar su propia vida y le habrá dado a ese niño que lleva una oportunidad que sencillamente no habría estado a su alcance si lo hubiese criado una adolescente soltera. Creo que estuvimos de acuerdo en estos puntos cuando vino a la Casa de la señora Glass por primera vez. ¿No es cierto?

—Sí —reconoce Nora al fin, y el bebé se agita en su interior, reprobatoriamente.

Aunque se ha jurado que no lo hará, aunque sigue haciendo un esfuerzo deliberado, ha estado pensando de nuevo en el chico.

Wayne. Su nombre pasa por su mente y su rostro aparece espontáneamente a la zaga. Wayne. Su cabello oscuro y ondulado; su semblante alargado, apuesto para un muchacho de granja, con la nariz prominente, los ojos castaños y adustos y la boca dubitativa: todos los detalles surgen de la oscuridad como la sonrisa del gato de Cheshire.

Creía que no estaba enamorada de él. Sin embargo, regresa nuevamente, como una sombra que se cierne sobre sus pensamientos, una punzada: Wayne Hill, el luchador de sonrisa taimada que se sentaba tras ella en la clase de matemáticas de noveno curso. Era casi nueve meses más joven que ella, más bajito y carente de sofisticación. ¿Por qué iba a enamorarse de Wayne Hill?

Pero sí que está enamorada de él, pensaba. Un poco. Por lo menos así se lo parece ahora, desde esta distancia. Ahora, un dolor hueco estremece su cuerpo cuando piensa en él. Le parece que de algún modo habría podido salvarla, a ella y al bebé, si se lo hubiera contado.

Nora no era como sus compañeras de clase, las demás quinceañeras del instituto que parecían enamorarse como si fuera una especie de pasatiempo, las jóvenes que pasaban las horas fantaseando con chicos o con fotos de famosos. No era de esas, se decía. Para empezar, el mundo aislacionista y exclusivista del instituto de un pueblecito, con sus grupos extraescolares de animadoras y parejas «que iban en serio» no suscitaba su interés: todos los rituales fingidos y los códigos sociales la repugnaban vagamente; prefería mantenerse al margen de aquellos asuntos. Le interesaba más la vida de las personas de los libros que leía, el arte, sacar buenas notas y el futuro, en el que podía ser actriz, pintora o periodista. Todas esas posibilidades se le antojaban plausibles y solo la separaban de ellas el esfuerzo, la suerte y el tiempo. Ya había empezado a solicitar información sobre diversas universidades para poder estudiar los folletos y los catálogos de los cursos.

Por supuesto, estaba fuera del mundo del instituto quisiera o no. Su vida y su familia eran demasiado complicadas: vivía a varios kilómetros del pueblo con su padre, que estaba deprimido desde la muerte de su esposa; Nora debía ocuparse de él y aunque quisiera no podía demorarse después del instituto para participar en actividades extraescolares. Su padre volvía a casa del trabajo y cenaba lo que ella le hubiese preparado. Estaba cansado y normalmente lo único que deseaba era beber cerveza y sentarse en su habitación. No estaba dispuesto a llevarla al pueblo para asistir a un partido de fútbol, a una reunión del club de arte ni al cine donde iban numerosos estudiantes en sus citas. En todo caso, no sabía a ciencia cierta con qué chicos habría salido. Era la única mestiza del instituto y sospechaba que eso también la excluía de la masa central de alumnos. Los indios y los blancos estaban separados casi siempre. Desde luego, no se citaban, de modo que aunque había muchachos de ambas razas que la observaban, la examinaban y a veces flirteaban con ella, nadie le había pedido nunca una cita. Nora suponía que no sabían en qué categoría encajaba.

El verano después de cumplir quince años, el verano que mediaba entre noveno y décimo curso, había persuadido a su padre para que la llevase al pueblo cuando se dirigía al trabajo para ir a la biblioteca o a la piscina. Solo era un día a la semana. Se aburría sola en el campo, y su padre no había puesto muchas objeciones a la idea.

—No te metas en líos —la exhortaba siempre, aunque confiaba en ella—. Eres una chica muy responsable, Nora. Si no fuera por ti, creo que no estaría vivo. Es la verdad.

Ese verano fue cuando empezó a ver a Wayne Hill. Ya sabía quién era, por supuesto. Habían asistido a clase juntos, hasta tomaban el mismo autobús para ir y volver del instituto (Wayne vivía en una granja a escasos kilómetros de su casa), pero nunca habían hablado de verdad. Wayne era un atleta, una especie de sabihondo. La única sorpresa era que su nombre apareciese junto al suyo en el cuadro de honor de manera consistente.

Y que aquel día de junio de 1965 lo encontrara en la biblioteca. No parecía de los que leen, pero allí estaba, pasando el dedo por el lomo de los libros de la sección de ficción, en el mismo recodo de estantes donde se hallaba ella. La observó con curiosidad y sus ojos se encontraron un instante antes de que Nora dirigiese de nuevo su atención a las estanterías. Un minuto después se percató de que se había acercado.

—Tienes pinta de peligrosa —le susurró Wayne—. ¿No te lo han dicho nunca? Como si fueras una espía, o una asesina.

Ella no dijo nada durante un momento. Después se agitó irritada.

—Solo quiero ver los libros —respondió, y Wayne le dedicó una sonrisa lobuna, con los labios sobresaliendo un poco, afable y altanero, con los márgenes teñidos por un atisbo de tristeza.

—No hay problema —dijo, y sus ojos parecieron emitir destellos hacia ella—. ¿Has leído algo de Ray Bradbury?

—No —contesto Nora fríamente.

—Pues deberías —dictaminó. Y alargó la mano hasta el estante situado justo debajo de la cintura de Nora y extrajo un libro—. Aquí tienes —dijo—. Remedios para melancólicos. Apuesto a que te gusta.

Ella titubeó un momento y después lo aceptó.

—No tenía mala intención al decir que pareces una espía —le explicó Wayne—. Solo quería decir... que pareces una persona interesante. Pareces misteriosa.

Y ella lo había mirado a los ojos, frunciendo el ceño. Era un muchacho musculado, de hombros anchos, compacto. Sus ojos poseían un tono azulado excepcional, blanquecino y lechoso, como el de esos perros de trineo de Alaska.

Durante varias semanas se reunieron en la biblioteca, tan solo para charlar. Luego se reunieron en la piscina. Después se dirigieron a los matojos que había al otro lado de la verja de la piscina, arrastrando las toallas y la ropa de calle, para besarse, acariciarse los brazos y restregarse las piernas, con la piel todavía húmeda y tibia y oliendo a cloro.

—Quiero decirte algo —dijo Wayne—. Estoy enamorado de ti desde hace mucho tiempo. —Y se rió, luciendo su sonrisa ante ella—. Desde que empezamos a ir juntos en el autobús del instituto, he querido hablar contigo. ¿Sabes? Siempre que te subías al autobús me daba como un... brillo... en el corazón. Ya sé que parece cursi. Sabes, hablaba en serio al decir que parecías misteriosa. Eso es lo que siempre he pensado.

En julio, Wayne adoptó la costumbre de pasear hasta la casa de Nora durante el día. La granja de su familia estaba a diez kilómetros de la casita amarilla donde Nora vivía con su padre, y Wayne alegaba excusas para ausentarse de las labores que esperaban que llevase a cabo. Solía presentarse a primera hora de la tarde, recorriendo pesadamente las cunetas de los caminos sin asfaltar y atravesando el extenso pasto que había detrás de su casa.

Los martes, miércoles y jueves. El padre de Nora seguía en el trabajo y ella estaba sola en casa con Elizabeth, la cachorra. Nora estaba intentando adiestrar a la perra y enseñarle trucos. Elizabeth ladraba enfurecida cuando Wayne se aproximaba por el sendero, pero cuando Nora chasqueaba los dedos se sentaba. Y al cabo de varias veces dejó de ladrar. Se había acostumbrado a Wayne.

El muchacho estaba sentado acariciando su pelaje.

—Es un animal muy hermoso —afirmó, y entrecerró los ojos como si fueran medialunas risueñas al sonreír—. Tienes suerte —añadió—. Nunca he visto a un perro igual.

Y Nora se había unido a sus caricias.

—Es un dóberman pinscher. Se la dio a mi padre un tipo que trabajaba con él. Se supone que son muy listos. Son los perros más listos del mundo; eso es lo que le dijo a mi padre.

Mmmm —musitó Wayne. Habían estado acariciando a Elizabeth juntos y sus manos se encontraron cuando resbalaban por los músculos lustrosos de su lomo. La palma de la mano de Wayne se deslizó sobre los nudillos y la muñeca de Nora hasta el antebrazo.

La miró. Se besaron.

Poco después se encontraban en el dormitorio de Nora, en una modesta cama con dosel para niñas, y Elizabeth, la cachorra, estaba sentada ansiosamente al otro lado de la puerta cerrada.

Esa fue la primera vez. No fue desagradable, como imaginaba Nora cuando pensaba en los actos de sus compañeros de clase. Fue... distinto. Como una parte de su cerebro cuya existencia había ignorado hasta entonces. Como descubrir que hablaba un idioma extranjero que no había oído jamás. No sabía por qué lo había hecho: suponía que había sentido curiosidad, y la parte de ella que estaba despertando, la parte que era impulsiva y estúpida, se reafirmó de improviso. Le temblaron las manos cuando se produjo el contacto, experimentó un hormigueo trepidante y cálido, y Wayne Hill alzó la mirada para contemplarla. Ojos azules intensos. Nora sintió que introducía la mano bajo la camiseta del muchacho y la restregaba contra su pezón diminuto y erecto, y Wayne cerró los ojos.

—¡Eh! —dijo. Le asió los pechos, estrujando el tejido de la blusa.

La mayor sorpresa fue quedarse embarazada con semejante facilidad. En su mente, el embarazo siempre le había parecido una decisión que se tomaba, un interruptor que era posible conectar y desconectar. Los anticonceptivos eran rumores que habían llegado a oídos de ambos, pero asimismo creían las demás cosas que les habían contado: que si después ella saltaba arriba y abajo enérgicamente, si se lavaba la vagina con Listerine, si esa noche se daba un largo baño caliente, si hacía eso, si no deseaba quedarse embarazada, todo saldría bien.

Debió quedarse embarazada entre finales de agosto y primeros de septiembre.

Para entonces había empezado el curso y las cosas habían empezado a entibiarse entre ellos. No fue a propósito. Era sencillamente que ambos se habían percatado de repente de las complicaciones, de lo que dirían los demás.

En el gimnasio, una joven siux llamada Elizabeth Tall había arremetido contra el hombro de Nora.

—He oído que te gusta ese pequeño luchador blanco —le dijo, con una mirada sombría—. Supongo que te crees demasiado buena para los indios, ¿eh?

Y Wayne debía haber escuchado alguna versión de la misma historia, las burlas de sus compañeros del equipo de lucha, puesto que no se dirigieron la palabra en el pasillo de la escuela.

A finales de septiembre, el muchacho le pasó una nota en clase de álgebra. Decía: «Tenemos que hablar».

Pero nunca lo hicieron.

Piensa en ello con creciente frecuencia cuando se sienta en su dormitorio de la Casa de la señora Glass, esperando a que empiece el parto. Está un poco asustada, aunque las enfermeras han tratado de calmarlas. Les han explicado lo que sucederá, les han hablado de las contracciones y de la ruptura de aguas y les aseguran que existen sedantes y medicamentos para el dolor; afirman que no les dolerá tanto como temen y proyectan diapositivas sobre un procedimiento denominado anestesia espinal que entumece a las mujeres de cintura para abajo. Podrán expulsar al bebé, pero no será tan doloroso.

Hasta mientras las escucha, se encuentra cavilando sobre Wayne Hill. ¿Sospechaba que estaba embarazada? Se lo imagina hablando con su padre, plantado en la puerta de la casa, deseando saber dónde se encuentra. La amo, dice Wayne, y exijo saber dónde está. Al principio su padre y Wayne discuten, pero al cabo llegan a un acuerdo. Tenemos que salvarla, dicen. Nora cierra los ojos, imaginándose a ambos, Wayne y su padre, dirigiéndose a la Casa de la señora Glass para rescatarla.

Años después, mientras estaba recluida en el Centro de Servicios Humanos de Dakota del Sur para enfermos mentales, un joven psicólogo llamado Dave McNulty señaló que probablemente aquella fantasía fue la primera manifestación de su enfermedad. Nora se rió de él.

—Manifestación —repitió, y le tembló el cigarrillo al llevárselo a los labios. Resultaba gracioso. Físicamente, McNulty parecía una versión apocada del propio Wayne, con los ojos castaños, el cabello más largo y desgreñado y una chaqueta de paño con coderas de cuero.

—Hablemos del parto —dijo McNulty—. Hablemos de cómo te sentiste.

—No me acuerdo de nada —repuso ella.

Y así era. Conservaba una imagen imprecisa de la enfermera que le explicaba:

—Esto es Torazina. Te calmará un poco. —Recordaba vagamente firmar unos documentos y pedir que le enseñaran al bebé.

»Oh, cariño —respondió la enfermera—, se lo han llevado. Ya está con su nueva familia. ¿Es que no te acuerdas? Dijiste que no querías verlo.

—¿Dije yo eso? —susurró Nora, y la enfermera asintió.

»¿Se lo han llevado? —preguntó.

Y la enfermera se limitó a mirarla fijamente.