FEDERICO DE SPÍNOLA
Alcázar de Madrid, junio de 1602
—Quien quiera vencer a Inglaterra deberá comenzar desde Irlanda —le repetía Federico de Spínola al duque de Lerma, el poderoso valido del rey.
Pero este no parecía entender. Corpulento y elegante. Pulido de manos. Inflado de su propio poder. Con la venera jacobea sobre el pecho arrogante. Bigotes y perilla en puntas. Pelo corto y enjuto de piernas. La mirada en perpetua altivez, como ave rapaz posada en lo alto.
De él decían los agentes extranjeros avizorantes en la corte, que su talón de Aquiles era el orgullo fatuo. Recibía las críticas a su persona y negocios con desdén e ironía.
Altivez de grandeza estatuaria, pero estatua de yeso y no berroqueña.
Hipocondriaco. Tan pronto le aquejaban dolores óseos, como otalgias o mal de encías. Una inteligencia mediocre al servicio de una desmesurada codicia.
Rostro macizo. Amplia frente con entradas en el cabello corto.
Don Francisco de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y duque de Lerma, además de sumiller de corps y caballerizo mayor, entre otros muchos honores palatinos.
Buen cocedor de intrigas y manejos de dinero. Avariento.
La gorguera blanca impoluta, brillando sobre el jubón de terciopelo negro abotonado de oro.
El rey se comunicaba con él a solas y a todas horas. Entre ellos no había secretos, sino una cierta igualdad de bajo rasero, fundada en la apatía de uno y el afán mandón del otro.
—Os supongo enterado —dice el duque— del fracasado intento de Juan del Águila en Irlanda. Se frustró el deseo de tomar Cork.
—Malas noticias —contesta Federico, un tanto receloso.
—Muy malas. Al no poder entrar en Cork, los nuestros se retiraron al cercano puerto de Kinsale. Allí quedaron tres mil hombres en espera de refuerzos.
El duque parece dudar y Federico cree saber por qué. Los refuerzos nunca llegaron, aunque se intentó la empresa desde La Coruña. Diez navíos con provisiones y pertrechos, de los que solo arribaron seis a la costa irlandesa. Conoce los hechos por boca de algunos supervivientes llegados a Flandes tras la debacle.
Lerma infla el pecho y prosigue. Una mano apoyada en el pico de la gran mesa de su despacho, repleta de legajos, cartapacios y papeles sueltos. El puesto de mando de un imperio en el que no se pone el sol.
—Los condes irlandeses de Tyrone y Tyrconell debían unirse a los soldados de Águila para atacar juntos a los ingleses, pero la caballería enemiga era muy numerosa y los derrotó. —Tropa valiente la irlandesa, le consta a Federico, pero indisciplinada y mal armada. Fácilmente fueron dispersados. Con ellos iban también dos compañías de españoles. Murieron casi todos—. En suma, el maestre Juan del Águila capituló —prosigue el duque—. Ha regresado a España con la mayoría de su fuerza, pero el rey no quiere ni verlo. Ni se le ha permitido venir a la corte.
Federico asiente silencioso. Parece comprender la justicia del amargo castigo impuesto al maestre de campo. En esta España en guerra contra todos se hila muy fino en materia de religión y honra. La salvación eterna y la buena nombradía van de la mano. La capitulación atañe a la pérdida de reputación, y los consejeros de guerra no lo han perdonado. Sobre todo, porque, como Lerma añade ahora, solo dos días después de firmada la capitulación de Kinsale, una armada de socorro española bien provista se presentó ante el sitio. Hubo desesperación general cuando desde los barcos vieron ondear en la fortaleza la bandera inglesa. Si Juan del Águila hubiese esperado unas horas más, todo podría haber sido diferente. La guerra, como la vida, también se pierde en el momento justo y en el sitio justo.
Además, explica el valido, los del Consejo de Guerra acusan de tibieza al maestre Águila, por no salir oportunamente contra el enemigo cuando la caballería inglesa aniquilaba a los irlandeses y españoles que acudían a unírsele.
—Creo que el maestre se ha recogido muy avergonzado a la aldea de Ávila donde nació. Los que le conocen aseguran que no vivirá mucho.
Mecenas hecho a imagen y semejanza de su señor, dicen que Lerma tiene una colección de más de mil quinientos cuadros de su propiedad, por no hablar del dinero que gastan en teatrerías y obras literarias adulatorias.
Rubens, que ha llegado a España comisionado por el duque de Mantua para realizar ciertas gestiones políticas de corto alcance, lo acaba de pintar a caballo, revestido de impostada dignidad y rotunda presencia, con armadura y gesto mandón, bien asentado en los estribos y con bengala de capitán general.
A Lerma le gusta acaparar tierra y patrimonio. Por 120.000 ducados acaba de adquirir la villa de Valdemoro, no lejos de Madrid, y está en tratos de comprar los Carabancheles y Getafe. Se rumorea que para formar mayorazgo en favor de su hijo Diego, conde de Saldaña, prometido a Luisa de Mendoza, heredera de la Casa del Infantado.
«Mala suerte lo de Águila, pero alguien tiene que pagar el pato», piensa Federico.
El descontento y las murmuraciones se han desatado, y muchas altas cabezas de la corte piden escarmiento. España es todavía mucha España y una afrenta así no debe tolerarse. ¿Por qué no se prolongó la resistencia para dar tiempo al envío de refuerzos? ¿Por qué la capitulación fue tan apresurada y se abandonó Kinsale sin aviso ni consulta?
Y el Consejo de Guerra ha decidido que el culpable sea Juan del Águila, que para eso era el jefe y tomó la decisión.
Abochornado, el maestre de campo vencido se ha retirado a un pequeño poblado de Ávila donde nació, llamado Barraco, que hasta el nombre tiene algo de aciago. Una especie de arresto domiciliario o destierro voluntario que seguramente será su tumba.
Lerma, con voz queda y nerviosa, informa de todo esto a Federico, que permanece expectante y de pie, empuñando en la mano diestra el memorial que lleva enrollado para presentárselo al valido, que es quien debe verlo primero antes de dárselo al rey. En el escrito se solicita un nuevo asiento, en consideración a los brillantes servicios que el genovés ha prestado con su escuadra de galeras, apretando el cerco de Ostende y aguijoneando la retaguardia del convoy con el que Mauricio de Nassau, el jefe rebelde, pretendía reforzar a los sitiados de esa ciudad.
Lo que Federico deseaba era ser reconocido condottiero al servicio de España, como sus antepasados habían hecho antes muchas veces en la dividida Italia de los cien Estados y mil ciudades peleados entre sí. Que en eso España e Italia se parecían mucho, antes de que los Reyes Católicos impusieran la vara de mando única.
Por su cuenta, Federico ofreció levantar cuatro mil soldados de infantería y mil jinetes, con artillería y vituallas para ganar dos o más puertos en Inglaterra, y desde ellos guerrear contra la reina inglesa Isabel. Esa bruja tirana que ampara a todos los herejes y rebeldes de Europa y mantiene aterrorizados a los católicos de su isla. En la visión optimista del genovés, estos se levantarán en armas contra su opresora en cuanto los españoles pongan sus botas en suelo inglés.
Poco después, cuando Federico vino a Madrid en marzo de 1601, mantuvo su oferta, que incluso amplió a cinco mil soldados, si le daban algunas galeras más para el transporte de las tropas.
Manejándose con habilidad y la simpatía que otorga el olor del dinero en el enrevesado laberinto de la corte, el menor de los Spínola, aun viendo mermadas muchas de sus pretensiones, consiguió salir del Puerto de Santa María con ocho galeras en cuyas cubiertas se amontonaba parte de un tercio de infantería que mandaba el maestre de campo Juan de Meneses. Una magra fuerza para tan gran empresa que, sin desearlo, tropezó en su camino con una flota inglesa que buscaba apoderarse de un galeón cargado de riquezas procedente de las Indias Orientales, fondeado cerca de Lisboa. Un encuentro desafortunado, que le costó dos galeras, sin poder impedir que la fuerza enemiga, muy superior en número, se apoderara del galeón.
A partir de ahí, Federico perdió mucho tiempo. Tuvo que tocar puerto en La Coruña, Ferrol y Santander para embarcar soldados que completaran el tercio de Meneses. La maldición de los «elementos», el mal tiempo que como una maldición de Dios se abatía sobre los intentos españoles de poner pie en tierra inglesa, no se hizo esperar. Era ya entrado el otoño cuando las galeras del genovés irrumpieron en el Canal de la Mancha con mar gruesa, y allí les esperaba una escuadra anglo-holandesa que les cañoneó a placer. Dos galeras hispanas más se perdieron con toda su gente ahogada, y otra más se refugió en Calais en demanda de asilo, pero las autoridades francesas hicieron oídos sordos a la reclamación española y decidieron retener el barco.
Solo tres galeras alcanzaron Flandes. Una de ellas consiguió entrar en Dunquerque, y otras dos en Nieuport, hasta que, finalmente, las tres se reunieron en el puerto de La Esclusa.