AMBROSIO DE SPÍNOLA
Campamento de Casale
Una vez más, Olivares hizo caso omiso de mis advertencias y se enfangó en la guerra de Mantua, que para las armas españolas fue nefasta. No se pueden tocar todos los palos a la vez, y quien mucho abarca poco aprieta. Algo que el valido, que seguía creyendo que Dios era español, nunca entendió.
El conde-duque optó por una rápida conquista de Mantua-Monferrato a cargo del ejército acantonado en Milán que mandaba Gonzalo Fernández de Córdoba, descendiente directo del Gran Capitán.
Pero pronto España tuvo que guerrear contra Francia, que tenía las manos libres tras reconquistar La Rochela.
En la primavera de 1629, cuando la nieve se fundió y los pasos de los Alpes quedaron despejados, un gran ejército francés mandado personalmente por Richelieu y Luis XIII invadió el norte de Italia y puso cerco a Casale.
Incapaces de defender la plaza, los españoles pidieron ayuda a sus aliados imperiales en Alemania. Esas tropas entraron en Italia por la Valtelina, pusieron sitio a Mantua y al año siguiente los franceses derrotaron en el Piamonte al duque soberano Carlos Manuel de Saboya, que había pactado con España la partición del Monferrato. La derrota sirvió de excusa al duque para retirarse de la guerra, dejando sola a España contra Francia.
El saboyano siempre ha sido un constante quebradero de cabeza para España, pese a su parentesco con el rey.
Actuando con inconsciencia pueril, en lugar de llegar a una componenda en Mantua hasta no haber terminado de arreglar lo de Flandes, Olivares aceptó el reto de abrir un nuevo frente en Europa. España estaba exhausta y una vez más sin dinero, pero, aun así, en un intento descabellado, levantó un ejército de veinte mil hombres, echando mano de mercenarios y gente de los presidios. De todas formas, eran insuficientes para derrotar a los casi cuarenta mil de Francia, que componían un ejército bien equipado y con la moral alta tras reconquistar La Rochela.
En la guerra de Mantua, Olivares soñaba con quimeras de engrandecimiento, alentado por el atrabiliario duque de Saboya, que lo mismo le ponía una vela a Dios que al diablo.
Atento solo a sus intereses, el duque ponía a todos buena cara a su conveniencia, alternando las esperanzas y sospechas con unos y otros.
Entre Saboya y Olivares llevaron la guerra a Italia. Creían que los franceses estarían entretenidos en La Rochela, pero la presencia del ejército galo en Saboya, dirigido por Luis XIII y Richelieu, cambió por completo el panorama. Entonces comprendió el rey don Felipe, aunque tarde, el grave error de haberse metido en esa guerra innecesaria.
Fue preciso reunir a toda prisa un ejército, y todos en Madrid volvieron hacia mí sus ojos para que lo mandara, considerando que Fernández de Córdoba no daba la talla. En consecuencia, en julio de 1629 fui nombrado gobernador del Estado de Milán y jefe del ejército español en Italia.
De nuevo, me vi en una encrucijada rodeado de dudas. Me sentía incapaz de rechazar el mando, pese a no creer en la guerra emprendida. Quizá debí dejar entonces en claro mi desacuerdo, pero no lo hice. El porqué tiene que ver con mi estado de ánimo en ese momento, cuando creía poder recuperar los marchitos laureles de Breda. A fin de cuentas, me considero jefe de soldados, y un soldado se supone que está para obedecer, sin pedir ni rehusar.
Así las cosas, en septiembre de ese año llegué a Génova con un lucido séquito en el que iba el pintor Velázquez. Felipe IV lo enviaba a Italia a comprar cuadros; y para dorar la píldora de los agravios que me hicieron en la corte, el rey me hizo merced de 38.000 ducados de ayuda de costa, a razón de dos mil ducados cada mes. Un regalo para dulcificar los disgustos recibidos en la procelosa selva de la corte española, donde todos se muerden unos a otros y la ambición de los nobles avala cualquier sinrazón.