ALONSO DE MONTENEGRO
Madrid, 1635
Breda está casi en los límites de Brabante. Tiene más de mil casas y es cabeza de un distrito poblado por más de doce aldeas. Dicen que fue incorporada a la casa de Nassau como dote de matrimonio, hará de esto unos dos siglos.
La primera vez que la vi de lejos me pareció un triángulo casi perfecto, con la hipotenusa formando una línea quebrada de murallas, reparos, fosos y puentes. En medio de la villa se erguía una torre desde la que se atalayaba todo el campo a la redonda y se podían transmitir y recibir señales.
Las murallas eran de tierra, salvo las puertas, que eran cuatro y construidas de ladrillo.
Un ingeniero italiano, de los que venían con el general, me señaló los quince baluartes provistos de artillería que asomaban de la muralla, las dos plataformas extramuros, para tirar desde ellas a distancia, y los reparos al pie de la escarpa, accesibles desde la muralla, que servían para proteger la retirada en las salidas.
Los fosos eran de anchura desigual, y en ellos contamos catorce revellines de forma triangular que destacaban como islotes en medio del agua. Del lado exterior del foso, el camino cubierto corría sobre el talud de la contraescarpa, y se interrumpía con varias fortificaciones que los flamencos llaman horenwerke, por su forma de tenazas o cuernos. Algunas de estas defensas interiores y exteriores estaban recién construidas por Mauricio de Nassau, y todas se hallaban en buena disposición y podían protegerse unas a otras.
Todo eso lo recuerdo como si fuera hoy mismo.
Cuando Spínola salió de Bruselas a conquistar Breda dividió en tres columnas al ejército. En total eran quince tercios, con ciento noventa y ocho compañías, más otros treinta y nueve escuadrones de caballería.
Mientras los de la plaza perfeccionaban la fortificación con nuevos reparos, el general llegó a la aldea de Gilsen, a dos leguas de la ciudad, y antes de emprender el sitio pulsó la opinión de sus maestres de campo, que no se mostraron favorables. Esas objeciones eran moneda corriente en el Estado Mayor. La plaza era un auténtico puerco espín de defensas. Si se detenía el curso de los ríos, todo el campo circundante quedaría inundado, y si el enemigo atacaba por la espalda, solo nos dejaría una retirada sin gloria o una defensa temeraria.
—Bien, señores —dijo Spínola—. Si vuestras mercedes consideran que Breda no puede tomarse por asalto, lo será por cerco.
De nuevo surgieron los desacuerdos entre los maestres de campo. La mayoría solo veía dificultades. No se contaba con gente suficiente para repartirla en un cerco tan amplio, habría que levantar fuertes y puestos para cortar la comunicación a los de la villa, y los soldados no querrían encargarse de tales obras. Para romper el sitio, al enemigo le bastaría con impedir el paso a nuestros convoyes de aprovisionamiento, que venían de muy lejos. Amberes, Malinas o Bolduque estaban a más de diez horas.
Finalmente, tras mucho debatir, los maestres de campo Francisco de Medina, Mateo de Otáñez y algún otro, hallaron el terreno propicio para obras y trincheras. Además, había buena agua del río, bosques para leña y forraje abundante en los campos y granjas.
Estuvieron varios días pensándolo, y a todo esto los soldados empezaban a cansarse de esperar en vano. Mientras crecían las enfermedades y el descontento se murmuraba, se iniciaban las deserciones y se perdía el tiempo en idas y venidas. Todo el ejército parecía un hormiguero desquiciado y los holandeses se las prometían muy felices. En Holanda se representaba una comedia —le escuché decir al general— con el título de El Espantajo de España, y paseaban por las calles una lámina donde Felipe IV aparecía buscando Breda con una linterna, y a su lado Spínola, rascándose la cabeza con ambas manos, como si estuviera loco. Decían que Mauricio de Nassau había reído muy satisfecho con los versos de la sátira, y que mejor haría Spínola en abandonar Gilsen y marchar a Geel, que era el lugar donde se curaban los locos en Flandes.