PADRE HERMANN HUGO (S. I.)

Rheinsberg, 1629

Al salir la guarnición de Breda de la ciudad el 5 junio, Spínola prohibió a nuestros soldados que, ni aun en tono de chanza, dijeran nada a los vencidos, juzgando que se debía usar modestamente de la victoria.

Eso le honra, pero los soldados de los tercios protestaron por considerar las condiciones de rendición demasiado benignas y desajustadas con los padecimientos pasados.

Fueron los capitanes quienes tuvieron que acallar las protestas de las compañías, que por fortuna no pasaron de palabras y murmuraciones.

El día que los de Breda abandonaron la ciudad, tenían preparados los carros y barcas que habían pedido para ser evacuados. El conde Enrique de Bergh fue delante con cinco compañías de caballos, conduciendo a la gente de la guarnición hasta Geertruidenberg, y entre cada diez carros había alguna tropa de caballos para guardar el bagaje.

A retaguardia había otras compañías, y apenas se veían caballos de los holandeses porque se los habían comido casi todos. Solo los alféreces y el propio Justino iban montados.

En medio del grueso de los que salían, cada coronel o capitán iba delante de su regimiento o compañía con las banderas desplegadas y los tambores tocando. En total fueron unos tres mil los soldados prisioneros. Y los nuestros volvieron a murmurar y maldecir por lo bajo cuando vieron que los enemigos estaban bien vestidos y que sus armas brillaban. Algo que se explica porque ellos estuvieron mejor alojados y con mejor fuego mientras duró el cerco, y no les había faltado el pan hasta el día que salieron. Por el contrario, los vencedores habían pasado nueve meses, incluyendo un otoño y un invierno, malviviendo en pobres chozas, entre el barro, permanentemente mojados y hostigados por un enemigo que dificultaba el suministro de las vituallas y les hacía rozar el hambre.

Spínola, acompañado de sus oficiales y maestres de campo, se situó entre la ciudad y la trinchera más próxima a la muralla, y desde allí contempló victorioso el desfile de los rendidos. Saludaba con cortesía a cada uno de los oficiales holandeses que pasaban, y en particular al canoso gobernador de Breda, su mujer e hijos, y a dos hijos naturales del príncipe Mauricio, que le devolvieron el saludo inclinando ligeramente las banderas que portaban.

De parte a parte no se oyó ninguna voz de afrenta. Victoriosos y vencidos parecían callados y contentos, algunos incluso sonreían, y Spínola envió al maestre de campo Juan de Médicis para que llevara la noticia de la toma de Breda a la infanta doña Isabel. Esta entregó en premio al mensajero una joya rica de oro y diamantes, y para dar la nueva al rey se envió a España a Fernando de Guzmán, maestre de campo de la infantería española. Dicen que Olivares le premió con quinientos doblones al recibir la noticia.

La fama de la victoria apenas halló crédito en muchos países de Europa, tal era la desconfianza que en un primer momento despertó la empresa de Spínola, alentada por la propaganda enemiga.

Al poco, la infanta se decidió a venir a ver la ciudad tomada, y a saludar a los victoriosos soldados que la habían conquistado. Spínola, que se adelantó tres leguas a recibirla, dejó solo guardadas las puertas y mandó que se limpiaran las calles y casas, el castillo y la iglesia mayor.

Cuando llegó Isabel Clara Eugenia, tanto la caballería como la infantería repartidas por escuadrones hicieron tres salvas con toda la artillería para declarar su contento. La infanta mandó suspender todas las manifestaciones de alegría hasta después de oír misa, y luego entró en las iglesias de la ciudad para comprobar si quedaban restos del culto calvinista.

Había en las paredes del templo mayor algunas inscripciones contra el Rey Católico que se mandaron borrar; en su lugar se puso otra que señalaba el año de la recuperación de la ciudad.

Acabadas las ceremonias sagradas, toda la ciudad se llenó de luminarias y fuegos artificiales entre cañoneo de salvas. Pero el espectáculo más hermoso fue el gran círculo de fuego en las dieciséis millas del interior de la trinchera mayor. Spínola mandó que encendieran en todo el perímetro manojos de paja y fajina, que continuamente se mezclaban con los resplandores de la arcabucería. El resultado parecía todo lleno de fogonazos que en un instante relumbraban y desaparecían.

Tengo por cierto que fue la piedad de la infanta, con las rogativas que mandó hacer por todos los templos y capillas, las que reconquistaron Breda, y no las armas, porque la toma fue un milagro.

Nadie puede negar que ayudan más los favores divinos que las estratagemas de los hombres, y esto solo se lo debemos a la conocida piedad de su alteza, de quien podemos decir aquello que se dijo en tiempos pasados: una mujer causó confusión en la casa del rey Nabucodonosor.

De las muestras de piedad de la infanta hablará la posteridad largo tiempo. Dio limosna de cuatro mil florines a los capuchinos, para que se comprasen en Breda una casa, y otros cinco mil a los Padres de la Compañía de Jesús, que procuraron en todo el tiempo que duró el cerco la salud espiritual de los soldados. No fue pequeña la suma que dio también para reparar el antiguo monasterio de monjas y las ruinas de la iglesia de Ginneken, que Mauricio de Nassau había mandado quemar.

Después de haber cumplido con la religión, la infanta mandó dar una paga extra a los soldados, y regalarles además diez mil vestidos, y en los días siguientes recorrió las obras y fortificaciones de las trincheras.

Spínola, entretanto, preocupado siempre por el abastecimiento, trajo grandes provisiones a la ciudad hambrienta por el largo asedio, y señaló las casas en que había de alojarse la guarnición.

Luego, nombró gobernador de la plaza al barón de Balançon, maestre de campo del tercio de borgoñones, un varón en el que se reunían el valor, la modestia y la vigilancia, lo cual no dejó lugar a la envidia de los que también aspiraban al nombramiento.

Finalmente, preparadas las provisiones y puesta la guarnición, Spínola mandó volver a llenar de agua los fosos y destruir las obras de asedio, incluidas trincheras y fortificaciones, para evitar que el enemigo pudiera tratar de recuperar la ciudad. Eso hizo, a pesar de que eran obras dignas de ser conservadas y mostradas a la posteridad.

Las lanzas
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