AMBROSIO DE SPÍNOLA
Campamento de Casale
Salí de Bruselas en los primeros días de enero de 1628, después de haberme despedido con profundo sentimiento de la infanta Isabel.
Ambos presentíamos que esa sería la última vez que nos veríamos. Las lágrimas afluyeron a sus ojos y, por qué negarlo, también a los míos.
Habían sido muchos años compartidos de sinsabores, ilusiones, triunfos y decepciones los que habíamos pasado juntos. En ella siempre encontré apoyo, comprensión y un talento político especial poco frecuente en las mujeres de su rango, heredado seguramente de su augusto padre.
También fue triste la despedida del ejército y de los representantes de las provincias leales, mitigada por la vaga esperanza de mi vuelta a Flandes con los recursos necesarios para enderezar la guerra. Una quimera, como en el fondo sabían los más avisados de la situación.
Acompañado de la principal nobleza del país llegué hasta la frontera de Francia, y entré acompañado de mi hijo Felipe y de mi yerno, el marqués de Leganés.
La primera etapa del viaje fue hasta París, y desde allí me adelanté al resto de la comitiva para llegar pronto a presencia del rey.
Ya en Francia, salió a cumplimentarme un gentilhombre de la corte de Francia y me dispuse a cumplir la misión especial que mi soberano me había encomendado: saludar al rey francés Luis XIII y procurar estrechar las relaciones de amistad y cooperación sobre los asuntos de Italia que manejaba su primer ministro Richelieu. Con el astuto cardenal mantenía yo estrecha correspondencia, aunque, en honor a la verdad, con poco fruto.
En esos momentos, Luis XIII sitiaba la plaza fuerte de La Rochela, en la que resistían con tenacidad los hugonotes. El conde-duque de Olivares, pensando lisonjear con eso a Richelieu, había enviado una gruesa armada de galeones para ayudar a la francesa y conseguir la pronta rendición de la plaza.
Una legua antes de llegar al campamento de La Rochela salió a mi encuentro el mariscal Sciomberg con un selecto acompañamiento. Cuando llegué a la tienda que me estaba preparada, me visitaron en nombre del rey Luis y del cardenal varios personajes de la corte francesa, y el más autorizado de ellos me ofreció el bastón de general, con el ruego de que me encargara de la dirección de aquel cerco en nombre del monarca galo.
Un día después de aquellos honores fui a dar las gracias al rey Luis, que me acogió con honrosas muestras de afecto, aunque bien conozco yo, a estas alturas, cuán voluble es el favor de los soberanos de este mundo en materia de Estado. Un terreno resbaladizo e inseguro, donde lo que hoy es blanco mañana es negro, y lo que ahora son elogios, poco después son críticas y reproches. Pero así es el mundo y hemos de lidiar con él o retirarnos a rumiar nuestra adversidad.