AMBROSIO DE SPÍNOLA

Campamento de Casale

Al enterarme de la muerte de mi hermano, estuve a punto de abandonar los planes de gloria y acogerme a la mediocridad opulenta que me esperaba en Génova.

Al final prevaleció el sentido común. Consideré que debía vengar la muerte de Federico llevando a cabo las hazañas que él mismo hubiera deseado realizar. Solo pondría una condición: mandar en el campo de batalla. Pero, en vez de combatir en el mar, lo haría en tierra. Yo no era marino y apenas entendía de guerra naval. Además, la empresa de invadir Inglaterra se había suspendido. En parte por la muerte de Federico —que era su principal adalid—, y también porque la reina Isabel de Inglaterra, la obstinada enemiga de España, acababa de dejar este mundo. Su sucesor en el trono era Jacobo VI, el hijo de María Estuardo, que había sondeado con los enviados de la inteligencia española la posibilidad de alcanzar una paz, o al menos una larga tregua. Inglaterra había conseguido hasta entonces eludir la invasión, pero el poderío del león hispano mantenía sus garras. Los recursos de Londres eran, en todo caso, inferiores a los de Madrid.

El trámite negociador se vio facilitado con la llegada a la corte inglesa de Juan de Tasis, conde de Villamediana, para felicitar al nuevo rey por su ascenso al trono.

Villamediana llegó repartiendo dinero, con aires de galantería rumbosa que impresionaron a las damas, y bien surtido de una provisión de guantes de piel perfumados para regalar a los aristócratas ingleses, entre los que hacía furor la prenda.

El conde le ganó la partida al embajador de Enrique IV de Francia, a pesar de que este también llegó a Londres con la bolsa bien provista para repartir regalos y sobornos. Buscaba impedir que españoles e ingleses firmaran la paz, pues para Francia resultaba ideal que Inglaterra y España, sus dos rivales más directos, siguieran matándose.

Mientras fermentaban esas maniobras diplomáticas entre bastidores, las críticas hacia mi persona menudeaban en Madrid. La rancia nobleza que rodeaba al rey no dejaba de murmurar por lo que consideraba un agravio comparativo. Yo no era de sangre real, como Alejandro Farnesio, y carecía de experiencia en cuestión de guerras. Para empezar, ni siquiera era militar, sino comerciante y financiero, algo que, para el orgullo insolente de los aristócratas españoles, que nada sabían de negocios con el dinero, era como mentar la bicha.

De hidalgos para arriba, trabajar en cuestiones mercantiles era una ocupación indigna en España; incluso para hijosdalgo y escuderos que no tenían dónde caerse muertos. El trabajo manual quedaba para gente del montón, conversos o calvinistas, que creían indicio certero de salvación celestial la riqueza obtenida en la tierra.

Pero la realidad cruda de Flandes se imponía a la vana palabrería del entorno regio de la corte española. Bruselas contaba con pocos recursos para alimentar la guerra y la riqueza de los Spínola no podía despreciarse. Yo insistí en declararme muy católico y dispuesto a aprender los vericuetos del arte bélico. Para asesorarme, contaría con los mejores profesores de la época. Los maestres de campo, capitanes y sargentos de los tercios hispanos.

El archiduque Alberto y Felipe III no congeniaban, pero el rey español respetaba la voluntad de su padre, el todopoderoso Felipe II, que se había llevado bien con los genoveses y había otorgado la soberanía de Flandes al archiduque y a su esposa, la infanta Isabel Clara Eugenia, la hija predilecta. Ambos pasaron a convertirse en soberanos con la condición de que, si morían sin descendencia, los Países Bajos quedarían otra vez en poder de la Corona de España.

Alberto era enfermizo y débil de espíritu, irresoluto y apocado, y sus médicos le daban pocas posibilidades de procrear. Todo se lo debía a su tío, el gran Felipe, que le había encumbrado a las cimas de la Iglesia y la política. Era ya cardenal arzobispo de Toledo y había sido gobernador de Portugal antes de ser nombrado gobernador general y cosoberano de Flandes, tras el matrimonio con su prima Isabel Clara Eugenia.

La verdad es que tanto Federico y los generales más veteranos de Flandes, como yo mismo, éramos conscientes de que el archiduque no tenía talla para enfrentar a Mauricio de Nassau, un genio táctico que había transformado el arte militar en Europa. De sus innovaciones tomaban buena nota amigos y enemigos, y todo había ido de mal en peor para las armas españolas desde que Alberto había empezado a ejercer de soberano en Flandes.

Mauricio era un fanático de la instrucción. Mejoró la rapidez y efectividad de fuego de sus tropas con un sistema llamado «contramarcha». Para eso se le ocurrió la idea de distribuir a sus mosqueteros en varias filas de diez hombres, una detrás de otra. La primera disparaba y se retiraba a recargar, y entonces era sustituida por la segunda fila, que repetía la operación, y luego era sustituida por la siguiente. Con eso conseguía mantener una barrera constante de fuego, y aunque el tiro no era muy preciso, impedía a la infantería de los tercios llegar al cuerpo a cuerpo. Era el triunfo de la pólvora sobre el valor individual.

Para facilitar la instrucción y el control de las tropas, Mauricio redujo el tamaño de las unidades. Las compañías no superaban los ciento veinte hombres, y los regimientos pasaron de dos mil a ochocientos.

Aunque menores en número, las formaciones holandesas también se alargaron más sobre el terreno para ocupar una mayor longitud de frente, y se aumentaron las distancias entre hombres para reducir el blanco de los tiradores enemigos y los destrozos de la artillería en formaciones compactas. En resumen, la fórmula era efectiva y simple. Fuego nutrido y unidades más ágiles.

Me dediqué a estudiar atentamente todos estos avances tácticos, sin dejar de observar el decaimiento de las tropas hispanas desde que el archiduque se hizo cargo de dirigirlas, pues carecía de talento militar y dotes de mando.

Con este panorama, no era extraño que los soldados se amotinaran con frecuencia por el descontento que causaba la falta de pagas. La plaga había carcomido a los tercios casi desde el principio de la larga guerra iniciada por el duque de Alba en Flandes, allá por el año ya lejano de 1567. Una contienda en la que habían perecido dos generaciones de buenos soldados sin resultados decisivos para ningún bando.

Picado en su amor propio, después de haber fracasado en socorrer la importante plaza de Nieuport, sitiada por Mauricio de Nassau, el archiduque quiso dejar sentada su autoridad militar poniendo cerco a Ostende, en el Mar del Norte. Una ciudad potentísimamente fortificada, defendida por todo un ejército holandés de varios miles de hombres.

Empeñado en el sitio desde 1601, la situación un año después era calamitosa para las fuerzas del archiduque. Las tropas de España eran insuficientes para romper las defensas enemigas. Y eso no era lo peor, porque Mauricio, viendo el campo libre, ocupó la ciudad de Rimbergh y extendió la devastación a las provincias católicas del sur de Flandes, fieles al bando español.

Cansados de guerra y flagelados por el ejército de Nassau, los flamencos leales pidieron al archiduque que desistiera de cercar Ostende y se ocupara en defenderlos, pero este hizo caso omiso y siguió en sus trece.

En desquite, y en vista de que el archiduque no mostraba deseos de ampararlas, las provincias obedientes regatearon su ayuda al ejército católico, y sus soldados se vieron reducidos a la mayor miseria. La estrechez los envilecía y desmoralizaba hasta extremos de ruindad.

En este conglomerado amorfo de tropa desalentada, escaseaban los españoles, con gran desesperación de los mandos, que conocían bien su alta calidad combatiente, lo que les convertía en el núcleo imprescindible de cualquier batalla.

Descorazonado por la gravedad de la situación, Alberto vagaba como un fantasma por los pasillos del palacio de Bruselas y buscaba el apoyo de su mujer Isabel Clara Eugenia, mucho más entera, que estaba al tanto de la situación por los informes que yo le pasaba.

—¿Cómo remediaremos esto? —preguntaba abatido el archiduque al embajador español en Bruselas, Baltasar de Zúñiga.

—Remedio solo hay uno: proveer gente. Si no españoles, al menos italianos.

—Pero eso es lo que la gente del país no desea oír. No quieren más soldados ni más gabelas.

—Pues menester es que pasen por ello. Las tropas deben ser bien tratadas y alojadas por los propios flamencos.

—No lo quieren.

Zúñiga tampoco reclamaba paños calientes. Los soldados, insistía, debían ser acogidos sin limitaciones, y no solo —como sucedía entonces— en algunas villas fronterizas arruinadas por la guerra.

—Con eso no vamos a parte alguna. Es preciso actuar ya —zanjaba Zúñiga.

Pero el archiduque vacilaba. Era hombre dubitativo y poco dado a afrontar los problemas cogiendo el toro por los cuernos.

—Los soldados de los tercios padecen hambre y van en harapos. Eso alienta su insolencia cuando se amotinan —excusaba el embajador.

—Decid al rey que envíe españoles —insistía el archiduque—. Ninguna otra fuerza es comparable en opinión ni en valor.

Zúñiga torcía el gesto escéptico. Infantería española —bien lo sabía él— iba quedando poca. Era un bien escaso. Además, Castilla, el filón principal del reclutamiento de los tercios, se despoblaba entre pestes y levas. En muchos pueblos solo quedaban los viejos y tullidos. Ya no se veían niños jugando a los soldados en las calles con espadas de madera.

—Pues que envíen infantería italiana, si es posible de Nápoles. Tampoco es mala tropa, aunque tengan fama merecida de ser gente muy licenciosa, que trata mal a los campesinos.

—Escribiré a Lerma —dijo benevolente Zúñiga—. Pero aconsejo que Su Alteza haga lo propio enviando recado al rey.

—¿Y qué le digo?

—La pura verdad. Nuestro ejército debe ser reforzado con infantería española, que es el nervio principal de su fortaleza. Aunque será muy difícil traerla. Hidalgos y jóvenes en edad de guerrear, en España van siendo contados.

Debido a que siempre era la primera en acometer las situaciones más peligrosas, la infantería española tenía la mayor parte de las bajas. Con eso, su número, que nunca había rebasado una quinta parte del total, se estaba reduciendo a mínimos.

Zúñiga, al ver el abatimiento del archiduque, no se atrevió a plantearle una grave cuestión en ese momento. Siendo notoria en Madrid la incapacidad militar de Alberto y la mala situación del ejército de Flandes, el Consejo de Estado había aconsejado al rey que nombrara a personas cualificadas para asesorarle en cuestiones de guerra.

Oí que se barajaban varios nombres, como los duques del Infantado y Béjar, o el nieto del duque de Alba; además de extranjeros como el duque de Urbino, el marqués de Burgau y el príncipe de Avellino. Pero por unas u otras razones, ninguno de ellos sobresalía como candidato indiscutible.

Las lanzas
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