JUAN DE IBARRA
Bruselas, abril de 1607
En el carruaje que conduce a palacio al archiduque Alberto y la infanta Isabel Clara Eugenia, el enviado del rey don Felipe III de España, Juan de Ibarra, medita sobre la entrevista que le aguarda.
La noticia del armisticio acordado en La Haya, por iniciativa de los archiduques, ha caído por sorpresa en Madrid y removido la charca de ranas cortesana. No todos en el Consejo de Guerra la aprueban, y él, Ibarra, es de los que se oponen.
El peso de la opinión de Ibarra en los asuntos de Flandes es considerable. Su trayectoria al servicio de la Corona acrisola su consideración de experto en cuestiones de guerra y paz en Europa, el gran campo de batalla del poder hispano, donde cada año surgen nuevos enemigos antaño disimulados. Al final, medita, tendremos que ser nos contra todos; Dios no lo quiera.
Su currículum habla por él. De 1591 a 1593 estuvo de representante español en París, encargado de manejar los hilos de la influencia española en la Liga Católica de Francia para procurar que Isabel Clara Eugenia, la muy amada hija del gran rey Felipe, ocupase el trono de ese país. Algo que para España hubiera supuesto tocar el cielo con las manos, pero imposible de lograr. La ancestral Ley Sálica francesa impide a las mujeres ser coronadas. Además, apenas le dieron tiempo para componer las redes ocultas necesarias a una operación de tal envergadura. Enseguida lo llamaron para nombrarle veedor general del ejército de Flandes, y luego hombre de confianza y mayordomo del archiduque Alberto. En 1600 regresó a España. Y de allí no se ha movido hasta ahora.
De nuevo el maldito clima de Flandes vuelve a lacerarle y acentuar su incipiente reumatismo, propio de la edad provecta en la que ya se va adentrando. Hasta la primavera parece querer escapar de esta tierra. Por la ventanilla del carruaje que le conduce ve pasar casas de campo con chimeneas que arrojan al aire penachos de humo y granjas con techumbres de paja y ramaje. Las aldeas salpican el camino a lo largo de canales y arroyos helados y de campos recubiertos de una fina capa de nieve habitadas por el buen pueblo de Flandes. Un pueblo castigado desde hace más de cuarenta años por la plaga odiosa de la guerra entre hermanos.
Todos los consejeros comparten el temor de dejar a Alberto las manos demasiado libres para tratar con los rebeldes. No se fían de él, aunque saben el afecto que el rey le profesa por cuestión familiar. Pero en la guerra, a la hora de la verdad, los parientes no cuentan, o no deberían contar. Antes de salir de Madrid, Juan de Idiáquez, el veterano secretario del rey y jefe de las inteligencias, ha hecho un aparte con Ibarra para recalcarle la misión que le espera en este territorio que es punto de encuentro de todos los enemigos de España y la causa católica.
Idiáquez, con frases concisas, le ha dicho que, aunque el archiduque Alberto ha contravenido las órdenes del rey, ya que no ha logrado que el alto el fuego se extienda a la guerra en el mar, no puede desautorizarlo oficialmente a estas alturas del juego. No es posible rechazar sus esfuerzos sin dañar gravemente la idea de que los españoles negocian de buena fe. Algo que la propaganda calvinista vocea a todas horas.
—El archiduque debe tener poder exclusivo para tratar con los rebeldes —dice el secretario—, pero llevaréis una revocación firmada por el rey para el caso de que el acuerdo de paz no se atenga a los deseos del Consejo de Estado.
Ibarra asiente.
—Sin duda sois consciente de la importancia de los poderes que os entrego —prosigue Idiáquez—. Uno, el que entregaréis al archiduque, podría ser revocado por el rey en caso necesario, aunque eso Alberto no debe saberlo.
—Descuidad.
—El otro es un conjunto de instrucciones secretas para el caso de que el archiduque se propasara en la autoridad que tiene para negociar.
Ibarra lleva consigo, además, seiscientos mil ducados para prevenir un motín general de las tropas de Flandes, que llevan varios meses sin cobrar. Es parte de un dinero que el rey ha arrancado a las Cortes a duras penas. Un sacrificio más de la depauperada Castilla en el que hasta Lerma ha debido participar con cien mil ducados de su propiedad, destinados a defender la costa andaluza contra corsarios y saqueadores holandeses.
De los motines tiene Ibarra suficiente experiencia, pues hubo de pechar con unos cuantos en Flandes. No hay nada peor para romper un ejército y cortar el hilo de las victorias. La situación económica se hace patente en la indisciplina de la tropa. Y eso que la costumbre de los tercios españoles al sublevarse es diferente a la de otras naciones. Alemanes, borgoñones e italianos exigen sus pagas antes de pelear y venir a las manos con los enemigos, pero los españoles solo lo hacen después de haber combatido. Además, ellos mismos se imponen la disciplina del jefe que han designado a la hora de amotinarse; y a quien, para que no haya duda, llaman «el electo».
Los últimos motines han forzado a cambiar el suministro de fondos a Flandes para que las pagas lleguen con prontitud y regularidad a los soldados. Antes, las cartas de crédito conseguidas en Castilla a elevado interés llegaban tarde a Flandes, y cuando lo hacían, tras el largo viaje, se había perdido gran parte del dinero en pagar el rédito.
El enviado del rey recapitula los principales puntos de lo que será su conversación con el archiduque Alberto. Un hombre, ya lo sabe él, deseoso por acabar cuanto antes la guerra, y para eso no dudaría en dar a los rebeldes cuanto pidieren. Bien se ha demostrado en la manera apresurada y concesiva, propia de su voluntad blanda, con la que se ha concluido el armisticio. Muy favorable a los holandeses porque España no ha conseguido lo fundamental: que el alto el fuego se extienda a todas las operaciones de mar y tierra. Eso deja las manos libres a los holandeses para seguir con sus correrías piráticas en las Indias y las islas de las Especias.
Además, Alberto ha cedido también en que los delegados para negociar la tregua sean nacidos en los Países Bajos, lo cual deja fuera a los españoles. Una afrenta neta al poder y la dignidad de España y un signo claro de debilidad, pues muestra lo deseosos que están en Bruselas por llegar a un acuerdo con los enemigos.
Por mala suerte, y para dar más razón a los halcones de la corte, la noticia del alto el fuego llegó a Madrid a finales de abril, pocos días después de que una flota holandesa destruyera a otra española de diez galeones en Gibraltar, cuando los barcos estaban amarrados y desprevenidos en ese puerto. En total, seis galeones y nueve embarcaciones menores hundidos, y más de quinientas bajas. Un auténtico desastre.
Aun así, hay que resistir. Ibarra es un firme partidario de la teoría del dominó. Si se pierde Flandes, se perderán Milán, el Franco Condado y el Camino Español, y luego Nápoles y el comercio con las Indias. Y, para terminar, no habrá paz en la Península porque, faltando en los Países Bajos la guerra, los enemigos vendrían a hacerla en España.
Cuatro han sido las cuestiones sobre Flandes que han debatido en el Consejo de Estado: relanzar la guerra con un esfuerzo aún mayor, llegar a un acuerdo de paz o tregua, continuar como hasta ahora o abandonar por completo la empresa. Descartada esta última solución, a la que todos los consejeros se oponen, solo quedan las otras tres, pero el archiduque Alberto se les ha adelantado con la segunda, sin estar debidamente autorizado por el rey.
«El hecho es —recapacita— que la desconfianza entre Bruselas y Madrid es permanente y extiende las sospechas. Nadie se fía de nadie, y cada uno parece estar contra todos.» La realidad es que las finanzas del Estado están por los suelos y el monarca no sabe qué hacer. Torpemente, sus cercanos le han aconsejado que emita una nueva remesa de vellón, la moneda de cobre más utilizada por la gente en sus tratos diarios. Pero la Hacienda de los holandeses también está en la ruina. Las últimas campañas de Spínola han golpeado duro los recursos financieros y el comercio, y los burgueses se quejan de lo mal que les van los negocios.
Antes de salir de Madrid, Juan de Idiáquez le ha permitido a Ibarra leer el memorial que recoge los pasos que Alberto ha ido dando, y los enredos, hasta llegar a la situación actual.
Tras la información de los espías hispanos, que en Holanda habían captado al vuelo la inclinación a la paz de los partidarios del abogado Oldenbarnevelt, gran pensionario de las Provincias Unidas, Alberto decidió no dejar pasar la ocasión. Llamó al noble Walrave van Wittenhorst y le encargó una misión secreta: ir a La Haya para pulsar el ambiente y comprobar si los rumores eran ciertos. Llegó en agosto de 1606 y dejó caer las condiciones de Alberto para empezar las negociaciones.
Oldenbarnevelt, astutamente, reveló las propuestas a una comisión secreta del gobierno holandés para asuntos exteriores. Eso le permitía superar la prolija maquinaria política de las Provincias Unidas. Los holandeses debaten todos los asuntos de importancia en los consejos municipales y en los Estados Generales, y las decisiones finales se toman en consulta entre dieciocho concejos, el Consejo de Estado, la comisión permanente y la asamblea plenaria de los Estados. Un galimatías sin pies ni cabeza. Un obstáculo que permite alargar indefinidamente cualquier decisión.
El gran pensionario expuso una alternativa a la comisión secreta. O poner las provincias del norte rebeldes bajo la protección del rey francés Enrique IV, o hacer la paz con España. Pero el galo no parece estar por la labor de asumir la protección de los Países Bajos sin tener la soberanía completa sobre ese territorio, largamente codiciado por Francia.
Siguiendo este razonamiento, Oldenbarnevelt dijo a los de la comisión que el momento era propicio para iniciar conversaciones de paz, aunque sus palabas no convencieron a todos. Se decidió entonces nombrar otra comisión para examinar el estado exacto de las finanzas holandesas. El punto clave.
La conclusión llegó varias semanas después y la comisión secreta escuchó el informe. La mala situación económica aconsejaba no continuar la guerra porque las finanzas holandesas estaban al borde de la quiebra.