AMBROSIO DE SPÍNOLA

Campamento de Casale

Me contaron los acompañantes que el archiduque Alberto, tras los esponsales con su prima Isabel Clara Eugenia, se emocionó al pisar tierra de Flandes, pero más emoción debió de sentir ella, al recordar lo mucho conversado con su padre el gran rey don Felipe sobre este florón (hoy maldición) de la Corona. Cuando llegaron a Bruselas, la ciudad lució sus mejores galas para recibirlos, y aunque el día era muy lluvioso no menguó el griterío y entusiasmo de la multitud entregada.

A los archiduques les regalaron un par de caballos, níveos como la sal, por mor de alguna antigua leyenda que aseguraba que no habría paz en Flandes hasta la entrada de dos soberanos en Bruselas cabalgando en corceles blancos.

La corriente de simpatía que acogió a Isabel se mantuvo durante muchos años, a pesar de los delirios del duque de Lerma, y ahora de Olivares. Ellos nunca entendieron gran cosa del gobierno de Flandes, salvo entrometerse en asuntos que Bruselas hubiera podido resolver mejor.

La infanta Isabel lleva grabada la impronta de la severidad familiar en su aptitud para los negocios de Estado y la gravedad del comportamiento. Parecía haber nacido para soberana de los Países Bajos, ya que no pudo serlo de Francia, y en eso perdieron los franceses, que con ella seguramente hubieran evitado la guerra de religión que estuvo a punto de agotarlos.

Al principio, como suele ocurrir con los nuevos gobiernos, en Bruselas todo fueron rosas. Ella se encontraba muy a gusto entre los artesanos y burgueses y la gente del pueblo. Los trataba a diario y le agradaba su trato, al contrario que su marido Alberto, mucho más retraído y circunspecto, cuyas dotes de simpatía eran menores.

Mientras vivió su esposo, a la infanta nunca le faltó ese punto de alegría que le hacía sonreír con frecuencia y aliviaba la amargura que tantas veces la acompañó en su gobernación. Por entonces, era amiga de fiestas y juegos, y de sus bufones de corte regaló uno a Felipe III, un tal Miguel Soplillo, que con sus bromas y desplantes alegró la juventud un tanto alocada del monarca.

El buen humor que casi siempre tuvo Isabel, propio de su temperamento natural, suavizó la actitud muchas veces distante de quienes la rodeaban.

Me dijeron de ella que, en cierta ocasión, estando comiendo sola, se dio cuenta de que un noble se había escondido detrás de una puerta para observarla sin ser visto.

La infanta entonces cogió unas frutas y llamó a un criado.

—Dadle esto a aquel mendigo que está detrás de la puerta.

El noble salió de su escondite y cayó de rodillas para pedirle perdón, pero ella graciosamente pidió que se levantara y lo dejó ir sin oprobio, aunque muy corrido.

De su humildad sincera y trato llano fui testigo muchas veces. Siempre vivió con austeridad, que llegó a ser casi monástica al quedarse viuda, y se comportaba más como una sencilla mujer de su casa que como soberana encopetada.

Esa imagen le granjeó muchas simpatías, sobre todo después de que ella y Alberto rechazaran la corona imperial que el emperador Matías les ofreció al morir, según le escuché decir al embajador de España en Viena. En una ocasión, incluso, la infanta hizo callar de inmediato a un coro de monjas que la recibió en un convento entonando el himno del emperador.

Las bromas a que era aficionada no la colocaron reina de Francia, pero al menos sirvieron para que la declararan Reina del Papagayo, aunque esto yo lo sentí más como amargura que como broma.

Todos los años, los ballesteros flamencos de la guardia colocaban sobre una torre un papagayo al que apuntaban con sus saetas. El que acertaba el tiro y mataba al pájaro era proclamado Rey del Papagayo con gran jolgorio, hasta que un año a la infanta se le ocurrió participar en el concurso. Ante la sorpresa general, el papagayo cayó abatido por la saeta de Isabel, y los ballesteros la vitorearon y proclamaron Reina del Papagayo. Y para que nadie pudiera arrebatarle el título decidieron que ya no se celebraría más el concurso hasta después de la muerte de la soberana.

Señora hasta el final, soportó con dignidad la pena de no tener hijos vivos, lo que hubiera cambiado por completo la suerte de Flandes, ya que estos hubieran heredado la soberanía.

Ese vástago que no llegó fue una herida que nunca le cicatrizó, y acabó con todas sus ilusiones de poder. Una decepción que le fue llegando lentamente, pues el hijo anhelado no quiso venir por voluntad de Dios. Poco a poco dejó de hablar del asunto y en la corte de Bruselas se guardó un silencio respetuoso con la desesperanza del sucesor que no existió.

Isabel hubiera querido casar a su hijo con su sobrina Ana, la hija del rey Felipe III, que ha terminado siendo mujer de Luis XIII y reina de Francia, lo que ella nunca pudo ser. Aunque en el caso de Ana se trata solo de reina consorte, con escaso mandamiento en la corte francesa, algo que a Isabel Clara Eugenia también le hubiera amargado, pues estaba hecha y educada para mandar y no ser segunda de nadie.

Siempre elegante y distinguida, la infanta ocultó con generosidad su desengaño, y mandó como regalo de boda a Ana el anillo que su padre el gran Felipe II le había dado a su cuarta y última esposa.

Bruselas vivió con Isabel Clara Eugenia una época feliz, que coincidió en buena parte con la tregua tan difícilmente gestada. Su presencia dio a la gente seguridad y confianza, y eso se tradujo en el arte. Fue una época de grandes artistas. Las fábricas de tapices trabajaban a pleno rendimiento y los encargos afluían a pintores como Rubens, Van Dyck, Snayers, Jordaens o Paul de Vos. La gobernadora acudía con frecuencia a Lovaina, a conocer y escuchar a los profesores famosos que allí daban clases.

Una vez, ella entró en la cátedra del filósofo Justo Lipsius sin anunciarse y sin interrumpir la lección. A partir de entonces, Lipsius estuvo en la corte muchas veces y cuando murió, los archiduques otorgaron una pensión a su viuda y protegieron a su sucesor en la cátedra, un tal Putaneus, a quien nunca llegué a ver.

De su preocupación por la suerte de las gentes modestas de su gobernación, muy apretadas por la incertidumbre de la guerra y los impuestos, dejó pruebas cuando convenció a su marido para establecer en Bruselas el primer Monte de Piedad. Eso fue, creo, hace unos diez o doce años. Por tal asunto la criticó mucho en Madrid el duque de Lerma, cuya única idea para sanear la enferma Hacienda de España fue engañar en el valor de la moneda. Rebajó su ley como hubiera hecho cualquier monedero falso, aunque luego Felipe IV pidió informes para fundar los Montepíos en la propia España.

Justo el año en que acabó la tregua, las desgracias se le acumularon. Alberto, que era hombre poco robusto y tenía gota, murió en julio, y ese mismo año murió Felipe III en Madrid. Lo que vino después con Olivares, que no podía sufrirla, fue peor para la archiduquesa que lo de Lerma.

Cuando enterró a su esposo, no hizo aspavientos ni exageró las lamentaciones. Se apartó en soledad unos días del mundo, y luego volvió a las tareas de gobierno, sabiendo que esa era su obligación, aunque ya no era soberana de Flandes y el rey me había entregado instrucciones secretas de vigilarla en esos días. Al regresar al mundo volvió a dar una lección de resignación y señorío. Lo hizo vestida con el hábito de terciaria franciscana, y el pelo se lo cortó ella misma porque sus damas no quisieron hacerlo por lástima.

En señal de duelo por la muerte de su marido suprimió las fiestas y cacerías en su corte. Abandonó los ricos vestidos y las joyas, que trocó por oscuros hábitos austeros, y se tapaba el rostro con un velo que solo alzaba para comer.

A partir de entonces inició su declive. El brillo de sus ojos alegres se fue apagando y sentía que su fin se acercaba. Su anhelo era que llegase pronto su sobrino el infante Fernando de Austria para entregarle el gobierno de Flandes, pero los meses fueron pasando y Fernando no llegaba, seguramente porque el sañudo Olivares lo retenía más de la cuenta en España para mortificarla.

Me han informado de que ahora sigue recluida en el palacio de Bruselas, y que le hace compañía María de Médicis, la madre del rey Luis XIII, a quien su hijo ha desterrado de Francia. Parece una broma macabra de la historia, como tantas. La Médicis, caída en desgracia, sigue siendo la suegra que Isabel Clara quiso ser de su sobrina Ana, y entretanto la tiene recogida y es la única que le da un poco de calor familiar, pues la gobernadora ya sabe que morirá sin hijos, sin hermanos, sin sobrinos y sin nadie de su regia estirpe que le cierre los ojos.

Las lanzas
titlepage.xhtml
part0000.html
part0001.html
part0002.html
part0003.html
part0004.html
part0005.html
part0006.html
part0007.html
part0008.html
part0009.html
part0010.html
part0011.html
part0012.html
part0013.html
part0014.html
part0015.html
part0016.html
part0017.html
part0018.html
part0019.html
part0020.html
part0021.html
part0022.html
part0023.html
part0024.html
part0025.html
part0026.html
part0027.html
part0028.html
part0029.html
part0030.html
part0031.html
part0032.html
part0033.html
part0034.html
part0035.html
part0036.html
part0037.html
part0038.html
part0039.html
part0040.html
part0041.html
part0042.html
part0043.html
part0044.html
part0045.html
part0046.html
part0047.html
part0048.html
part0049.html
part0050.html
part0051.html
part0052.html
part0053.html
part0054.html
part0055.html
part0056.html
part0057.html
part0058.html
part0059.html
part0060.html
part0061.html
part0062.html
part0063.html
part0064.html
part0065.html
part0066.html
part0067.html
part0068.html
part0069.html
part0070.html
part0071.html
part0072.html
part0073.html
part0074.html
part0075.html
part0076.html
part0077.html
part0078.html
part0079.html
part0080.html
part0081.html
part0082.html
part0083.html
part0084.html
part0085.html
part0086.html
part0087.html
part0088.html
part0089.html
part0090.html
part0091.html
part0092.html
part0093.html
part0094.html
part0095.html
part0096.html
part0097.html
part0098.html
part0099.html
part0100.html
part0101.html
part0102.html
part0103.html
part0104.html
part0105.html
part0106.html
part0107.html
part0108.html
part0109.html
part0110.html
part0111.html
part0112.html
part0113.html
part0114.html
part0115.html
part0116.html
part0117.html
part0118.html
part0119.html
part0120.html
part0121.html
part0122.html
part0123.html
part0124.html
part0125.html
part0126.html
part0127.html
part0128.html
part0129.html
part0130.html
part0131.html
part0132.html
part0133.html
part0134.html
part0135.html
part0136.html
part0137.html
part0138.html
part0139.html
part0140.html
part0141.html
part0142.html
part0143.html
part0144.html
part0145.html
part0146.html
part0147.html
part0148.html
part0149.html
part0150.html
part0151.html
part0152.html
part0153.html
part0154.html
part0155.html