PEDRO PABLO RUBENS

Batalla de las Dunas, 2 de julio de 1602

Al rememorar ahora la batalla de las Dunas advierto que Mauricio de Nassau no dejó de estudiar las tácticas militares desde que llegó al poder. Murió en abril de 1625 y el título principesco pasó a su hermanastro Federico Enrique, ya que su hijo había muerto prematuramente a causa de un golpe recibido en una pelea con una cuchara de peltre.

Con sus glaciales ojos azules y su asombrosa barba pelirroja, Nassau no tardó en revelarse un capitán mucho más capaz que su padre Guillermo de Orange. Para más señas, Mauricio era pariente mío. La familiaridad, un tanto liosa, le venía de ser hermanastro de Cristina von Dietz, que era hija ilegítima de mi padre Jan Rubens y de la madre de Mauricio, Ana de Sajonia. Un adulterio sonado en su tiempo.

En el haber guerrero de Mauricio figuraba, sin duda, la captura de Breda por sorpresa en febrero de 1590, guarnecida por una tropa italiana mediante estratagema. El jefe holandés introdujo ochenta hombres ocultos bajo la carga de un barco de turba flamenco que abastecía la ciudad. Cuando los soldados salieron de su escondite, arrollaron el cuerpo de guardia y se apoderaron del castillo. Fue un golpe audaz y magistral. Pronto, el talento militar de Mauricio atrajo combatientes de toda Europa a sus filas. Desde hugonotes franceses hasta luteranos alemanes y anglicanos ingleses. En conjunto, una mezcolanza de protestantes de toda Europa. Buena tropa. Tan fanática como la católica en lo tocante a religión.

Pero la mayor derrota que el caudillo holandés infligió a los españoles fue en la batalla de las Dunas, el primer desastre en campo abierto de los tercios.

Es un éxito que Mauricio, dicen, recuerda con nostalgia, y que le llegó como un regalo de la divina Providencia. La mano de Dios ayudándole a él, pobre calvinista pecador.

A regañadientes obedeció las órdenes del gobierno holandés, representado por los Estados Generales. Le mandaban desembarcar con su ejército en los territorios del sur de Flandes y Valonia, controlados por los españoles. Los espías holandeses estaban bien informados de la bancarrota hispana tras la muerte de Felipe II. Secretamente, el archiduque Alberto intentaba negociar para ganar tiempo, pero en La Haya los rebeldes tenían otros planes. Sabían que varios tercios se habían amotinado, y creían llegado el momento de poner fin a la actividad corsaria española desde los puertos de Nieuport y Dunkerque.

Corría el mes de junio de 1600 y cuando el ejército holandés atravesó el sur flamenco, bordeando Brujas, el archiduque Alberto les salió al paso con tres tercios y varias unidades valonas, italianas y alemanas.

Las fuerzas estaban equilibradas, o quizás un punto a favor del príncipe de Orange, que tenía diez mil hombres por casi igual número del bando hispano. Si venció Mauricio fue por la precipitación de Alberto y porque la escuadra holandesa cumplió bien, como acostumbra.

He de reconocer que en esta ocasión Alberto (lo admitió el propio Mauricio) no se portó mal, incluso sacó pecho y resultó herido. Se presentó ante la gente del tercio español amotinado en Brabante y prometió el oro y el moro si tomaban las armas. Los convenció, pero ellos pusieron como condición pelear los primeros. En vanguardia, casi al trote, recorrieron diez leguas en un día y una noche. Estaban agotados, pero aun así el archiduque se empeñó en atacar sin esperar al resto de la infantería que les seguía. Y para más contratiempo, con el sol y el viento en contra, la arena de las dunas próximas les cegaba los ojos. Mauricio esperó al tercio de vanguardia con su ejército bien parapetado y reposado en la línea de dunas, protegido por sus naves bien artilladas y con el mar a la espalda.

Aun así, los españoles, esos diablos de la guerra, estuvieron a punto de ganar la partida. Lo hubieran hecho de no ser por el contraataque simultáneo y relámpago de la infantería y la caballería holandesas.

Debían de ser las cuatro de la tarde. En pleno y frío verano del Mar del Norte. El de Nassau no sabía entonces, no podía saberlo, que esa vanguardia del tercio que los tuvo al borde del descalabro en las dunas era tropa amotinada y quejosa, pero de primera calidad, que había exigido pelear en primera línea como si fuera su derecho.

Atacaron con el brío acostumbrado y expulsaron de algunas dunas a los de Holanda, pero resistieron en otras. Tras un duro pelear, los españoles consiguieron desalojar de sus posiciones a la fuerza inglesa del ejército de Mauricio, dirigida por sir Francis Vere, que cubría uno de los flancos. Muchos ingleses se arrojaron al mar para escapar y Vere fue casi capturado cuando mataron a su caballo. A los holandeses y sus aliados les entró el pánico, y de las gargantas de los tercios salieron gritos de «¡Santiago!» y «¡Victoria!».

Agotada, la infantería española se tomó un respiro antes de proseguir el combate. Y ahí fue donde quebraron. Lección primera: no descansar hasta terminar con el enemigo cuando este muerde el polvo.

Las lanzas
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