AMBROSIO DE SPÍNOLA

Carta a la infanta archiduquesa Isabel Clara Eugenia en Bruselas

Camino de La Haya para acordar la tregua, me sentí halagado cuando me dijeron que Mauricio, mi enconado enemigo, me llamaba el Diablo Volante. El nombre venía de que, en una ocasión, había escrito a su amigo el rey de Francia que yo parecía moverme en campaña con alas en los pies y penetraba sus intenciones como si fueran de cristal.

Para mi guarda y seguridad en el viaje me acompañaba un destacamento de ciento ochenta jinetes, que poco podrían hacer para salvarme si todo era una treta y los holandeses querían acabar con mi vida.

En los últimos días de enero de 1609, los diputados católicos llegamos a Breda. Fuimos recibidos magníficamente, con la tropa formada en armas, y alojados en la fortaleza principal de la ciudad.

Después de atravesar los pantanos helados de la Merüe en una caravana de trineos sobre el hielo, entramos rodeados de gentío a Rotterdam, y luego a Delft, donde está enterrado Guillermo de Orange, a quien los holandeses tributaron unas pompas fúnebres faraónicas.

Mauricio salió a recibirme a media legua de La Haya, y nos saludamos afectuosamente, aunque yo nunca fie de su forzada cortesía. Siempre fuimos distintos y distantes.

Los dos subimos en la misma carroza y Mauricio me colocó a su lado derecho. Atravesamos juntos las calles de la capital holandesa, atestadas de gente que se agolpaba a nuestro paso y parecía respetuosa y asombrada de vernos en relación cordial, como se hubieran sentido los romanos al ver a Escipión y Aníbal paseando unidos por el foro. Delante de nuestro séquito marchaban dos heraldos tocando trompetas con estrépito de gran triunfo. El ambiente reinante parecía de mascarada, pero al menos puede haber servido para ablandar voluntades y propiciar el fin de una guerra impopular en ambos bandos.

Mientras los fastos y festejos llenaban La Haya, decidí impresionar a los holandeses mostrándome ante ellos como un gran señor, pues este es un pueblo fenicio, que valora las muestras de riqueza terrenal como señales de predestinación divina.

Alojado en la suntuosa mansión que me destinaron, la alhajé y llené con muebles de mi propiedad. En el salón puse dos grandes candelabros de plata con hachones de cera, a ambos lados de la gran mesa que lo ocupaba. Puse también un banco de plata lleno de agua que sostenía un barco grande del mismo metal, para refrescar el vino guardado en un enorme frasco también de plata, y decoré las paredes con bellas tapicerías. A mi mesa hice llevar quince aguaderas y toda la vajilla de plata, y di instrucciones de que se permitiera entrar en el comedor a quien quisiera admirarla.

No todo, sin embargo, fueron alardes de riqueza. Dos veces al día se decía misa públicamente en mi casa. Un acto que muchos del país censuraron por considerarlo peligroso. Criticaban también que se nos hubiera permitido llegar tan al corazón de Holanda, y poder tomar nota de su topografía, las fortificaciones y el ánimo de sus ciudadanos.

Los tres o cuatro primeros días en La Haya se pasaron en recibir o rendir visitas, tanto al conde Mauricio como a representantes de los estados de las Provincias Unidas y embajadores que allí se hallaban, en particular los de Inglaterra y Francia. Pasado este tiempo, empezó la reunión con los diputados de rebeldes.

Lo primero fue mostrarnos unos a otros los poderes de negociación que teníamos. Los holandeses, antes de pasar adelante, querían saber si estábamos de acuerdo en cumplir el punto de reconocerles libres, como el rey prometía, lo cual equivalía a declararles Estado independiente.

Les respondimos que, habiéndolo prometido Su Majestad, podían estar seguros de que tal condición se cumpliría. Hecho esto, se pasó a nuestro asunto principal: el comercio y las correrías corsarias en Indias. Ahí los rebeldes pusieron muchos reparos y endurecieron su postura. El forcejeo continuó varias semanas sin alcanzar acuerdo, pues de ninguna manera querían ceder en eso.

Los más opuestos al pirateo y el tráfico ilegal en los territorios de Asia y América eran, como resultaba lógico, los de la Compañía de las Indias Orientales. Holanda y Zelanda les han prometido velar por sus negocios, y tienen muchas mercaderías concertadas para vender en Europa, por lo que quedarían arruinados si no pudieran darles salida.

Aún quedaba otro punto espinoso: la libertad de los católicos para practicar su religión en la república. Pero a esta cuestión ellos se opusieron con uñas y dientes. Dijeron que aceptar condiciones en tal materia iría contra su libertad, tanto en materia de religión como de gobierno, pues equivalía a decirles cómo han de vivir. En eso tuvieron todo el apoyo del rey de Francia, quien bajo capa les maneja y avisa contra los intereses de España.

Por falta de acuerdo, las conversaciones entraron en punto muerto. Dándolas por rotas escribí al rey para que decidiera qué hacer, pero sin dejar de recordarle que, si no se acordaba la paz, deberían iniciarse desde ya los preparativos de guerra. El pueblo de las Provincias Unidas parece muy deseoso de la paz, pero eso no quiere decir mucho. En tales cuestiones el pueblo no puede nada. Deciden los que mandan en los gobiernos, como bien sabe Vuestra Alteza.

Por el momento, los que gobiernan en Holanda están divididos. Una parte desea la paz y otra no. El más opuesto es el conde Mauricio, que tiene sus razones, ya que gana 66.000 escudos al año por mandar el ejército, más la suculenta comisión que percibe de las ganancias de la Compañía de las Indias Orientales. En total, doscientos mil escudos de oro en los últimos seis años, según las cuentas que aparecen en sus libros, y de las que he sido informado por mis inteligencias.

Todos los parientes cercanos del conde, que son muchos, están también interesados en mantener la guerra. Tienen cargos en el ejército y muy grandes sueldos y autoridad que perderían en la paz.

Por si esto fuera poco, Mauricio tiene potestad de designar a uno al menos de los tres magistrados que nombra cada provincia, con lo que acapara en la república un gran poder no solo militar, sino también político.

En esto él y yo nos parecemos muy poco, pues, aunque ambos somos de ilustre familia, nacidos en la opulencia y poseedores de grandes riquezas, Mauricio se afana por obtener sobre todo riqueza de la guerra, mientras que yo busco la estimación de los hombres, y he consumido mi capital en adquirir fama y gloria.

Si él busca oro con el hierro, amasando una fortuna con el manejo de las armas; yo he buscado el hierro con el oro, y he gastado mi fortuna en adquirir honor y posteridad.

No solo en eso nos diferenciamos, pues él ha adquirido la ciencia militar en los campamentos y fue general a los dieciséis años, mientras que yo he tenido por maestro de la milicia a mi propio genio, y he tenido que aprenderlo todo tardíamente, sin otros maestros que mi voluntad y el ejemplo de los grandes capitanes que me han precedido.

Todo lo debo al estudio y espontánea inclinación, no a la práctica temprana de la guerra. Además, los obstáculos que las circunstancias han impuesto a Mauricio apenas tienen comparación con los míos. Su país es próspero y le apoya en todo, mientras que yo dependo de los recursos de una España agotada. Siento que estoy rodeado de envidiosos y enemigos en una corte de lobos que rebaja mis méritos y continuamente me echa en cara mi condición de genovés acreedor de la Corona.

Las lanzas
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