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Tales venidas al mundo pueden ponerle a uno algo nervioso, por lo que su carácter se perfila muy pronto: receloso, despectivo, susceptible, cortante, Gregor se revela precozmente antipático. Se hace notar por sus caprichos, cóleras, mutismos, arrebatos y actos intempestivos, destrozos, roturas de objetos, sabotajes y otros desperfectos. Sin duda para solventar ese asunto del tiempo que le tiene obsesionado, se dedica en cuanto puede a desmontar todas las péndolas y relojes de la casa, por supuesto para montarlos acto seguido, pero observando no sin rabia que, si bien la primera etapa de tales operaciones funciona siempre, el éxito de la segunda es mucho más infrecuente.
Con todo, se muestra también harto impresionable, nervioso, frágil y especialmente sensible a los sonidos de manera poco normal, agobiado en demasía por toda suerte de ruidos, rumores o vibraciones, ecos: aunque éstos sean sumamente lejanos, imperceptibles para cualquier otra persona, a él pueden causarle inquietantes arranques de furor. Sufre asimismo serias crisis en el transcurso de las cuales, viendo y reviviendo aun bajo un cielo sereno el relámpago de su nacimiento, presenta accesos de deslumbramiento que le hacen parecer ciego, suscitando el pánico de su familia y los perplejos movimientos de cabeza de los médicos al punto convocados. Sobre ese fondo desordenado, su crecimiento se produce a un ritmo anormalmente rápido, se hace muy alto muy deprisa, y más alto que nadie todavía más deprisa.
Tan tormentoso desarrollo tiene lugar en un lugar del sudeste de Europa, lejos de todo salvo del Adriático, en un pueblo perdido, encajonado entre dos cadenas de montañas y sin acceso posible a médicos del alma cercanos. Gregor recobra el sosiego a ratos contemplando las aves durante horas. Pero si bien tales turbulencias de carácter hacen temer al principio que muden en lamentable locura, sus allegados no pueden sino constatar que su inteligencia se despliega a un ritmo más vivo si cabe que su morfología.
Tras dominar en un santiamén media docena de lenguas, despachar distraídamente su expediente escolar saltándose un curso de cada dos, y sobre todo solventar de una vez por todas el asunto de los relojes —que logra desmontar en un instante, con los ojos vendados, hecho lo cual todos marcan eternamente la hora exacta con un margen de nanosegundos—, consigue un primer puesto en la primera escuela politécnica a mano, lejos de su pueblo, donde absorbe en un abrir y cerrar de ojos matemáticas, física, mecánica y química, conocimientos que le permiten a partir de entonces concebir objetos originales de todo tipo, mostrando un singular talento para esa actividad. Su memoria es en efecto tan precisa como la fotografía recientemente descubierta y, sobre todo, Gregor posee el don de representarse interiormente las cosas como si existiesen previamente a su existencia, de verlas con tal precisión tridimensional que, en el impulso de su invención, no necesita boceto, esquema, maqueta ni experiencia previa. Al considerar de inmediato auténtico aquello que imagina, el único riesgo que corre, y que quizá correrá siempre, es confundir la realidad con lo que proyecta.
Y como no tiene tiempo que perder, los dispositivos que idea no caen en lo accesorio ni en lo trivial, ni en el detalle. A Gregor no se le ocurrirá nunca perfeccionar una cerradura, mejorar un abrelatas o reparar un encendedor de gas. Cuando le vienen las ideas a la cabeza, surgen raudas de arriba, de muy arriba, de la inmensidad cósmica y el interés universal.
Y así, una de las primeras es la de un tubo instalado en el fondo del Atlántico que, entre otras prestaciones, debería permitir intercambiar rápidamente correo entre América y Europa. Gregor pergeña primero los planos detallados de un sistema de bombeo, encargado de enviar agua a presión por ese conducto con el fin de impulsar los recipientes esféricos que contienen la correspondencia. Pero el problema de la resistencia originada por el frotamiento del agua en el tubo, demasiado fuerte, lo lleva a abandonar el proyecto en beneficio de otro no menos ambicioso.
Se trataría de construir un gigantesco anillo en torno a nuestro planeta, por encima del ecuador y girando libremente a la misma velocidad que aquél. Comoquiera que la fuerza de reacción permitiría inmovilizar ese anillo, podríamos subir dentro y girar alrededor de la Tierra a mil seiscientos kilómetros por hora, admirando sus paisajes, o más exactamente sería ella la que giraría debajo de nosotros; confortablemente acomodados en asientos —cuyo diseño y ergonomía Gregor ha previsto distraídamente, pero con precisión—, daríamos la vuelta a la Tierra en el día.
Como puede verse, no son proyectos de poca monta, pues a Gregor sólo le interesa medirse con amplias dimensiones. Muy pronto, entre éstas, le embarga la certeza de que podría hacer una cosilla por ejemplo con la fuerza mareomotriz, los movimientos tectónicos o la radiación solar, elementos por el estilo —o, por qué no, siquiera en plan de entreno, con las cataratas del Niágara, de las que ha visto grabados en los libros y que se le antojan bastante a su medida. Sí, el Niágara. El Niágara estaría bien.
Entretanto, con sus títulos arrugados en los bolsillos, Gregor marcha a trabajar al oeste, a algunas de las grandes ciudades de la Europa occidental donde sus capacidades, según le han asegurado, hallarán un terreno más fértil para desarrollarse. Ejerce distintas actividades de ingeniero, de experto, de consejero sin que ninguna le satisfaga, y, para hacer algo entre las horas de despacho, construye su primera máquina seria. Se trata de un motor de inducción y corriente alterna de carácter novedoso, que presenta con su habitual arrogancia a sus colegas y ante el cual éstos tuercen el gesto durante largo rato. Al final, tras tragarse la envidia y obligados a admitir que ese aparato podría trastocarlo todo, los colegas se dominan, sobrellevan su fastidio y le sugieren que no se detenga: tal vez le convendría marcharse más al oeste, donde un terreno nuevo, más rico y abonado, permitiría que sus ideas alcanzaran su pleno desarrollo. Cabe suponer que tales consejos no son del todo desinteresados y que los colegas ven así el modo de deshacerse de Gregor, quien, amén de antipático, empieza a resultar un poco pesado.
Sucede también que, en efecto, incluso pasada la fase en que el crecimiento decae, Gregor continúa creciendo.