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Y es que ahora sí que, ya de verdad, Gregor no tiene una perra. Aunque la dirección del Saint Regis, mediante su traslado a esa habitación más estrecha, accede a cerrar los ojos a esas notas impagadas, se acabó tener acceso al restaurante del hotel. Se acabó también mantener un laboratorio ni locales administrativos. Y como sea que Gregor insiste aun así en mantener su actividad, siquiera en apariencia, se ha visto obligado a sustituir a su contable por los servicios puntuales de un gabinete de gestión, y sus ayudantes por el joven recadero colombófilo de la Western Union, poco exigente en cuestión de honorarios y a quien emplea como aprendiz a media jornada.
Los Axelrod le han proporcionado lo necesario para instalar un despacho en un cuartucho del Hotel Blackstone, donde Gregor se esforzará en vender por correspondencia algunos proyectos de nuevas máquinas. Pero éstas parecen cada vez más concebidas como para matar el tiempo, menos por convicción que por automatismo y mera costumbre de inventar. Un compresor de fluidos elásticos. Un pararrayos en serie. Un faro de locomotora. Un turboalternador hidráulico. Todos ellos dispositivos cuyas notas explicativas, donde se reconoce el humilde estilo de Gregor, encarecen su carácter innovador incluso revolucionario, manejable, altamente sofisticado y, en suma, de aplastante superioridad.
Pero estas operaciones, como tantas otras, no tendrán salida alguna. Y ello no obedece tan sólo, como deplora Gregor, a la indiferencia de sus contemporáneos. Sucede también que en él nada funciona ya, su estado se deteriora. Aquí y allá, por detalles y gradualmente, se observa cómo se deteriora la mente, al igual que la materia. Ello se produce mediante un aumento y una disminución de fenómenos. Se suman elementos solapados —suciedad, polvo, hongos—, mientras otros valiosos se degradan —desgaste, cansancio, erosión—. Por no hablar de la herrumbre que ataca, corroe y devora tanto las neuronas como los átomos, donde manifiesta sus efectos a través de una serie de morosidades, crujidos, dolores, indolencias y aproximaciones. Es un proceso lento, tortuoso, al principio imperceptible y que, en ocasiones, salta bruscamente a los ojos.
Y así, sucede que acude a la mente de Gregor una idea que, a su entender, nadie había tenido hasta entonces. Es un audaz procedimiento consistente en desgasificar el cobre y mediante el cual, una vez eliminadas todas las burbujas de gas que contiene, se obtendrá un metal más denso y por ende muy superior. Gregor, echando toda la carne en el asador, consigue someter tan intrépida invención a un servicio de investigaciones metalúrgicas. Impresionados por su reputación, los ingenieros la examinan, pero al punto se percatan de que, con ser un conspicuo investigador de la electricidad, Gregor conoce mal la ciencia de los metales. Tras concertar una entrevista, conscientes de su susceptibilidad, lo tratan con gran consideración y tienen mil miramientos para señalarle que su atrevido sistema, aun siendo interesantísimo, no tiene salida alguna: extraer las burbujas de gas del cobre es tanto más difícil cuanto que en el cobre no hay burbujas de gas. No es extraño pues, le exponen pausadamente, que a nadie se le haya ocurrido ese sistema hasta ahora. Gregor recoge sus papeles sin contestar y se retira alisándose el bigote.
Sucede asimismo que registra, sin siquiera haberlas llevado a término, una serie de patentes pergeñadas sobre la mecánica de los fluidos que le aceptan no sin indulgencia, y aun con un asomo de conmiseración. Sucede cada vez más frecuentemente que los balances, proyectos, informes y perspectivas redactados por Gregor, cuando ofrece a quienquiera que sea sus servicios de consultor, son sistemáticamente rechazados, con lo cual las pocas sociedades que se empeña aun así en querer crear resultan improductivas apenas son creadas. Todo ello, entre años buenos y malos, no da ya más que migajas, no sirviendo en cualquier caso más que para saldar una mínima parte de las deudas pendientes y pagar al recadero una vez de cada dos. Una vez de cada dos por media jornada: resentido, y eso que pide poco, el recadero opta por consultar las ofertas de empleo.
El que Gregor comience desde entonces a tratar cada vez con menos gente, al margen de que no cuenta con medios para hacerlo, obedece a que han acabado por quitársele las ganas. No es que sea dado en modo alguno a la bebida, pero desde la implantación de la Ley Seca lo que le incomoda son sus consecuencias: el ambiente creado ya no es de su gusto. Lo que se llamará más adelante los años locos —alcohol de madera en los bares clandestinos, mujeres emancipadas y charlestón, Al Capone, Al Jolson, quiebras bursátiles y juventud dorada—, todo eso le disgusta no poco. Comoquiera que la compañía de los hombres por no hablar de la de las mujeres le resulta cada vez más ingrata, al final sólo le quedan las palomas.
Respecto a éstas, Gregor da un paso más, troca su papel de nodriza por el de niñera: no limitándose ya a alimentarlas, ahora decide cuidar de ellas. Tras documentarse escrupulosamente sobre el orden granívoro, decide estudiar con detenimiento sus usos y costumbres, sus hábitos y sobre todo su anatomía patológica. Pertrechado con un maletín de primeros auxilios, recorre sin desmayo las calles, los muelles, los jardines, sin quitar ojo a esos animales y detectando al instante los indicios alarmantes en su comportamiento —tristeza, enflaquecimiento, tos silbante, artritis o cojera, diarreas y tortícolis— para auxiliarlos de inmediato in situ. Escayolado, inyección, desinfección, masaje, administra las terapias idóneas para cada caso, aunque absteniéndose de intervenir ante síntomas más graves: cuando por ejemplo una paloma se pone a caminar hacia atrás o, apuntando mal, no acierta a picotear el grano, Gregor sabe no achacar tales conductas a la proverbial estulticia de la especie —que niega en cualquier caso—, sino a un ataque de paramixovirosis, afección de consecuencias fatales y sin más salida que la eutanasia, que Gregor rechaza por igual.
Hasta que espontáneamente se le ocurre la idea, ya puestos, de pasar del tratamiento ambulatorio al prohijamiento institucional, y montar una clínica para palomas. Pero va a surgir entonces un problema de locales. Consciente de que la dirección del Saint Regis se mostrará reticente en grado sumo a tal proyecto, Gregor no puede albergar por mucho tiempo a elementos enfermos en su habitación. Así pues, decide no acoger más que a uno cada vez, caso por caso, para efectuar el seguimiento médico a corto plazo o en casos de urgencia. Con esa finalidad alquila en una pajarería cercana al hotel una gran pajarera que servirá de sala de espera y donde acomodará a sus pacientes antes de pasar la visita. Entretanto prosigue sus estudios teóricos y prácticos, perfeccionándose en el cuidado de las alas magulladas, las patas rotas, las gangrenas y las alopecias, pronto para diagnosticar la viruela a primera vista, identificar la gota, detectar la tetramerosis, distinguir el enfisema de la aerofagia, y sin recurrir al cuerpo veterinario salvo cuando una patología demasiado solapada o específica se le pasa por alto.
Pero su pasión no se contenta con esta primera actuación. Como le pesa cada vez más separarse de sus pacientes, Gregor decide desafiar las normas del hotel y conservar un grupito permanente en su habitación, donde, previamente, fabrica una serie de nidos confeccionados con cordel, alambre y algodón, antes de almacenarlos. Y una noche, a altas horas, burlando mediante una estratagema la atención del portero nocturno, hace transportar clandestinamente hasta la planta catorce una gruesa caja tapada que contiene seis aves tullidas.
De entrada sólo instala en su habitación un grupito rotatorio, no más de media docena. Obligado en ocasiones a ausentarse para atender los contados negocios que le quedan en su despacho del Blackstone, Gregor encomienda los animales a una camarera cuyo silencio compra a bajo precio, encargándole velar por ellos según estrictas instrucciones. Pero muy pronto perderá la contención y se multiplicarán los nidos, pues las candidaturas de inválidos no escasean. Al poco serán quince palomas heridas las residentes, después veinte, después treinta, y enseguida la camarera no dará abasto para atenderlas. Gregor habrá de echar mano de dos mujeres más para montar turnos de guardia a su cabecera. Toda esa pajarería se pone a zurear fortísimo, empiezan a difundirse extraños olores por la planta del hotel, los clientes deciden quejarse y la dirección del Saint Regis emplaza a Gregor instándole a poner término a su clínica aviar.
Una vez cerrado el establecimiento y ya desinfectados los locales, Gregor debe resignarse a la soledad, limitando sus cuidados a sus visitas diarias a la pajarera, transformada en dispensario adonde traslada regularmente nuevos pacientes luchando por que se restablezcan. Pero ya no es lo de antes, siempre sale de allí una pizca melancólico y a veces, por no volver a la habitación del hotel desierta y para pensar en otra cosa, se da de nuevo una vuelta por la estación de Grand Central o, como esta tarde, por ejemplo, va a cortarse el pelo.