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Entonces pactan un arreglo por el cual la Western Union abonará a Gregor una cantidad global de ciento noventa y ocho mil dólares por la compra total de sus derechos. Es una suma ridícula en relación con lo que hubiera debido corresponderle, pero es como si Gregor no se diese cuenta: desagradable y seguro de sí mismo como es, dominado por una idea de su persona tan elevada como el desdén que le inspiran los demás, cabría esperar que negociase duramente sus méritos, y no, parece no trasladar las consecuencias de su autoestima al plano material. Aun así, debe de saber lo que hace, y por supuesto que lo sabe: es el primero en desarrollar el uso de la electricidad más allá de sus aplicaciones térmicas e iluminativas. Es el precursor de que posteriormente todo pase a través de la electricidad. En virtud de ello, podría beneficiarse más de sus descubrimientos, pedir al menos un leve porcentaje. Una participación, siquiera una pequeña renta o tan sólo un aumentó, qué sé yo, Pues no, se conforma con lo que le dan.
Tal vez no corra tras el dinero sencillamente para no tener que pensar en él. Quizá le baste vivir en el Waldorf, llevar allí un aceptable tren de vida —siempre a crédito, dado su prestigio— y sobre todo disfrutar de entera libertad en su laboratorio. O quizá sea también que no dispone de mucho tiempo.
Porque en los diez años siguientes le vendrán muchas ideas a la vez, realmente muchas. Pero su manía de concebir sin cesar cosas a toda velocidad tiene la contrapartida de que se detiene en una y se demora en ella. En su mente se atropellan demasiadas perspectivas como para verse capaz de profundizar sobre ellas una a una, de desarrollar sus aplicaciones prácticas y de sacar provecho de su valor comercial. No es que no tenga conciencia de ese valor, antes al contrario, pero no le queda tiempo que dedicarle. El tiempo justo para registrar patentes y alertar espectacularmente a la prensa, como tanto gusta de hacer, para luego mirar hacia otro lado.
Así pues, tal vez Gregor no inventa cosas propiamente hablando, sino que, en el descubrimiento y la intuición de esas cosas, se limita a lanzar la idea que las producirá. Hace muy mal corriendo tanto, debería detenerse cinco minutos en una de ellas para llevarla a término y desarrollarla, explorarla, máxime porque se trata en cada caso de fenómenos llamados a cierto futuro, juzguen si no. La radio. Los rayos X.
El aire líquido. El mando a distancia. Los robots. El microscopio electrónico. El acelerador de partículas. Internet. Dejémoslo ahí.
Es sabido que todo el mundo piensa, siempre, la misma cosa en el mismo instante. En cualquier caso, siempre hay al menos una persona que tiene la misma idea que uno. Pero siempre hay uno también que, con la misma idea que los demás, se muestra más paciente, más metódico, o es más afortunado, más sagaz, menos disperso que Gregor, para dedicarse exclusivamente a ella y anticiparse a todo el mundo realizándola. Y ése es el que primero da su nombre a su idea. El que la introduce en el mercado, el que comercia con ella y el que cobra. En ocasiones puede que ello tan sólo responda a un nombre. Pongamos en cine, por ejemplo. Lo inventó un montón de gente al mismo tiempo pero entre ese montón de gente estaban dos hermanos llamados Lumière. Todo depende de muy poca cosa, verdad, basta una menudencia: cabe imaginar que con semejante nombre no es raro que fueran ellos los que se llevaron el gato al agua.
Tal sucederá con Gregor: los demás se apoderarán discretamente de sus ideas, mientras que él se pasará la vida en ebullición. Pero no se reduce todo a hacer hervir, después es preciso decantar, filtrar, secar, triturar, moler y analizar. Cuenta, pesa, separa. Gregor nunca tiene tiempo para dedicarse a todo eso. Ellos, en su rincón, se tomarán todo el suyo para llevar las ideas de Gregor a término mientras él ya habrá saltado jadeando a otra cosa. Y de nada servirá que haya registrado las patentes, no impedirá a Röntgen reivindicar el descubrimiento de los rayos X ni, más adelante, a Marconi el de la radio.
Sucede también que Gregor se pasa un poco de la raya, con esa tendencia suya a presentar siempre bulliciosamente sus descubrimientos, preocupándole no tanto vincularse a ellos cuanto crear a bombo y platillo un máximo efecto. Y ello sin escatimar la hipérbole, tirando al exceso sin temor a exagerar. Los robots, por ejemplo, apenas ha forjado la noción cuando ya se enardece ante los fotógrafos: en breve presentará un autómata que se comportará por si solo como si estuviera dotado de razón, sin que se le dicte orden alguna desde el exterior. Vamos a ver, Gregor, todavía no estamos en eso. Aunque un día de éstos vete a saber.
Pero, por encima de todo, le acucia una preocupación capital, esbozada a partir de una bobina electromagnética, patente n.° 512.340, que debería permitir sin gastos la producción de importantes cantidades de energía, una pequeña parte de ella suficiente para mantener su propio funcionamiento. Colosal idea. Como un coche con el depósito siempre lleno al autorrenovarse, y que sin embargo no consumiese más que un litro cada cien kilómetros. Sería el primer hito de su objetivo principal: un sistema que permitiese procurar gratuitamente energía libre a todo el mundo.
Lo cual da fe de su extraño concepto del dinero. Porque ese punto de vista se compadece mal con el de la lógica industrial, siempre regido por el interés. Y si bien los periódicos se muestran enseguida encantados con esa idea, pregonando que Gregor va a electrificar la Tierra entera, que acaba de hallar el modo de transmitir una energía universal sin que cueste un centavo a nadie, cabe imaginar que ante semejante noticia, en los consejos de administración de las compañías que cotizan en Bolsa los registros contables se abren y los rostros se cierran en banda, se alzan voces sugiriendo tomar medidas y proponiendo reuniones para estudiar de cerca el caso de ese tipo.
Entretanto, por las noches, con la exultación del éxito, Gregor sigue recibiendo asiduamente a celebridades en el laboratorio, donde éstas posan jubilosas para las primeras fotos iluminadas con lámparas de gas de combustión. Les sigue encantando contemplar a Gregor exhibiéndose orondo bajo una lluvia de largas chispas producidas por sus generadores de alta frecuencia, o blandiendo uno de sus largos tubos de vidrio deslumbrantes, sin que su otra mano sostenga ya cable alguno: misterios del progreso.
Un día al salir del despacho, divisa una paloma herida refugiada en un rincón de la acera, tras un cubo de basura, adonde se ha arrastrado para morir en paz. Gregor, inclinándose sobre ella, diagnostica una fractura de ala y de pata, pero la paloma le dirige una mirada indiferente, como aconsejándole que se olvide del asunto, para luego mirar hacia otro lado con sus ojos redondos. Comoquiera que Gregor prosigue su examen, el ave parece conmovida por tal solicitud, le devuelve la mirada y siguen observándose largo rato como si fueran a acabar diciéndose algo.
Gregor coge delicadamente al animal, lo envuelve en uno de sus tres inmaculados pañuelos y lo acomoda con dulzura bajo un faldón de su chaqueta, junto a la axila, como para acunarlo. Hecho lo cual, sin pararse a pensar un instante en los tan temidos microbios que, como es sabido, abundan entre las plumas de esas asquerosas palomas, también infestadas de pulgas, garrapatas, chinches, piojos rojos y piojos trituradores, la lleva al hotel.
Ya en su habitación del Waldorf, Gregor, siempre habilidoso, le confecciona con trapos y cartón una suerte de nido y procede a curarla. Conviene primero desinfectar y alimentar al volátil antes de reparar sus órganos lesionados mediante pequeñas tablillas, ensambladuras de alfileres y cerillas sujetas con elásticos.
Como Gregor se defiende también en anatomía, el animal queda apañado ese mismo día, y en su afán de respetar las normas del hotel, que prohíben tener animales en las habitaciones, le construye una jaula que traslada discretamente al tejado del establecimiento. Tres días de convalecencia después, suelta a la paloma ya sana y salva. Está bastante satisfecho.