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De todos los financieros que Gregor habrá tenido ocasión de conocer, John Pierpont Morgan es el más rico. A decir verdad, incluso es el más poderoso del mundo, y despliega sus actividades y se embolsa dividendos en los ámbitos más clásicamente lucrativos y variados: petróleo, gas, carbón, madera, ferrocarriles, marina y construcción por ceñirse tan sólo a los principales: Júpiter del dólar, Frankenstein en los negocios, John Pierpont Morgan es un bruto insensible y colérico cuya envidiable divisa se reduce a tres directrices: piensen mucho, hablen muy poco, no escriban nada.

Anormalmente fornido, hombros de paquidermo y mirada de pitón, John Pierpont Morgan prefiere asimismo que se le vea lo menos posible, que su imagen en cualquier caso no circule en absoluto. Pero el que odie por encima de todo que se le fotografíe no obedece tanto a un afán de discreción como a la existencia de su nariz. Jamás hombre alguno ha poseído ni poseerá tamaña nariz, ninguno sufrirá tanto por semejante apéndice enorme y violáceo, surcado de grietas, atestado de nódulos, atravesado por fisuras, prolongado por pedúnculos y enmarañado de pelos. En las contadas fotos suyas de que se dispone, por más que existan instrucciones de que sean retocadas so pena de muerte, parece ya a punto de mandar ejecutar al fotógrafo.

Y ese monstruo, por lo demás saturado de conquistas femeninas, es el que Gregor se propone seducir atrayéndolo con el siguiente señuelo: la posibilidad de controlar todas las futuras emisoras radiofónicas, en el mundo entero. Esa cuerda que le falta al arco de Morgan, cuyo instinto le susurra que puede proporcionar pingües beneficios, posee todos los alicientes para fascinar al financiero. Máxime porque Gregor sabe mostrarse elocuente.

Elocuente pero discreto, pues se guarda muy mucho de desvelar el objetivo auténtico, y para él fundamental, de su estación de información. Amén de que podría servir eventualmente para conversar con los marcianos —punto sobre el que ha acabado comprendiendo que, prestándose a chirigota, es preferible no abundar—, la vocación primordial de esa estación responderá a su primordial obsesión: producir y suministrar al mundo entero energía a discreción, disponible para todos y sin gasto alguno para nadie. Mediante procedimientos conocidos sólo por él y que así han de permanecer, el futuro generador de Gregor funcionará sin fuente exterior, sin ser ya necesario matarse hurgando en el vientre de la Tierra para extraer combustibles fósiles. Todo eso se acabó: gracias a su nuevo sistema, el futuro energético será libre.

Pero más vale que ese aspecto capital de su proyecto se lo reserve para sí. Ni una palabra al respecto, máxime porque el proyecto de estación de información bastará por sí solo para obtener los anhelados créditos: ciento cincuenta mil dólares vuelan en dos segundos de las arcas de Morgan a la cuenta bancaria de Gregor. Este, loco de alegría, cubre al financiero de zalameros halagos, reiterando modestamente que ni Cristóbal Colón ni Leonardo da Vinci hubieran podido realizar su hazaña sin contar con un mecenas como él. Más comedido, el mecenas señala alargando un contrato que, por su parte, se reserva un 51% de sus derechos de patente como garantía de ese préstamo, insistiendo con tono machacón en la palabra préstamo.

Una vez firmado el contrato y guardado en una caja fuerte, John Pierpont Morgan, encantado por la nueva perspectiva de beneficios, propone salir a celebrarlo llevando a Gregor a tomar una copa a un amplio establecimiento de bebidas llamado Tannenbaum's Oyster, situado en la esquina de la avenida donde se hallan ubicadas sus oficinas. Y así sucede que, no obstante su escasa afición a aparecer en público, el financiero no desdeña mezclarse con el pueblo.

El Tannenbaum's Oyster está lleno de gente, de humo, de ruidos, de voces, de música mecánica y de vasos en colisión a la hora punta, mas todo se paraliza cuando aparece el millonario de todos conocido ya que le precede su nariz legendaria, luminosa y voluminosa, así como un vehículo con faro giratorio que anuncia un convoy excepcional. En medio del respetuoso silencio que reina de inmediato, John Pierpont Morgan se acerca pesadamente a la barra pidiendo dos cervezas con voz de ogro, y el barman obedece a toda velocidad temblando ligeramente. Acto seguido, mirando en derredor a la clientela paralizada que hace corro en torno a él, cada cual sosteniendo respetuosamente el sombrero apoyado con las dos manos en el pecho, el financiero decide crear un poco de ambiente. Cuando Morgan bebe —vocifera—, todo el mundo bebe.

Ovación: encantados con la perspectiva, todos los parroquianos se apresuran a pedir por lo menos una cerveza y se reanudan las conversaciones con las jarras entrechocadas, la música y todo el resto hasta que John Pierpont Morgan, apurando raudo su jarra, estampa en la barra una moneda de diez centavos cuyo impacto, de súbito, acalla el tumulto. Todo se vuelve de nuevo en silencio hacia él, que proyecta sobre la gente una mirada circular antes de vociferar otra vez. Cuando Morgan paga —se desgañita—, todo el mundo paga. Seguido de Gregor, se encamina hacia la puerta a paso rápido, los aterrados clientes se hurgan los bolsillos, la construcción de la torre puede comenzar.