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Pero, por más empeño que pone Edison, la relación de fuerzas en la guerra de la electricidad que lo enfrenta a Westinghouse está cambiando. Este, consciente de la superioridad de la corriente alterna y dispuesto a convencer a su mundo, sueña ya con abastecer al continente americano, establece contactos, gana influencia y capta apoyos. Para echarle una mano y contrarrestar la campaña a lo gran espectáculo de la General Electric, Gregor se lanza a dar una serie de conferencias en Estados Unidos y Europa.

Guiado por esa dimensión pública y derrochando profusamente —pese al ceño fruncido sobre los ojos clarividentes de su contable— los primeros subsidios de la Western Union, comienza ya a hacerse con un guardarropa, en su afán de convertirse en el hombre mejor vestido de la Quinta Avenida. Conservando sus trajes negros austeros pero refinando su corte, sustituyendo su tela rústica por franela o, por qué no, gabardina, la de sus camisas por batista o lino, coleccionando corbatas y guantes de cabritilla, ante y napa —cuya temida flora microbiana lo llevará pronto a adquirir la costumbre de utilizarlos una sola vez, al igual que sus tres pañuelos diarios de seda blanca—, armándose de una legión de bastones con esencias exóticas, de puños labrados, troca por último su bombín por un ejército de chisteras, sombreros de muelles y panamás. Con todo, pese a tal elegancia, no recurre nunca a las joyas, el horror que le inspiran los colgantes llega a ser tal que su reloj no se adorna nunca con una cadena, su corbata con ningún alfiler ni sus dedos con el menor anillo.

Por supuesto, el objeto de sus charlas es promocionar el procedimiento desarrollado por Westinghouse, quien otorga plena confianza a Gregor. Pero éste, no queriendo limitarse a esa presentación y ansioso por dar a conocer de paso sus nuevas ideas, aprovecha la tribuna que se le brinda para montar un pequeño espectáculo.

Ante una sala sumida al principio en una oscuridad total aunque estriada aquí y allá de furtivos fulgores, Gregor aparece primero de sopetón, en un círculo de luz blanca y como surgido de la nada con su levita negra entallada, largo rostro lívido y alta figura agrandada por una chistera, rodeado en su tribuna de objetos extravagantes, aparatos nunca vistos: bobinas solenoidales, lámparas de incandescencia, espirales diversas y sobre todo numerosos tubos de vidrio de todas las formas, llenos de gas a baja presión.

Enigmático y teatral, velando por las iluminaciones y sus efectos, Gregor suma a sus dotes de orador las de comediante asíntota del mago. Como de lo que se trata sobre todo es de demostrar la seguridad del procedimiento alterno, coge con la mano izquierda un cordón proveniente de una bobina donde circula una corriente de fuerte tensión y con la derecha un tubo, y de pronto el tubo, ante la estupefacción de la sala, se ilumina al instante. Todo está montado de tal modo que la electricidad atraviesa su persona sin causarle el menor efecto. Ni que decir tiene que, para realizar esa demostración, Gregor ha echado mano de una corriente de alta frecuencia que no puede penetrar en el cuerpo pero que circula sin riesgo alguno por su periferia, por tanto un ligero subterfugio, una ligerísima trampa, pero tanto da: convencimiento del público y éxito garantizado.

No obstante, una vez demostrado esto según las instrucciones de Westinghouse, Gregor comienza muy pronto a tomar ciertas iniciativas, no limitándose ya a cantar las excelencias de la corriente alterna y de su inocuidad. Sin dar parte a su empresario procede en breve a desarrollar sus nuevas ideas. En primer término de éstas figura una concepción nueva, desconocida bajo el cielo que nos alumbra, descubrimiento imprevisto en el programa: el de una energía libre, difusa y cinética. Disponible según Gregor en cualquier punto del universo y que sólo falta, bueno, sí, explotarla. Sólo es cuestión de tiempo, aventura imprudente Gregor: a poco tardar, exclama, la humanidad armonizará sus técnicas energéticas con los grandes mecanismos de la naturaleza. Alertado por sus perplejos agentes, infiltrados entre el público por razones de seguridad, Westinghouse condesciende con indulgencia a dejarle decir lo que le venga en gana.

Por su presencia escénica, su arte de la fórmula, de la sorpresa y del suspense, sus manipulaciones y sus juegos malabares, Gregor cosecha enseguida un éxito considerable con sus conferencias, recibe una inaudita cobertura de prensa, un boca a boca que concita día tras día mayor afluencia de público. Muy pronto es el único tema de conversación en las cenas mundanas, tan es así que, vean lo deprisa que llegan a ir esas cosas, en unos meses Gregor se ha convertido ni más ni menos que en el sabio más famoso del mundo.

En un abrir y cerrar de ojos, la gente se lo rifa. Súbitamente le llueven honores y condecoraciones. Los gobiernos extranjeros solicitan sus servicios. Lo llaman mago, visionario, profeta, genio fecundo, lo designan mayor inventor de todos los tiempos. Pasa a ser cortejado por la buena sociedad neoyorquina, industriales y financieros, directores de periódicos, gerentes de universidades, escritores, actores, músicos, poetas, escultores, políticos, presidentes, reyes, no falta nadie.

Acepta y con frecuencia declina las invitaciones de ricos, muy ricos y riquísimos. Los ricos acostumbran a organizar banquetes llamados cenas de dinero, cenas de oro, cenas de diamante o de platino. La gradación entre dichas cenas estriba en la materia con que se fabrica la joya que cada dama hallará esa noche al sentarse a la mesa, oculta bajo su servilleta almidonada. Gregor acude en una o dos ocasiones pero es tal la repugnancia que le inspiran las joyas, que se abstiene muy pronto de volver. Los muy ricos hacen más o menos lo mismo, con la salvedad de que en sus veladas no se fuman más que cigarrillos liados en billetes de cien dólares y, francamente, Gregor no les ve el interés. Los riquísimos, más retorcidos, montan extrañas veladas en las que por ejemplo resulta de buen tono que los invitados multimillonarios se presenten, sin afeitar ni peinar, vestidos con harapos lo más asquerosos posible para, sentados en un suelo repugnante, beber cerveza desbravada saboreando sobras: mendrugos, cortezas de tocino o mondaduras servidas en bandejas de cristal por lacayos con peluca y librea. A Gregor, aunque no lo muestra, eso puede distraerle quizá cinco minutos, pero enseguida se cansa y se larga.

Si bien entre las muchas celebridades con las que trata figuran nada menos que Rudyard Kipling, por ejemplo, MarkTwain o Ignacy Paderewski, con quienes Gregor podría trabar una auténtica amistad si lo deseara, nunca se deja obnubilar por su prestigio y mantiene las distancias, procurando no intimar en exceso. Pero tampoco tiene que hacer ningún esfuerzo para ello, es frío por naturaleza y nada dado a sonreír. Únicamente una pareja es totalmente de su agrado y de ella se hace amigo íntimo, en la medida en que pueda serlo: Norman Axelrod, que ejerce la profesión de filántropo, y su esposa Ethel.

Como es la época de los albores del cine, y en que, fenómeno desconocido hasta la fecha, aparecen sus primeras estrellas, nos serviremos de ellas para describir sucintamente a los Axelrod. Norman recuerda un poco a Lionel Barrymore, mientras que Ethel, silenciosa y soñadora, tiene un aire a Pearl White en la mirada, y en la sonrisa, una mezcla de las hermanas Gish, Lillian y Dorothy. Gregor los ve casi siempre en presencia de un reciente colaborador de Axelrod, el joven Angus Napier, cuya pequeña estatura y rostro medroso recuerdan, por su parte, ciertos rasgos de Elisha Cook, cuya carrera comenzará bastante después. Angus Napier trabaja para Norman de secretario, de intendente y de chófer, y aunque le obedece al dedillo y a ciegas, parece que a Ethel tampoco le quita ojo, y tal vez sueñan también con ella sus dedos.

No tarda Gregor en cenar en casa de los Axelrod, muy pronto regularmente una vez por semana y más adelante dos, los martes y los viernes. Los martes son de carácter privado, tres o cuatro comensales, según la presencia o no presencia de Angus Napier, pero los viernes son más mundanos y profusos, y reúnen a una retahíla cambiante y escogida de admiradores de Gregor. Esos admiradores son, pues, de índoles y profesiones sumamente diversas y provienen, como hemos dicho, de los ámbitos artísticos, científicos o políticos, pero el inventor se ha convertido también en objeto de culto de bastantes místicos e iluminados. Y como los ocultistas también se interesan por él, comienzan a aglutinarse en torno a su persona individuos cada vez más extraños, proclamándolo su amado venusino, originario de un lejano planeta y llegado a la Tierra en una nave espacial, o, según otras versiones, en las alas de una gran paloma blanca.

Todo eso divierte a Gregor e incluso, dada su vieja simpatía por las aves y especialmente por el orden granívoro, no lo lleva quizá tan mal, sin decir por supuesto una palabra de ello. Pero, claro está, tales hechos no son bien acogidos en los ambientes científicos. Rechinan los dientes en el ámbito de las sociedades culturales. De ahí, un nuevo toque de atención, reverso de la medalla y contrapunto clásico del éxito: empiezan a calificar a Gregor de farsante y estafador. Empiezan a tildarlo de charlatán, tanto más rápida y gustosamente cuanto que a él le encanta aparecer, acceder al estatus de personaje público, pavonearse y alardear en los periódicos, pecado que sus colegas científicos aprecian poco y no perdonan.

No obstante, su brillante aureola conquista a las multitudes, impresionadas por sus escenografías y sus múltiples accesorios, entre ellos los curiosos tubos con que se rodea, que han pasado a ser su marca de la casa pero que nunca patentará ni comercializará. Hace mal, es una lástima, debería hacerlo, pues ésa es otra jugarreta futura: cincuenta años tardarán en redescubrirlos como el origen de los tubos fluorescentes modernos, lo que se llamará no sin éxito neón.

Por su parte, absorto en el combate que enfrenta alterna y continua y del que parece a punto de alcanzar la victoria, Westinghouse sigue cerrando los ojos a sus excesos, en su entusiasmo de ver que su procedimiento ha sido elegido para iluminar la Exposición Universal de Chicago, que se prolongará cinco meses para celebrar los cuatrocientos años del pie que plantó Colón en América.

La exposición, que será acogida con enorme entusiasmo, será también un simple comienzo: habiendo sabido convencer a las altas esferas de que puede transportarse la electricidad a largas distancias, punto definitivamente débil de Edison, Westinghouse es designado para suministrarla en primer lugar a la ciudad de Buffalo. Una vez firmado el contrato de instalación de toda su infraestructura de corriente alterna, se procede de inmediato a construir flamantes centrales generadoras. Y la primera de estas fábricas hidroeléctricas, a cuarenta kilómetros de Buffalo, precisamente donde quería, soñaba, imaginaba o preveía Gregor en sus años jóvenes: en las mismas cataratas del Niágara.